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Eso de pintar a la Virgen con un seno descubierto no era extraño en la tradición cristiana, en la que no son infrecuentes las vírgenes lactantes, incluso hasta la exageración, como se prueba por las representaciones del llamado "milagro de San Bernardo". Extraño, desde luego, es representarla con elegante atuendo de cortesana, casi media cabeza afeitada, a la moda de las bellas de antaño, sentada en un riquísimo trono de pedrería con borlas doradas. Pero lo más extraño, hasta inquietante, es la actitud de la mujer y el modo en que mira al niño. En El otoño de la Edad Media, Huizinga señalaba el peligro que tenía mezclar de ese modo el amor religioso y el profano, un tema también frecuente, pero nunca de un modo tan obvio. Ayudan y mucho a esa sensación que la obra produce esos querubines rojos y azules, que tienen un punto de demoníaco.
La representada es Agnès Sorel, casada, dama de honor de la Reina María de Anjou y primera favorita del Rey, Carlos VII, con quien tuvo tres hijas. Eran también los tiempos de Juana de Arco, en que se daban marcados contrastes como este. Además de su extraordinaria fuerza, el cuadro es el símbolo de una época turbulenta, repleta de leyendas. Por leyenda se tuvo hasta primeros de este siglo lo que, sin embargo, parece haber sido un hecho: que la hermosa Agnès Sorel murió a los veintiocho años de edad envenenada con mercurio. Si fue suicidio o asesinato, no está claro.