Una periodista italiana, Constanza Miriano, acaba de publicar el libro de la imagen, éxito de ventas en Italia, cuyo título es tan revelador que, una vez descartada la posible ironía, hace innecesario leerlo. La autora explica en entrevista que su objetivo es dar consejos a las parejas y matrimonios en el más acendrado espíritu cristiano y católico. Muy cierto. Según este espíritu, la misión de la mujer es casarse y convertirse en el sostén espiritual de la familia (el material corresponde al marido, pero esto ya nos interesa menos, pues Dios proveerá) a través de su supeditación, su sumisión a su cónyuge, varón, por descontado. Está en la Epístola de San Pablo a los efesios, de la que tira Miriano, y viene rodada por los siglos de la enseñanza católica. Lo que antes se decía coloquialmente, la mujer en casa y con la pata quebrada. Ahora lo de la pata quebrada no se estila porque hiede a violencia de sexo y contra eso se rebela decididamente -y sin duda con razón- Miriano: ella no incita ni anima ni instiga a la violencia contra las mujeres. Simplemente las aconseja que se sometan a la voluntad del marido porque en esto está la felicidad de todos, los cónyuges y los hijos.
Hasta aquí nada que desentone de la doctrina eclesiástica de siempre, resumida y sublimada en la Carta Apostólica de Juan Pablo II sobre la dignidad de las mujeres (1988) y que este nuevo Papa parece decidido a proclamar por algún otro procedimiento. Y, siendo doctrina católica tradicional, nada distinto de la idea que de la función de la mujer como esposa y madre tenía Pilar Primo de Rivera, hermana del fundador de la Falange y falangista ella misma, ¿por qué se ha organizado un escándalo público? La propia Miriano se asombra y aporta la razón a su juicio: que el libro haya sido publicado en España por el arzobispado de Granada. Según ella, "se quiere atacar la institución". Pero es que la institución es la primera en atacar con el libro, en cumplimiento asimismo de otra doctrina cristiana y católica jamás abandonada de interferir en los asuntos mundanos.
Allá por los finales del siglo V, en una epístola al emperador bizantino Anastasio, el Papa Gelasio I expuso la teoría de los dos poderes, el espiritual, que residía en el obispo de Roma, y el temporal que lo hacía en el Emperador. Este estaba supeditado a aquel por designio divino. A la doctrina de la supremacía del poder espiritual sobre el temporal se ha atenido siempre el catolicismo, rebautizándola gráficamente como doctrina de las dos espadas a partir de la bula Unam Sanctam del Papa Bonifacio VIII, en 1302. Bonifacio se encontraba en enconado enfrentamiento con los principales poderes de la tierra, especialmente con Felipe el Hermoso de Francia quien, en el colmo de la insolencia, negaba al Papa el derecho a recaudar impuestos de los franceses, cosa que, según Felipe, correspondía a su rey, al rey de los franceses. Suele suceder que, por detrás de los conflictos teológicos, haya desavenencias materiales, cuestiones de dinero y la iglesia católica, en cosas de dinero, saca toda su artillería.
Blandiendo la espada temporal, como sostiene es su derecho, la iglesia dictamina sumisión para la mitad del género humano, sumisión para las mujeres. Sumisión a la otra mitad. Los de esa otra mitad, los hombres, están sometidos a la espada temporal que ya decreta para ellos a su vez la sumisión, siguiendo inspiración cristiana. No sumisión a la mitad femenina sino sumisión a los designios del poder, por arbitrarios, despóticos, inhumanos o crueles que sean. También tradición cristiana acuñada por San Pablo en la Epístola a los romanos y otros lugares: someteos a los poderes superiores porque todo poder viene de Dios (Rom., 13, 1).
Es como una división del trabajo en el reino de las dos espadas: las mujeres sometidas a los hombres y los hombres sometidos al poder. Y todo en orden. Así le gusta al arzobispo de Granada -defensor de la obra de Miriano- ver su país: un poder temeroso de Dios, que se esfuerza por despojar a sus subditos de sus derechos, por empobrecerlos, explotarlos, estafarlos, expoliarlos, reprimirlos, maltratarlos o matarlos si se ponen pesados. Y unos súbditos que se someten, que se callan, sumisos ante los designios del poder. Y para el caso de que, tentados por el maligno, osen protestar o amotinarse, ese mismo cristiano poder desenfunda su espada, sus decretos, su espionaje continuo, su código penal endurecido, su ley de "seguridad ciudadana", sus intervenciones policiales, sus multas, su represión violenta. Poco importa que ese poder esté deslegitimado por su recurso sistemático a la mentira y su presunta corrupción. La sumisión que la doctrina católica quiere incluye el poder tiránico siempre que este acate la superioridad de la iglesia.
Lo reitero, nítida división del trabajo. La iglesia se encarga de las mujeres -que hoy parecen sucumbir más que los hombres a tentaciones de insubordinación- mientras el poder terrenal da cuenta de los hombres a mayor gloria de Dios, no de ellos mismos. Y así, cuando los hombres estén de nuevo seguros y bien sumisos, la iglesia los premiará con unas mujeres sumisas (pero muy dignas, desde luego) para su placer, solaz, entretenimiento y afirmación. En el fondo, algo no muy distinto a lo de las huríes de nuestros primos los agarenos, pero en la tierra.
Y es que las religiones se parecen mucho.
Es como una división del trabajo en el reino de las dos espadas: las mujeres sometidas a los hombres y los hombres sometidos al poder. Y todo en orden. Así le gusta al arzobispo de Granada -defensor de la obra de Miriano- ver su país: un poder temeroso de Dios, que se esfuerza por despojar a sus subditos de sus derechos, por empobrecerlos, explotarlos, estafarlos, expoliarlos, reprimirlos, maltratarlos o matarlos si se ponen pesados. Y unos súbditos que se someten, que se callan, sumisos ante los designios del poder. Y para el caso de que, tentados por el maligno, osen protestar o amotinarse, ese mismo cristiano poder desenfunda su espada, sus decretos, su espionaje continuo, su código penal endurecido, su ley de "seguridad ciudadana", sus intervenciones policiales, sus multas, su represión violenta. Poco importa que ese poder esté deslegitimado por su recurso sistemático a la mentira y su presunta corrupción. La sumisión que la doctrina católica quiere incluye el poder tiránico siempre que este acate la superioridad de la iglesia.
Lo reitero, nítida división del trabajo. La iglesia se encarga de las mujeres -que hoy parecen sucumbir más que los hombres a tentaciones de insubordinación- mientras el poder terrenal da cuenta de los hombres a mayor gloria de Dios, no de ellos mismos. Y así, cuando los hombres estén de nuevo seguros y bien sumisos, la iglesia los premiará con unas mujeres sumisas (pero muy dignas, desde luego) para su placer, solaz, entretenimiento y afirmación. En el fondo, algo no muy distinto a lo de las huríes de nuestros primos los agarenos, pero en la tierra.
Y es que las religiones se parecen mucho.