En España se valora mucho la unidad. Existe la creencia de que quien la tiene y la garantiza cuenta con el favor de las mayorías. La izquierda habla continuamente de ella, pero no la practica. La derecha la practica a piñón fijo pero no habla de ella. No le hace falta. La exhibe orgullosa, como en el caso de la votación secreta sobre el aborto, incluso al precio de la congruencia ideológica. La izquierda la invoca como jaculatoria cuando se enfrenta a sí misma y se fracciona. La unidad de las fuerzas políticas quiere reflejar la famosa de las tierras y los hombres de España. La unidad nacional.
Solo los nacionalistas catalanes y vascos están empeñados en negarla y abrir otra aventura. Los vascos lo intentaron por la violencia y no consiguieron nada. Ahora han dejado la iniciativa a los catalanes, quienes emplean las vías políticas, mucho más complejas que el independentismo armado, que ponen al Estado también en un brete. Ya no se da el maniqueísmo de la vida o la muerte sino un tira y afloja en una permanente negociación sobre la legalidad mucho más difícil de abordar porque implica razonar, justificar, dialogar, convencer y buscar puntos de entendimiento.
El soberanismo catalán lleva la iniciativa política desde la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de Cataluña de 2010, motivo actualizado de agravio, probablemente innecesario. Desde entonces no ha hecho más que extenderse, afianzarse, consolidarse, conseguir apoyos en todos los estamentos sociales. Como se prueba también con la masiva Diada de 2012 por la independencia de Cataluña. Enfrente tiene un nacionalismo español, en el gobierno y en la oposición, reacio, incluso hostil, a todo intento de revisión de las costuras del Estado, para entendernos. Entre ambos, claro, hay diferencias, pero son de matiz. El nacionalismo español quiere la unidad de España. Los otros dicen que ellos no son España. Ante esto, silencio y negativa cerrada a toda discusión o negociación. Si no son españoles, se les españolizará.
De ahí viene la iniciativa del nacionalismo catalán que ha conseguido proyectar la imagen de una apertura incondicional a la negociación. Es elemental. Quien pone las propuestas sobre la mesa determina en buena medida de qué se habla. Si, además, las pone dispuesto a negociarlas sin condiciones, está en lo justo al presentarse como civilizado, partidario del pacto, de la negociación. Y si la otra parte no propone nada, queda como intemperante y autoritaria. El nacionalismo catalán, al menos el burgués o moderado, está dispuesto a negociarlo todo: la pregunta, el estilo, el método, la forma. Todo menos el fondo: ha de haber una consulta legal. El nacionalismo español no parece dispuesto a negociar nada mientras se mantenga la pretensión de fondo.
A esto llaman los franceses un impasse, una situación incómoda para un Estado que precisa de todas sus energías para salir de una crisis que lo tiene maltrecho. Aquí es donde Mas da otro paso y reclama una propuesta de Estado para replantear la voluntad independentista. Otra propuesta sobre la mesa; otra propuesta seguramente rechazada sin oferta de alternativa alguna.
La pregunta es: ¿cuánto tiempo cabe aguantar así? La presión del soberanismo catalán somete a dura prueba las costuras del Estado. De momento tiene a la izquierda hecha trizas, dividida, prácticamente ausente del debate nacional. Lo que reanima el espectro del problema sempiterno: que sea la derecha la que monopolice el nacionalismo español.