divendres, 22 de novembre del 2013

Prodigios de la neolengua.


El País publica una crónica titulada las 15 claves de la entrevista a Rajoy que más podría titularse "las 15 claves de una ceremonía de la hipocresía." Efectivamente, para celebrar su primer bienio, el presidente se concedió a sí mismo una entrevista en su radio, Radio Nacional, en la que, como si contestara a las preguntas obsequiosas de un periodista que más parecía un asesor suyo, se explayó como quiso (o como pudo, que tampoco es mucho), largó todo el trapo y se expresó sin cortapisas. El auditorio, por supuesto, alcanzó el mismo grado de información que habitualmente se obtiene de las ruedas de prensa sin preguntas o con preguntas pero con respuestas idiosincrásicas.

En concreto, no dijo nada, excepto que no piensa hacer nada con respecto a nada: no va a cambiar el gobierno, no va a tocar los impuestos, no va a mover pieza en Cataluña, ni respecto a ETA, no va a destituir a Wert ni a quitar las concertinas de Melilla. Es su forma de adoptar decisiones pues, como bien explicó en su día, la "no-decisión" es también una decisión. Una cosa puede ser ella y su contraria al mismo tiempo y Aristóteles sin enterarse. A veces matiza ese radicalismo no-decisorio con una cláusula temporal que, ¿cómo decirlo?, pone los pelos de punta. Así, al asegurar que no piensa subir el IVA a corto plazo, da a entender que se considera en el largo plazo. No la subida del IVA, sino él mismo. Eso es terrorífico.

Dos años más soportando esta retórica de neolengua descarada y huera. El proyecto de ley en ciernes sobre servicios mínimos es, en realidad, una nueva ley de huelga o, mejor dicho, una nueva ley contra la huelga. La ordenó la alcaldesa de Madrid y la aplauden ya los empresarios. Las dos máximas instancias, al parecer, en el espíritu de Rajoy. Su aportación consiste en llamar consolidación de un derecho a su recorte en nombre, claro es, de la libertad de los ciudadanos.

La Ley de Seguridad Ciudadana no es represora a extremos probablemente inconstitucionales sino que, al contrario, es una norma permisiva y garantista de los derechos. Que consagre la impunidad de la policía en sus desmanes convirtiendo en delito la exposición pública de un delito no le merece comentario alguno. 

El rescate bancario, en su día fue negado con la misma sinceridad con que ahora dice que se convertirá en deuda pública en diez años, pudo haber sido mucho peor de no haberse aceptado, tal como él dijo que había hecho hace dos años. Llega un momento en que hasta la neolengua se traba.

¿Y Bárcenas? Nada. No existe. Y, caso de haber existido, nos ha enseñado algo: a aprender de los errores. Exactamente ¿de cuáles? ¿Nombrar tesorero a un presunto delincuente? ¿Conservarle las canonjías habiendo él dimitido tras imputarlo? ¿Escribirle SMSs de ánimo a la cárcel? ¿Cobrar sobresueldos? ¿Dejar que el partido se financiase de modo presuntamente ilegal durante veinte años? ¿Cuáles son los errores? Y ¿son errores?

El rostro del tiempo.


En 1955 la agencia de fotos Magnum, fundada en 1947 como una cooperativa con intención de proteger los derechos de autor de sus fotógrafos, realizó su primera exposición ambulante en Francia y Austria. En ella expusieron Inge Morath, Robert Capa, Werner Bischof, Henri Cartier-Bresson, Erich Lessing, Ernst Hass, Jean Marquis y Marc Ribaud, cada uno de ellos con un reportaje con el que todos juntos pretendían mostrar al mundo su nueva concepción del fotoperiodismo, como una mezcla de crónica y arte. Luego, la exposición se clausuró, las fotos se guardaron cuidadosamente en maletas de madera y quedaron depositadas en algún lugar del que se perdió la memoria. En 2006 reaparecieron en los sótanos del Instituto francés de Innsbruck. Las maletas y las 83 fotos originales que componían la muestra, con una nota en alemán que decía: Magnum Photos es una agencia de fotos y de prensa gestionada por sus propios fotógrafos. La agencia tiene oficina en París y en Nueva York. Magnum Photos trabaja con las mejores revistas ilustradas de Europa y Estados Unidos, pero no cuenta con revista propia ni supervisa los contratos con los editores en Francia y en el extranjero”. Hoy Magnum quizá sea la agencia de fotos más famosa del mundo. Estos fueron sus comienzos. Y tenemos ocasión de verlos en sus originales (fotos y maletas) en la exposición de la Fundación Canal, en Madrid, por cierto, montada con muy buen gusto.
 
Los ocho fotógrafos escogieron trabajos muy distintos por los temas y los emplazamientos. Son en general imágenes de extraordinaria calidad técnica y mucha fuerza, que transmiten ambientes, psicologías, culturas, empresas. Son dignas de resaltar también por su valor documental tres de ellas, dos obra de los más participantes más famosos: Cartier-Bresson y Robert Capa; el tercero, menos conocido, Ernst Haas. Cartier-Bresson estaba en la India en el momento del asesinato de Gandhi. Sus fotos tienen enorme valor emotivo. Dos o tres representan al Mahatma en el momento de abandonar su último ayuno (huelga de hambre, diríamos hoy) con el que pretendía poner fin a la violencia sectaria que había estallado en la India recién independizada. El 18 de enero se alcanzó un acuerdo entre los bandos y Gandhi, postrado en el lecho, rompió el ayuno. Y Cartier-Bresson estaba allí. Doce días después unos fanáticos hindúes -enemigos de la partición de la India- lo asesinaron de tres balazos a quemarropa. Nehru dio a conocer la muerte del Mahatma quien un día después era cremado en una pira y sus cenizas esparcidas al viento entre la consternación general. Y Cartier-Bresson seguía allí. Solo por ver esas fotos merece la pena visitar la exposición.
 
Capa volvió al País Vasco en 1951. Había estado en la guerra civil -su mujer, también fotógrafa, murió en la batalla de Brunete, aplastada por un carro de combate republicano en huida- y, más concretamente, en Bilbao, durante el sitio. Las imágenes aquí expuestas, una escena de un baile folklórico en Zarautz, tienen un valor de retorno a los lugares de la memoria.
 
El reportaje de Ernst Haas documenta momentos y escenas del rodaje de la superproducción de Hollywood, Tierra de faraones, dirigida por Howard Hawks y protagonizada por Jack Hawkins (Faraón Keops) y una supuesta reina de Chipre, (Joan Collins), en cuyo guión colaboró William Faulkner  y estrenada el año de la exposición. Fue un fracaso de taquilla, pero las imágenes de Haas son un reportaje magnífico del rodaje de una superproducción que, si no ganó el favor del público, quizá fue por ser demasiado complicada.
 
Los otros fotorreportajes son también estupendos, los niños en la Viena de comienzos de los cincuenta, los campesinos dálmatas o las clases altas en Myfair, y Bond Street, en Londres.
 
No el rostro del tiempo sino los muchos rostros de los muchos tiempos pues estos, siendo coetáneos, no se parecen en nada. 

dijous, 21 de novembre del 2013

Un golpe de Estado en los Cárpatos.


Esta es una historia imaginaria, situada en un lejano principado de los Cárpatos, gobernado por una banda de ladrones que se había hecho fuerte en un castillo sobre una escarpada roca. Desde su baluarte, la banda saqueaba la comarca, explotaba y oprimía a sus habitantes, les robaba sus posesiones y derechos ancestrales y los ponía a trabajar en sus predios en condiciones de esclavitud.

La banda se valía del clero, al que hacía partícipe en sus latrocinios, para mantener embaucada a la población a la que robaba y de la que se reía, ocultando con invocaciones divinas la falta de principios, de dignidad y de vergüenza de los bandoleros.

Estaba dirigida por un jefe de una cuadrilla provincial que había escalado el mando por su habilidad para el fingimiento sin dejar por ello de reservar para sí gran parte del botín, repartiendo el resto entre sus más directos seguidores. Bajo su mando, la banda arreció en la tarea de esquilmar a los habitantes a los que cobraban por estar sanos, por estar enfermos y ser viejos, inútiles y hasta por morirse.

Cuando, hartos de verse vilipendiados, expoliados con exacciones injustas y vendidos al extranjero como esclavos, los súbditos del principado protestaban en las calles, la banda ordenaba a sus alguaciles, matones à gages que tenía acuartelados por todo el país, que los apalearan, los mutilaran y, si necesario fuera, los mataran. Nadíe debía preocuparse por las consecuencias judiciales dado que la banda había creado un cuerpo de veedores públicos cuya función consistía en ignorar, ocultar o exonerar los delitos cometidos por los suyos, incluidos los del Príncipe.

Para explicar estos hechos la banda mantenía un cuerpo de predicadores y copleros también a sueldo que iban por los pueblos y ciudades aclarando a los robados y apaleados cómo todo era por su bien, para garantizar su seguridad y tranquilidad. Pero, aunque estos pregoneros, algunos muy ilustres, ponían todo su empeño, no conseguían neutralizar el veneno de la rebeldía entre la población, especialmente la más joven que, habiéndolo perdido todo, estaba perdiendo asimismo el miedo.

La banda de ladrones, por tanto, pensó en renovar la legislación del Principado, especialmente la penal para castigar con mayor dureza las protestas de los súbditos. Además lo hizo con la picardía del oficio: visto que los malos tratos físicos, las heridas, las palizas, las mutilaciones, las torturas, los encarcelamientos y las muertes no eran suficientemente disuasorios y suponían además gastos indeseados (hay que arreglar a los estropeados, enterrar a los muertos), decidió imponer penas pecuniarias desmesuradas, multas a todo trapo, hasta por mirar atravesadamente a un corchete. De esta forma, no solo se castigaba a los díscolos sino que se aumentaba el alijo del que robar.

Empezaron por reformar la ley criminal general para impedir que los súbditos tuvieran acceso a la justicia del Príncipe (que, por lo demás, tampoco existía) y despojarlos de todos sus derechos a la defensa. Luego dictaron un pregón para garantizar la impunidad de sus matarifes por el que imponían penas monetarías gigantescas a quienes fueran sorprendidos mirándolos en plena faena represiva y se lo contaran a otro, y aunque no se lo contaran; solo por mirar con ánimo de ver. Lo llamaron el PIM o Pregón de la Impunidad del Matarife.

Aquellos súbditos que tuvieran la osadía de protestar ante las puertas del castillo verían confiscados sus bienes y los de sus descendientes hasta la tercera generación.

La consigna era garantizar la seguridad y la productividad del robo y la ocupación del castillo de los Cárpatos por los siglos de los siglos. En  aquel remoto principado la banda había perpetrado un golpe de Estado que llevaba preparando veinte años. Bien es verdad que sin grandes sufrimientos, pues en tal período sus miembros vivieron opíparamente de las coimas, los cohechos, los asaltos camineros. Pero era una vida incómoda e incierta. Por eso, cuando tomaron el castillo, decidieron que ya nunca saldrían de él.

(La imagen es una foto de Martin Odehnal, bajo licencia Creative Commons).

dimecres, 20 de novembre del 2013

Por un Estado laico.


Después de lo dicho en días pasados sobre el derecho de autodeterminación y sobre la República, una palabra sobre la iglesia española y sus relaciones con el Estado.

En su reciente Conferencia Política el PSOE parece haberse comprometido a denunciar los Acuerdos de 1979 con la Santa Sede. Pero no a denunciar sin más, renunciando a todo tipo de relación y compromiso del Estado con la iglesia católica, como correspondería en un país europeo, moderno y laico, sino a denunciar con el fin de emprender nuevas negociaciones con el Vaticano para llegar a otro tipo de acuerdo. En esto, como en lo demás, el PSOE muestra de nuevo su ánimo apocado, timorato, asustado.

Y no es nuevo. Le viene de la Transición. Los gobiernos de Felipe González, algunos con mayorías absolutas, no se atrevieron a cumplir el por otro lado pacato propósito de aconfesionalidad del Estado. Redujeron la presencia de la religión en la enseñanza pero conservaron los privilegios de la iglesia en este campo a través de la burla que son los colegios concertados mediante los cuales los curas adoctrinan a los niños con cargo a los presupuestos públicos. No osaron imponer la autofinanciación de la iglesia (como prevén los Acuerdos de 1979) sino que, al contrario, le garantizaron una mordida en los presupuestos a través de la famosa (e injusta) casilla de la declaración de IRPF y complementaron el monto con substanciosas contribuciones estatales.

Los posteriores gobiernos de Rodríguez Zapatero incrementaron esta subordinación del poder civil a los curas, aumentando el monto del IRPF recaudado por el Estado a favor de la iglesia a cambio de promulgar una Ley de Libertad Religiosa que, luego, esos mismos gobiernos retiraron. O sea, una burla.

De todas las instituciones españolas, la que menos ha cambiado en la restauración borbónica ha sido la iglesia. Hasta el ejército se ha modernizado. No así la jerarquía. Su relación con el Estado sigue siendo de dominación y privilegio. Porque es el alma y la beneficiaria directa de la concepción nacional-católica de España, heredada del franquismo, algo mitigada en las etapas socialistas y hoy en absoluta evidencia con un gobierno de la derecha tan sometido a los dictados eclesiásticos que pretende convertir en leyes los dogmas, alucinaciones y dislates de los obispos.

La reforma educativa en marcha en la LOMCE elimina todo atisbo de laicidad suprimiendo la educación para la ciudadanía y, de acuerdo con la militante consigna de Rouco de re-evangelizar España, vuelve a imponer la religión en la enseñanza como materia curricular e impulsa la educación segregada por sexos. De ese modo queda claro qué pretende el ministro del ramo cuando reclama españolizar a los niños catalanes. Los propósitos del ministerio de Justicia respecto al derecho al aborto consisten en impedirlo de hecho, para alegría de los curas y, en la medida en que se pueda, hacer la vida imposible a las mujeres y restringir los derechos de las minorías sexuales, especialmente los gays, a los que la jerarquía profesa una especial inquina.

Por supuesto, el gobierno en pleno está al servicio de la iglesia. Esta no ha sufrido ni la sombra de un recorte durante la crisis; al contrario, ha conservado y en gran medida aumentado sus privilegios a costa del erario público. Una reforma de la Ley Hipotecaria de la época Aznar ha permitido a los curas -y solo a ellos- proceder a una verdadera reamortización, registrando como propios a precios ridículos, bienes inmuebles y predios no registrados. Por la módica cantidad de 30 euros, la iglesia ha inscrito a su nombre la mezquita de Córdoba. O sea, la ha privatizado.

Eso en el ámbito material o económico (que es el que verdaderamente importa a los oficiantes del credo), pero tampoco se descuida el aspecto simbólico pues, además de legitimar el dinerario, en sí mismo también es fructífero. Las ceremonias públicas, civiles y militares, están siempre animadas por algún acto religioso; los gobernantes acuden a todos los oficios, se pasan el día en misa y hasta se disfrazan para las ocasiones, como cuando Cospedal se calza esa peineta con mantilla de tan obvias reminiscencias freudianas; toman posesión de sus cargos jurando como oblatos, agarrados a la Biblia, hipnotizados por un crucifijo; en sus ratos libres, algunos de ellos tienen visiones celestiales, mayormente marianas, que les aconsejan cómo gobernar la grey del Señor. Falta la monja de las llagas. A cambio, varios ministros y numerosos altos cargos son fanáticos sectarios del Opus Dei, que acuden a ejercicios espirituales en donde se preparan para luchar contra los vicios del mundo por la fe, la predicación y, sobre todo, la violencia. Esa Ley de Seguridad Ciudadana es un prodigio de represión inquisitorial, ataque directo a los derechos de los ciudadanos, antesala del fascismo. Habiendo llegado la derecha al ecuador de la legislatura con esa monstruosidad represiva en la cartuchera, es legítimo preguntarse si, cuando sea tiempo de elecciones, estas se celebrarán.

El poder de la iglesia es atosigante. Hasta los católicos, o muchos de ellos, cuestionan esta situación como palmariamente contraria al espíritu evangélico. No es que no haya separación entre la iglesia  y el Estado, entre la espada y el crucifijo, sino que este tiene a aquella a su servicio incondicional y, efectivamente, en plena resurrección del nacional-catolicismo que nunca estuvo en peligro en España. Porque, incluso cuando, en algún momento de extravío, el PSOE pareció tocado de laicismo, nunca faltó un Francisco Vázquez o un José Bono que mediaran por los intereses de los curas. Ahora que el gobierno es fiel monaguillo del clero, la iglesia vuelve triunfante por sus fueros. Esa reciente ceremonia de beatificación de quinientos mártires del lado franquista (y a la que asistió medio gobierno) no solamente es una glorificación del crimen de la guerra civil, sublimada como cruzada por los obispos, sino la enésima humillación a las víctimas de la dictadura, muchas de ellas católicas que siguen enterradas en fosas comunes anónimas a lo largo y ancho de este país que Rouco dice querer tanto.

(La imagen es una foto de Marco, bajo licencia Creative Commons).

dimarts, 19 de novembre del 2013

Por la República.


La forma política del Estado español es la Monarquía parlamentaria, dice la Constitución española en su artículo 1, 3. Esta lapidaria afirmación consagra solemnemente una de las historias más rocambolescas de los últimos años por la que se produce, no la segunda restauración de los Borbones, como suele decirse, sino la tercera. La primera se ignora por un prurito de orgullo patrio, visto el comportamiento traidor de Carlos IV y su hijo Fernando. Al restituir a este como Fernando VII en el trono de sus antepasados, las Cortes aceptaban como Rey a quien unos años antes había entregado la Corona de España y sus posesiones a Napoleón. Que este felón arbitrario y despótico fuera llamado el Deseado dice mucho del masoquismo sarcástico de los españoles. La segunda restauración fue en la persona de otro hijo, Alfonso XII, tras el destierro de la Reina madre, la valleinclanesca y sin par Isabel. Entre medias, una pintoresca instauración de la casa de Saboya que no prosperó. La tercera restauración, la actual, se la sacó del magín Franco quien, con su habitual zorrería, marginó al legítimo (desde el punto de vista dinástico) pretendiente, Juan, hijo de Alfonso XIII, se entretuvo en enfrentar entre sí las distintas corrientes dinásticas y, por último, nombró sucesor a título de Rey a Juan Carlos quien previamente había jurado fidelidad a los principios del Movimiento Nacional, el remedo de constitución que se dio la dictadura.

En puridad de los términos, Juan Carlos no es el sucesor de su padre sino del general Franco. Empezó su reinado solo con la legitimidad que le daba ese juramento. Luego, faltó a él, es decir, cometió perjurio. (En el Elogio de la traición: sobre el arte de gobernar por medio de la negación, un tratadillo de política, los autores, Denis Jeambar e Yves Roucaute, analizan expresamente el caso de Juan Carlos como un ejemplo de la conveniencia de la traición en política). De esa forma, perdió aquella legitimidad, la vergonzosamente llamada del 18 de julio, fecha del golpe de Estado fascista contra la República, lo cual, obviamente, era bastante recomendable. Más tarde, se hizo con la legitimidad dinástica, al forzar una renuncia de su padre a sus legítimos derechos. No fue muy elegante ni muy filial, pero fue.

La legitimidad popular es la que no fue nunca pues la tal forma política jamás se sometió a consulta de los españoles. Sus partidarios dicen que se votó en la Ley para la Reforma Política de 1976 (que ya incluía la monarquía) y, desde luego, en la Constitución. Pero este argumento es falaz. En ambos casos lo que se consultaba era la democracia y la Constitución y la Monarquía se metió de matute. Votar "no" por no votar la Monarquía hubiera sido votar "no" a la democracia. Lo curioso es que, al final, la Constitución consagra una forma política impuesta por Franco. El dictador no solo nombraba reyes (ese a título de Rey es sublime) sino que dictaba constituciones póstumas. El ejemplar de la Constitución quese conserva en el Congreso de los Diputados lleva el águila del escudo de la dictadura. Y el Rey sigue sin legitimación popular directa.

La Monarquía fue el coste de transacción de la Transición. Un acomodo entre los franquistas llamados "evolucionistas" y la oposición de izquierda. Ese pacto o acuerdo recibe todo tipo de calificativos a día de hoy, desde modélico a traidor. Pero, en todo caso, existió. Sin embargo, no tiene por qué ser eterno. Esa es una ilusión muy peligrosa. Los pactos deben revisarse siempre y, si hay motivos para romperlos e interés de una de las partes y hasta de las dos, debe romperse. Es absurdo atarse a un cadáver. Admitida la necesidad de la revisión, lo primero que se plantea es la cuestión de Monarquía o República.

Los monárquicos argumentan en un crescendo de pasión: la monarquía ha sido funcional para el desarrollo de la democracia y el Estado de derecho. No hay modo de probarlo y ni siquiera está clara la actuación del Monarca durante el Tejerazo. Además, el desprestigio en picado de la Casa Real en los últimos años, verdadera farsa de las borbonadas más tradicionales, emparentadas ahora con el mundo de la delincuencia de guante blanco, ha conducido a una valoración bajísima de la Corona en la opinión pública y eso no es nunca funcional. Señalan igualmente los cortesanos que la monarquía es la forma de los Estados más avanzados de Europa. Falso. El más avanzado es una república y repúblicas algunos de los siguientes. En todo caso, responden los dinásticos (tanto los conservadores como los socialistas), el asunto no es urgente; hay otros más perentorios que preocupan más a la gente y reclaman nuestra acción colectiva. Pero esa es una mera opinión, un punto de vista particular, no contrastado con el parecer de la ciudadanía, a la que no se consulta jamás para nada, ni siquiera para reformar la Constitución (esa que, luego resulta ser intocable) sino solo para pronunciarse cada cuatro años sobre cuál de los dos partidos dinásticos gobernará y cómo lo hará, si pactando con los nacionalistas o amargándoles la existencia. Por último, afirman los monárquicos, la experiencia histórica de las dos Repúblicas ha sido catastrófica: revoluciones, guerra civil y desintegración de España. También falso. Esas son experiencias de la Monarquía que, al ser mucho más longeva, ha traido revoluciones, algaradas, pronunciamientos, dos de las tres guerras carlistas y una dictadura; también cabe atribuirle mediatamente la guerra civil del 36 y la dictadura de Franco. La Monarquía actual ha convivido con la mayor ofensiva secesionista del siglo XX y lo que va del XXI. Primero fueron los independentistas vascos con la violencia de ETA y ahora ha tomado el relevo el nacionalismo democrático y pacífico catalán, mucho más peligroso para la unidad de España, vía a la que también se ha sumado el reciclado nacionalismo euskérico.

La conveniencia de la República no solo se prueba a contrario, sino por sus propias virtudes. Su naturaleza electiva hasta la más alta magistratura es más acorde con el principio de igualdad, base de la dignidad del individuo como ciudadano titular de derechos. Es un asunto de principios y, por eso, tiene importancia. No es lo mismo ser ciudadano que súbdito, aunque las almas flexibles nos digan que los nombres no son importantes.

La recuperación de la República es un horizonte político noble que simboliza la de la plena soberanía de los españoles, distinta de esa demediada que se esgrime en la Constitución. Cuando, hace unos años, unas almas benditas quisieron importar el concepto de patriotismo constitucional, estaban confesando implícitamente su deseo de encontrar una nación que no fuera necesariamente la España impuesta a la fuerza por la dictadura. Así, la nación de la que andaba huérfana la izquierda española era la Constitución. El PP entendió el mensaje e incorporó a su ideario el patriotismo constitucional como consagración de esta Constitución. Y, claro, el concepto reventó en España. La Constitución producto de un pacto de mínimos, de un acomodo en una situación de amenaza, de concesiones y componendas, no suscita patriotismo alguno.

La República, sí, porque está incontaminada. Es la víctima del atropello del golpe de Estado de 1936, para ella no ha habido perdón (ni lo necesita) y con sus defensores no se ha hecho justicia todavía y esos sí la necesitan. Es una causa, hasta la fecha perdida, pero legítima;  un horizonte político muy nítido en tiempos de zozobra y confusión por el impacto de la crisis no solo en lo económico sino también en lo político.

Al respecto. la izquierda, y en concreto el PCE, parece retornar más y más decididamente al republicanismo. Pasa página de la concesión de Carrillo, al aceptar la bandera y la Monarquía y se desvincula del pacto, pidiendo el restablecimiento de la República, última forma de gobierno legítima en España desde el punto de vista popular, la que la Monarquía ha tratado de ganarse sin conseguirlo.

La posición del PSOE en cambio es más de mantenella y no enmendalla. Según su secretario general, el partido, aun siendo republicano, apoya la Monarquía. Eso es una falacia insostenible. Hay, sin embargo, dicen los socialistas monárquicos de conveniencia, dos poderosas razones para justificar este oportunismo. Una: estamos atados por el pacto de la transición. Dos: cuestionar la monarquía ahora es peligroso pues significa acumular turbulencia sobre turbulencia. Las dos falsas: no queda nada del tal pacto pues la derecha lo ha roto flagrantemente en casi todos sus puntos con su involución y, sobre todo, con su cruel, inhumana, decisión de no hacer justicia a las víctimas de la dictadura de Franco. La turbulencia la provoca la obstinación en mantener un sistema fracasado, hundido en el caciquismo, la corrupción, la incompetencia, la quiebra económica, la ruptura social y la fractura territorial.

La conversión del PSOE en un partido dinástico, alimentado por un sentido nacional español similar al de la derecha con la salvedad de una vagarosa promesa federal que ni él mismo sabe cómo articular, resta mucho crédito a sus demás propuestas reformistas. Esa petición de reforma limitada de la Constitución (que tampoco sabe cómo impondrá) demuestra que el PSOE ha renunciado a dar forma a un creciente espíritu de regeneración democrática que no puede agotarse en unos cuantos parches; ha renunciado a dibujar un horizonte de renovación política. Esas timoratas e inciertas reformas constitucionales son los balbuceos de quien no se atreve a hablar de proceso constituyente, una petición perfectamente legítima en una sociedad democrática que podría articularse mediante una Convención constitucional que replanteara todas las posibilidades de organizacióndel Estado, centralismo, autonomía, federación, confederación, independeencia.

En lugar de esto, el discurso se formula en clave de prudencia, de cautela, continuidad, inmovilismo, también llamado "estabilidad". En clave de miedo. El miedo que alumbró la Transición y reaparece ahora. El miedo de quien no quiere participar en proyectos democráticos si no puede controlar el resultado de antemano.

Sin embargo, solo la República garantizará la regeneración democrática y el restablecimiento de una virtud cívica que el país ha perdido en el lodazal del caciquismo y la corrupción. En las zahúrdas de la tercera restauración.

(La imagen es una foto de Miguel, bajo licencia Creative Commons).

dilluns, 18 de novembre del 2013

El derecho de autodeterminación de los catalanes.


¡Ah, qué tiempos aquellos de la Transición, cuando no era infrecuente ver a la izquierda del PSOE y del PCE en manifestaciones callejeras pidiendo el derecho de autodeterminación (DA) para los pueblos y naciones de España! Del Estado español, como se decía, con cierto complejo. Desde entonces, las cosas han cambiado mucho. Si hoy se pregunta a la izquierda postcomunista, a IU y asimilados, se obtiene una confusa cuanto medida respuesta afirmativa a regañadientes y llena de considerandos y matices. Si la pregunta se traslada al PSOE, la respuesta es un rotundo no. Hay que visitar los grupos de la izquierda más radical para encontrar clara empatía con el DA. Pero, ya se sabe, tales grupos son testimoniales, sin ninguna incidencia en la representación parlamentaria, que es donde se corta el bacalao. ¿Diremos así que, en el fondo, el cambio de 180º de los socialistas se debe a cálculos electorales en el supuesto de que el pueblo español rechaza por abrumadora mayoría tal DA? Algo de esto hay, sin duda, pero, por no ser injustos, habremos de presumir razones sinceras y de principios. Y escucharlas con atención y buena fe. En verdad, lo que este debate en general (el enésimo sobre la cuestión nacional española) pide a gritos es capacidad para argumentar racional y respetuosamente, escuchar y ser escuchado, intervenir en un intercambio esclarecedor, que nos lleve a algún sitio por fin. Como lo tienen o han tenido otros pueblos, Inglaterra, el Canadá, Chequia/Eslovaquia. No como ha resultado en la extinta Yugoslavia. ¿Será posible?

No lo sabemos. Los síntomas no son halagüeños. La derecha se niega a hablar del asunto. A Rajoy, quien no está dispuesto, según dice, a "jugar con la soberanía nacional" y para quien la nación española (obviamente, su idea de la nación española) es indiscutida e indiscutible, el concepto le parece una blasfemia. El hecho es que en España hay mucha gente convencida de que en la existencia humana hay algo indiscutible e indiscutido. Lo cual es peligroso. A esa derecha se suman, probablemente, millones de votantes que aplauden la determinación cerrada de Rubalcaba de que del DA ni se habla. Al margen de que esta actitud provoque un problema grave en el PSC que pone en riesgo una hipotética mayoría del PSOE (para la cual siempre han sido precisos los votos y escaños catalanes), al formar bloque nacional ambos partidos dinásticos, el peligro se acentúa. Peligro de polarización y enfrentamiento. Peligro de rechazo discursivo, negación a todo diálogo, cierre de filas ideológicas.

Los nacionalistas catalanes concitan una inquina aguda como traidores a España, a la nación española, que es la única que aquí cuenta por decisión, entre otros, del Tribunal Constitucional. Traidores somos asimismo quienes defendemos el DA de los catalanes; y peores, incluso, pues somos y nos reconocemos españoles. Incluso nos reconocemos nacionalistas españoles y aun más nacionalistas que los otros, los negadores del traído y llevado derecho. A diferencia de ellos, nuestra confianza en la nación española nos lleva a verla capaz de reconocer libertad de elección a sus hijos, lo que la hace más grande y verdadera nación, merecedora de que estos sus hijos elijan en libertad formar parte de ella, libertad que solo es tal si también pueden decidir libremente lo contrario. Si tan orgullosos dicen sentirse de su nación los nacionalistas españoles, ¿cuál es el problema de ponerla a prueba?  Enteca seguridad tienen en ella quienes desconfían del resultado de un referéndum de autodeterminación.

No es cosa de aburrir al personal recurriendo al trillado debate sobre los aspectos técnicos, filosóficos, jurídicos, políticos, históricos del DA: que si los derechos colectivos, el derecho internacional, la inexistencia de ejemplos en el mundo, los problemas de delimitación del sujeto, etc., etc. Todo se ha dicho y redicho mil veces, pero la cuestión subsiste. No solo en España, también en otros lugares y eso porque, con independencia de lo que sea en otros aspectos, el DA es una forma de poder constituyente y este es originario, no dependiente de reconocimiento o autorización previos. Si este derecho no pudiera ejercitarse sino en el marco de un ordenamiento jurídico superior, los Estados Unidos no existirían. Y con ellos, muchos otros. Ciertamente, es un argumento resbaladizo porque plantea la legitimidad de un derecho en contra del derecho vigente y, no pudiendo este racionalmente admitir un derecho a la revolución, lleva la cuestión al terreno de los hechos. Así es, así se plantea, con los riesgos consiguientes y así ha de tratarse.

La cuestión está más o menos zanjada al día de hoy gracias a la famosa decisión del Tribunal Supremo canadiense en el asunto de Quebec, en la que toma pie algún reputado jurista español, como Rubio Llorente, para recomendar que, pues la situación de hecho es persistente, generalizada y concita un amplio apoyo transversal en la sociedad catalana, lo sensato es arbitrar la vía jurídica para dar cauce a esa petición del DA. Por supuesto, Rubio señala que a él le dolería la separación de Cataluña porque concibe la nación española en sus dimensiones actuales. Muchos compartimos esa actitud pero pensamos que una cosa es lo que nuestros sentimientos dicen y otra lo que la razón y la justicia demandan.

Aquí es donde el nacionalismo español toca a rebato y despliega su abanico de argumentos que, en lo esencial son tres: a) el del nacionalismo banal; b) el de la sospecha y la deslegitimación; c) el del principio de la mayoría cuando no la soberanía nacional.

a).- En un inteligente libro de Germá Bel que acaba de salir (Anatomía de un desencuentro) y del que espero hacer una reseña en los próximos días, se recuerda el concepto acuñado por Michael Billig de nacionalismo banal para identificar el español, ese que ataca ferozmente los demás nacionalismos no españoles (en España, claro) en cuanto nacionalismos, dando por supuesto que él no lo es. Es un fenómeno muy conocido pero la expresión de Billig nunca me ha convencido porque, aunque la actitud esté bien descrita (esto es, un nacionalismo que, como el sonido de las esferas celestiales de Pitágoras, no es reconocible para quienes viven en él) el nombre no es el adecuado. Banal es un espantoso galicismo que quiere decir trivial, insubstancial. Y no es el caso en absoluto. En absoluto. Si se quiere definir ese nacionalismo español indiscutido e indiscutible, la expresión correcta es nacionalismo axiomático, algo tan evidente que no precisa demostración. Por supuesto, tratar los sentimientos, las identidades colectivas, con axiomas es perfectamente absurdo, con permiso de Espinoza.

b).- Sospecha/deslegitimación. También lo señala y refuta Bel: el nacionalismo independentista catalán es un juego de gana-gana de la oligarquía y la burguesía catalanas; como si el nacionalismo español no lo fuera también. La sospecha de las motivaciones turbias, fraudulentas es hoy especialmente aguda, pero siempre ha habido un fondo de desconfianza hacia ese nacionalismo. De hecho, la crítica marxista ortodoxa del último tercio del siglo XX lo entendía como un ardid de la burguesía catalana en la lucha de clases y la competencia con la burguesía central. Todo movimiento nacionalista esconde multiplicidad de intereses, pero es una forma de la denostada teoría de la conspiración el suponer que siempre hayan de triunfar los más sórdidos. Cuesta admitir que más del ochenta o el cincuenta por ciento de los catalanes (según lo que se compute) tengan motivaciones sórdidas.

c).- El principio de la mayoría, molde sagrado en el que se funde el de soberanía que corresponde al pueblo español. Los nacionalistas españoles más progresistas piden que sea un referéndum en toda España el que decida si los catalanes pueden hacer un referéndum, esto es, ejercer el DA por su cuenta. Confían en que el resultado será abrumadoramente mayoritario en contra del DA. Lo será, seguramente. ¿Y qué más? Las decisiones en democracia se toman por mayoría. Cierto. Pero mírese el asunto destotra manera: en España, por ejemplo, el "no" gana por el noventa por ciento y en Cataluña gana el sí por el setenta u ochenta por ciento. ¿Es justo que una minoría deba aceptar una decisión que la inmensa mayoría en su seno rechaza? "Bueno", responde el demócrata nacional español, "manda la mayoría en España. Que sean mayoría". Pero los catalanes jamás podrán ser mayoría como catalanes en España. Aplicarles el rodillo de la mayoría española no es juego limpio y, además, es absurdo desde el punto de vista práctico pues hoy no es pensable sofocar por la violencia una reivindicación nacional y la conllevancia orteguiana es un fardo muy pesado, que consume muchas energías, sin duda necesarias en otros menesteres urgentes.

Es tal el desconcierto del nacionalismo español puramente represivo que aun ahí lleva el catalán la iniciativa. Es lógico, tiene un objetivo poderoso, se sabe o se cree llamado a protagonizar una palingenesia nacional, la creación de la República catalana. Por contra, el nacionalismo español (de ambas orillas ideológicas) está a la defensiva, sin estrategia alguna que no sea el enrocamiento y la preservación del statu quo. Su objetivo es evitar el desmembramiento, una crisis que supone pavorosa. 

No, por ejemplo, atreverse a reformular la nación española sobre bases nuevas, con un Estado plurinacional y ofrecerla en buena fe y en pie de igualdad frente a las peticiones de independencia en un referéndum de autodeterminación al que los catalanes tienen derecho.

De eso, no quiere ni oír hablar.

(La imagen es una foto de Wikimedia Commons, bajo licencia Creative Commons).

Poder y contrapoder.

Enrique Gil Calvo (2013) Los poderes opacos: austeridad y resistencia. Madrid: Alianza, 231 págs.



Enrique Gil Calvo es un reconocido sociólogo de casi imposible encaje en una profesión, abigarrada y de contornos difusos que él, además, se empeña en no respetar. ¿Es un sociólogo cultural? ¿Uno político? ¿Un teórico social? Los amantes del encasillamiento lo tienen crudo. Es también prolífico autor, galardonado repetidamente por varias de sus obras, con fuerte impacto en la opinión pública, sobre todo de vertiente académica y presencia en los medios. Tiene un proyecto investigador y docente muy compacto (este libro, por ejemplo, corona una trilogía dedicada a la crisis actual) que desarrolla en un estilo vivo, ágil, informado, con gusto por la paradoja y bien documentado.

La obra es una especie de tratado sobre el poder; no un tratado del poder político (solo) en la tradición de la razón de Estado, de Giovanni Botero; ni una cratología general al estilo de Karl Löwenstein; tampoco un tratado sobre su origen y evolución al modo de De Jouvenel; ni una visión instrumental al de Carl Schmitt; o una metacrítica en el estilo de Foucault, si bien este está presente cuando se habla del panopticón benthamiano, como lo están diferentes postmodernos. Es un ensayo sobre una forma específica del poder, concebido –significativamente- en plural, como “poderes”, los poderes “opacos”, entendiendo por tales no solo los llamados fácticos sino los impenetrables al escrutinio público, base, por lo demás, de la democracia. Es un ensayo sobre el poder escondido, que, como el “Dios escondido” de Tomás de Aquino y Lutero, está, actúa, pero no es accesible y, si podemos llegar a conocerlo, es por sus obras. Como a todo el mundo, por lo demás.

La visión del autor no es filosófica ni teológica sino sociológica, con una abundante apoyatura teórica, bien manejada y actualizada. Su perspectiva es pluridisciplinar (sociología, economía, antropología, psicología social, ciencia política), lo cual es de agradecer, y dentro de su territorio se mueve con soltura entre diversas escuelas y tendencias, sin adscribirse claramente a ninguna. Su análisis es con frecuencia metafórico y así se vale de dos imágenes sugestivas, el poder como teatro (de venerable raigambre en la historia de las ideas que aquí llega hasta la última propuesta metodológica de Erving Goffman) y el cine, de la mano de la teoría del encuadre, en sendos ejercicios de inspiración situacionista: el poder como espectáculo, pero no en su parte visible, en el escenario, sino en la oculta, las bambalinas. Entre bambalinas, decorados (y, cómo no, el Deus exmachina) actúan los poderes ocultos de las elites extractivas, bancos, financieros, ejecutivos de las grandes multinacionales, grandes empresarios y propietarios, etc., (p. 10). Un espíritu académico elegante y original lo lleva a señalar cómo también están ocultos los poderes que se oponen a aquellos, los “contrapoderes” (P. 13) Más específicamente, Gil Calvo analiza la opacidad del poder en el campo de la comunicación política y cómo se ha aplicado a la política del austericidio (p. 15). Lo hace en dos partes: un marco analítico (más o menos, un estado de la cuestión teórica) y el análisis de la retórica del austericidio, neologismo que el autor recoge y emplea no con entero contento de este crítico que considera el término confuso.

La parte teórica se despliega en cuatro puntos (otros tantos capítulos) en los que se quiere dar instrumental conceptual suficiente para abordar el análisis de la segunda parte.

El primer punto es la dialéctica opacidad/transparencia. Para mantener la convivencia hay que renunciar al consenso máximo, basado en la transparencia total (p. 23). La historia de Occidente es la del progreso en la transparencia que avanza o retrocede según sean la luchas sociales (p. 28). Hoy las democracias pasan por ser espacios públicos transparentes (p. 29) Elabora para ello un interesante cuadro de criterios de calidad democrática extraído de Morlino y una pieza propia anterior que permite visibilizar, en un estilo formalmente hegeliano de tríadas dialécticas, tres dimensiones, nueve principios y dieciocho repertorios. Tiene un fuerte componente intuitivo y merece la pena visualizarlo (p. 31), aunque solo sea por el maligno afán de ver si se le ha escapado alguno. No salimos bien parados los españoles de la aplicación de este vademécum como prueban las que el autor llama las opacidades españolas, cuya prueba empírica más evidente es que el índice de confianza en nuestro país (CIS) estaba en 40 puntos en febrero de 2004 tras haber alcanzado los 64 en abril de 2000 (p. 43).

El segundo aspecto retorna a un ámbito más especulativo, al manejar las diversas –y más citadas- concepciones actuales del poder, cruzando los las categorías de Steven Lukes, con el enfoque conductista de Dahl y Polsby y el selectivo de Bachratz y Baratz. En nueva manifestación de su espíritu pedagógico, Gil Calvo arma un nuevo cuadro con tres dimensiones del fenómeno y una típica coda comunicativa (p. 48) que nos permite abordar cuestiones reales y actuales. Así remite a la tercera dimensión de Lukes la formación de una “coalición dominante” española a la que atribuye la gestión de la transición, compuesta por “la élite del franquismo, la oposición antifranquista, el episcopado, el generalato y la oligarquía financiera e industrial”. Buena enumeración en la que solo cabría echar en falta los ideólogos, intelectuales y/o propagandistas cuya falta no puede deberse a irrelevancia, pues fueron decisivos (basta hojear la Constitución de 1978, texto clave, repleto de sabiduría profesoral), sino al descuido originado quizá en la familiaridad. Esa "coalición dominante", a juicio del autor, resultó funcional para el mantenimiento de statu quo hasta que el Diktat europeo obligó a una reforma servil de la Constitución en mayo de 2010 que ha puesto patas arriba el sistema. De ella surgió el “no nos representan” (p. 56) en donde ya se echa de ver a qué finalidad orienta el autor su obra: dar cuenta de la innovación y comunicarla, en un momento en que los intelectuales parecen haberse quedado mudos o balbucean consignas frentistas. Tarea de comunicación en la que Gil Calvo distingue los tres momentos decisivos que ya no abandonará y dan entrada a la mencionada metáfora cinematográfica del priming, el framing y el storytelling (p. 57), dicho sea en lenguaje castizo.

Esa metáfora cinematográfica se despliega en el tercer punto que trata de la “gestión mediática de las visibilidad”. Emplea en ello el concepto de “poder mediático”, que es uno de los cuatro enumerados por Michel Mann, siendo los otros el político, el militar y el económico. No es preciso gastar mucho tiempo en su elaboración, ya que la idea de que los medios son un poder (según algunos, el cuarto; según otros, en realidad, el primero) goza de universal y reiterada aceptación. Algo más de interés ofrece el propósito de abordar la naturaleza de ese “poder mediático”, si bien aquí seguimos moviéndonos en terreno conocido y muy dominado por el autor quien, tras breve referencia a las teorías clásicas como la del lavado de cerebro y la aguja hipodérmica (p. 65), se pronuncia por sus preferencias, hoy dominantes en ciencias de la comunicación, que trae del capítulo anterior con alguna variante nominal: agenda setting, framing, priming (p. 67). No obstante, la perspectiva cinematográfica le permite un análisis de más vuelo montado como un ejemplo de teoría de juegos de suma no cero (el clásico dilema del detenido) como un cuadro de doble entrada en el que las dos opciones de la dialéctica “público privado” (campo político y sociedad civil) se cruzan con las dos de “publicidad y privacidad” (campo mediático y fuera de campo) (p. 71) con todos los lujos de campo, contracampo, plano, contraplano, travelling, etc. El “fuera de campo” equivale al silencio mediático. Una buena perspectiva en su conjunto, clara y muy cercana. No obstante, como la realidad supera siempre la ficción, incluso la especulativa y ensayística, sería cosa de preguntarse si el peculiar estilo de Rajoy no ha inaugurado una práctica nueva: el estar en campo pero fuera de campo al mismo tiempo mediante una sabia y dosificada utilización del plasma. Aplicando este modelo, extrae Gil Calvo la referencia al citado panopticón si bien, paradójicamente, a costa de hacerlo depender de que los actores del juego no respeten sus reglas (p. 77). No me resisto a mencionar aquí un comentario crítico sobrevenido de nuestro autor a las hasta ahora intocables simplezas del modelo de Hallin y Mancini. Resulta obvio para cualquiera que siga la evolución de los medios en Inglaterra y, sobre todo, los Estados Unidos, que el tipo ideal del sistema mediático “liberal” de los dos autores, hace abundantes aguas (p. 80). Yo le añadiría múltiples reticencias y desacuerdos respecto al llamado “modelo mediterráneo”, acríticamente aceptado por casi todo el mundo, pero me contengo porque el libro del que aquí se habla es el de Gil Calvo.

El cuarto punto aborda cuestiones de mayor calado filosófico y concretamente de filosofía del lenguaje por referencia a la obra pionera de Austin. La propuesta de Austin de los actos de habla, de los actos performativos en su obra póstuma Cómo hacer cosas con palabras, ha tenido una extraordinaria repercusión en Occidente y no solo en los campos filosófico y lingüístico sino también en el sociológico y, especialmente, en  el comunicativo. Desde su buena recepción por Chomsky hasta su magnífico despliegue de la acción comunicativa habermasiana, vía John Searle (también sabiamente aducido aquí por Gil Calvo), con la audaz y kantianamente inevitable propuesta del filósofo alemán de construir una pragmática universal. No diremos que este planteamiento empequeñezca las consideraciones de los capítulos anteriores pero hay poca duda de que supone un grado mayor de abstracción. Si el poder es teatro, su núcleo es la performance y esta adquiere así un carácter demiúrgico que afecta no solo a las manifestaciones del poder sino también a las del “contrapoder” (p. 95). Tal generalización, en donde se mezclan en alegre batiburrillo el infotainment y la democracia de audiencia, de Manin, desemboca, como era previsible, en la mencionada tesis situacionista de la espectacularización de la política (p. 101).

Dos quejas tiene este crítico en un capítulo tan denso como sugestivo y como colofón a la primera parte de la obra, seguramente las dos infundadas. La primera es una pregunta de si el recurso a categorías clásicas de la doctrina (potestas y auctoritas) es aquí de mucha utilidad, especialmente cuando se las pone al nivel del imperium (p. 92) que, a diferencia de las primeras, no es una condición sino un atributo, que modifica las otras pero no las suplanta. La segunda es una intuición relativa al valor de otro nuevo cuadro de doble entrada, también concebido como un modelo de juego de suma no cero en el que los dos jugadores son: a) los instrumentos performativos; y b) los efectos performativos (p. 106). Puedo estar equivocado pero se me hace difícil visualizar el funcionamiento del modelo en este caso por cuanto no se trata de dos actores autónomos e independientes (cual requiere la teoría) sino de un actor (los instrumentos), que tiene dos opciones y las consecuencias de sus actos, también con dos opciones pero que, en realidad, no son tales, sino resultados. En otros términos, para formular el caso en teoría de juegos falta el criterio de la simultaneidad de opciones, independencia de acto e indiferencia respecto al orden. Los efectos no pueden lógicamente concebirse como anteriores a la acción de los instrumentos y, en el fondo, tampoco como posteriores.

Sentadas las bases y el marco teóricos del ensayo, este cambia de naturaleza en su segunda parte. Se hace menos académico y más circunstancial o événementiel, como dicen los franceses, incluso periodístico, pero no menos riguroso o interesante, si bien a veces tiene uno la sensación de que los puentes discursivos entre la primera parte de la obra y la segunda no están del todo bien tendidos. En todo caso, Gil Calvo demuestra que no solo se encuentra a gusto en la torre ebúrnea de la erudición académica, sino que también se faja en la calle, como observador participante e interesado. Así se prueba muy especialmente en su alta valoración del 15-M que, a su juicio, constituye la culminación, por ahora, del ciclo de protesta o de movilización colectiva, en el sentido de Sidney Tarrow (el de El poder en movimiento) (p. 173). Comparto esa afinidad electiva aunque, en mi caso, va debilitándose según pasa el tiempo sin una eficacia tangible de tanta performatividad.

Si la primera parte del libro versó sobre el poder oculto, la segunda lo hará sobre el contrapoder, también oculto (p. 111) aunque, a fuer de sinceros, habremos de reconocer que no tan oculto; en gran medida anónimo, pero no tan escondido como el otro. El caldo de cultivo de este fenómeno de resistencia de masas es la “segunda recesión”, que Gil Calvo dibuja en sentido literal como un esquema que llama bucle del austericidio (p. 123). En verdad es convincente y entra por los ojos si bien al riesgo de incurrir en la parte de petición de principio que suelen tener todos los círculos viciosos. El modo de mantener a la gente sometida en este círculo infernal de austeridad-recortes-recesión-deuda-más austeridad, etc., es acudir a todo tipo de recursos retóricos: la amenaza de una catástrofe sistémica, la intimidación punitiva (p. 125), meter miedo por tres vías: xenofobia, endofobia y autofobia (p. 128), el castigo preventivo y el castigo estructural (pp. 133/134). No estamos muy lejos de Naomi Klein aunque sí me atrevería a decir que vamos mejor pertrechados conceptualmente.

De hecho, en efecto, Klein aparece en el capítulo siguiente (p. 161) en el que, revirtiendo su intención inicial, nuestro autor retorna al análisis del poder y no el contrapoder. Varios recursos teóricos nuevos y algunos ejemplos ayudan a entender mejor cómo hasta cuando el poder es visible, mantiene una agenda oculta en lo que quizá sea el mejor capítulo del libro. Se aborda la cuestión con referencia a la teoría de los marcos o encuadres. Ciertamente, el poder prefiere los relatos a los encuadres (p. 143), pero jamás descuida estos y recurre a una cuidadosa tipificación en encuadres terapéuticos, tecnocráticos y polarizadores (p. 145), en cuya máquina trituradora vuelca el autor diversos y muy ilustrativos episodios de este drama sobre todo europeo que es la presente crisis: la paulatinamente creciente justificación de un “cirujano de hierro” (vieja copla regeneracionista hoy actualizada, p. 152), el ejemplo de la industrialización alemana que apoya en las conclusiones de la industralización germana (la revolución desde arriba) de Barrington Moore (p. 152) como precedente autosatisfecho de la dominación teutónica en Europa a través de la imposición de la agenda oculta del poder que Ulrich Beck llama merkiavelismo (p. 169) y en la que cabe todo: los “mercados financieros” sin rostro, la devaluación interior, la "política del miedo" y la doctrina del shock de Klein.

La reacción al anterior panorama viene del ciclo de protesta o de movilización colectiva ya mencionado. No oculto mi simpatía por la narración y estructuración de sentido que de esta respuesta hace Gil Calvo: crisis griega, la Spanish Revolution (p. 179). Respuestas colectivas al brutal retroceso de las condiciones de vida de la población traído por el “austericidio” que, a su juicio ha ido en crecimiento en el año 2012, a través de grandes movilizaciones y muchas manifestaciones: la grandolada portuguesa en respuesta a la exagerada, abusiva, política de austeridad en el país vecino (p. 185) o el movimiento Cinco estrellas (p. 189). Le acompaño en el deseo pero me parece inevitable introducir alguna dosis de escepticismo, a pesar de nosotros mismos. Es posible que, como dice el autor, los indignados hayan hecho todo el recorrido de las protestas: sindicatos, movilizaciones antisistema, movilizaciones nacionalistas para coronarse como el “movimiento dominante en este ciclo de protesta” (p. 194), pero no parece ser suficiente.

El último capítulo del libro, titulado “ritos de resistencia”, hace inventario de los repertorios y circunstancias que animan el ciclo de indignación y pasa revista a los más sobresalientes, suficientemente conocidos y no necesitados por tanto de mayor explicación: la opacidad del anonimato, la aparición de las “multitudes inteligentes”, el recurso a los discursos infamantes, la autenticidad del ritual y la dramatización de la agenda (pp. 199/212). Como panoplia para ornar nuestro muro de conquista no está nada mal pero tiene uno la sospecha de que, cual sucede muchas veces con las panoplias reales, cuando se descuelgan y se pretende que entren en acción, nos fallan lamentablemente.

Corona Gil Calvo su interesante ensayo con una conclusión a la que llama con ironía “Epílogo inconcluyente”. La razón se echa de ver en las páginas finales. Según dice,  parece indudable “que la política de austeridad ha fracasado” (p. 221). ¿A quién parece indudable? En principio, a todos. ¿Qué quiere decir que ha fracasado? Que no ha cumplido sus promesas ni alcanzado sus objetivos expresos. “El problema”, añade Gil Calvo, “es que nadie quiere admitir ni Bruselas ni los gobiernos locales, que la austeridad ha sido un fracaso, para no tener que reconocer el error de cálculo cometido” (Ibíd). Parece como si esto lo hubiera escrito otro, una especie de duende travieso, un genio juguetón que quisiera gastar una broma a nuestro autor, un gato Murr, burlándose del cansado maestro de capilla Kreisler. Porque de la lectura atenta del libro más bien se deduce la idea de que la austeridad no es un “fracaso” sino un éxito en toda regla para los poderes ocultos con su agenda también oculta y, desde luego, el cálculo no ha sido en absoluto erróneo sino acertadísimo para los fines que esos poderes perseguían: hoy tenemos menos derechos, estamos más explotados y humillados y somos más pobres (mientras los ricos son más ricos) que ayer. Q.E.D.

diumenge, 17 de novembre del 2013

El modelo de España está missing.


Todos recuerdan aquel arrebato ditirámbico de Rajoy en Valencia en 2008, poco antes de las elecciones generales cuando clamó a voz en cuello que: El modelo de Camps es el que yo quiero para España. Las hemerotecas -hoy Google- son asesinas frías. Cinco años después, Rajoy es presidente del gobierno y Camps poco menos que un prófugo de la justicia. El juez Castro andaba ayer buscándolo para enviarle las preguntas a las que debe contestar, y para saber en qué lugar lo haría, pues declarar en donde le place es uno de los muchos privilegios de este privilegiado caballero. Pero no pudo dar con él, ni él, al parecer, se dignó dar razón de sí, a pesar de que la búsqueda judicial era pública ya que estaba en los medios; cuando menos los digitales. En Twitter, por ejemplo, Camps estaba casi en busca y captura. (Actualización a mediodía del domingo, 17 de noviembre: Camps sigue prófugo. Esto promete. A lo mejor acaban encontrándolo en Camboya, al modo de Roldán. Por supuesto, Rajoy no tiene nada que decir, como siempre).

Palinuro no es juez, pero sí ciudadano y, como tal, gustaría de enviar algunas preguntas también al presidente del gobierno para que las conteste como le plazca, y cuenta habida de que la oposición no se las planteará en el Congreso pues, en realidad, casi no existe como oposición. Las preguntas son estas:

- ¿Sabía usted en qué consistía el "modelo Camps"?

- Si no lo sabía, ¿por qué lo quería para España?

- Si lo sabía, ¿por qué lo quería para España?

- Si no lo sabía pero creía saberlo sin tener ni idea (con mucho, la hipótesis más probable), ¿no sería la situación actual un motivo más para dimitir?

- Despues de saberlo, ¿sigue usted queriéndolo para España? 

Respuestas fáciles de intuir. "Ya tal"; "sí, hombre"; "he dicho todo lo que tenía que decir"; "todo es verdad salvo alguna cosa"; "quieren apartarnos de nuestro objetivo"; "nosotros a lo nuestro". Bien, calle cortada, camino sin retorno. El presidente del gobierno jamás explica nada. Pero habla siempre con mucho aplomo.

Y ¿en qué consistía el tal modelo Camps? Por lo que se ha podido ver, está documentado y tiene activos a varios tribunales y juzgados de la Comunidad Valenciana, en una gestión en todos los niveles de gobierno (autonómico, provincial, municipal) presuntamente corrupta de arriba abajo; en un entramado de actividades supuestamente ilícitas entre muchos cargos públicos del PP y una serie de empresarios también corruptos o directamente delincuentes. Al fin y al cabo, el bigotes es un empresario. Gestión dada al boato y el despilfarro en obras públicas disparatadas, surrealistas, dadaístas (ese aeropuerto para peatones no se le ocurriría ni a Tristan Tzara) y, al propio tiempo provincianas, casi aldeanas. Circuitos internacionales, ciudades de esto o lo otro, palacios de aquello, una trapisonda de dineros públicos, pretenciosidad paleta que hizo del presupuesto un Eldorado al que acudieron ávidos cuantos sinvergüenzas y mangantes andaban de ronda por el país. La fiebre del oro corrupto. Barberá dice que Urdangarín la engañó. Y lo mismo dirá Camps, si reaparece. La capacidad de engaño de los engañadores es fabulosa. Alguno consiguió incluso engañar al Papa (es de suponer) y montarse un negocio con su visita a tierras valencianas.

Ese modelo de derroche rumboso, clientelar, caciquil, corrupto, para enchufar y enriquecer a los conmilitones del partido, los familiares y los amigos, era presentado a la sociedad que lo sufría como un ejemplo de gobierno eficaz, diligente, afirmativo, conseguidor. La artífice de este abracadabra fue la RTV valenciana que, durante veinte años, estuvo alabando el gobierno del PP, que había llenado la plantilla del ente de enchufados y parientes. La RTVV jamás daba noticia alguna perjudicial para la Generalitat y hasta ocultaba hechos como el accidente del metro, que costó 43 muertos. Al propio tiempo, ninguneaba a la oposición o la presentaba con tintes negativos. Su implantación se hacía a base de ocultar la realidad e inventarse otra sin ningún tipo de escrúpulo. Los escrúpulos aparecieron después, cuando redactores y periodistas que habían perpetrado ese atentado contra el derecho a la información, la libertad de expresión, etc., se encontraron en la calle, despedidos por el mismo gobierno al que llevaban veinte años haciendo el trabajo sucio. Pero este es otro asunto de más calado y queda para otra ocasión.

El modelo, por lo tanto, es un típico Potemkin: una fábula propagandística que oculta una realidad sórdida de latrocinio, expolio y miseria. Y no hace falta amargar la vida a Rajoy preguntándole si es el que aplica en España. Lo es. Lo era antes de su llegada al gobierno y en gran medida, gracias a él. Todo cuanto toca el PP es Potemkin. Se ha perdido el sentido de la moral pública y se llega a extremos de auténtica granujería. Pero oculta, inundada de fraseología ampulosa y huera. Esos cincuenta y tantos cargos del PP que piden el indulto a uno de sus alcaldes, condenado en firme por la justicia por ladrón debido a su talla humana lo son de un partido que anda mareando la perdiz con leyes de transparencia y códigos de buena conducta: las bambalinas, los decorados de cartón piedra que se mostraban a la emperatriz Catalina la Grande y tras los que se ocultaba la miseria y hoy, la delincuencia organizada ya en todo el Estado, al modo de la mafia, por impulso del modelo Camps.

Ese desprecio por la ley, esa conciencia de impunidad, empapa las declaraciones de los dirigentes del PP, carentes de todo sentido de la medida. Es literalmente increíble que la señora Cospedal llame a las Nuevas Generaciones de su partido a imitar a Carromero y no a Bárcenas. Al margen de lo ridículo de la recomendación en sí, ¿no se da cuenta la dama de que pide a los jóvenes identificarse con un delincuente condenado por los tribunales? Y esa es la última. En la penúltima, la dueña castellanomanchega pidió ante el mismo auditorio (que debe de ser bastante pánfilo) que el Código Penal impida a "tribunales de fuera" corregir a los de España. Y es abogada del Estado. Al parecer, nadie le ha explicado que eso no puede hacerse cuando se es parte voluntaria en tratados que establecen jurisdicciones supranacionales. Y tampoco nadie le ha explicado que, de poder hacerse, no sería a través del Código Penal. Malinforma la señora a sus cachorros, pero le da igual porque, más que abogada del Estado, se considera dueña de él. Es el modelo Camps.

Modelo Camps -y dos huevos duros- es el presidente de la Comunidad de Madrid afirmando que "a Madrid la miran con envidia el resto de las regiones." Lo de "regiones" lleva la habitual carga de agresividad soterrada de esta gente. Y el conjunto del enunciado da la medida de cómo el gobierno de Madrid se aplica el modelo Camps; y lo supera. Una ciudad con una alcaldesa en todo similar a Rita Barberá, con las calles llenas de basura, incapaz de gestionar asunto alguno sin desbaratarlo y, de paso, haciendo el ridículo. Una comunidad que despoja a sus ciudadanos de sus derechos de salud y educación, que malvende lo público a amigos o enchufados, que tiene sus universidades en quiebra y su investigación científica parada, mientras subvenciona las corridas de toros y se echa en brazos de un turbio proyecto de inversión, más pretencioso y palurdo que los de Camps, que probablemente ya es un caos y dejará deudas sin cuento.

El modelo Camps es el modelo España, marca España. Puro Potemkin. El Prestige nunca existió; el señor Blesa estuvo injustamente en la cárcel; se ha concluido felizmente un rescate que, como el petrolero, tampoco existió jamás; la infanta Cristina nunca rompió un plato; los jóvenes emigran porque quieren ver el mundo; el intento de expolio de las becas Erasmus, en realidad provenía de la UE; la reforma laboral da frutos óptimos; el recorte de las pensiones es una conquista social; el paro baja; la economía se recupera; es el momento de invertir en España; ya se ve la luz al final del túnel; el mundo entero se mira en nosotros. Y demás mentiras habituales.

La risa y el llanto son reacciones emocionales opuestas y alternativas. También se puede llorar de risa y reír por no llorar. Mantener la ecuanimidad, llegar a la ataraxia de los griegos en mitad de tanto absurdo, tanto disparate, tanta desvergüenza, es imposible. Por eso tal vez lo mejor sea aceptar el Potemkin como la verdad verdadera. 

Pongan ustedes más fútbol en las televisiones.

dissabte, 16 de novembre del 2013

Sumisos


Una periodista italiana, Constanza Miriano, acaba de publicar el libro de la imagen, éxito de ventas en Italia, cuyo título es tan revelador que, una vez descartada la posible ironía, hace innecesario leerlo. La autora explica en entrevista que su objetivo es dar consejos a las parejas y matrimonios en el más acendrado espíritu cristiano y católico. Muy cierto. Según este espíritu, la misión de la mujer es casarse y convertirse en el sostén espiritual de la familia (el material corresponde al marido, pero esto ya nos interesa menos, pues Dios proveerá) a través de su supeditación, su sumisión a su cónyuge, varón, por descontado. Está en la Epístola de San Pablo a los efesios, de la que tira Miriano, y viene rodada por los siglos de la enseñanza católica. Lo que antes se decía coloquialmente, la mujer en casa y con la pata quebrada. Ahora lo de la pata quebrada no se estila porque hiede a violencia de sexo y contra eso se rebela decididamente -y sin duda con razón- Miriano: ella no incita ni anima ni instiga a la violencia contra las mujeres. Simplemente las aconseja que se sometan a la voluntad del marido porque en esto está la felicidad de todos, los cónyuges y los hijos.


Hasta aquí nada que desentone de la doctrina eclesiástica de siempre, resumida y sublimada en la Carta Apostólica de Juan Pablo II sobre la dignidad de las mujeres (1988) y que este nuevo Papa parece decidido a proclamar por algún otro procedimiento. Y, siendo doctrina católica tradicional, nada distinto de la idea que de la función de la mujer como esposa y madre tenía Pilar Primo de Rivera, hermana del fundador de la Falange y falangista ella misma, ¿por qué se ha organizado un escándalo público? La propia Miriano se asombra y aporta la razón a su juicio: que el libro haya sido publicado en España por el arzobispado de Granada. Según ella, "se quiere atacar la institución". Pero es que la institución es la primera en atacar con el libro, en cumplimiento asimismo de otra doctrina cristiana y católica jamás abandonada de interferir en los asuntos mundanos.

Allá por los finales del siglo V, en una epístola al emperador bizantino Anastasio, el Papa Gelasio I expuso la teoría de los dos poderes, el espiritual, que residía en el obispo de Roma, y el temporal que lo hacía en el Emperador. Este estaba supeditado a aquel por designio divino. A la doctrina de la supremacía del poder espiritual sobre el temporal se ha atenido siempre el catolicismo, rebautizándola gráficamente como doctrina de las dos espadas a partir de la bula Unam Sanctam del Papa Bonifacio VIII, en 1302. Bonifacio se encontraba en enconado enfrentamiento con los principales poderes de la tierra, especialmente con Felipe el Hermoso de Francia quien, en el colmo de la insolencia, negaba al Papa el derecho a recaudar impuestos de los franceses, cosa que, según Felipe, correspondía a su rey, al rey de los franceses. Suele suceder que, por detrás de los conflictos teológicos, haya desavenencias materiales, cuestiones de dinero y la iglesia católica, en cosas de dinero, saca toda su artillería. 

Blandiendo la espada temporal, como sostiene es su derecho, la iglesia dictamina sumisión para la mitad del género humano, sumisión para las mujeres. Sumisión a la otra mitad. Los de esa otra mitad, los hombres, están sometidos a la espada temporal que ya decreta para ellos a su vez la sumisión, siguiendo inspiración cristiana. No sumisión a la mitad femenina sino sumisión a los designios del poder, por arbitrarios, despóticos, inhumanos o crueles que sean. También tradición cristiana acuñada por San Pablo en la Epístola a los romanos y otros lugares: someteos a los poderes superiores porque todo poder viene de Dios (Rom., 13, 1).

Es como una división del trabajo en el reino de las dos espadas: las mujeres sometidas a los hombres y los hombres sometidos al poder. Y todo en orden. Así le gusta al arzobispo de Granada -defensor de la obra de Miriano- ver su país: un poder temeroso de Dios, que se esfuerza por despojar a sus subditos de sus derechos, por empobrecerlos, explotarlos, estafarlos, expoliarlos, reprimirlos, maltratarlos o matarlos si se ponen pesados. Y unos súbditos que se someten, que se callan, sumisos ante los designios del poder. Y para el caso de que, tentados por el maligno, osen protestar o amotinarse, ese mismo cristiano poder desenfunda su espada, sus decretos, su espionaje continuo, su código penal endurecido, su ley de "seguridad ciudadana", sus intervenciones policiales, sus multas, su represión violenta. Poco importa que ese poder esté deslegitimado por su recurso sistemático a la mentira y su presunta corrupción. La sumisión que la doctrina católica quiere incluye el poder tiránico siempre que este acate la superioridad de la iglesia.


Lo reitero, nítida división del trabajo. La iglesia se encarga de las mujeres -que hoy parecen sucumbir más que los hombres a tentaciones de insubordinación- mientras el poder terrenal da cuenta de los hombres a mayor gloria de Dios, no de ellos mismos. Y así, cuando los hombres estén de nuevo seguros y bien sumisos, la iglesia los premiará con unas mujeres sumisas (pero muy dignas, desde luego) para su placer, solaz, entretenimiento y afirmación. En el fondo, algo no muy distinto a lo de las huríes de nuestros primos los agarenos, pero en la tierra.


Y es que las religiones se parecen mucho.

divendres, 15 de novembre del 2013

Y sigue la estafa.


El gobierno, sus propagandistas, predicadores, periodistas a sueldo, su guardia pretoriana en el Parlamento y secuaces varios afirman gozosos que la salida de la crisis está ya a la vista, todo lleno de brotes verdes, que el PIB crece, que Europa da por concluido con gran éxito el rescate bancario. Ese rescate bancario que, según Rajoy, nunca se había pedido ni existió. Que el tirón de las exportaciones se nota, que la destrucción de empleo ha tocado fondo, que el índice de esto y aquello y la confianza y blablabla, machaconamente, a través de los medios públicos de comunicación, los tebeos que utiliza como "prensa afín" y sus innumerables telebasuras Mentiras y más mentiras. La mentira sistemática como forma de gobierno.


Eso es lo que los gobernantes dedicados al expolio de los españoles y la ruina de España andan diciendo. Lo que hacen es otra cosa. Aumentan las inversiones militares en fuerzas y cuerpos de represión, en compra de material antidisturbios y endurecen el marco penal represivo, tipificando como delito toda forma de protesta. Porque son embusteros, demagogos y expoliadores, pero no tontos. Saben que, si siguen robando a mansalva, privilegiando los bancos, consiguiendo que sus delincuentes no sean penalmente perseguidos, dando dinero a manos llenas a la iglesia católica, expulsando a las gentes de sus casas y obligando a los jóvenes y no tan jóvenes a emigrar del país en busca de trabajo, quizá pueda haber un problema de estallido social al que piensan hacer frente como mejor saben: empleando la violencia y la represión.



Porque la realidad a día de hoy dice lo contrario del aparato de propaganda del gobierno: la deuda pública está en otro máximo histórico del 93,9 por ciento del PIB y acercándose al 100 por ciento ; el Estado, o sea todos los españoles, hemos perdido 37.000 millones de euros en ese rescate tan exitoso que, según el compulsivo embustero del presidente, nunca existió. Y, para coronar el éxito, las UE nos exige otra mordida de 37.000 millones de euros para 2014 que, por descontado, saldrán de los sueldos de los funcionarios, los capítulos de sanidad, educación e investigación y desarrollo y, cómo no, de las pensiones de los viejos, esas que el mismo embustero compulsivo, el que lleva decenios cobrando sobresueldos y ocultándolo, no iba a tocar.

Esta presunta asociación de malhechores no es un gobierno de España; es un gobierno en contra de España.

Rumorologías.


Dice el fiscal Horrach que no cabe imputar a nadie (se refiere a la infanta Cristina) a partir de una mera rumorología, que hay que presentar pruebas, cuando menos indiciarias. Cierto. La cuestión es, sin embargo, cómo se consideren las que ya hay, si suficientes o no. Y eso lo decide el juez Castro. Entre tanto, curiosa palabra esta de rumorología. No parece estar en el DRAE, lo cual normalmente tampoco importa mucho cuando resulta necesaria. Se usa, y ya la admitirá el diccionario. La pregunta es qué añade la inexistente "rumorología" al existente rumor, fuera de sílabas. Parece añadir énfasis. Como si el normalmente poco valorado "rumor" necesitara un complemento para hacerlo ya detestable. Lo malo de las hipérboles es que acaban haciendo bueno aquello de lo que se apartan. La "rumorología" es condenable porque el modesto "rumor" no lo es. 

En fin, no nos liemos y vayamos a lo nuestro, el rumor. Navegando por la red doy ayer con una página llamada atualcanceblog.es en la que se afirma que Rubalcaba no se presentará a las primarias. La información menciona "fuentes cercanas al líder socialista", pero he sido incapaz, a mi vez, de averiguar algo sobre la identidad del autor (o autores) de la página. Quizá se deba a mi incompetencia, porque es raro que páginas con publicidad no den datos sobre su personalidad, si individual o colectiva, asociativa, institucional, etc. El hecho es que no puedo verificar la autoría de la información ni contrastarla porque no la veo en ningún otra parte. Así pues, es prudente adjudicársela al rumor, o la "rumorología". Palinuro se considera mediano internauta y su experiencia le dice que en la red se pueden cometer las pifias más sonadas y caer en las trampas más absurdas. Cualquiera puede abrirse una página web con un nombre ficticio o haciéndose llamar cualquier cosa y propalar las noticias más pintorescas, incluso, ¿por qué no? con intención dolosa hacia terceros.

Pero el rumor es una potencia. A la vuelta de la conferencia política del PSOE, El Plural (que, ese sí, es claramente un diario digital proclive a los socialistas) informaba de que Rubalcaba regresaba de la conferencia y de la gripe sin dar señal alguna sobre su futuro. Es la oposición entre el propósito y el resultado. El partido (sobre todo, su dirección) quería que se hablase de cuestiones programáticas y no de las primarias. El resultado es que se habla de las primarias, incluso para decir que aún no se sabe nada. Es lo que les da interés morboso, como en los thrillers: no se sabe qué va a pasar.

Si alguien dice saberlo y, añade, de buena tinta (tinta y fuente suelen acompañar al rumor), habrá revuelo. Los rumores son poderosos porque se extienden sin control alguno. Los medios serios, comerciales, no los acogen porque incluso si informan de ellos como "rumores" ya les están dando algún respaldo. El rumor solo lo combate el silencio y no tiene la victoria garantizada.

El PSOE renovado en la conferencia anuncia una intención sincrética, como si quisiera renovar el viejo conjuro del partido atrapalotodo: dice echarse a la izquierda en políticas frente a la crisis y de recuperación de derechos pero, al mismo tiempo, se postula reciamente nacional español (en vagarosa acepción federal) y defensor del trono y el altar. El trono, sin ambages, a través de un ejercicio de suspensión fenomenológica de su espíritu republicano  y el altar por una especie de fatalismo que lo lleva a denunciar los Acuerdos de 1979 pero solo con el muy puro fin de negociar otros. Porque acuerdos, al parecer, ha de haber.

Uno puede estar más o menos conforme con estos o aquellos aspectos, pero no hay duda de que la voluntad del PSOE, confirmada en su conferencia, es formular una propuesta general, omnicomprensiva, "holística", como dicen los de sistemas para que, salvo los extremos más furibundos, todos se sientan cómodos en ella, la izquierda, el centro y hasta el centro-derecha.

Pero el rumor contraataca: y esas intenciones tan convincentes, ¿quién va a llevarlas a la práctica? ¿Con qué discurso? ¿Con qué lenguaje? O sea, ¿cómo va a comunicarlo? Porque en un país gobernado por un partido llamado "popular" que tiene ministros aristócratas y millonarios y cuya defensora del pueblo es una marquesa, el orden retórico, básicamente el de la política, presenta ciertas anomalías.

Una de ellas puede ser la de conciliar la izquierda con la defensa del trono y el altar. De lo que se trata, obviamente, es de ganar las elecciones y, a este fin, la amalgama propuesta puede salir o no, pero es claro que ya está propuesta y así va a mantenerse, determinando los límites del juego. Resta ahora por ver precisamente aquello en lo que se ceba el rumor: el rostro de quien vaya a encargarse de la defensa.  Las audiencias necesitan atribuir autoría a los discursos, autoría personal, no institucional. Las instituciones no tienen rostro.

Los rumores, la rumorología, van a seguir.

dijous, 14 de novembre del 2013

El desprestigio del Prestige.


Ignoro todo sobre los aspectos jurídicos de la sentencia de la Audiencia Provincial de A Coruña, primero porque no puede uno ir leyendo todos los documentos de trescientas páginas con que los tribunales riegan la vida pública y porque además no soy especialista en asuntos jurídicos. La ley tiene doctores y a su juicio me remito. Por todo cuanto sé, esa sentencia está escrupulosamente ajustada a derecho; es justa porque se atiene a la ley. Y, si no lo es, ya nos enteraremos prestamente.

Pero que sea justa según la ley no quiere decir que sea equitativa, que sea justa según otro principio de justicia, que algunos llaman "natural", un territorio en el que interviene la moral y hasta la política. Palinuro entiende que, lo primero de todo, aquí hay un problema político y en ese terreno cifra su discurso. De lo que se trata es de ver la situación política en la que esta sentencia se produce. El ámbito de la opinión, del juicio de la ciudadanía.

Dejamos de lado el hecho de que sea difícil explicar a esa ciudadanía que una catástrofe de estas dimensiones no tenga culpables ni responsables y deba entenderse como una catástrofe natural. Y ello en un tiempo que tiende a negar la existencia de esas catástrofes al dar por supuesto que todas tienen un elemento humano. Pero difícil no quiere decir imposible. Es tarea de los exégetas aclarársela al común en términos que este entienda.

También dejamos de lado que la decisión judicial recae en un tiempo en que no es infrecuente ver cómo presuntos delincuentes de todo jaez (pero mucho monto) se libran del procesamiento con las más diversas triquiñuelas o se benefician de la prescripción de sus delitos o simplemente son indultados. Y lo dejamos de lado porque los tribunales no tienen que actuar mirando las contingencias en su entorno.

Pero no podemos dejar de lado que el aspecto de las responsabilidades políticas está pendiente, que no se substanció en su momento y que, además, no prescribe. La catástrofe del petrolero tuvo unas dimensiones y consecuencias medioambientales enormes, desastrosas, ha cambiado los ecosistemas de kilómetros y kilómetros de costa gallega y alterado radicalmente la forma de vida de cientos de personas. Y eso no puede quedar sin explicación.

Un breve repaso a la memoria y la hemeroteca nos muestra una situación de crisis y catástrofe que fue gestionada de un modo irresponsable por los políticos encargados de ella, directamente el ministro de Fomento, Álvarez Cascos, e indirectamente el entonces protavoz del gobierno, Mariano Rajoy. No debe de haber español que no recuerde aquella comparencia para dar cuenta de la peor catástrofe ecológica de la historia del país que le ganó el sobrenombre de señor de los hilillos.

El no depurar las responsabilidades políticas en su momento y no tener la menor intención de hacerlo retroactivamente es lo que de verdad daña el prestigio de las instituciones. La idea generalizada, convertida en amarga experiencia, de que el poder político en nuestro país, especialmente el de la derecha, goza de impunidad en todos los órdenes. Sus cargos pueden provocar las mayores catástrofes por su incompetencia; o meter al país en aventuras militares absolutamente temerarias; o estar hasta las cejas en las más turbias corrupciones; o aparecer involucrados en la presunta comisión de delitos; o no tener ni idea de lo que hablan. No dimite ni uno. Nunca. Su idea, al parecer, es que la política es así.

Como lo del Prestige.