Hace unos días se inauguraba en el Fernán Gómez Centro Cultural de la Villa, en Madrid, la exposición A su imagen. Arte, cultura y religión, organizada por la Fundación Madrid Vivo, una asociación conservadora de empresarios y curas, la Conferencia Episcopal Española y la Archidiócesis de Madrid. Los medios ilustraban la noticia con una foto del acto en la que figuraban diez personas, entre ellas la consejera de Educación de Madrid, Lucía Figar, el obispo Osoro, el cardenal Rouco, Ana Botella, la ex-reina Sofía, el presidente del Congreso, Jesús Posada, y la vicepresidenta del gobierno, Sáenz de Santamaria, además del empresario y ex-ministro Villar Mir. Puro antiguo régimen. Puro nacionalcatolicismo que, según, Luis Goytisolo sigue vigente.
Los figurones del trono, el altar, la política y la empresa se hicieron retratar delante de un cuadro de Rubens que representa a Sansón dando muerte al león. Pensé entonces que a lo mejor y, a pesar de los antecedentes citados, la exposición era de verdad de arte y cumplía lo que anunciaba a través de los medios de comunicación de ser una muestra "de lo mejor de la pintura y la escultura españolas" de tema religioso, con piezas de grandes maestros, como Goya, Velázquez, el Greco, Murillo, Rubens, Ribera, Zurbarán, Berruguete, Gregorio Fernández, etc.
Nada más lejos de la realidad. La exposición abarca, sí, unos diez siglos, del X al XX. Pero todas las piezas son de autores (o anónimas) de segunda fila u obra menor de contados maestros. De escultura, nada, salvo cuatro o cinco tallas de Gregorio Fernández y algún otro, ideales para adornar iglesias. Y eso sin mencionar varias muestras de un mal gusto estomagante, como unos candelabros gigantescos de plata repujada, algún relicario, cáliz, arqueta, etc todos de oro, plata, pedrería, pruebas de ese espantoso boato a que tan aficionado es el culto católico desde siempre.
La finalidad de la exposición, su hilo temático, es mostrar el interés y el apoyo de la iglesia al arte en todos los tiempos y actualmente. Es decir, una finalidad de propaganda. Durante siglos, el arte ha sido vehículo de propaganda de la religión, especialmente la católica. Se trata, pues, de que siga siéndolo hoy, si no como antaño, sí para lo hoy necesario. Para redondear el carácter eclesiástico/católico del evento, se cobra una entrada de 7 euros completamente abusiva, primero porque es una institución pública (el Ayuntamiento) y después porque la muestra no los merece. Los organizadores tratan de justificarlo obligando a los visitantes a acarrear esos ridículos audiotrastos con informaciones grabadas sobre algunas obras también teñidas de propaganda católica, como lo están las explicaciones que figuran en las paredes, redactadas con espiritu militante.
La misma clasificación temática de la exposición muestra esa estrecha visión catequística peculiar al catolicismo español: de algunos episodios del Antiguo Testamento a las representaciones del Dies Irae, pasando por la narrativa canónica de la Virgen, vida de Cristo, apóstoles y evangelistas, padres y doctores de la Iglesia, la Iglesia en sí y su peculiar negocio, el memento mori. Cierto que la exposición habla de "arte, cultura y religión", pero por esta última se entiende tan solo la católica. Si no yerro, hay una sola pieza de religión no católica, un fragmento de pergamino de una Torá de Calahorra o Tudela del siglo XV y algunas menciones obligadas por el contexto a las otras dos religiones del Libro. El resto, catolicismo a machamartillo que, por lo demás, es el contenido casi exclusivo de la producción artística española prácticamente hasta el siglo XIX.
Las aportaciones extranjeras, en su mayoría, que tampoco es mucha, flamencos, a veces anónimos, algún Teniers y un Lucas Cranach. El resto, italianos, entre los que destaca un genial Tintoretto con una Judith a punto de degollar a Holofernes. Todo lo demás, pintura española que si, al principio, parecía ser algo más suelta, más abierta, con la implantación del canon tridentino, empieza a agarrotarse cada vez más, hasta desembocar en ese arte acartonado, manoseado, mercenario, apagado propio de las sacristías, los refectorios de los conventos y los altares de las iglesias. Producción iconográfica, sí y programática, pero de calidad artística deplorable.
Alguna ventaja habría de aparecer: es una pintura (también hay algunas tallas, códices y tapices, siempre del canon de Nicea) poco vista, por encontrarse en su mayoría desperdigada por museos diocesanos, parroquias, cofradías, catedrales, algún banco y colecciones privadas. De varias de ellas hay reproducciones accesibles, pero se agradece ver el original, como el célebre In ictu oculi, de Juan de Valdés Leal, del siglo XVII, que se conserva en la Hermandad de la Santa Caridad de Sevilla replicado siglos después con expresa referencia a él en el cuadro de Gutiérrez Solana, la procesión de la muerte, que el Museo Reina Sofía ha prestado para esta ocasión. Igualmente impresiona un pequeño lienzo de Goya, de 1819, que representa la oración de Cristo en el huerto de los olivos, a quien un ángel aporta el amargo cáliz, que se guarda en las Escuelas Pías en Madrid. Ese Cristo, que debiera proclamarse como adelantado del impresionismo, es una especie de revenant de la principal figura de los fusilamientos de La Moncloa en la memoria de un Goya ya anciano.
Si el desocupado lector dispone de tiempo y se divierte viendo cómo se representaba en un momento u otro a San Jerónimo, o los más conocidos episodios de los Evangelios, o el éxtasis de Santa Teresa, aquí podrá pasar el rato. Por mi parte, si tuviera que mencionar una última obra meritoria que, como algunas otras, sobresale de este pantano de mediocridad y beaterío, me quedo con la Virgen del pajarito, de Luis de Morales.