La forma política del Estado español es la Monarquía parlamentaria, dice la Constitución española en su artículo 1, 3. Esta lapidaria afirmación consagra solemnemente una de las historias más rocambolescas de los últimos años por la que se produce, no la segunda restauración de los Borbones, como suele decirse, sino la tercera. La primera se ignora por un prurito de orgullo patrio, visto el comportamiento traidor de Carlos IV y su hijo Fernando. Al restituir a este como Fernando VII en el trono de sus antepasados, las Cortes aceptaban como Rey a quien unos años antes había entregado la Corona de España y sus posesiones a Napoleón. Que este felón arbitrario y despótico fuera llamado el Deseado dice mucho del masoquismo sarcástico de los españoles. La segunda restauración fue en la persona de otro hijo, Alfonso XII, tras el destierro de la Reina madre, la valleinclanesca y sin par Isabel. Entre medias, una pintoresca instauración de la casa de Saboya que no prosperó. La tercera restauración, la actual, se la sacó del magín Franco quien, con su habitual zorrería, marginó al legítimo (desde el punto de vista dinástico) pretendiente, Juan, hijo de Alfonso XIII, se entretuvo en enfrentar entre sí las distintas corrientes dinásticas y, por último, nombró sucesor a título de Rey a Juan Carlos quien previamente había jurado fidelidad a los principios del Movimiento Nacional, el remedo de constitución que se dio la dictadura.
En puridad de los términos, Juan Carlos no es el sucesor de su padre sino del general Franco. Empezó su reinado solo con la legitimidad que le daba ese juramento. Luego, faltó a él, es decir, cometió perjurio. (En el Elogio de la traición: sobre el arte de gobernar por medio de la negación, un tratadillo de política, los autores, Denis Jeambar e Yves Roucaute, analizan expresamente el caso de Juan Carlos como un ejemplo de la conveniencia de la traición en política). De esa forma, perdió aquella legitimidad, la vergonzosamente llamada del 18 de julio, fecha del golpe de Estado fascista contra la República, lo cual, obviamente, era bastante recomendable. Más tarde, se hizo con la legitimidad dinástica, al forzar una renuncia de su padre a sus legítimos derechos. No fue muy elegante ni muy filial, pero fue.
La legitimidad popular es la que no fue nunca pues la tal forma política jamás se sometió a consulta de los españoles. Sus partidarios dicen que se votó en la Ley para la Reforma Política de 1976 (que ya incluía la monarquía) y, desde luego, en la Constitución. Pero este argumento es falaz. En ambos casos lo que se consultaba era la democracia y la Constitución y la Monarquía se metió de matute. Votar "no" por no votar la Monarquía hubiera sido votar "no" a la democracia. Lo curioso es que, al final, la Constitución consagra una forma política impuesta por Franco. El dictador no solo nombraba reyes (ese a título de Rey es sublime) sino que dictaba constituciones póstumas. El ejemplar de la Constitución quese conserva en el Congreso de los Diputados lleva el águila del escudo de la dictadura. Y el Rey sigue sin legitimación popular directa.
La Monarquía fue el coste de transacción de la Transición. Un acomodo entre los franquistas llamados "evolucionistas" y la oposición de izquierda. Ese pacto o acuerdo recibe todo tipo de calificativos a día de hoy, desde modélico a traidor. Pero, en todo caso, existió. Sin embargo, no tiene por qué ser eterno. Esa es una ilusión muy peligrosa. Los pactos deben revisarse siempre y, si hay motivos para romperlos e interés de una de las partes y hasta de las dos, debe romperse. Es absurdo atarse a un cadáver. Admitida la necesidad de la revisión, lo primero que se plantea es la cuestión de Monarquía o República.
Los monárquicos argumentan en un crescendo de pasión: la monarquía ha sido funcional para el desarrollo de la democracia y el Estado de derecho. No hay modo de probarlo y ni siquiera está clara la actuación del Monarca durante el Tejerazo. Además, el desprestigio en picado de la Casa Real en los últimos años, verdadera farsa de las borbonadas más tradicionales, emparentadas ahora con el mundo de la delincuencia de guante blanco, ha conducido a una valoración bajísima de la Corona en la opinión pública y eso no es nunca funcional. Señalan igualmente los cortesanos que la monarquía es la forma de los Estados más avanzados de Europa. Falso. El más avanzado es una república y repúblicas algunos de los siguientes. En todo caso, responden los dinásticos (tanto los conservadores como los socialistas), el asunto no es urgente; hay otros más perentorios que preocupan más a la gente y reclaman nuestra acción colectiva. Pero esa es una mera opinión, un punto de vista particular, no contrastado con el parecer de la ciudadanía, a la que no se consulta jamás para nada, ni siquiera para reformar la Constitución (esa que, luego resulta ser intocable) sino solo para pronunciarse cada cuatro años sobre cuál de los dos partidos dinásticos gobernará y cómo lo hará, si pactando con los nacionalistas o amargándoles la existencia. Por último, afirman los monárquicos, la experiencia histórica de las dos Repúblicas ha sido catastrófica: revoluciones, guerra civil y desintegración de España. También falso. Esas son experiencias de la Monarquía que, al ser mucho más longeva, ha traido revoluciones, algaradas, pronunciamientos, dos de las tres guerras carlistas y una dictadura; también cabe atribuirle mediatamente la guerra civil del 36 y la dictadura de Franco. La Monarquía actual ha convivido con la mayor ofensiva secesionista del siglo XX y lo que va del XXI. Primero fueron los independentistas vascos con la violencia de ETA y ahora ha tomado el relevo el nacionalismo democrático y pacífico catalán, mucho más peligroso para la unidad de España, vía a la que también se ha sumado el reciclado nacionalismo euskérico.
La conveniencia de la República no solo se prueba a contrario, sino por sus propias virtudes. Su naturaleza electiva hasta la más alta magistratura es más acorde con el principio de igualdad, base de la dignidad del individuo como ciudadano titular de derechos. Es un asunto de principios y, por eso, tiene importancia. No es lo mismo ser ciudadano que súbdito, aunque las almas flexibles nos digan que los nombres no son importantes.
La recuperación de la República es un horizonte político noble que simboliza la de la plena soberanía de los españoles, distinta de esa demediada que se esgrime en la Constitución. Cuando, hace unos años, unas almas benditas quisieron importar el concepto de patriotismo constitucional, estaban confesando implícitamente su deseo de encontrar una nación que no fuera necesariamente la España impuesta a la fuerza por la dictadura. Así, la nación de la que andaba huérfana la izquierda española era la Constitución. El PP entendió el mensaje e incorporó a su ideario el patriotismo constitucional como consagración de esta Constitución. Y, claro, el concepto reventó en España. La Constitución producto de un pacto de mínimos, de un acomodo en una situación de amenaza, de concesiones y componendas, no suscita patriotismo alguno.
La República, sí, porque está incontaminada. Es la víctima del atropello del golpe de Estado de 1936, para ella no ha habido perdón (ni lo necesita) y con sus defensores no se ha hecho justicia todavía y esos sí la necesitan. Es una causa, hasta la fecha perdida, pero legítima; un horizonte político muy nítido en tiempos de zozobra y confusión por el impacto de la crisis no solo en lo económico sino también en lo político.
Al respecto. la izquierda, y en concreto el PCE, parece retornar más y más decididamente al republicanismo. Pasa página de la concesión de Carrillo, al aceptar la bandera y la Monarquía y se desvincula del pacto, pidiendo el restablecimiento de la República, última forma de gobierno legítima en España desde el punto de vista popular, la que la Monarquía ha tratado de ganarse sin conseguirlo.
La posición del PSOE en cambio es más de mantenella y no enmendalla. Según su secretario general, el partido, aun siendo republicano, apoya la Monarquía. Eso es una falacia insostenible. Hay, sin embargo, dicen los socialistas monárquicos de conveniencia, dos poderosas razones para justificar este oportunismo. Una: estamos atados por el pacto de la transición. Dos: cuestionar la monarquía ahora es peligroso pues significa acumular turbulencia sobre turbulencia. Las dos falsas: no queda nada del tal pacto pues la derecha lo ha roto flagrantemente en casi todos sus puntos con su involución y, sobre todo, con su cruel, inhumana, decisión de no hacer justicia a las víctimas de la dictadura de Franco. La turbulencia la provoca la obstinación en mantener un sistema fracasado, hundido en el caciquismo, la corrupción, la incompetencia, la quiebra económica, la ruptura social y la fractura territorial.
La conversión del PSOE en un partido dinástico, alimentado por un sentido nacional español similar al de la derecha con la salvedad de una vagarosa promesa federal que ni él mismo sabe cómo articular, resta mucho crédito a sus demás propuestas reformistas. Esa petición de reforma limitada de la Constitución (que tampoco sabe cómo impondrá) demuestra que el PSOE ha renunciado a dar forma a un creciente espíritu de regeneración democrática que no puede agotarse en unos cuantos parches; ha renunciado a dibujar un horizonte de renovación política. Esas timoratas e inciertas reformas constitucionales son los balbuceos de quien no se atreve a hablar de proceso constituyente, una petición perfectamente legítima en una sociedad democrática que podría articularse mediante una Convención constitucional que replanteara todas las posibilidades de organizacióndel Estado, centralismo, autonomía, federación, confederación, independeencia.
En lugar de esto, el discurso se formula en clave de prudencia, de cautela, continuidad, inmovilismo, también llamado "estabilidad". En clave de miedo. El miedo que alumbró la Transición y reaparece ahora. El miedo de quien no quiere participar en proyectos democráticos si no puede controlar el resultado de antemano.
Sin embargo, solo la República garantizará la regeneración democrática y el restablecimiento de una virtud cívica que el país ha perdido en el lodazal del caciquismo y la corrupción. En las zahúrdas de la tercera restauración.
(La imagen es una foto de Miguel, bajo licencia Creative Commons).