Leo en El País que el Real Museo de Bellas Artes de Amberes, ahora de reformas, ha prestado hasta el mes de mayo al del Prado este cuadro del francés Jean Fouquet, uno de los paneles del famoso díptico de Melun, pintado en 1450, del que falta el otro. El título oficial de la obra es la Virgen y el Niño rodeados de ángeles. Es maravilloso, ¿verdad? Uno no se cansa de mirarlo. Pilar Silva, competentísima especialista en pintura flamenca del Museo, dice que es una "obra única" en el arte europeo. A la vista está. Es uno de esos cuadros que, sin ser considerados grandes obras por el saber convencional, jalonan la historia de la pintura como fogonazos, por su originalidad, su atrevimiento, por eso, por su carácter único, como el autorretrato en un espajo cóncavo, del Parmigianino, el origen del mundo, de Courbet o el último autorretrato de Picasso, meses antes de su muerte. Así que, en efecto, honores a nuestra ilustre visitante y a verla en cuanto se pueda. A embobarse ante esa muestra de audacia, de libertad, de irreverencia, pintada en un estilo fuerte, abigarrado, casi sin un solo espacio libre, como corresponde al oficio de miniaturista de Fouquet, si bien la tabla es de dimensiones medias, de casi un metro por 0,80.
Eso de pintar a la Virgen con un seno descubierto no era extraño en la tradición cristiana, en la que no son infrecuentes las vírgenes lactantes, incluso hasta la exageración, como se prueba por las representaciones del llamado "milagro de San Bernardo". Extraño, desde luego, es representarla con elegante atuendo de cortesana, casi media cabeza afeitada, a la moda de las bellas de antaño, sentada en un riquísimo trono de pedrería con borlas doradas. Pero lo más extraño, hasta inquietante, es la actitud de la mujer y el modo en que mira al niño. En El otoño de la Edad Media, Huizinga señalaba el peligro que tenía mezclar de ese modo el amor religioso y el profano, un tema también frecuente, pero nunca de un modo tan obvio. Ayudan y mucho a esa sensación que la obra produce esos querubines rojos y azules, que tienen un punto de demoníaco.
La representada es Agnès Sorel, casada, dama de honor de la Reina María de Anjou y primera favorita del Rey, Carlos VII, con quien tuvo tres hijas. Eran también los tiempos de Juana de Arco, en que se daban marcados contrastes como este. Además de su extraordinaria fuerza, el cuadro es el símbolo de una época turbulenta, repleta de leyendas. Por leyenda se tuvo hasta primeros de este siglo lo que, sin embargo, parece haber sido un hecho: que la hermosa Agnès Sorel murió a los veintiocho años de edad envenenada con mercurio. Si fue suicidio o asesinato, no está claro.