Palinuro, que tiene este mes en la cabecera del blog una reproducción de un cuadro de Turner, por el que siente una admiración rayana en la idolatría, no podía dejar de ver esta película que acaba de estrenarse. Los dos, el pintor y el piloto, aman el mar, las tormentas, las olas, la espuma furiosa, la luz del cielo confundiéndose con los vapores y las nubes, los acantilados batidos por el viento, los naufragios (no en cuanto infortunio o desgracia, claro, sino desde el punto de vista estético), las rocas, los desfiladeros, la fuerza de la naturaleza desatada, ignorante de las peripecias humanas. Los dos quisieran habitar espacios incontaminados con la presencia del hombre y ninguno de los dos puede resolver el problema de que ellos mismos son ejemplo de lo que quisieran evitar.
Solo una mirada humana puede entender la fascinación de la naturaleza virgen y, hablando ya en concreto de este gran Joseph Mallord William Turner, solo la mirada de un genio puede captarla y reflejarla de un modo que la revele a los otros ojos humanos, incapaces de verla por sí mismos; que la revele igual que Dios comunica sus ideas, o la luz del sol devuelve los colores a la realidad. Porque el autor de Anibal cruzando los Alpes siempre creyó que el sol es Dios.
La película de Mike Leigh quiere ser el relato de un genio. Pero solo lo consigue en parte y, además, para un auditorio que tenga algún conocimiento del lugar de Turner en la pintura británica y mundial, desde luego. Apenas se destacan las obras, ni las más conocidas, sino es de refilón o en segundo plano, objeto de comentarios por los diversos actores. No importa. No es un film sobre el arte de Turner sino sobre Turner como hombre, artista, genio, lo cual ofrece grandes posibilidades a Timothy Spall para lucirse en un papelazo a base de gruñidos, pero tampoco es un acierto del todo porque las opciones del guión son a veces confusas. En lugar de una narración cronológica de la vida de Turner, una biografía, se ha decidido concentrar la historia en los últimos veinte años y renunciar a los flash back con lo cual los episodios determinantes del pasado han de presentarse en forma dialogada, como en el teatro, y entorpecen el ritmo de la narración, tampoco muy animado.
En fin, se trata de una película desigual. Dos aspectos son, sin embargo, muy dignos de reseñar y justifican los siete euros que cuesta la entrada; de un lado, la fotografía de paisajes, marinas, montañas, bosques, lo cual obviamente era obligado tratándose del pintor que se adelantó a todos y enseñó al mundo a ver la tierra a través de la luz, antes que los impresionistas, todos ellos, en realidad, prolongadores de su obra.
De otro lado, el impacto del genio en una sociedad tan plana, chata, convencional y biedermeier como la victoriana. Turner, a diferencia de otros revolucionarios del arte, gozó siempre de un gran reconocimiento social y consiguió desde muy temprano una acomodada situación que le permitió la máxima libertad de creación. Sus cuadros se exhibían en las exposiciones de la Academia Real, aunque no siempre en los lugares que a él le hubieran gustado y, aunque poca gente era capaz de apreciar en su valor su audacia estilística, su ruptura con el clasicismo, el historicismo, el naturalismo y todo tipo de figurativismo (mucha gente lo considera con razón un precedente del abstracto) todo el mundo le rendía pleitesía por seguir la moda y sus obras se vendían muy bien.
Pero no lo comprendían; ni él, a quien la sociedad importaba poco, se molestaba en dar pistas para hacerlo. El guión acumula escenas muy significativas del impacto del arte de Turner en la opinión de sus contemporáneos, especialmente colegas, gentes educadas, de clase alta y hasta la realeza. Son momentos que tienen el éxito garantizado, pues nada es más fácil que ridiculizar los espíritus ramplones una vez que el genio ha sido ya reconocido y consagrado socialmente. Lo difícil es preguntarse por qué se da esta incomprensión, por qué se daba y por qué sigue dándose. El gusto y el juicio estético de la imensa mayoría es siempre heterónomo, viene dado por pareceres y doctrinas exteriores que se absorben a falta de discernimiento autónomo, propio, interior. A falta de audacia, penetración, valentía. Las escenas de la Reina Victoria bufando de rabia, desconcierto e incomprension ante los cuadros de Turner regocijan nuestras almas, pero iguales se darían cambiando la Reina Victoria por Sofía de Grecia. La única diferencia es que la última, menos zoquete, se guarda su adocenado parecer y solo emite juicios a tono con los catálogos de las exposiciones.
Y quien dice la Reina Victoria, dice la insoportable, pedante y absurda cháchara de John Ruskin, el hombre que, como nuevo Petronio, determinaría las pautas estéticas de la segunda parte de la era victoriana, el que confundía el arte con el oficio y el estilismo de interiores. Ver a Turner conteniendo sus risotadas ante los cuadros de William Holman Hunt y el mundo artúrico de los prerrafaelitas, a los que Ruskin admiraba, es muy revelador, pero no nos dice gran cosa. Es como si Picasso tuviera que juzgar los cuadros de Darío de Regoyos o Cézanne los de Aureliano Beruete. El genio es una fuerza interior. En el exterior, rige el decoro, la costumbre, la fama. Y hasta tal punto es atosigante esta circunstancia que no es difícil contemplar cómo gentes con espíritu gallináceo se adornan con plumas de águila pues siempre habrá tontos que aseguren haberlos visto volar como las águilas.
Esa fuerza interior del genio aplasta a su paso las consideraciones menores, pacatas, con las que los mortales nos acicalamos para parecer algo. Pero no puede aplastar las mayores. Que la genialidad haya de ir acompañada del egoísmo y el desprecio a los demás no puede darse por admisible sin más. Turner tuvo la inmensa suerte de congeniar con su padre con quien se llevó bien hasta el fin de sus días (del padre), pero no parece haber sido especiamente considerado o sensible frente a él. En cuanto al trato de las mujeres, la conducta del genio es francamente detestable. La película introduce una especie de vergonzante explicación recordando el hecho de que la madre fuera una desequilibrada mental a la que encerraron en un psiquiátrico cuando Turner tenía diez años. Es frecuente justificar la misoginia de algunos genios con desencuentros con las madres. El caso más conocido es el de Schopenhauer. Con ello se consigue una baza de añadido: echar la culpa del machismo masculino a las propias mujeres. Algo de eso hay en la película. Por ejemplo, el trato de Turner a su primera amante y sus dos hijas (cuya paternidad negaba) es repudiable y de todo punto reprochable y no ayuda gran cosa que el guión presente a las tres mujeres, sobre todo la madre, como unas brujas histéricas insoportables. Por no hablar del trato humillante que el pintor infligía a su criada, un ser deficiente en varios aspectos, objeto de sus libidinosos ataques. El film guarda aquí cierta mesura y no ataca cuando menos a la víctima.
Esa fuerza interior del genio aplasta a su paso las consideraciones menores, pacatas, con las que los mortales nos acicalamos para parecer algo. Pero no puede aplastar las mayores. Que la genialidad haya de ir acompañada del egoísmo y el desprecio a los demás no puede darse por admisible sin más. Turner tuvo la inmensa suerte de congeniar con su padre con quien se llevó bien hasta el fin de sus días (del padre), pero no parece haber sido especiamente considerado o sensible frente a él. En cuanto al trato de las mujeres, la conducta del genio es francamente detestable. La película introduce una especie de vergonzante explicación recordando el hecho de que la madre fuera una desequilibrada mental a la que encerraron en un psiquiátrico cuando Turner tenía diez años. Es frecuente justificar la misoginia de algunos genios con desencuentros con las madres. El caso más conocido es el de Schopenhauer. Con ello se consigue una baza de añadido: echar la culpa del machismo masculino a las propias mujeres. Algo de eso hay en la película. Por ejemplo, el trato de Turner a su primera amante y sus dos hijas (cuya paternidad negaba) es repudiable y de todo punto reprochable y no ayuda gran cosa que el guión presente a las tres mujeres, sobre todo la madre, como unas brujas histéricas insoportables. Por no hablar del trato humillante que el pintor infligía a su criada, un ser deficiente en varios aspectos, objeto de sus libidinosos ataques. El film guarda aquí cierta mesura y no ataca cuando menos a la víctima.
Entre los deshilvanados retazos de este guión un poco sobresaltado hay algunas escenas muy reveladoras de dos aspectos distintos. En el comienzo, las visitas a la mansión de su amigo, protector y mecenas, el conde Egremont, lo que fue determinante en posibilitar la carrera de Turner en una época de transición a la economía de mercado pero en la que aún era decisiva en la vida de los artistas la protección de sus acaudalados amigos. Al final, la visita del también muy acaudalado cliente estadounidense, empeñado en comprar por una fortuna toda la obra de Turner, cosa a la que este, ya en sus últimos días, se niega porque tiene propósito de legarla a la nación británica. Entre medias, no hubiera estado de más que se concediera alguna atención a los abundantes viajes de Turner por Europa, especialmente a sus frecuentes visitas a Venecia, sin las cuales casi resulta incomprensible esa fascinación del pintor por la luz.