Es mostren els missatges amb l'etiqueta de comentaris Pintura.. Mostrar tots els missatges
Es mostren els missatges amb l'etiqueta de comentaris Pintura.. Mostrar tots els missatges

dissabte, 27 de desembre del 2014

El sol es Dios.

Palinuro, que tiene este mes en la cabecera del blog una reproducción de un cuadro de Turner, por el que siente una admiración rayana en la idolatría, no podía dejar de ver esta película que acaba de estrenarse. Los dos, el pintor y el piloto, aman el mar, las tormentas, las olas, la espuma furiosa, la luz del cielo confundiéndose con los vapores y las nubes, los acantilados batidos por el viento, los naufragios (no en cuanto infortunio o desgracia, claro, sino desde el punto de vista estético), las rocas, los desfiladeros, la fuerza de la naturaleza desatada, ignorante de las peripecias humanas. Los dos quisieran habitar espacios incontaminados con la presencia del hombre y ninguno de los dos puede resolver el problema de que ellos mismos son ejemplo de lo que quisieran evitar.

Solo una mirada humana puede entender la fascinación de la naturaleza virgen y, hablando ya en concreto de este gran Joseph Mallord William Turner, solo la mirada de un genio puede captarla y reflejarla de un modo que la revele a los otros ojos humanos, incapaces de verla por sí mismos; que la revele igual que Dios comunica sus ideas, o la luz del sol devuelve los colores a la realidad. Porque el autor de Anibal cruzando los Alpes siempre creyó que el sol es Dios.
 
La película de Mike Leigh quiere ser el relato de un genio. Pero solo lo consigue en parte y, además, para un auditorio que tenga algún conocimiento del lugar de Turner en la pintura británica y mundial, desde luego. Apenas se destacan las obras, ni las más conocidas, sino es de refilón o en segundo plano, objeto de comentarios por los diversos actores. No importa. No es un film sobre el arte de Turner sino sobre Turner como hombre, artista, genio, lo cual ofrece grandes posibilidades a Timothy Spall para lucirse en un papelazo a base de gruñidos, pero tampoco es un acierto del todo porque las opciones del guión son a veces confusas. En lugar de una narración cronológica de la vida de Turner, una biografía, se ha decidido concentrar la historia en los últimos veinte años y renunciar a los flash back con lo cual los episodios determinantes del pasado han de presentarse en forma dialogada, como en el teatro, y entorpecen el ritmo de la narración, tampoco muy animado.
 
En fin, se trata de una película desigual. Dos aspectos son, sin embargo, muy dignos de reseñar  y justifican los siete euros que cuesta la entrada; de un lado,  la fotografía de paisajes, marinas, montañas, bosques, lo cual obviamente  era obligado tratándose del pintor que se adelantó a todos y enseñó al mundo a ver la tierra a través de la luz, antes que los impresionistas, todos ellos, en realidad, prolongadores de su obra.
 
De otro lado, el impacto del genio en una sociedad tan plana, chata, convencional y biedermeier como la victoriana. Turner, a diferencia de otros revolucionarios del arte, gozó siempre de un gran reconocimiento social y consiguió desde muy temprano una acomodada situación que le permitió la máxima libertad de creación. Sus cuadros se exhibían en las exposiciones de la Academia Real, aunque no siempre en los lugares que a él le hubieran gustado y, aunque poca gente era capaz de apreciar en su valor su audacia estilística, su ruptura con el clasicismo, el historicismo, el naturalismo y todo tipo de figurativismo (mucha gente lo considera con razón un precedente del abstracto) todo el mundo le rendía pleitesía por seguir la moda y sus obras se vendían muy bien.
 
Pero no lo comprendían; ni él, a quien la sociedad importaba poco, se molestaba en dar pistas para hacerlo. El guión acumula escenas muy significativas del impacto del arte de Turner en la opinión de sus contemporáneos, especialmente colegas, gentes educadas, de clase alta y hasta la realeza. Son momentos que tienen el éxito garantizado, pues nada es más fácil que ridiculizar los espíritus ramplones una vez que el genio ha sido ya reconocido y consagrado socialmente. Lo difícil es preguntarse por qué se da esta incomprensión, por qué se daba y por qué sigue dándose. El gusto y el juicio estético de la imensa mayoría es siempre heterónomo, viene dado por pareceres y doctrinas exteriores que se absorben a falta de discernimiento autónomo, propio, interior. A falta de audacia, penetración, valentía. Las escenas de la Reina Victoria bufando de rabia, desconcierto e incomprension ante los cuadros de Turner regocijan nuestras almas, pero iguales se darían cambiando la Reina Victoria por Sofía de Grecia. La única diferencia es que la última, menos zoquete, se guarda su adocenado parecer y solo emite juicios a tono con los catálogos de las exposiciones.
 
Y quien dice la Reina Victoria, dice la insoportable, pedante y absurda cháchara de John Ruskin, el hombre que, como nuevo Petronio, determinaría las pautas estéticas de la segunda parte de la era victoriana, el que confundía el arte con el oficio y el estilismo de interiores. Ver a Turner conteniendo sus risotadas ante los cuadros de William Holman Hunt y el mundo artúrico de los prerrafaelitas, a los que Ruskin admiraba, es muy revelador, pero no nos dice gran cosa.  Es como si Picasso tuviera que juzgar los cuadros de Darío de Regoyos o Cézanne los de Aureliano Beruete. El genio es una fuerza interior. En el exterior, rige el decoro, la costumbre, la fama. Y hasta tal punto es atosigante esta circunstancia que no es difícil contemplar cómo gentes con espíritu gallináceo se adornan con plumas de águila pues siempre habrá tontos que aseguren haberlos visto volar como las águilas.

Esa fuerza interior del genio aplasta a su paso las consideraciones menores, pacatas, con las que los mortales nos acicalamos para parecer algo. Pero no puede aplastar las mayores. Que la genialidad haya de ir acompañada del egoísmo y el desprecio a los demás no puede darse por admisible sin más. Turner tuvo la inmensa suerte de congeniar con su padre con quien se llevó bien hasta el fin de sus días (del padre), pero no parece haber sido especiamente considerado o sensible frente a él. En cuanto al trato de las mujeres, la conducta del genio es francamente detestable. La película introduce una especie de vergonzante explicación recordando el hecho de que la madre fuera una desequilibrada mental a la que encerraron en un psiquiátrico cuando Turner tenía diez años. Es frecuente justificar la misoginia de algunos genios con desencuentros con las madres. El caso más conocido es el de Schopenhauer. Con ello se consigue una baza de añadido: echar la culpa del machismo masculino a las propias mujeres. Algo de eso hay en la película. Por ejemplo, el trato de Turner a su primera amante y sus dos hijas (cuya paternidad negaba)  es repudiable y de todo punto reprochable y no ayuda gran cosa que el guión presente a las tres mujeres, sobre todo la madre, como unas brujas histéricas insoportables. Por no hablar del trato humillante que el pintor infligía a su criada, un  ser deficiente en varios aspectos, objeto de sus libidinosos ataques. El film guarda aquí cierta mesura y no ataca cuando menos a la víctima.
 
Entre los deshilvanados retazos de este guión un poco sobresaltado hay algunas escenas muy reveladoras de dos aspectos distintos. En el comienzo, las visitas a la mansión de su amigo, protector y mecenas, el conde Egremont, lo que fue determinante en posibilitar la carrera de Turner en una época de transición a la economía de mercado pero en la que aún era decisiva en la vida de los artistas la protección de sus acaudalados amigos. Al final, la visita del también muy acaudalado cliente estadounidense, empeñado en comprar por una fortuna toda la obra de Turner, cosa a la que este, ya en sus últimos días, se niega porque tiene propósito de legarla a la nación británica. Entre medias, no hubiera estado de más que se concediera alguna atención a los abundantes viajes de Turner por Europa, especialmente a sus frecuentes visitas a Venecia, sin las cuales casi resulta incomprensible esa fascinación del pintor por la luz.
 

divendres, 12 de desembre del 2014

La fortuna y el arte.


La Fortuna es una diosa reiteradamente representada en la pintura. Aparece a veces alada, con los ojos vendados y todos los signos de la inconstancia y la incertidumbre. Es caprichosa e imprevisible. Puede darle por cualquier cosa. Por coleccionar obras de arte, por ejemplo, una dedicación que exige estar en posesión de una unorma fortuna, de ser un predilecto de la Fortuna. Es el caso de Juan Abelló, empresario y financiero de gran éxito que anduvo una temporada en negocios con Mario Conde, pero supo mantenerse a este lado de la ley. Y uno de los puntos más llamativos de su abigarrada biografía es el de ser poseedor de una colección de quinientas obras arte, generalmente pintura, de incalculable valor. Parece que en ello ha sido decisiva la influencia de su esposa, Anna Gamazo Hohenlohe.

En exposición en el CentroCentro del Ayuntamiento de Madrid hay 160 piezas de la colección y es una visita fascinante. Se trata de una muestra de coleccionismo en estado puro. La selección de las piezas no se ha hecho por razones temáticas, no es de paisajes, retratos o bodegones, ni de técnicas, aunque haya un cuantioso acopio de dibujos. La selección se ha hecho con un criterio puramente cronológico, con la intención de que se vea una o más muestras de todos los estilos y temas de la pintura desde el gótico internacional al arte de hoy, de Rothko o Bacon. Es un viaje a través de la pintura occidental de todos los países desde el siglo XV a hoy. No hay nada de pintura oriental y no europea salvo eso, algún Rothko. Un viaje por obras poco vistas porque pertenecen a una colección privada de alguien que ha tenido la fortuna de comprar obras de arte y el juicio y el gusto de escoger piezas representativas. Hay muchísimas ausencias, por descontado pero las presencias superan con mucho la mayor parte de las colecciones privadas.

La nacionalidad más representada, la española y dentro o al margen de esta, según cada cual lo considere, la catalana. Hay una Virgen lactante de Pedro Berruguete de transición del gótico al renacimiento fascinante u otra Virgen del silencio, de Luis de Morales, por quien Palinuro tiene especial debilidad. Hay mucho retrato de la realeza. Uno de Felipe II con la orden de la Jarretera, como Rey de inglaterra bastante sorprendente. Igualmente dos retratos de Carlos II y de Mariana de Neoburgo, de Jan van Kessel, el Mozo, medallones desde los que los retratados parecen mirar con tristeza el destino del imperio que no supieron gobernar. Otros dos retratos, de Felipe V y María Luisa de Saboya, de Jacinto Meléndez, inauguran la segunda parte de la representación, cuando la sobria etiqueta borgoñona fue sustituida por la pelucas empolvadas y los bordados rococó de la corte del Rey Sol.

La pintura italiana se reduce a unas cuantas vedute de Canaletto y Guardi y se vuelve luego al mundo goyesco, incluidos dos estupendos retratos de los consuegros de Goya. La colección se hace fuerte en el siglo XIX y el XX. Hay bastantes muestras de pintura catalana, Fortuny, Casas, Nonell, Rusiñol, Anglada Camarasa, etc, algunos vascos, valencianos. Hay impresionismo, con Bonnard o Degas, un notable Modigliani. Hay abundante cubismo, de Bracque a Maria Blanchard, Picassos, con muchos dibujos, expresionismo alemán, con algún dibujo de Grosz, etc, culminando el viaje con un par de trípticos de Bacon que lo dejan a uno, como dicen los chavales, flipándolo en colores, los rojos y los cobaltos de Bacon.

dissabte, 6 de desembre del 2014

Sorolla hizo las Américas.

Muy buena idea de la Fundación Mapfre de traer la exposición de Sorolla y los Estados Unidos organizada por el Meadows Museum, el San Diego Museum of Art y la propia fundación. Determinante ha sido, claro, la colaboración de la Hispanic Society of New York (HSNY), entidad que está en el origen de estos dos momentos decisivos en la vida del artista, los dos viajes a los States en 1909 y 1911. En ambas ocasiones el pintor valenciano causó verdadero furor en los círculos artísticos y de la alta sociedad estadounidense tanto por su arte, entonces en su mejor momento, como por sus buenas relaciones con círculos influyentes.

Cuando Archer Milton Huntington, un millonario con una pasión por la cultura española, lo invitó a exponer en Nueva York en 1909 por haber visto obra suya expuesta en Londres en ese año, Sorolla es ya un pintor reconocido, aclamado y muy bien relacionado socialmente. Veranea con la corte en Zarautz y es retratista de la alta sociedad, retrata incluso a los Reyes, Alfonso XIII y Victoria Eugenia precisamente para la exposición de la HSNY. Al mismo tiempo produce obra propia casi de modo compulsivo, retratos de su familia, jardines, escenas de playa, que son las que causaron mayor impacto en los Estados Unidos. Fiel a sí mismo, a sus origenes humildes, de cuando el contenido social de su pintura y al luminismo, el nombre que se quiso dar a su estilo una vez pasado por París y contemplado la pintura impresionista que es eso, básicamente, luminismo. Comparte con los impresionistas el rechazo a la pintura de estudio y el gusto por los exteriores. Solo que los suyos son más de por aquí. Los bosques impresionistas de Boulogne o Bougival y los prados de Louvenciennes son en Sorolla jardines del sur, de la Alhambra, el Generalife, el Alcázar de Sevilla, que luego reconstruyó en su casa de Madrid, convertida hoy en Museo, en Martínez Campos, 37. Y las playas de Deauville o Trouville, las de la Malvarrosa.

Éxito como artista y como hombre de mundo, cosa poco frecuente. Por mediación de su protector y mecenas Huntington, retrató a las gentes más importantes de los EEUU, incluido su presidente, William Howard Taft, numerosos prohombres y sus esposas y algunos colegas de éxito. Como retratista es excelente ya que la rudeza tradicional española aparece modulada por cierta influencia de su amigo, el muy elegante John Singer Sargent, sobre todo en los retratos femeninos.

Excelente exposición porque permite ver producción sorolliana casi desconocida a este lado del Atlántico y que allí abunda pues vendió toda la obra que llevó en ambos viajes  y estuvo ocupado luego varios años realizando las numerosas comisiones que se le hicieron. De todo hay abundante y muy grata muestra en la exposición, incluidos retratos de su esposa Clotilde, aportados por el Museo Sorolla, una señora dotada de fuerte personalidad que se adivina decisiva en la vida del artista.

Entre los encargos que el autor de ¡Y aun dicen que el pescado es caro! trajo figura uno magno, esencial: pintar una Visión de España, cosa que se materializó en los 14 cuadros de grandes dimensiones que hoy adornan la Sala Sorolla de la HSNY, con tipos y paisajes de todas las partes del país. Allí están esas telas que condensan la visión de España de un artista que viajó por ella un año entero haciendo bocetos y documentándose. En realidad son una parte más de esa curioso museo de la cultura española, sito en la calle 155W, que corta Broadway a la altura de los últimos altos de Washington. Un edificio impresionante cuyas puertas de bronce ostentan sendos mediorrelieves con los Reyes Católicos y en cuyo patio de entrada se yergue una muy airosa estatua ecuestre del Cid. Por cierto, obra de Anna Hyatt Huntington, esposa del millonario y escultora afamada.

Huntington fundó la HSNY en 1904, seis años después de la guerra hispano-norteamericana. Los reyes españoles precisamente se hicieron retratar como muestra del ánimo de recomponer las relaciones con aquella poderosa nación que nos había vapuleado, arrebatado los restos del imperio y confrontado con la triste imagen de nosotros mismos. Hay algo extraño en esta historia y es que nadie habla de ella. Unos estadounidenses ricos deciden erigir una especie de monumento a la cultura de la nación que su país acaba de derrotar en una guerra humillante. Porque la HSNY no solo tiene Sorollas; también muestra obra de Goya, de Velázquez y muchos otros pintores españoles, y alberga una riquísima biblioteca de temas españoles con algunas joyas como una edición príncipe del Quijote. Sin embargo, no es propiamente un museo, ni un centro de investigación, ni una fundación. Tiene cierto aire de mausoleo. Es como un monumento funerario a una vieja nación europea, rebosante de cultura, derrotada por una joven potencia industrial. Y tiene algo de metafórico que el símbolo iconográfico más representativo de España como nación en su pluralidad, la Visión de España del artista, esté al otro lado del Océano.

La exposición contiene asimismo una serie de apuntes en hojas de menú de los restaurantes, guaches en los cartones de la lavandería del hotel en que Sorolla se alojaba en Nueva York, a la entrada de Central Park. Son instantáneas, escenas callejeras en contrapicado, como si tratara de captar el bullicio de la 5ª Avenida, al modo que lo quería Boccioni. Pintar al aire libre en Nueva York, cuando se está de visita y de negocios con galerías y marchantes debe de ser complicado. Pero estos bocetos juntamente con las obras acabadas componen el material de esta exposición que podría llamarse pintor en Nueva York de no ser porque Sorolla, en realidad, fue a hacer las Américas.

divendres, 5 de desembre del 2014

El sueño de la razón...


... produce monstruos, reza el capricho nº 45 de Goya. Monstruos repulsivos, muchas veces odiosos, repugnantes; seres fantásticos, amenazadores, agresivos. Pero no siempre. La fantasía carece de límites y abarca todo, lo odioso y lo amoroso, lo repulsivo y lo atractivo. Hasta se permite el lujo de mezclarlos y hacer atractivo lo repulsivo u odioso lo amoroso. Pocos versos más citados que el odio y amo. Monstruos, la creación de la fantasía, seres que no se atienen a la norma. Pero ¿qué norma? En la naturaleza no hay normas y todo es monstruoso porque nada lo es. La erupción de un volcán es tan monstruosa como una aurora boreal. Las normas son invenciones de los seres humanos, que solo conocen una universal: ellos mismos. El hombre es la medida de todas las cosas, dice el filósofo. El hombre es la norma. Y todo lo que no se ajuste a ella es monstruoso. El mundo es monstruoso. En el fondo, lo más monstruoso de todo quizà sea misma razón.

La exposición de la Casa Encendida "Metamorfosis. Visiones fantásticas de Starewitch, Švankmajer y los hermanos Quay" es una exhibición de monstruos en todos los sentidos del término, desde los amables y poéticos hasta los repulsivos y criminales. Es una muestra muy completa y muy bien concebida, sobre todo porque se apoya en una serie de actividades complementarias a lo largo de varios días, con proyecciones de películas relacionadas con el tema, seminarios, lecturas, etc. Todo ello es muy meritoria labor de la comisaria Carolina Pérez, experta en animación, acreedora de muy efusivos parabienes. Enhorabuena.

El material expuesto son piezas, diseños, artilugios, cámaras, sombras, mecanismos, ilustraciones, films que utilizaron estos genios del cine de animación desde los orígenes. Starewitch, que era entomólogo, se valió de sus especímenes para rodar películas, varias de ellas, célebres como la que representa un pelea entre escarabajos de los llamados "rinocerontes". Porque, puestos a buscar monstruos, el mundo de los insectos los conoce de todo tipo y condición.

Las explicaciones que se ofrecen al visitante (pues el catálogo está agotado) dan suficientes pistas para entender el espíritu de estos cineastas tan peculiares, con tan poco acceso a los circuitos comerciales. El mismo caso de los hermanos Quay que tienen un elemento propio del género que cultivan, pues son gemelos univitelinos y han alcanzado un éxito considerable, es paradigmático. Pero tampoco son necesarias las aclaraciones. Quien se sumerja en la exposición muy bien montada y se pare a considerar las piezas, irá identificando poco a poco a los referentes, unas presencias a veces solo insinuadas y otras explícitas que componen una especie de universo pictórico del que dependen muchos de los elementos de estas películas. De hecho tanto Starewitch como Svankmajer se sitúan en la tradición pictorialista. Pero es una pintura con un hilo conductor: lo irracional, lo onírico y, por supuesto, lo surrealista. Presentes están de una forma u otra Monsú Desiderio (alguno de los que se engloban en este nombre), Goya, los goyescos Lucas Velázquez y Leonardo Alenza, Dalí, Ensor, Kubin y en buena parte de la obra de los Quay, reina incontestable Arcimboldo.

Pero se trata de cine, de fotografía en movimiento, de cine de animación. No de dibujos animados, sino de objetos, de figuras, guiñoles. Y, en una forma de sinestesia, a los referentes pictóricos, se unen los literarios. La versión del Roman de Renart, que saluda al visitante nada más entrar, lo avisa de que este cine explotará la rica tradición occidental de cuentos, fábulas, relatos en los que los animales, los objetos, los árboles, los ríos, los juguetes y artefactos hablan y actúan. Las mismas orientaciones de la pintura, el romanticismo, el simbolismo, el modernismo, el absurdo, lo onírico, lo fantástico, dan pie o adornan los relatos. Presentes de muchas formas están, además del Roman de Renart, Carroll, E.T.A. Hoffmann, Poe, Kafka, Gogol, Ghelderode, Walpole, Buñuel, los hermanos Kapek, el surrealismo o el inclasificable Robert Walser.

El ruso Starewitch (1882-1965), el primero de todos, es el que más trata los temas fabulísticos, dentro de la tradición de Lafontaine, la cigarra y la hormiga, la reina de las mariposas, el león y la mosca, sin abandonar otros temas fantásticos o misteriosos. Svankmajer recurre más a los motivos literarios y su abanico es enome: lo absurdo y fantástico en Alicia en el país de las maravillas, el increíble Jabberwocky de Al otro lado del espejo; lo terrorífico con la caída de la casa Usher; lo gótico, con el Castillo de Otranto, etc. Sin desdeñar los montajes animados tradicionales, ni los insectos o los objetos, Svankmajer se mueve en un universo más denso, más construido, con referencias literarias más claras. Su última producción, que se estrenará el año próximo, 2015, es una versión de las imágenes de la vida de los insectos, de los hermanos Kapek que, por supuesto, trae a la memoria la Metamorfosis kafkiana. Los hermanos Quay, también activos hoy y, como ya iniciara Svankmajer, acentúan el orden sinestésico al versionar obras de compositores famosos como Stravinsky o Leo Janascek. Toda su obra, sembrada de homenajes a sus predecesores, como Svankmajer o fuentes de inspiración, como el dramaturgo Ghelderode, está marcado por dos influencias notables y manifiestas, la del polaco Walerian Borowczyk, gran maestro del cine francés que, sin embargo, está ausente en esta exposición y la pintura de Arcimboldo.
 
Merece la pena pasear por este territorio oculto, fantástico, inquietante, de alucinación, fascinación y espanto porque es lo que alienta en muchas narrativas literarias, pictóricas, musicales, lo que pervive en las tradiciones artísticas occidentales generalmente despojadas de estos efectos ambiguos, a veces siniestros, amenazadores o angustiosos. La corriente de miedos y temores que mana por debajo de la débil capa de la civilización racional y muestra que basta quizá un pequeño twist in the tale para enfrentarnos a eso, al sueño de la razón, a lo monstruoso, a los Freaks,  de Tod Browning, el locus solus de  Raymond Roussel, las obsesiones meticulosas de Piranesi, la angustia de Klinger, los temores de Spilliaert, ninguno de los cuales está físicamente en la exposición, pero sí anímicamente, como si se encontraran en su territorio encantado.
 
¿Es ocioso recordar que muchos de estos creadores de la animación, el misterio, lo absurdo, lo surrealista son eslavos (checos y polacos sobre todo, pero también rusos como Gogol o Maiakovsky) y centroerupeos, holandeses, belgas, alemanes como Ensor, Spilliaert, Ghelderode, Klinger, Kafka, los Kapek, Hoffmann o Walser?  Seguramente sí; pero tiene su punto.

dilluns, 1 de desembre del 2014

Arte y propaganda.

Hace unos días se inauguraba en el Fernán Gómez Centro Cultural de la Villa, en Madrid, la exposición A su imagen. Arte, cultura y religión, organizada por la Fundación Madrid Vivo, una asociación conservadora de empresarios y curas, la Conferencia Episcopal Española y la Archidiócesis de Madrid. Los medios ilustraban la noticia con una foto del acto en la que figuraban diez personas, entre ellas la consejera de Educación de Madrid, Lucía Figar, el obispo Osoro, el cardenal Rouco, Ana Botella, la ex-reina Sofía, el presidente del Congreso, Jesús Posada, y la vicepresidenta del gobierno, Sáenz de Santamaria, además del empresario y ex-ministro Villar Mir. Puro antiguo régimen. Puro nacionalcatolicismo que, según, Luis Goytisolo sigue vigente.

Los figurones del trono, el altar, la política y la empresa se hicieron retratar delante de un cuadro de Rubens que representa a Sansón dando muerte al león. Pensé entonces que a lo mejor y, a pesar de los antecedentes citados, la exposición era de verdad de arte y cumplía lo que anunciaba a través de los medios de comunicación de ser una muestra "de lo mejor de la pintura y la escultura españolas" de tema religioso, con piezas de grandes maestros, como Goya, Velázquez, el Greco, Murillo, Rubens, Ribera, Zurbarán, Berruguete, Gregorio Fernández, etc.

Nada más lejos de la realidad. La exposición abarca, sí, unos diez siglos, del X al XX. Pero todas las piezas son de autores (o anónimas) de segunda fila u obra menor de contados maestros. De escultura, nada, salvo cuatro o cinco tallas de Gregorio Fernández y algún otro, ideales para adornar iglesias. Y eso sin mencionar varias muestras de un mal gusto estomagante, como unos candelabros gigantescos de plata repujada, algún relicario, cáliz, arqueta, etc todos de oro, plata, pedrería, pruebas de ese espantoso boato a que tan aficionado es el culto católico desde siempre.

La finalidad de la exposición, su hilo temático, es mostrar el interés y el apoyo de la iglesia al arte en todos los tiempos y actualmente. Es decir, una finalidad de propaganda. Durante siglos, el arte ha sido vehículo de propaganda de la religión, especialmente la católica. Se trata, pues, de que siga siéndolo hoy, si no como antaño, sí para lo hoy necesario. Para redondear el carácter eclesiástico/católico del evento, se cobra una entrada de 7 euros completamente abusiva, primero porque es una institución pública (el Ayuntamiento) y después porque la muestra no los merece. Los organizadores tratan de justificarlo obligando a los visitantes a acarrear esos ridículos audiotrastos con informaciones grabadas sobre algunas obras también teñidas de propaganda católica, como lo están las explicaciones que figuran en las paredes, redactadas con espiritu militante.

La misma clasificación temática de la exposición muestra esa estrecha visión catequística peculiar al catolicismo español: de algunos episodios del Antiguo Testamento a las representaciones del Dies Irae, pasando por la narrativa canónica de la Virgen, vida de Cristo, apóstoles y evangelistas, padres y doctores de la Iglesia, la Iglesia en sí y su peculiar negocio, el memento mori. Cierto que la exposición habla de "arte, cultura y religión", pero por esta última se entiende tan solo la católica. Si no yerro, hay una sola pieza de religión no católica, un fragmento de pergamino de una Torá de Calahorra o Tudela del siglo XV y algunas menciones obligadas por el contexto a las otras dos religiones del Libro. El resto, catolicismo a machamartillo que, por lo demás, es el contenido casi exclusivo de la producción artística española prácticamente hasta el siglo XIX.

Las aportaciones extranjeras, en su mayoría, que tampoco es mucha, flamencos, a veces anónimos, algún Teniers y un Lucas Cranach. El resto, italianos, entre los que destaca un genial Tintoretto con una Judith a punto de degollar a Holofernes. Todo lo demás, pintura española que si, al principio, parecía ser algo más suelta, más abierta, con la implantación del canon tridentino, empieza a agarrotarse cada vez más, hasta desembocar en ese arte acartonado, manoseado, mercenario,  apagado propio de las sacristías, los refectorios de los conventos y los altares de las iglesias. Producción iconográfica, sí y programática, pero de calidad artística deplorable.

Alguna ventaja habría de aparecer: es una pintura (también hay algunas tallas, códices y tapices, siempre del canon de Nicea) poco vista, por encontrarse en su mayoría desperdigada por museos diocesanos, parroquias, cofradías, catedrales, algún banco y colecciones privadas. De varias de ellas hay reproducciones accesibles, pero se agradece ver el original, como el célebre In ictu oculi, de Juan de Valdés Leal, del siglo XVII, que se conserva en la Hermandad de la Santa Caridad de Sevilla replicado siglos después con expresa referencia a él en el cuadro de Gutiérrez Solana, la procesión de la muerte, que el Museo Reina Sofía ha prestado para esta ocasión. Igualmente impresiona un pequeño lienzo de Goya, de 1819, que representa la oración de Cristo en el huerto de los olivos, a quien un ángel aporta el amargo cáliz, que se guarda en las Escuelas Pías en Madrid. Ese Cristo, que debiera proclamarse como adelantado del impresionismo, es una especie de revenant de la principal figura de los fusilamientos de La Moncloa en la memoria de un Goya ya anciano.
 
Si el desocupado lector dispone de tiempo y se divierte viendo cómo se representaba en un momento u otro a San Jerónimo, o los más conocidos episodios de los Evangelios, o el éxtasis de Santa Teresa, aquí podrá pasar el rato. Por mi parte, si tuviera que mencionar una última obra meritoria que, como algunas otras, sobresale de este pantano de mediocridad y beaterío, me quedo con la Virgen del pajarito, de Luis de Morales.

divendres, 31 d’octubre del 2014

Arte de guerra.


La Fundación Juan March tiene una interesantísima exposición sobre Fortunato Depero (Depero Futurista, 1913-1950), un futurista menos conocido e injustamente considerado secundario quizá porque abarcó muy distintos campos: la pintura, la poesía, el teatro, las artes decorativas, la publicidad entre otras varias. Una gama demasiado amplia para obtener especial reconocimiento en alguna de ellas, generalmente reservado a quienes las cultivan de modo exclusivo. Cuando se es tan polifacético como Depero, además, unos estilos y modos de hacer influyen sobre los otros y las obras resultan difíciles de clasificar.

Depero comenzó como pintor. Muy influido por Boccioni y Balla (no hay más que ver el motorista de la ilustración), fue tempranamente admitido en el movimiento futurista. Allí libró sus primeras batallas y ya nunca dejaría de hacerlo. Era un batallador en busca de un enemigo. El futurismo se lo dio: el arte adocenado, conformista, la literatura putrefacta, la falta de vigor y virilidad de las nuevas generaciones, el pacifismo burgués, todo lo que condenaba el manifiesto de Marinetti en 1909. De manifiesto en manifiesto, Depero acabaría escribiendo otro con Balla, titulado Reconstrucción futurista del universo, en el que se encuentran algunos de sus más preciados descubrimientos, como el paisaje artificial o el animal metálico.

Esto de concebir el arte como medio de enfrentamiento o batalla con el orden constituido venía ya del romanticismo y la sublimación de los ideales frente al mundo burgués. A partir de ahí, se hace más combativo y se articula en lo que después se han llamado vanguardias, la primera de todas, la impresionista, de la que van tomando ejemplo otras, aunque parezcan alejadas, como la escuela de la secesión austriaca y, desde luego, el futurismo. En los primeros textos futuristas hay una referencia explícita al impresionismo y su disolución de la forma en la luz. En la crisis de la preguerra y la primera guerra mundial, el futurismo convive con otras vanguardias, el cubismo, el dadaísmo y, sobre todo, el surrealismo con el que presenta similitudes formales.

Pero el futurismo tiene una voluntad claramente práctica, en donde las otras vanguardia, con el añadido del expresionismo, el suprematismo y otros ismos presentan una vocación exclusivamente estética. Los futuristas quieren cambiar la sociedad y la vida por la vía artística. Necesitan un arte de guerra. Todo apunta a lo mismo. El artista autoconsiderado profeta, anuncia, configura, predetermina el futuro. Es un visionario. Considerando los elementos que alumbran esa visión, el coraje, la violencia, la destrucción, lo irracional, sorprende que no se subraye más a menudo su carácter dionisiaco frente al apolíneo del arte decadente anterior. El famoso trozo del coche de carreras y la Victoria de Samotracia de Marinetti trae ecos nietzscheanos. Probablemente el culto a la máquina induzca a error al entender a esta como producto del cálculo, la regularidad y el orden cuando lo que los futuristas celebraban en ella era su fuerza, su potencia destructora y dominadora. Depero adoraba los aviones, pero también los carros de combate a los que veía conquistando desiertos para Italia.

Muchas de las lineas de acción de Depero tuvieron alguna influencia en España, en concreto en el clima de la residencia de estudiantes. Se ve en la rebeldía de Dalí y Federico García Lorca a la generación de los putrefactos y sus intentos, también en forma de manifiestos y otras publicaciones, de encontrar una forma de expresión distinta, un lenguaje diferente, como el que apadrinaba Depero como onomalenguaje que, entre otras cosas, trataba de reproducir los sonidos inarticulados de las máquinas.

La vita activa del futurismo desembocó en su fusión más descarada con el fascismo. Algo similar sucedió en Rusia con un movimiento análogo, el constructivismo, y la organización comunista. Pero no creo que los soviéticos llegaran tan lejos en fundir movimiento artístico y movimiento político como los italianos. Marinetti llevaba uniforme fascista que, por cierto, recuerda mucho el que gustaban lucir los intelectuales falangistas de la primera hornada tras la guerra en España, Dionisio Ridruejo o Antonio Tovar. La revista del movimiento, Futurismo, daba vivas al genio futurista de Mussolini y se declaraba fascista. En general el dictador confió a los futuristas la iconografía de su régimen: la lucha, la conquista, el imperio. Y de todo eso participaba Depero.

Pero también era creador en el más estrictamente privado ámbito de la sociedad civil, la publicidad comercial. Son fascinantes muchos de sus anuncios publicitarios, como los de Campari, o calendarios o portadas de revistas. Así como los decorados teatrales. Su creación de la Flora mágica para el canto del ruiseñor, el ballet de Strawinsky coreografiado por Dhiaguilev es deliciosa.

Hay un par de momentos en la vida de Depero, muy bien recogidos en la exposición: sus dos viajes a Nueva York. Con una prepotencia curiosa, Depero anunció en el primero que iba dispuesto a destruir los Alpes del Atlántico y, al llegar, se quedó tan sorprendido y anodado que no supo reaccionar, bautizando la ciudad con escasa imaginación como nueva Babel. Suele pasar cuando los intelectuales europeos llegan a la gran manzana; basta recordar el Poeta en Nueva York. Lo que más impresionó a Depero fueron los rascacielos; normal viniendo de Italia. Allí estaban los edificios futuristas, al alcance de la mano. Se encuentran en montones de dibujos que hizo en la época, tratando de captar el ritmo trepidante de la ciudad y sin duda pensando en cómo le hubiera gustado verla a su difunto amigo Boccioni. Montó un estudio de publicidad en la 5ª Avenida, pero no llegó a afincarse en los EEUU y volvió a su tierra. Luego haría un segundo intento y también retornaría. Es más grato y más estimulante imaginarse el futuro que vivir en él.

Quién sabe. Los cuadros y tejidos bordados e ilustrados son muy coloridos y dignos de verse. Hay mucha creatividad en la obra de Depero, aunque no siempre tenga el vigor y la fuerza que ensalzaba por convicción.

diumenge, 26 d’octubre del 2014

La muerte en Toledo.

Ayer, sábado, asistí a un interesante seminario en Toledo organizado por una asociación de la sociedad civil, compuesta por gentes del lugar y profesionales de la UNED, llamada La peña pobre. Con ese título ya está dicho todo en el terreno económico. Pero no en el intelectual y espiritual, que es el que cuenta. El tema que se trataba –y sigue tratándose hoy- desde muy distintas perspectivas era el de la muerte. Nada menos. La muerte en Toledo. Y en el marco del Castillo de San Servando, antigua fortificación árabe desde la que se disfrutan unas vistas incomparables de la ciudad del Tajo. La asociación, compuesta por gentes encantadoras y motivadas, capaces de aguantar a silla firme cavilaciones dispares sobre tan acongojante tema en unas horas en las que se jugaba el partido Madrid-Barça, está alentada e impulsada por Paz Rincón, colega mía de la UNED y Paco Carvajal, que sabe más de Toledo que Tirso de Molina y Marañón juntos. A ambos mi agradecimiento por permitirme participar en la reunión.
 
Mi exposición habría de haber sido brevísima puesto que consistió en intentar demostrar que la muerte, cuyo tratamiento es una constante en la historia de la filosofía occidental, fuertemente influida por la obsesión cristiana con el fenómeno, es un indecible, algo incomprensible y sobre lo cual, en relidad, no cabe decir nada que no sean vaguedades, topicazos o puras tonterías. En mi apoyo llamé a Epicuro, señalé cómo su indiferencia ante la muerte es la causa del odio cristiano al epicureísmo que, a pesar de todo, ha subsistido  como venero oculto en la historia del pensamiento, según demuestran casos como el de los libertinos (Gassendi, etc) y llega al día de hoy, bravamente defendido por Michel Onfray. No obstante, esa indiferencia no ha conseguido evitar que la muerte haya seguido siendo motivo central de la reflexión filosofica y por eso corona Heidegger su sistema  considerando que el hombre es un ser para la muerte, una forma profunda y obvia de decir que no hay nada que decir al respecto. Por eso, la fórmula enlaza con el famoso final del Tractatus de Wittgenstein: De lo que no se puede hablar, hay que callarse.
 
Y ahí hubiera terminado mi charla. Un viaje a Toledo para decir que sobre la muerte no hay nada que decir. Afortunadamente y a modo de explicación, se me ocurrió hacer una pequeña presentación en pwp, comentando los puntos más interesantes y a vuelapluma de la iconografía de la muerte en la pintura occidental. Desde la Edad Media al tiempo de hoy. La he convertido en un vídeo y es la que espero se despliegue si se pincha en la ilustración de este post, coronado con una reflexión artística sobre la impenetrabilidad de la muerte.

dijous, 6 de març del 2014

El paisaje de un hombre.

Una exposición monográfica de Cézanne en Madrid es un acontecimiento porque la última tuvo lugar treinta años atrás. Así, bien puede uno rascarse el bolsillo y pagar la pastizara que pide el museo, uno de los más caros del lugar, por una muestra relativamente modesta del pintor de Aix-en-Provence. Además, si no me equivoco, se ha roto el convenio que tenía el museo con Cajamadrid y las exposiciones se han reducido pues ya no se prolongan en los salones de la plaza de Celenque. También aquí han llegado los recortes. La selección de obras expuestas se concentra en los paisajes y los bodegones y deja fuera de foco los otros temas o series, según el término que el propio Cézanne utilizaba, que representan lo abigarrado y variado de una obra diversa pero constante, casi entendida como un experimento prolongado en el tiempo. Faltan (o hay algún cuadro suelto) la pintura de su primera época, así como los desnudos, los autorretratos, la montaña Sainte Victoire y, sobre todo, alguna de las versiones de los jugadores de cartas que debieran ser de exposición obligada. 

La muestra está a rebosar de gente. La figura de Cézanne ha ido agrandándose con el tiempo, a medida que se rompían los clichés, los prejuicios y la ideología que se ha vertido sobre el arte del XIX y el XX. Cézanne nunca pasó hambre ni extrema necesidad, como parecía obligado en los vanguardistas de la época. Tuvo momentos difíciles, cuando la asignación paterna, de la que vivió toda su vida, hasta que heredó la fortuna de su padre, no le alcanzaba y, en tales casos, recurría a amigos acomodados, como Zola, a quien le unía una relación desde los tiempos de colegiales. Su padre era un parvenu, hijo de inmigrantes, que llegó a ser banquero de provincias y amasar una fortuna. Las relaciones con el hijo nunca fueron buenas, aunque tampoco de abierta hostilidad, gracias a la mediación de la madre y la gran habilidad del hijo para no irritar en demasía a su progenitor. Este lo quería banquero o, en su defecto, abogado. Pero él se salió con la suya de ser pintor.

Tuvo una educación esmerada, era poeta tanto en latín como en francés, y músico. Decidió dedicar toda su vida al arte de la pintura, cosa que consiguió enfrentándose a su padre. Una rebelión con buenas formas, pero firme y triunfante. En nombre de su dedicación al arte mantuvo una actitud inconformista extrema que lo convirtió en una persona muy querida pero por muy poca gente, casi exclusivamente pintores, artistas, intelectuales y marchantes. Para todo lo demás resultaba un ser solitario, asocial, una mezcla de timidez y hosquedad. Aunque no le importaba vivir en París, prefería el campo, la posesión de la familia en Jas de Bouffan y la suya de l'Estaque, desde la que podía ver la montaña de Sainte-Victoire, el emblema de una época de su pintura, el punto final de su evolución, una reproducción casi obsesiva de la montaña que muchos comentaristas no dudan en incluir en una especie de mitología simbólica, en donde no es raro que aparezcan los nombres de Sinaí y Tabor. Claro, la magia de la montaña, la montaña mágica, presente en muchas latitudes, culturas, obras artísticas. Para Cézanne, con todo, se trata de representarla con diferentes colores, según la luz del día (el gran descubrimiento del impresionismo), mezclarla con el cielo y relacionarla con los paisajes, también cambiantes. Hay algún ejemplo en la exposición.

Los paisajes, la pintura al aire libre. Cézanne adoraba a Poussin, conocía muy bien la escuela de Barbizon y su obra es una sucesión de paisajes (con alguna, escasísima, presencia del mar) vistos con los ojos de un pintor y sentidos con el espíritu de un poeta virgiliano. Maravillosos. Todos. La exposición abunda en ellos y el comisariado va dando explicaciones muy oportunas por las paredes, cosa muy acertada porque este hombre, tan peculiar, apenas firmó una veintena de sus abundantísimas obras y dató no más de diez o doce, con lo que las aclaraciones se agradecen. ¿Y quién no ha teorizado sobre los paisajes de Cézanne, la heterodoxa línea del cielo, la mezcla de planos, las vueltas del camino en el bosque, los edificios entre los árboles?

El otro gran tema de la exposición son los bodegones y las celebérrimas manzanas sobre las que se ha escrito tanto como sobre la Gioconda. También se le han buscado interpretaciones en todos los sentidos. ¿Por qué manzanas? Seguramente porque era lo que tenía más a mano y el suyo no era un fin simbólico de la manzana como aparece en mucha ocasiones en la historia sino el de recrear la realidad en la que y con la que vivía, a propósito, interpretándola. Manzanas, peras, melocotones, frutas de temporada. Hay quien dice que esas manzanas vienen de las que, siendo niños, Zola le regaló un día en que lo había defendido de uno de los frecuentes ataques a que lo sometían los otros alumnos por su fragilidad. La interpretación más extendida es la que ve las dos series, los dos temas, paisajes y bodegones, entrelazados. Bodegones como paisajes y paisajes compuestos como bodegones. ¿Por qué no? En los bodegones se da esa factor casi inapreciable de la ruptura de la perspectiva con la que se inició el cubismo. 

Así como se tiene a Cézanne por fundador del impresionismo, se lo tiene por antecedente del cubismo y, por ahí, de toda la pintura moderna. Ese es el punto de las disquisiciones sobre las jarras de agua o lo tarros, que reaparecen en las obras cubistas, no ellos mismos sino la situación y forma que tienen en un conjunto con una armonía nueva, subjetiva, sin reglas de perspectiva. 

Esa pintura no podía gustar a su padre y menos a los señores de la Academia, que daban paso a los salones oficiales. Por eso rechazaron sus obras, verdaderas patadas al amaneramiento neoclásico. Y por eso acabó formando grupo con los rebeldes y presentando obras en el salon des refusés, en acción común con sus compañeros impresionistas. Pero la rebeldía de Cézanne se acababa aquí. Era una posición personal, como la que lo enfrentó a su padre, una rebeldía en defensa del arte y de su cultivo casi como un sacerdocio. En defensa del arte, todo. Pero solo del arte. 

Enseñó a su generación a salir a pintar al aire libre. Esta era la consigna. Lo había sido en Barbizon y lo fue para Monet, Manet, Renoir, etc. Pero, para ellos, salir al aire libre significaba, sobre todo, las calles de las ciudades, los pueblos, los ferrocarriles, los puentes, los acontecimientos sociales, los bailes, las verbenas, las regatas, las kermeses, hasta las revoluciones. En la inmensa obra de Cézanne no hay nada de esto. Vivió acontecimientos como el hundimiento del II Imperio, la Comuna, el conflicto dreyfusard. Pero no se refleja en su obra. Él vivía en el mundo, absorbido, empapado en el mundo; pero en otro mundo, el de la naturaleza y el de él mismo. Los bañistas (hay también alguno en la exposición), en el fondo, son paisajes. Solo los autorretratos, muchos a lo largo de su vida, y todos magníficos, parecen distanciarse del tema dominante. Lo parecen. Son indagaciones, introspecciones sin ningún tipo de concesión, intentos de comprender cómo iba realizándose en su proyecto vital de conseguir una representación plena de la naturaleza.

Su experiencia continua fue una muy escasa aceptación (salvo los círculos próximos, iniciados) cuando no, hostilidad. Él, sin embargo, jamás vaciló en el convencimiento de su vocación y la seguridad de que conseguiría lo que se proponía, representar la naturaleza de una forma nueva, recrearla, revolucionar el arte y revolucionar la revolución del arte. Ahí, en ese alto concepto en que Cézanne se tenía, está la razón de su ruptura con su amigo de toda la vida, Zola quien, en el fondo, nunca lo había entendido, como tampoco entendió el impresionismo. Se vio retratado en la figura de Claude Lantier, un pintor fracasado en  L'oeuvre, de Zola. Él sabía que, de fracasado, nada.

Y la prueba, esas colas de gentes que vamos a quedarnos pasmados delante de sus increíbles paisajes.  

dijous, 13 de febrer del 2014

¡Qué visita!

Leo en El País que el Real Museo de Bellas Artes de Amberes, ahora de reformas, ha prestado hasta el mes de mayo al del Prado este cuadro del francés Jean Fouquet, uno de los paneles del famoso díptico de Melun, pintado en 1450, del que falta el otro. El título oficial de la obra es la Virgen y el Niño rodeados de ángeles. Es maravilloso, ¿verdad? Uno no se cansa de mirarlo. Pilar Silva, competentísima especialista en pintura flamenca del Museo, dice que es una "obra única" en el arte europeo. A la vista está. Es uno de esos cuadros que, sin ser considerados grandes obras por el saber convencional, jalonan la historia de la pintura como fogonazos, por su originalidad, su atrevimiento, por eso, por su carácter único, como el autorretrato en un espajo cóncavo, del Parmigianino, el origen del mundo, de Courbet o el último autorretrato de Picasso, meses antes de su muerte. Así que, en efecto, honores a nuestra ilustre visitante y a verla en cuanto se pueda. A embobarse ante esa muestra de audacia, de libertad, de irreverencia, pintada en un estilo fuerte, abigarrado, casi sin un solo espacio libre, como corresponde al oficio de miniaturista de Fouquet, si bien la tabla es de dimensiones medias, de casi un metro por 0,80.

Eso de pintar a la Virgen con un seno descubierto no era extraño en la tradición cristiana, en la que no son infrecuentes las vírgenes lactantes, incluso hasta la exageración, como se prueba por las representaciones del llamado "milagro de San Bernardo". Extraño, desde luego, es representarla con elegante atuendo de cortesana, casi media cabeza afeitada, a la moda de las bellas de antaño, sentada en un riquísimo trono de pedrería con borlas doradas. Pero lo más extraño, hasta inquietante, es la actitud de la mujer y el modo en que mira al niño. En El otoño de la Edad Media, Huizinga señalaba el peligro que tenía mezclar de ese modo el amor religioso y el profano, un tema también frecuente, pero nunca de un modo tan obvio. Ayudan y mucho a esa sensación que la obra produce esos querubines rojos y azules, que tienen un punto de demoníaco.

La representada es Agnès Sorel, casada, dama de honor de la Reina María de Anjou y primera favorita del Rey, Carlos VII, con quien tuvo tres hijas. Eran también los tiempos de Juana de Arco, en que se daban marcados contrastes como este. Además de su extraordinaria fuerza, el cuadro es el símbolo de  una época turbulenta, repleta de leyendas. Por leyenda se tuvo hasta primeros de este siglo lo que, sin embargo, parece haber sido un hecho:  que la hermosa Agnès Sorel murió a los veintiocho años de edad envenenada con mercurio. Si fue suicidio o asesinato, no está claro. 

dilluns, 3 de febrer del 2014

¿Tiene historia el arte?

Valeriano Bozal (2013) Historia de la pintura y la escultura del siglo XX en España Madrid: Antonio Machado. Vol. I: 1900-1939 (295 págs.). Vol. II: 1940-2010 (457 págs.).


En algún lugar de este documentado estudio sobre la pintura y la escultura españolas del siglo XX se da cuenta de cómo un puñado de artistas, más o menos partidarios de la dictadura de Franco (aunque también los había del "exilio interior") quiso poner en marcha un grupo o tendencia, una de esas extrañas fraternidades a que tan dados son los artistas, quizá para compensar el carácter radicalmente individualista de la actividad creadora. Eligieron el nombre de Altamira. En parte, la intención apuntaba a ese espíritu nacionalista que alentaba en todas los postulados ideológicos de aquel régimen tiránico, genocida y corrupto. Y, desde luego, resultaba más ambicioso -si bien menos duradero- que el elegido por sus colegas literatos de profesión política con la revista Escorial. En ambos proyectos se trataba de sintetizar en una palabra la idea de las profundas raíces históricas de España, la continuidad del genio creador de una raza que, en el caso de los artistas plásticos, se hacía arrancar del paleolítico mientras que en el de los ideólogos de la palabra (los Camón, Tovar, Ridruejo, etc.) se situaba en la época de mayor esplendor del Imperio.

Pero lo que los dos intentos ponen de relieve es la interesante cuestión de si cabe hablar de una historia del arte, esto es, una consideración de la actividad artística como un discurso, un desarrollo o progreso, una construcción acumulativa con unidad de sentido, como cabe hablar del desarrollo de la química o la medicina, por ejemplo o solo puede concebirse el arte de forma simultánea, como manifestación de una actividad creadora que empieza y acaba en sí misma y que, si bien ocasionalmente, acusa influencias de otras épocas o tendencias (no necesariamente las más próximas en tiempo y lugar) es autónoma y autosuficiente porque contiene en sí misma todo su pasado. Es algo parecido a esa disyuntiva que suele plantearse en la pintura entre las formas narrativas (propias de la Edad Media y primer Renacimiento) y las simultáneas.

Se trata de un tema que desborda el intento del ensayo de Bozal quien, con muy buen criterio, ni lo plantea. Obviamente, si nos atenemos a ese concepto estrecho de historia como discurso causal, la del arte no existe. Pero tampoco la de la literatura, la filosofía o la política. Las obras de los seres humanos no tienen historia pues en todas ellas se contienen todas las demás, igual que cada individuo concreto lleva en su interior a todos los demás. Toda ontogénesis comprende una filogénesis y a la inversa. En realidad, si entendemos la historia en una perspectiva historicista, esto es, como un programa sometido a unas normas o "leyes", tanto si  se postula un proceso teleológico como si no, nada humano es histórico y esta idea de la historia solo existe en la cabeza de quienes creen en ella.

Resultaría así que, paradójicamente, solo existiría lo que la antigüedad clasica llamaba la historia natural, la historia de la naturaleza, lo cual no tiene mucho sentido salvo que por tal se entienda la historia del modo en que los seres humanos comprenden la naturaleza, esto es, acumulan el conocimiento sobre ella. Una historia que, por su esencia, se reduce a la mínima expresión del beneficio de inventario, el del conocimiento del pasado. Este, sin embargo, es imprescindible en el conocimiento no experimental, humanista, social, artístico, filosófico. Es obvio que nada de cuanto los hombres producimos hoy puede entenderse cabalmente ignorando el pasado, conocimiento que, sin embargo, no garantiza la comprensión del presente ya que, por mucho que respetemos a Vico y los historicismos posteriores, las supuestas "leyes de la historia" solo existen ex post facto y hasta pueden modificarse a placer sin límite alguno. Dos ejemplos muy conocidos: ¿cuál juicio sobre la Edad Media es más justo, el romántico o el neoclásico? ¿Cuál más apropiado sobre el naturalismo, el cubista o el hiperrealista?

Al titular su libro historia, el autor está en su derecho y no queda obligado a justificar la elección del substantivo. En realidad es un uso admitido de carácter metafórico, consistente en llamar "historia" a todo relato que refleja el paso del tiempo, pero sin que se espere de él el descubrimiento de "relaciones de sentido" en sus manifestaciones, fuera de las de una influencia inmediata o las lejanas reminiscencias de un pasado remoto, esto es, fuera de señalar que determinado artista prolonga (o rechaza) las influencias de otro inmediatamente anterior o que en la obra de un tercero alumbran reflejos de su admiración por formas de un pasado remoto o de un primitivismo coetáneo.

En este contexto más amplio se inscribe esta obra de Valeriano Bozal, un espléndido trabajo de madurez de uno de los más reputados especialistas en estética e historia del arte de nuestro país. Ha acotado el tiempo, el siglo XX, y ha hecho una extraordinaria labor de presentación, síntesis y explicación. Más que una historia del arte plástica española es un catálogo completísimo de la pintura y escultura de nuestro país en el siglo XX. Una exposición detallada, perspicaz, original que junta un valor expositivo muy notable con un espíritu crítico refinado pero nunca injusto. Una exposición, asimismo, que relaciona las manifestaciones artísticas con sus contextos sociales, políticos y económicos con los que suelen tener diálogo. Una obra de un maestro. Y en una edición cuidada, con abundancia de ilustraciones, aunque no tantas como uno desearía, si bien ello es comprensible.

La narrativa se estructura en torno a la gran cesura española del siglo XX: la guerra civil. Un antes y un después del arte español, se quiera o no. Con ese pie forzado, el autor da cuenta de su material tan sistemática y rigurosamente como es posible en estos casos. Dado que los dos volúmenes tienen más de 700 páginas, es imposible  hacer justicia aunque sea aproximativa a tan enorme riqueza de contenido. Resulta obligado sintetizar y dejar fuera creadores, estilos, obras, hechos significativos, así como confesar que el tratamiento selectivo se guiará tan solo por las aficiones de este crítico.

Arranca la historia de Bozal con una interesante y completa reflexión sobre el modernismo español, que se plasma en el noucentisme catalán: Rusiñol, Casas, Anglada Camarasa, el primer Picasso, Mir, Nonell y otros. El modernismo es la España europea a la que pronto se contrapone, la España negra (p. 63), el título de aquel famoso librito que editaron al alimón Emile Verhaeren (texto) y Darío de Regoyos (ilustraciones) y que, en la edición que tengo, cuenta con un divertido prólogo de Pío Baroja, gran amigo de Regoyos. Regoyos, muy influido por el impresionismo francés, tenía muchos amigos literatos. Unamuno, por ejemplo, lo alababa sin mesura y lo contraponía a Picasso, de quien tenía pobrísima opinión, lo cual prueba que tampoco él era extraordinario en el juicio estético. "La España negra", realidad y concepto que Bozal explora atinadamente mezclando pintura y generación del 98, tiene abundante representación: Zuloaga, Sorolla (aunque parezca contradictorio con su amor por la luz mediterránea), Iturrino, algo de Castelao y, por supuesto, el príncipe mismo de las tinieblas hispánicas, Gutiérrez Solana, repartido entre la miseria del campo, los prostíbulos urbanos y la vida de la élite diletante.

Un capítulo dedicado a Picasso no solamente hace justicia al pintor malagueño sino que incluye una afirmación con la que me identifico: el cubismo no es un "ismo" sino que es la condición de todos los "ismos", tendencias o estilos del siglo XX (p. 107). Eso es Picasso. Sigue un primer capítulo sobre Joan Miró (habrá otro en la segunda parte para los dos, Miró y Picasso) por el que Bozal siente especial predilección y al que explica de modo admirable.

El resto del primer volumen es una tercera parte llamada Renovación y vanguardia que, como era canónico entonces, comienza con el aprendizaje de los artistas en París, singularmente Juan Gris y María Blanchard, pero también Josep de Togores (a quien Bozal atribuye la introducción de la "nueva objetividad", Die neue Sachlichkeit, (p. 156)), Luis Fernández y el escultor Pablo Gargallo. El "arte nuevo" de la República (Barradas, Aurelio Arteta, Victorio Macho) se caracteriza por el eclecticismo y la diversidad (p. 174). Cierto,  lo más importante de la República sería el impacto del surrealismo y este aparece personalizado en la figura de Dalí, al que el autor dedica escasísima atención a mi juicio, medio capítulo junto de Federico García Lorca y un breve epígrafe al tratar de la guerra civil, específicamente dedicado a su cuadro Premonición de la guerra civil (p. 247), sin mencionarlo apenas en el segundo volumen. Una carencia injusta que contrasta con la omnipresencia y ubicuidad de Pablo Picasso a lo largo de todo el relato.

La República trajo realismo, compromiso, política y un incipiente -y luego desbaratado- surrealismo, presente en la llamada Escuela de Vallecas, con Alberto Sánchez, Benjamín Palencia y Maruja Mallo o con casos especiales como el del muy interesante pero malogrado Alfonso Ponce de León (p. 216). Luego, la catástrofe de la guerra que fue en el arte un campo de experimentación y transformación. El debate que se abre sobre "arte de masas y arte popular" (p. 130), ya lo dice todo y en el pabellón de España de la Exposición Internacional de París en 1937, construido por Josep Lluís Sert y Luis Lacasa se dio cita lo más representativo del arte español entonces, singularmente Picasso (que exhibió allí el Gernika), Joan Miró, Julio González (p. 237), así como Regoyos, Solana, Ferrer, Gaya, Zubiaurre, etc. Por cierto, sería la última vez que España se codeara de igual a igual en el escenario internacional del arte en una exposición que la Alemania nazi y la Rusia Soviética -que tenían sus respectivos pabellones frente a frente- vieron como un momento típicamente propagandístico. El pabellón nazi, obra de Albert Speer, coronado por el águila imperial y la esvástica, quería presentarse como un baluarte contra el comunismo y exhibía un famoso grupo escultórico de exaltación racista, Camaradería, de Joseph Thorak, mientras que el pabellón comunista lucía el no menos famoso de exaltación clasista de la campesina y el koljosiano, de Vera Mukhina, símbolo perfecto del "realismo socialista" de Stalin.

Este primer volumen se cierra con sendas interesantes consideraciones acerca de la cartelística de la guerra, muy abundante en el campo republicano, Renau, Bardasano y otros (p. 250) y sobre la actividad artística en la España rebelde, los franquistas.

El segundo volumen, todavía más minucioso que el primero, se divide en seis partes cuyo enunciado es muy ilustrativo tanto del proceder del autor como de sus inclinaciones ideológicas que, por supuesto, están presentes, aunque Bozal las refrena con prudencia y tacto: Postguerra y exilio, Picasso y Miró tras la guerra, el fin de la postguerra, la época del desarrollo, 1880 y sin canon y Coda: Work in Progress. Imposible dar cuenta del completísimo inventario de las artes plásticas que se realiza en este texto. Solo son posibles algunas referencias salteadas. El panorama de teoría del arte de la postguerra , la llamada "retórica hueca de lo sublime" y el intento de "renovación desde dentro", bajo el magisterio de Eugenio d'Ors (p. 43) y las obras muy diferentes de Benjamín Palencia, Ortega Muñoz y Pancho Cossío, uno de los escasos pintores falangistas de cierta categoría.

Trata el autor el arte del exilio, de la España peregrina que, en su gran mayoría, continuó haciendo lo que venía haciendo antes de su marcha (p. 57). Ramón Gaya, Luis Fernández, Francisco Bores, Alberto Sánchez, José María Ucelay, etc. Varios de estos volvieron al país; otros, no. Especial atención dedica Bozal al "exilio interior", un fenómeno interesante en sí mismo por su curiosa dimensión humana (artistas obligados a vivir una existencia creativa desdoblada) y que nunca se analizará lo suficiente. Ángel Ferrant y el muy discreto Joan Miró. Este exilio interior es el que fomenta la creación de grupos, como si los artistas quisieran adquirir más fuerza agrupándose de la que tenían como individuos: grupo Pórtico, Dau al Set, el mencionado Altamira, que no llegó a cuajar porque su carácter netamente fascista echó para atrás a varios posibles participantes (p. 97).

La orientación ideológica del autor asoma en los capítulos IV y V, dedicados a Picasso y Miró, con interesantes noticias sobre las relaciones entre el malagueño y el realismo socialista del partido comunista al que se había afiliado (p. 108). Por cierto, magistral el juicio sobre el último autorretrato de Picasso ( p. 113). Ese autorretrato es una pesadilla. La ideología vuelve a asomar al referirse a los tres grandes anteriores al informalismo, los escultores Chillida y Jorge de Oteiza (con algunas referencias a Agustín Ibarrola) y el gran pintor del muro, Antoni Tàpies (p. 143).

Le explosión de los años de crisis, previos a la complacencia del desarrollo, la "pintura gestual" y la llamada "poética del informalismo" es aquella en la que Bozal se siente obviamente más a gusto probablemente por su carácter comprometido, radical, innovador, no convencional y volcado hacia el tratamiento de lo contemporáneo: Guinovart, Ràfols Casamada, Canogar, Chirino, Manolo Millares y Antonio Saura (p. 196). El juicio sobre este, que le permite una nueva definición de lo moderno, adquiere dramatismo y profundidad en su análisis del perro semihundido del pintor aragonés goyesco a su modo: "Saura ha pintado que Goya es el perro y que el perro somos nosotros" (p. 202). Me atrevería a decir que las mejores páginas de este libro son las que van desde el tratamiento de Tàpies a las de Saura a las que añadiría las que dedica a otro genio de casi insondable profundidad, Antonio López (p.248).

A partir de la época del desarrollo, la pintura y la escultura españolas, todavía con las memorias del pasado, se abren a las influencias exteriores, dejan de alimentarse a sí mismas en la tragedia española y se adaptan a las corrientes y modas. Y lo hacen de modo sobresaliente. Bozal muestra, a mi entender, cierta frialdad en el juicio que engloba bajo un epígrafe "genérico" que llama la ironía. Sin duda hay de esta en el Equipo Crónica y otros equipos y algunos sobresaltos al estilo ZAJ que, aparentemente, no concitan el pleno entusiasmo del autor. Sí lo hacen, sin embargo, Juan Genovés y Rafael Canogar, que innovan formalmente, por cierto, pero en un mundo conceptual más tradicional o respetuoso con las tradiciones de la protesta y la movilización (p. 235). Incluido en este capítulo aparece Eduardo Arroyo, a quien el autor trata con el debido respeto pero sin especial entusiasmo. Palinuro, en cambio, lo tiene por uno de los artistas españoles contemporáneos más fascinantes quizá en medida pareja al juicio que le merece algún novísimo como Pérez Villalta (p. 305) y, ciertamente, el inmenso Luis Gordillo (p. 311).

Son ya las últimas páginas de este libro, que se lee casi como una novela, aquellas en las que la cercanía del fenómeno impide toda perspectiva y en donde el juicio carece de referencias o bien corre el peligro de emplear las equivocadas. Bozal traza un elenco de los artistas vivos actualmente, hablando, claro es, de "diversidad" porque no es posible hacerlo de otro modo. Trata de hacer justicia a todos, incluida la que juzgo sea su hija, Amaya Bozal (p. 389), en un trabajo que tiene el valor orientativo que siempre adornan estos juicios emitidos por expertos incuestionables.

dissabte, 9 de novembre del 2013

El sueño del surrealismo.


José Jiménez es el comisario de una exposición en el Thyssen sobre El surrealismo y el sueño, un título provocativo al contraponer dos términos que, en cierto modo, suelen darse por sinónimos. Razona, sin embargo, Jiménez que, si bien hasta la fecha se ha indagado mucho sobre la relación entre el surrealismo y lo onírico en un sentido, por así decirlo, transversal (el sueño como medio para la representación surrealista), no hay prácticamente nada sobre la contraposición directa del surrealismo con el sueño como objeto de la misma representación. Está muy bien visto y es la idea de una exposición muy interesante, articulada cuidadosamente en ocho apartados distintos, bautizados con títulos poéticos ("la conversación infinita", "el agudo brillo del deseo") o cargados de referencias ("yo es otro", "más allá del bien y del mal") que tratan de armar aquella imagen del sueño como el terrain vage en el que se expresa el surrealismo.

El primer paso es la referencia a los precedentes o antecesores, con un par de cuadros del aduanero Rousseau, Arp, de Chirico y especial parada y fonda en Odilon Redon. Esto de los precedentes es campo muy subjetivo. Los propios surrealistas reclamaban algunos (por ejemplo, Jarry) y, en otros casos,  el de los simbolistas (Klinger, Ensor, Moreau o Böcklin) hay una cercanía palpable. Aunque se me hace que el gran padre inspirador es el Bosco, el pintor de la muerte, que es, bien se sabe, un sueño prolongado.

Subraya Jiménez en sus notas que es notoria la presencia de mujeres, no solo como objetos sino como sujetos de la representación. En efecto, hay una nutrida presencia de mujeres y es muy interesante ver juntas muestras de todas ellas, Remedios Varo, Eleonora Carrington, Dorothea Tanning, Leonor Fini, con puntos de contacto y, de casos más particulares, aislados, personalísimos, Dora Maar, Toyen, Kay Sage o Meret Oppenheim. En algunos casos con multiplicidad de obra: pintura, dibujo, fotografía.

Porque el surrealismo ha impregnado terrenos adyacentes, incluida la escultura (hay piezas de Giacometti y Miró), los objetos y, por supuesto, el cine. La exposición incluye siete vídeos, algunos de obras muy conocidas, como La edad de oro, El perro andaluz o Recuerda, de Hitchkock, con la famosa secuencia de Dalí. Dalí está muy presente y también Magritte y Delvaux. Pero hay mucha más gente (son 173 piezas), viejos conocidos, como Masson, Ernst o Tanguy (por cierto, el marido de la infeliz Kay Sage), Breton, el pirado de Artaud, el fotógrafo Brasaï, Man Ray; otros a los que no es frecuente ver en exposiciones, Joseph Cornell, óscar Domínguez; y otros que tiene uno que ir a mirar en el catálogo para ilustrarse.

Las representaciones oníricas en su intenso simbolismo suelen ser patentes y, de no serlo, las explicaciones en la exposición son de enorme ayuda. A veces hacen bucle. La presencia de Freud se hace ver en la Gradiva descubre las ruinas antropomorfas daliniana con la trasposición de Gala en Gradiva.

El surrealismo es una realidad que emana del sueño y, cuando se vuelve sobre este y lo interpreta, se interpreta a sí mismo como arte; se psicoanaliza y representa todo lo que la realidad ordinaria tiene refoulé.

dimecres, 11 de setembre del 2013

El hijo del notario.


Formé parte de ese casi millón de personas que, de abril a septiembre de este año, fuimos a ver la magnífica exposición sobre Dalí que organizaron el Museo Reina Sofía y el Centre Pompidou de París, en colaboracion con la Fundació Sala-Salvador Dalí de Figueres y el Museo Salvador Dalí de Saint Petersburg (Florida). Pero, como odio hacer colas cuando puedo evitarlo, retrasé la visita hasta dar con un momento de menos apreturas. Porque, si hacer colas es odioso, pasear por un museo atestado de gente aun lo es más. Dado el éxito de la expo, hube de esperar casi al último momento. Finalmente pude ir y me quedé tan impresionado que he tardado un par de semanas en reaccionar. De tal modo que, cuando me decidí a escribir algo sobre ella, la exposición se había clausurado. Será, pues, la primera vez que escriba sobre un evento ya pasado. Es un poco daliniano, por utilizar un término frecuente en las manifestaciones públicas del pintor. Nunca la había entendido y la atribuía a alguna de sus frecuentes excentricidades. Veo ahora, después de visitar una exposición tan completa (más sistemática, aunque no tan abundante como la que hubo en 1983) que se trata de una expresión cargada de sentido. Le servía al pintor para dar a entender que se consideraba por encima de las distintas escuelas o corrientes artísticas, incluso de aquella cuya autoría y jefatura solía atribuirse: el surrealismo. El dalinismo es un estilo propio, que recoge muchas tradiciones pero rompe todos los moldes. Algo muy acorde con la peculiar visión que Dalí tenía de sí mismo, al considerarse como un revolucionario (mucho más que sus compadres surrealistas, al estilo de Breton o Aragon) amante al mismo tiempo de la tradición, la jerarquía, la aristocracia y el catolicismo.

La exposición contenía algunas de sus obras más famosas, junto a muchos otros óleos, dibujos, bocetos, fotografías, escritos, libros, revistas, objetos surrealistas, vídeos y documentales. Se subtitulaba todas las sugerencias poéticas y todas las posibilidades plásticas. Y sí señor, así es. La obra de Dalí es tan original, tan creadora, que cada cuadro es un universo cerrado en sí mismo y muchos juntos forman una constelación tan abigarrada y extensa que que no permite imaginar haya algo fuera de ella. Y tal es la aportación, casi la revelación de esta extraordinaria muestra: que permite comprobar cómo las distintas manifestaciones que el pintor fue sembrando a lo largo de su vida en sus múltiples escritos, algunas de sus expresiones más características y aparentemente inconexas, formaban parte de un proyecto unitario que, al final, tenía un sentido... daliniano. Las expresiones se encuentran por toda la exposición: el estilo paranoico-crítico, la miel es más dulce que la sangre; y también sus manifestaciones que pueden leerse en sus extraños y dispersos escritos: el artículo sobre San Sebastián, dedicado a Lorca, el Manifiesto amarillo o manifiesto antiartístico catalán, con Lluís Montanyà y Sebastià Gasch, contra "los putrefactos", el Manifiesto místico, La vida secreta de Salvador Dalí, el Diario de un genio,  la interpretación paranoico-crítica de una imagen obsesiva: "el Ángelus" de Millet, o el increible Manifiesto sobre el  derecho del hombre a su propia locura, etc. Dalí debe de ser el pintor más volcado en otras artes, la literatura, la poesía, el teatro, el cine, el ballet, la música. Y en todas partes impone su huella daliniana, como se aprecia en sus más famosos cuadros, complejas historias, compuestas por elementos de varias dimensiones (y no solo de la tercera, que tanto le ocupó) espacio-temporales, auténticos mosaicos simbólicos cuya contemplación agita al espectador, lo sacude de mil modos, lo incita, se le escabulle, lo provoca, lo sacude y no le deja descanso. Por estar está hasta ese Enigma de Hitler (1939) del que el propio autor decía que no lo entendía.

Es imposible dar razón en una crónica de ese denso mundo que la exposición muchas veces se limita apuntar. Solo cabe hacer algunas reflexiones sobre los aspectos que suelen llamar más la atención. Por supuesto, el cine en muy primer lugar, El perro andaluz y La edad de oro, capaces de sobrevivir en las inolvidables escenas oníricas de la peli Recuerda, de Alfred Hitchcock. Los otros surrealistas hablaban del subconsciente en la línea psicoanalítica. Dalí, que estaba muy orgulloso de haber conocido a Freud en Londres, en 1938, lo recrea. Tiene gracia ver a Gregory Peck e Ingrid Bergman, dos doctores muy serios, hablar de las paranoias de Dali, pensando que son propias.

No es extraño que Breton acabara por expulsar al bueno de Salvador del grupo surrealista. Me parece que se buscó una excusa típica, dando a entender que Dalí se hubiera comercializado y seguramente de ahí viene ese perverso anagrama que le dedicó de Avida dollars. Me parece injusto. A Dalí el dinero le parecía muy importante, como a todo el mundo. Pero, a diferencia de todo el mundo, siempre supo que tendría el que le hiciera falta y se dedicaba a despilfarrarlo. Breton perdió la oportunidad de dar una interpretación psicoanalítica de la expulsión: achacarla al destino del artista. Dalí es el eterno expulsado, el que no encaja en ningún sitio: lo expulsaron del colegio, de la Academia de Bellas Artes y hasta de su familia. Breton, en realidad, cumplía un designio.

Hay varias manifestaciones delÁngelus, de Millet que, como se sabe, fue influencia permanente a lo largo de la obra de un genio que siempre supo que lo era y, por tanto, jamás fue parco en reconocimiento a aquellos de quienes hubiera aprendido algo. Un hombre leal, caramba. ¿Qué mejor reconocimiento de influencia que el Autorretrato al estilo rafaelesco? Rafael, Miró, Picasso, mucho Picasso aparecen aquí y allá y también las influencias literarias y musicales que siempre reconoció, en el Busto de Voltaire que desaparece o la portentosa síntesis de la copa/cáliz de Tristán e Isolda.

En fin, quien se canse de contemplar Las tentaciones de San Antonio o La metamorfosis de Narciso, entre otras muchas, que levante la mano. Que la levante quien no vaya buscando relojes blandos, cuerpos cajoneras, hormigas o panes. Y por supuesto, los españoles se quedan petrificados, literalmente petrificados delante de la premonición de la guerra civil viendo que, en efecto, es de 1935 y, por lo tanto, una verdadera premonición. Una en la que se ve a Goya.

La relación de Dalí con Gala -abrumadoramente presente en su obra- era, por lo menos extraña. Su sexualidad, de la que habla mucho, no menos.  Tiene uno la impresión de que Gala fuese la substituta de la madre, tempranamente perdida y de la que él era muy dependiente. Mírese El gran masturbador. Una especie de pansexualidad anima muchas de sus obras que se abren al espectador pero lo envuelven, lo atraen, lo absorben, lo penetran, lo hacen suyo, se proyectan en él. Luego, cuando lo dejan partir de nuevo al encuentro con la realidad, encontrarse un teléfono cuyo auricular es una langosta dorada es lo más normal del mundo.

dissabte, 17 d’agost del 2013

El impresionista tranquilo.


Muy buena exposición retrospectiva de Camille Pissarro en el Thyssen. Son 79 lienzos pero están muy bien organizados, son representativos de sus distintas épocas en su larga vida y mantienen equilibrio, desde las obras iniciales a las últimas. Como el autor y su obra, muy organizado, representativo y equilibrado. Sin estridencias, sin aspavientos, un pintor normal, que pintaba gentes normales y paisajes normales, naturales y urbanos; nada de apoteosis, salvo la que cada cual quiera ver en algún ferrocarril solitario o un puente con denso tránsito.

Su ruptura más violenta fue con la Academia, para orientarse al impresionismo, del que el saber convencional lo hace fundador y no sé si teórico. Es posible. Su fidelidad a la escuela fue a prueba de bomba porque es el único impresionista que expuso en los ocho años de salones. Pero estos eran los salones des réfusés precisamente por la Academia de la que, sin embargo, el propio Camille procedía al haber presentado alguna obra de la mano de su maestro Corot. Este fue el primero en romper el baluarte ampuloso, patriótico, historicista de la insttución, al colocarle sus serios y graves paisajes naturales utilizando alguna ruina romana para dar el pego neoclásico.

De Barbizon al impresionismo el camino está hecho y, por eso, cuando los académicos se dan cuenta de a dónde los llevan los bosques y los prados, se cierran en banda y rechazan el mal gusto de los impresionistas, les réfusés. El hecho es que el joven Pissarro, ferviente discípulo de la escuela de Barbizon, cuya infuencia arrastró toda su vida es el que ha cubierto todas las etapas del tour. Como la puntillista, que traía de sus relaciones con su medio discípulo, medio amigo, medio maestro Seurat. Hasta el punto de que, en mi modesta opinión, eso que se llama el "postimpresionismo" de Pissarro es, en realidad, impresionismo puntillista pasado por Barbizon.

Pissarro es un impresionista de manual, casi de ritual. No innova temas ni oficio, pero introduce sutiles variaciones en el programa de mano habitual: mucho Sena arriba y abajo, de Rouen a los puentes de París con inevitables paradas y fonda en Pontoise, Eraigny, Marly, Louveciennes; muchos bosques estilo Barbizon; almiares, cosechas, campesinas al trabajo; calles de París (Brd. Montmârtre, etc) con efecto lluvia; pajares efecto nieve; figuras humanas del común, criadas, mucha horticultura, campesinos, familiares; algún autorretrato. Por cierto, poquísimos. Le conozco uno de 1878, bastante convencional, otro de 1898 que parece una caricatura y el muy famoso que aquí se expone, de 1903, al año de su muerte, una especie de epitafio. El hombre de la larga barba blanca con un aire a Walt Whitman. Creo que hay algún otro, pero no lo conozco.

El tumultuoso siglo XIX, especialmente en París, parece haber pasado por la obra de Pissarro sin tocarla. En la guerra franco-prusiana se medio-exilió en Inglaterra y la Comuna de 1871 no le llamó la atención (salvo que esté yo equivocado), como tampoco parecen habérsela llamado otros temas caros a los pintores entonces vanguardistas, como las estaciones de trenes, la vida de la burguesía, los asuntos exóticos (entre ellos, España), los espectáculos, la fiestas civiles. Él siempre a lo suyo: de pequeño le dijeron que había que pintar au plein air y es lo que hizo hasta el fin de sus días. Era tan de manual que, en sus años juveniles, fundó una cofradía, una hermandad, cosa a la que son muy proclives los artistas, especialmente los pintores, sin duda por el sentido místico que tienen de su arte, la del gremio de San Lucas. En cuanto pueden se montan una especie de conjura en pro de sublimes valores.

Confieso que esto es más o menos lo que pensaba al entrar en la exposición del Thyssen. Y salí muy contento en la idea de que lo visto corroboraba mis prejuicios: el padre del impresionismo, oscurecido por el ínclito Monet, maestro de todos pero no aclamado por ninguno. Un hombre correcto, amable, tranquilo, reposado tirando a plano. No la llama; no el genio explosivo que deslumbra, no Monet, no Manet, no Degas, no Van Gogh, no Gauguin. Justo el hombre organizado que convierte en cotidiana la insólita ruptura de los demás. Bien, bien. Tranquilo a casa. La exposición, magnífica. Primera monográfica, me parece, en España.

Buen momento, me dije (es la razón por la que escribo esta entrada) para averiguar de dónde viene ese Pissarro que siempre me ha intrigado porque sugiere el inmediato Pizarro. ¿No había un Narciso de la Pena en Barbizon? Vayan a Google y tecleen Camille Pissarro. Vayan a Wikipedia, por no caminar mucho. Este hombre, nacido en la isla caribeña de Santo Tomás, hoy parte de las Islas Vírgenes, de los EEUU, pero entonces bajo soberanía danesa, era hijo de un comerciante judío portugués que viajó a la isla a hacerse cargo del negocio de un tío fallecido y se casó con la viuda, Raquel, madre de Camille. La comunidad judía se tomó muy a mal el matrimonio y negó a hijo el acceso a la escuela mosaica, obligándolo a estudiar la enseñanza primaria en una escuela solo para negros, que en esto del racismo los judíos también se las traen. Y el resto de su vida más o menos así, hasta su llegada a París, de donde ya no salió, me parece, excepto las escapadas a Londres.

Es decir, este hombre tranquilo, reposado, equilibrado, contenido, volcado en el exterior, venga a pintar paisajes con figuras humanas borrosas, tenía que llevar el demonio en el cuerpo. Un hombre a quien su padre obligó durante cinco años a trabajar de contable en su empresa de cargo en la isla caribeña para que olvidara que era un artista, un pintor y a quien, por último, desheredó, repartiendo sus bienes a partes iguales entre la sinagoga y la iglesia luterana del lugar suele tener algunas cuentas que ajustar con el mundo.
 
Bueno, dirá alguien, eso lo único que demuestra es que Wikipedia es un lugar para cotilleos irrelevantes y vete a saber si ciertos. Parece que el hombre casó con la criada de su madre, que era una criolla (la madre) a la que el pueblo elegido despreciaba por no ser de su fe, un motivo que cualquier hijo de cualquier madre entenderá en su justa medida.
 
Bueno, ¿y qué? tornará a decir el alguien. ¿Qué tiene eso que ver para disfrutar, interpretar las obras de arte y perorar sobre ellas? Probablemente nada pues lo que nosotros recibimos son puras impresiones, no expresiones; eso vendrá después. Pero ¿seguro que no hay nada de tal peripecia vital en la creación del hombre tranquilo? Entra la duda. Hay que volver a ver la exposición con los ojos de un chaval rechazado por su comunidad y por su familia. Y el autorretrato. ¿Qué expresa ese autorretrato del hombre de larga barba cana que se da un aire a Walt Whitman?

(El autorretrato es una reproducción de Wikimedia Commons, bajo licencia Creative Commons).