En el Centro Cultural de la Villa de Madrid, la Salomé de Oscar Wilde, dirigida por Jaime Chávarri e interpretada por Victoria Vera. Una obra de teatro tan rodeada de leyenda y fascinación como la fascinación y leyenda de que trata la obra.
La primera pista está en el cartel anunciador, que es una acuarela del simbolista Gustave Moreau, La aparición, y representa a Salomé deslumbrada por la aparición de la cabeza del Bautista casi como un dios solar. Un tema que repetiría luego en composición muy similar Aubrey Beardsley en su ilustración de 1894, J'ai baisé ta bouche, Iokanaan. Moreau había tratado el tema de Salomé varias veces. Venía siendo frecuente en la pintura desde el Renacimiento por las mismas claroscuras razones por las que lo fue el otro paralelo de Judith y Holofernes. Eso de la mujer cortando o haciendo cortar la cabeza a un hombre insinúa freudianamente la tendencia a la emasculación. En Moreau es un verdadero ciclo (con acuarelas, óleos y dos docenas de dibujos) que concentra en él toda la fascinación decadentista con la mujer fatal, el deseo, la muerte y la perdición de los hombres. Muy probablemente fue la inspiración para uno de los Tres cuentos de Flaubert, Salomé, publicado por aquellos años de 1877. Ambos, a su vez, decisivos, sobre todo Moreau, en A Rebours (1884) (A contracorriente) de Joris Karl Huysmans, cuyo capítulo V está dedicado a las reflexiones del antihéroe protagonista, Jean Des Esseintes, sobre dos de las obras de Moreau. A Rebours, biblia del decadentismo fin de siècle, influyó mucho en Oscar Wilde. No se menciona expresamente pero hay acuerdo general en que se trata del famoso "libro amarillo" que Lord Henry regala a su amigo Dorian Gray (en cierto modo, versión inglesa de Des Esseintes) y con el que ocasiona su perdición, porque es la "novela más perversa" de la época.
La leyenda trae causa de los tres evangelios sinópticos, coincidentes en el relato, especialmente en lo que no se dice: el nombre de la hija de Herodías. Ni Lucas ni Mateo ni Marcos, que es quien más en extenso trata el tema, mencionan el nombre de Salomé. El primero en hacerlo es Flavio Josefo, en sus Antigüedades judías. Pero Josefo, que da cuenta de la Salomé real (dos veces casada y con descendencia) no la vincula con Juan el Bautista y es precisamente esta vinculación, que sí está en los Evangelios, la que da la pimienta a la historia: Salomé, hija de Herodías, baila para Herodes quien, ebrio de concupiscencia, le promete lo que le pida y Salomé pide la cabeza del Bautista por deseo expreso de su madre, harta de que la voz que clama en el desierto le eche en cara su vida incestuosa.
Wilde escribió la obra en francés 1892 y la puso en escena en París en 1896 Sarah Bernhardt, hasta su prohibición casi inmediata. De aquí arranca el tópico de que la escribió para ella, cosa que el mismo Wilde desmintió en carta a la prensa francesa. Traducida al inglés por su amante Lord Alfred Douglas, para desesperación del propio Wilde a quien la versión pareció detestable, cuando se estrenó en Francia, el autor cumplía condena en Reading por indecencia pública, una típica estupidez legal de la época. No pudo estrenarla en Londres, dada la prohibición de papeles bíblicos en el teatro inglés y esta especie de maldición prohibitiva prosiguió en sus adaptaciones. La versión para ópera de Strauss (1905) fue prohibida en Viena en donde iba a estrenarla Mahler.
¿Qué tiene la pieza que tan maldita la hace? Pues, en principio, un típico giro de amoralidad (aunque estoy tentado de escribir moralidad porque es lo que pienso) de Wilde. La obra se aparta de la interpretación al uso: no es Herodías quien induce a Salomé a bailar para vengarse del Bautista. Es la propia Salomé quien, incendiada de pasión por el primo de Cristo, requiere su cabeza para besar su boca y saciar su deseo: "Besaré tu boca, Iokanaan". Incidentalmente, la traslación del nombre de Johannes a Iokanaan, busca el mismo giro estético: la orientalización o exotización de la historia. Como el hecho de periodificarla con la tonalidad de la luna: blanca al principio, roja cuando comienzan las muertes y negra al final. Para acabar de situar Salomé en el pináculo del decadentismo maudit, el ilustrador fue el genial Aubrey Bearsdley, director por entonces de la revista de arte y literatura The Yellow Book y quien, por cierto, detestaba a Wilde.
La versión de Jaime Chávarri, aceptable y la interpretación, en conjunto, decorosa. El Bautista no acaba de ser convincente en el punto central de la obra: el ardiente misticismo y el amor carnal que inspira, la perversión última del cristianismo: el sacrilegio de atraer a Dios o a su enviado al pecado. Claro que ahí falla también la protagonista. Victoria Vera es buena actriz, con mucho dominio y recursos, pero quizá no sea la mejor idea poner a representar un papel de intensa carga erótica a una mujer de sesenta años con el climax de la danza de los siete velos. Porque esta es la consecuencia del inesperado giro de la historia en Wilde: la versión convencional en la que el Bautista es, en realidad, la voz de la conciencia que atormenta a Herodías deja paso a otra mucho más audaz (aunque, en el fondo, vacía) en la que es la crueldad de la belleza y la juventud la que arrasa con todo y lleva el sacrilegio y el decadentismo al extremo de la necrofilia.