Es habitual vincular el anarquismo con el empleo de la violencia, como si las demás teorías políticas estuvieran libres de ella. Sin embargo es obvio que todas las teorías políticas recurren a la coacción y la fuerza. Es más, no existe otra doctrina política ajena a la violencia que la Satyagraha de Gandhi; el resto descansa más o menos reconocidamente en el uso de la violencia como razón última. El Estado, el Estado de derecho, descansa sobre el empleo de la violencia de la que reclama el monopolio. Lo que sucede es que la justifica tildándolo de legítima. Si lo es o no es algo que cada generación y cada individuo de cada generación deberá decidir en su fuero interno.
No siendo el caso del weberiano "monopolio legítimo de la violencia", el recurso a la fuerza es generalizado en todas las doctrinas revolucionarias. Lo es en las fascistas como en las marxistas. No habría pues gran diferencia con el anarquismo salvo en un asunto concreto: las demás doctrinas revolucionarias suelen argumentar que, si pudieran evitar el recurso a la violencia, lo harían y que ésta, en el fondo, no es más que un mal menor, como el Estado en San Pablo, mientras que en el anarquismo se da, o se ha dado en muchas ocasiones, una glorificación del recurso a la violencia como la forma de llevar a cabo la misión redentora de la idea e, incluso, el modo de realizar en su plenitud la vida del revolucionario. Hay incluso una justificación del terror como medio de acción y del terrorista como héroe que apenas tiene parangón en otras teorías políticas. Es verdad que, a raíz del fracaso de 1848, Marx llegó a postular la necesidad de aplicar una política de terror en una celebérrima circular de 1850, pero el movimiento marxista se apartó prontamente de esta línea teórica que, sin embargo, siguió siendo práctica habitual en sus herederos, los distintos movimientos comunistas del siglo XX, muchos de los cuales también recurrieron al terrorismo de Estado, pero siempre negando de palabra lo que practicaban de obra. Únicamente el anarquismo, o una parte importante del anarquismo, ha reivindicado consistentemente el empleo de la violencia y, a veces, del terror como la vía para la consecución de la sociedad anarquista.
De todas estas cuestiones trata el espléndido y documentado trabajo de Ángel Herrerín López (Anarquía, dinamita y revolución social. Violencia y represión en la España de entre siglos. La Catarata, Madrid, 2011, 293 pp.) pero no en esta perspectiva teórica, que no desdeña en modo alguno (son muy interesantes sus precisiones sobre el concepto de terrorismo a la altura del siglo XXI), sino desde la más empírica, consistente, fenomenológica, del relato de los hechos. Al respecto su libro es una impresionante pieza de investigación historiográfica, una obra sólida, un edificio erigido sobre un minucioso trabajo de investigación que se ha valido de todas las fuentes pertinentes al objeto por difíciles que fueran o alejadas que estuvieran, fuentes archivísticas, documentales, hemerográficas, bibliográficas, etc. No hay documento relevante para la historia que cuenta que el autor no haya manejado. Y el resultado es esta obra que está llamada a ser de referencia para el tema y el periodo estudiados durante mucho tiempo.
Pero Herrerín no se limita a relatar los hechos con mirada neutra y aparente objetividad equidistante que, en el fondo, suele ocultar una toma de partido que no se atreve a pronunciarse sino que, llegados los momentos oportunos, subraya algunas líneas de juicio sin llegar a pronunciarlo pero posibilitando que el lector con sensibilidad lo haga con abundante fundamento de causa. Ello es que, como enfoca el autor su relato, este viene a ser una especie de diálogo entre el movimiento anarquista (de cuya evolución ideológica da cumplida cuenta al presentar las controversias entre marxistas/bakuninistas, colectivistas/comunistas/individualistas, la propaganda por el hecho/la propaganda por el martirologio, el terrorismo, la huelga general, etc) y el Estado que, a los efectos de este libro, es el de la Restauración. Un diálogo bajo la forma de acción anarquista, reacción estatal bajo las formas gubernativo-represiva y legislativa, nueva acción anarquista. Herrerín subraya en varias ocasiones cómo algunos de los atentados más espectaculares (la bomba del Liceo de Barcelona en 1893) o de los magnicidios más notorios (el asesinato de Cánovas a manos de Angiolillo en 1897 en Santa Águeda) se realizan como respuestas o venganzas por ajusticiamientos, ejecuciones o meros asesinatos anteriores del Estado que, a su vez, eran respuestas a otras acciones anarquistas.
En la historia de los movimientos y fenómenos políticos, el anarquismo español que, en su origen, coincide con el de otros países europeos y el de los Estados Unidos en la etapa de la acumulación de capital producida por la intensificación de la segunda industrialización, acaba separándose de aquellos cuando en los respectivos países el movimiento se apaga pero no así en España en donde acaba constituyendo un fenómeno propio que ha movido una larga serie de estudios historiográficos tratando de explicar esta aparente anomalía. Herrerín recoge la tradición y, en algún caso, reconoce una deuda de inspiración mayor que en otros, como en el de la notable historiadora Clara E. Lida o Juan Avilés y avanza su propia explicación: el anarquismo español sobrevive al fin de siglo y la oleada de magnicidios de la época (Mackinley, Sissi, Carnot, etc) por una suma de varios fenómenos entre los que destacan tres: las circunstancias del desastre de 1898 y la concomitante crisis económica así como las desastrosas condiciones sociales del campo andaluz (como ya señalara en su día Brenan, el anarquismo español es básicamente un fenómeno catalán y andaluz con ramificaciones madrileñas), las campañas internacionales de apoyo al movimiento anarquista en España, que se despliegan a lo largo de todo el período estudiado pero tienen su apogeo con motivo del proceso de Montjuich (pp. 164-166) y la torpe y contradictoria reacción del Estado español a las sucesivas etapas de la violencia anarquista.
Este último aspecto, el de la represión gubernativa y la legislación antianarquista es, junto a las muy atinadas consideraciones del autor sobre el valor simbólico de los actos violentos anarquistas, el meollo del libro. Tomado casi se diría que por sorpresa el Estado, el gobierno de Sagasta promulga la ley antianarquista de 1894 que sólo relega a la jurisdicción militar a aquellos que atentaren contra personal militar (p. 108). Obviamente, la clave de la represión es si ésta se encarga a la jurisdicción militar o a la civil ordinaria. La continuidad de los atentados impulsa al conservador Cánovas a aprobar la nueva Ley de 1896 que ya entrega a la justicia castrense a todos los que se valieren de explosivos para la comisión de los delitos (p. 137). En aquel clima esto tampoco quería decir mucho porque, como pone de relieve Herrerín, el Estado no solamente era entonces capaz de aplicar la legislación penal con carácter retroactivo, sino de saltarse su propia delimitación de competencia jurisdiccional pasando de la civil a la militar con cualquier pretexto, como sucedió con la causa por el atentado del Liceo (p. 110). En estos sobresaltos, entre represión generalizada (teorías del complot anarquista internacional) e individualizada (teorías del atentado personal), el Estado español oscila: en 1902, el gobierno liberal de Sagasta no renueva la ley de 1896 y se retorna a la de 1894 (p. 199) pero en 1906 el también liberal Segismundo Moret hace aprobar la Ley de Jurisdicciones, a raíz de los hechos vinculados con el antimilitarismo de la revista Cu-Cut!, asunto del que el autor da cumplida cuenta (p. 250) y aún habría de asistirse a otro intento de endurecimiento de la legislación represiva a manos del conservador Maura que, a su vez, había sufrido dos atentados (pp. 214-216).
Del otro lado del "diálogo", el autor proporciona un cuadro de los principales acontecimientos y actitudes del anarquismo, algunos muy acertados y todos de considerable interés: da por buena la existencia de la controvertida Mano Negra, aunque con cierto caveat hipotético, explica la base ideológica de la doctrina de la "propaganda por el hecho" y su transición a la de lo que llama la "propaganda por la represión" que sitúa en el momento del proceso de Montjuich a raíz del atentado de la procesión del Corpus de la iglesia de santa María del Mar (p. 129), enjuicia con tino el papel que correspondía a la prensa anarquista en conexión con la solidaridad exterior para dar una imagen de la lucha reivindicativa anarquista (p. 172) y ancla sus consideraciones en las teorías expuestas por Alexander Berkman en su famoso panfleto Memorias de un anarquista en prisión que se centran en la explicación del martirologio anarquista: comisión del atentado, no elusión de la acción de la justicia, confesión del hecho, profesión de fe anarquista y muerte ejemplar. Herrerín dedica gran parte de la obra a exponer los casos en que se aplicó este protocolo como aquellos otros en que el condenado no lo siguió como en los de Santiago Salvador, ejecutado por garrote vil por el atentado del Liceo y de François Giraud por el de la iglesia de santa María del Mar. Lo hace en el contexto de detalladas explicaciones sobre los sucesivos procedimientos penales que se siguieron, lo que le permite asimismo poner de relieve la barbarie de las torturas que se infligían a los presos como la crueldad de la presión que sobre ellos ejercía la iglesia. En este contexto se abren dos críticas que cabe hacer a la obra: que es tal la cantidad de hechos -muchos de ellos muy enrevesados- y de procedimientos y tanta la información que el autor pretende aportar que en ocasiones el texto se hace farragoso y hasta difícil de entender. Asimismo, en su espíritu concienzudo el autor mezcla todos esos pormenores en ocasiones con detalladas informaciones sobre aspectos colaterales de la cuestión (elecciones, por ejemplo) que hacen perder la perspectiva adecuada de la obra que no es otra que la de cómo el anarquismo fue respondiendo al Estado y éste a aquel según se sucedían los atentados.
El capítulo cuarto de la obra, más centrado en el atentado de Mateo Morral a Alfonso XIII hace hincapié en el fenómeno de la colaboración entre anarquistas y republicanos y sigue de cerca el correspondiente proceso en el que, entre otros, compareció el pedagogo Francisco Ferrer quien fue absuelto por falta de pruebas. Está claro que, a los efectos históricos, la narración termina aquí pero, dado que el subtítulo del libro habla del periodo 1868-1909 no hubiera estado de más siquiera una mención a que Ferrer fue fusilado en 1909 y también sin mayores pruebas en el proceso por los hechos de la Semana trágica. Es verdad que es suficientemente sabido pero no lo es menos que en en ese asesinato legal pesó y mucho su relación con Mateo Morral.
El último capítulo es una interesantísima averiguación sobre la dudosa naturaleza del terrorismo barcelonés del primer decenio del siglo XX, un complejo y sórdido mundo de anarquistas, confidentes, aventureros, provocadores, agentes dobles en lo que se se lee casi con el interés de una novela de Eduardo Mendoza. La personalidad de Juan Rull, anarquista, confidente y verdadero gangster (por cuanto vendía protección contra las bombas que él mismo ponía) es la metáfora del crepúsculo de una época que habían comenzado como la aurora de un bello idea lutópico y terminaba en la sordidez de las cloacas del Estado, magníficamente narrada por el autor.