Cuando era chaval, llegada la Pascua, los curas, que mandaban entonces en España tanto como ahora (aunque hoy lo disimulen algo más) se apoderaban de la calle, de todos los espacios públicos, de las comunicaciones, de los cines, los teatros, de todo. La radio y la tele solo daban programas sacros; los teatros cerraban o escenificaban piezas piadosas; los cines suprimían la programación ordinaria y la sustituían por películas sobre la vida y la pasión de Cristo; las calles se llenaban de procesiones. La opción era muy simple: o te tragabas aquella bazofia o te quedabas en tu casa leyendo novelas de Emilio Salgari o Richmal Crompton.
Jamás fui a una procesión ni a ningún acto sacro. Pero, a veces, iba al cine a soportar unos pestiños de una calidad ínfima que se suponía habían de edificar el ánimo de los espectadores y, tratándose de católicos, es posible que lo consiguieran. Las que siempre buscaba eran las películas mexicanas que, por lo menos, traían otro acento. Jamás olvidaré una en la que Cristo decía a los discípulos: "Dejad que los chamacos se acerquen a mí".
Un poco como homenaje a aquellos años lejanos y desagravio por esta era de liviandad, pecado y abandono mundano que vivimos, decidí ir a ver esta película de Kevin Reynolds, Resucitado, que, en lugar de contar la historia de la pasión de Cristo al modo habitual, arranca el relato precisamente del momento de la crucifixión y de lo que sucede los días posteriores. La idea es muy buena y el guión, más o menos hasta la mitad del film, un hallazgo, muy entretenido, original y con sus puntas de humor. Lo que hace es convertir la muerte de Cristo en un thriller. Consumado el sacrificio, los romanos entregan el cuerpo de Jesús a José de Arimatea para que le dé sepultura. Pero Caifás y el resto del sanedrín avisan a Poncio Pilatos de que los discípulos del nazareno planean reabrir el sepulcro y robar el cadáver para propagar luego la fantasía de que el muerto ha resucitado al tercer día porque es el Mesías, el rey de los judíos. De este modo habrá disturbios en contra de los romanos, justo un par de semanas antes de la visita del emperador Tiberio. Pilatos no quiere líos y ordena a un tribuno, jefe militar, Clavius que haga vigilar la entrada del sepulcro.
No obstante, como sabemos por la leyenda cristiana, el sepulcro es abierto y el cuerpo desaparece. Pilatos ordena entonces a Clavius buscar el cadáver, encontrar a los seguidores de Cristo, para destruir la leyenda en su cuna. El tribuno y los romanos que, obviamente, no creen que los muertos resuciten, emprenden la búsqueda, registran casas particulares, profanan tumbas, pagan espías. Y la cuestión se convierte en una lucha contra reloj por ver si se consigue aniquilar una leyenda antes de que prenda en la credulidad de la gente.
Sin embargo, a mitad de la película, por un giro inesperado (y, obviamente, debido a la mano de Dios), el tribuno empieza a creer en resurrección, ve a Cristo en persona entre sus discípulos, se convierte y, como Pablo de Tarso, pasa de ser azote de cristianos a ser su aliado. A partir de ese momento, el prometedor thriller del principio se convierte en una película más de propaganda cristiana de las que veía en mi infancia y, por más técnica cinematográfica moderna que se le eche vuelve a ser la misma inverosímil y aburrida historia de siempre. A esta película le sobra más o menos la segunda mitad.