La fundación Mapfre, en sus salas de Bárbara de Braganza, en Madrid, alberga una notable exposición de fotos de Julia Margaret Cameron (1815-1879) trasladada directamente del Victoria & Albert Museum de Londres que la expuso antes. Son algo más de cien imágenes, prácticamente todas ellas retratos y casi todas, a su vez, primeros planos.
Cameron se inició en la fotografía ya bien entrada en años, con 48 de edad, pero lo tomó con el interés y el ímpetu de una vocación, como llamamiento de la divinidad. Se propuso dejar poderosa huella en la historia de aquella nueva técnica y arte y a fe que lo consiguió, convenciendo al entonces South Kensington Museum (hoy Victoria & Albert) de que coleccionara su obra ya desde el principio, dándole un tratamiento que no desmereciera en nada del de la pintura. Porque eso era lo que Cameron se consideraba a sí misma, una pintora y lo que quería hacer con su cámara: pintar. Riánse ustedes del posterior "pictorialismo". El particular uso del desenfoque en los retratos, en parte, probablemente voluntario y en parte no querido pero inevitable con los largos tiempos de exposición que se necesitaban entonces, da a su fotografía un aspecto indudablemente pictórico. Como sea que, al mismo tiempo, dibujaba o manipulaba los negativos, el efecto se duplicaba.
Pero hay algo más que arte, técnica, voluntad y pasión en la obra de Cameron, algo que inserta su trabajo en una época de notable y compleja personalidad, en el apogeo de la era victoriana. La propia existencia de Cameron parece un resumen de los rasgos típicos de aquel tiempo: nacida en Calcuta, hija de un oficial de la Compañía de las Indias Orientales y una dama francesa noble, educada en Francia, casada con un miembro del Consejo de gobierno de la India que le llevaba veinte años, residente luego en Inglaterra, Cameron se relacionó con un amplio círculo de personalidades (a muchas de las cuales fotografió) de la ciencia, la cultura, la pintura, la literatura y, sobre todo, la poesía y gozó siempre de una notable aceptación, aunque su obra fuera objeto de frecuentes ataques críticos por diversas razones. Esta flexibilidad y densidad social, esta apertura de un siglo tan aparentemente rígido muestra que, si se considera con algo de detenimiento, la era victoriana fue mucho menos hostil a la afirmación y el avance de las mujeres de lo que habitualmente se supone. Para entenderlo, una sencilla comparación: busquen una mujer casada en la segunda mitad del XIX en España con libertad para acometer una carrera artística con éxito, al tiempo que una industria. Porque, habiéndose establecido el sistema de derechos de autor en la época, Cameron registró los de todas sus fotografías, convirtiendo su dedicación artística en un modo de vida. Habría que explorar algo más esta conclusión pero me atrevo a sugerir que está relacionada con el predominio en la época de dos corrientes filosóficas no estrictamente vinculadas entre sí pero dominantes entonces en Inglaterra y en Europa: el darwinismo social y el utilitarismo.
Junto a los retratos de gente famosa, algunos de los cuales son iconos, como el de Darwin o un par de ellos de Alfred Lord Tennyson, Cameron desarrolló una gran obra temática. Parte de esta se encuentra en la exposición: motivos bíblicos, alegorías, representación de abstracciones (como la fe, el amor, la esperanza, etc) que, al forzar los límites de la fotografía, suelen resultar ridículos, pero en manos de Cameron no lo son en absoluto. Su amistad con G. F. Watts, el pintor simbolista (cuyo retrato como músico ilustra el catálogo de la exposición) empeñado en pintar ideas, sentimientos "y no cosas" y consejero suyo, fue determinante en esta orientación. Su serie de Madonnas con niño -para las cuales utilizó como modelo una criada de la casa- son de bastante categoría pictórica, a falta, claro, del color.
Pero no solo Madonnas retrató Cameron. La exposición trae alguna foto de la serie que dedicó a Beatriz Cenci, cuya trágica historia movió mucha creación durante el romanticismo y sigue haciéndolo hoy como símbolo de la lucha de las mujeres frente al patriarcado delictivo.
Gran parte de su obra acusa influencias renacentistas, singularmente rafaelescas y leonardescas (¿de donde proviene el desenfoque de los retratos sino del sfumato renacentista?), muy de moda en la época, dominada por el prerrafaelismo puesto que, para ser prerrafaelista había que haber sido antes rafaelista.Aquella fue también una elección. Cameron pudo haberse decidido por el espíritu gótico, tambièn muy presente por entonces, pero decidió hacerlo por el mundo de Camelot y precisamente, uno de sus últimos trabajos fue la ilustración de Los idilios del Rey, de Tennyson, la obra poética canónica del ciclo artúrico ya en todo su esplendor.
Cameron consiguió lo que se propuso, hizo lo que quiso, impuso su criterio, consiguió aceptación porque, en palabras de su bisnieta, Virginia Woolf, en un libro que recogía su obra publicado en los años veinte del siglo XX, tenía talento.