En los años ochenta del siglo XX en Alemania se dio una disputa o controversia de los historiadores (Historikerstreit) en la que participaron muy ilustres historiadores, como Ernst Nolte o intelectuales de la talla de Jürgen Habermas. En esencia el punto en debate era la naturaleza del nazismo, si podía o no considerarse algo propio de Alemania y su tradición o era producto de influencias exteriores, ajeno al "espíritu germánico" y, en definitiva, si cabía dar por cerrado ese episodio de la historia que pesaba (y pesa) como una losa sobre la conciencia alemana o si había que seguir manteniendo el recuerdo para que aquella monstruosidad no se repitiera. Por supuesto el asunto se debatió con la seriedad y la Gründlichkeit o meticulosidad que caracteriza a los alemanes y también con la sinceridad y la honradez que a su vez distinguen los debates intelectuales en Europa. No hubo una solución definitiva, ni siquiera salomónica, porque esas cosas son imposibles en las ciencias sociales, históricas, del espíritu o idiográficas (como las llamaba Rickert), pero sí se consiguió que las gentes interesadas pudieran forjarse un juicio fundado acerca de un fenómeno que afectaba a su pasado y, en buena medida, condicionaba su futuro por cuanto determinaría la memoria que transmitirían a sus hijos.
Al margen del punto concreto en cuestión (que, por lo demás nos es cercano a los españoles dados los amores primeros de Franco hacia Hitler) es obvio que este episodio apunta a una necesidad que experimenta toda colectividad, toda comunidad (Gemeinschaft, en el sentido de Tönnies), en cuanto sujeto colectivo: la de encontrar un terreno común de entendimiento en el juicio que les merece el pasado, especialmente si es conflictivo, la posibilidad de constituir un imaginario colectivo en la tradición lacaniana.
Sirva esto como introducción para enfrentarnos al último golpe de mano por el que un sector de la historiografía española, probablemente minoritario, amparado en una posición institucional de poder a la que llegó mediante las prácticas de la dictadura, ha intentado imponer con engaños y a la fuerza, en forma de trágala, un juicio de parte sobre nuestro pasado reciente, en concreto la dictadura de Franco, pretendiendo que los españoles aceptemos como cierto un dictamen exculpatorio de aquel criminal, sino claramente ditirámbico. Algo parecido a lo que, por medios más nobles, desde luego, intentaron los historiadores conservadores alemanes con el nazismo.
Se trata de un atentado, uno más, de los herederos y admiradores del fascismo español a la memoria democrática del conjunto de la comunidad (Gemeinschaft) nacional, como los franquistas hicieron siempre durante cuarenta años y, muy especialmente, una afrenta a aquellos historiadores españoles y extranjeros que no solamente no comparten esta visión parcial y militante, sino que están enfrentados a ella.
El choque tiene una importancia difícil de exagerar para la conciencia colectiva y es una llamada de atención al sentido de la responsabilidad de los historiadores que no comulgan con la visión fascista de la historia que la Real Academia pretende imponer en lo relativo a la guerra civil y el franquismo así como en algunos otros puntos controvertidos de nuestro pasado. Es cierto que algunos de estos historiadores, los más prestigiosos y/o combativos en defensa de la verdad, han escrito artículos manifestando su oposición a esta visión falsaria de la historia. Pero han sido voces aisladas, independientes, que honran a quienes las han alzado mas hacen poca mella en el conjunto del conflicto.
Y lo cierto es que éste no puede quedar así. El ataque proviene de un baluarte institucional, financiado con el dinero de todos, un lugar amurallado en el que juegan influencias, prebendas, privilegios y desde el que se ha perpetrado un secuestro organizado de la verdad, en beneficio de la minoría de siempre y que requiere una respuesta condigna en el mismo terreno.
Es hora de que los historiadortes demócratas y liberales, sorprendidos en su buena fe por esta agresión desde la caverna ideológica, se organicen, se coordinen y pongan en marcha una respuesta institucional al nivel del ataque. La respuesta no puede descansar exclusivamente sobre los hombros de una ciudadanía crítica pero lega en historiografía. Palinuro está encantado de dar la cara como ciudadano demócrata, pero los profesionales de la historia no pueden seguir ausentes de algo que los concierne como personas y como especialistas. Además solamente así podrán servir de garantía para que otros colegas quizá más jóvenes, con menos influencia, pero con igual amor por la verdad se sumen al empeño sin miedo a las represalias que este manojo de curas, semicuras y fascistas revenidos puedan ejercer y que, a no dudar, ejercerán porque está en su torcido espíritu.
Es hora de que se responda al reto que este franquismo redivivo ha lanzado con su habitual petulancia cuartelaria y de que se abra en España -quizá también en Europa- una Historikerstreit sobre las consecuencias de la única dictadura fascista que las potencias democráticas toleraron inmoralmente para desgracia del pueblo español. Nos la deben.