Sublime decisión
(Viene de una entrada anterior de Caminar sin rumbo (XXVIII), titulada La llamada del Señor.
Aquella conversación fue decisiva en mi vida, si bien sólo lo vi así muchos años después, cuando me fue dado reinterpretarla. He observado que eso es algo muy frecuente. Como si la naturaleza, a quien atribuimos con harta soberbia una sabiduría que no sabemos si tiene sólo porque la cuestión nos afecta personalmente se hubiera encargado de atenuar el efecto que un impacto emocional fuerte pudiese causarnos eliminando su conciencia inmediata para devolvérnosla luego, pasado mucho tiempo, cuando ya estemos curados de espantos y podamos entenderla con mayor desapasionamiento.
Mi madre acogió la noticia de la visita del cura con su tolerancia y consideración habituales. Debió de darse cuenta de la importancia que tenía para mí en mi estado de enajenación religiosa y, lejos de hacer algún comentario irónico, como hubiera sido lo habitual, acerca de la insufrible afición del clero a meter sus narices donde nadie lo llamaba al amparo del dominio que ejercía en la España nacionalcatólica, fijó el día de la entrevista el último antes de las vacaciones en el colegio, para que no tuviera que volver al siguiente, y recibió al jesuita en el despacho de mi padre, que no se utilizaba desde que éste partió para el exilio.
Aquel despacho había sido siempre una especie de lugar misterioso a mis ojos de niño, un severo sancta sanctorum en el que, viviendo mi padre con nosotros, raramente se entraba y en su ausencia, nunca. Lo dominaba una mesa de roble macizo estilo renacimiento de espaldas a una ventana provista de pesadas cortinas. En un extremo había un pequeño tresillo en torno a una mesa baja, en donde mi padre recibía a las visitas. Con las cortinas echadas, a plena luz del día, era preciso encender la una lámpara de pie contigua al sofá que bañaba el despacho en una luz ocre, tamizada por la pantalla.
Mi madre saludó afablemente al padre Martín que parecía algo impresionado probablemente porque no esperaba encontrarse en un lugar así y lo invitó a tomar asiento en el sofá mientras ella lo hacía en uno de los sillones y le preguntaba si quería tomar un café o alguna otra cosa, a lo que él contestó que un vaso de agua que yo me apresuré a traerle quedándome luego de pie, sin saber qué hacer. Fue el padre Martín quien sugirió:
- Creo que sería mejor que habláramos a solas.
- ¿Por qué? -contestó mi madre con naturalidad-. ¿No viene Vd. a hablar de mi hijo?
- Precisamente por eso.
- Precisamente por eso. Ya es mayor -añadió, mirándome con una ligera sonrisa, como diciéndome "¿verdad que sí? ¿verdad que eres mayor?"- Al menos para escuchar lo que los demás mayores decimos de él.
Y, sin esperar más, me invitó con un gesto a sentarme en el sillón contiguo, cosa que hice sintiendo que el corazón me latía aceleradamente, como golpeando la caja torácica.
Si sintió alguna incomodidad, el padre Martín no la manifestó. Tras unos instantes en los que pareció recapacitar sobre lo que quería decir, abordó directamente el asunto de lo que a sus ojos era mi indudable vocación religiosa. La pintó con colores encendidos, alabó mi comportamiento en la "catequesis social", sostuvo que él sabía distinguir muy bien las vocaciones, que se había quedado sorprendido por la fortaleza de la mía, que debíamos sentirnos agradecidos a los designios del señor y que para aquella casa, y se refería a la nuestra, sería una bendición. Mi madre me miraba de vez en cuando con una expresión entre divertida y dudosa y, al escuchar lo de la bendición, esbozó una sonrisa.
- Todo eso que dice Vd., padre, está muy bien y tenga la seguridad de que, si es como Vd. dice, si la vocación de mi hijo es tan fuerte como dice, en esta casa nadie se opondrá a que se cumpla. Pero, de momento, me parece un poco pronto para que tome una decisión de esa importancia. Todavía es casi un niño que apenas ha visto nada de la vida. Hay que dejarlo que la viva y que luego se pronuncie.
- Creí que pensaba Vd. que ya es mayor.
- Lo suficientemente mayor para asistir a una conversación en la que se habla de él, pero no tanto como para tomar una decisión que comprometerá su vida posterior. Para eso, no; para eso, debe esperar. Cada cosa a su tiempo.
- El tiempo para estas cosas es lo más pronto posible.
- ¿Incluso aunque falten elementos de juicio? ¿Haremos como con el bautismo, esto es, condicionar la vida de un ser que no tiene uso de razón, que no entiende qué hacen con él, que sabe ni hablar?
Estoy seguro de que el padre Martín no habia oído nada semejante en su vida. Debía de tener por entonces treinta y tantos años y para él, como para todo el mundo entonces en el país, para mí mismo, había instituciones sociales y religiosas como el bautismo que nadie cuestionaba, que no eran cuestionables. No estoy seguro pero creo que comenzó a perder el aspecto de cisne negro que yo le había adjudicado en el Arroyo para retornar al de córvido, un córvido ominoso. Miró a mi madre de hito en hito y le salió una especie de discurso en el que después he pensado que ni él podía creer:
- Hay que tener en cuenta que, en la lucha por las almas, eso es lo que hace el enemigo: poner su impronta en el espíritu de los recién llegados para ganárselos, hacerlos adeptos...
- Perdone, padre, ¿qué enemigo es ese?
El jesuita parecía cada vez más desconcertado. Me miró como haciendo ver que no era cómodo exponer lo que pensaba en mi presencia. Es de suponer que hubiera querido contestar: "el demonio", pero pareció pensárselo mejor, paseó la mirada por el despacho cual si buscara inspiración y respondió:
- No sé, ¿los comunistas, tal vez?
Al llegar aquí mi madre que no era comunista pero estaba mucho más cerca de ellos que del padre Martín, rio abiertamente, con alborozo.
- ¡Pues déjelos hacer eso tan feo! ¿Por qué quiere imitarlos? ¿No tiene la Iglesia métodos mejores de reclutar a su personal?
Con el paso del tiempo, rememorando esta conversación que tengo grabada, he reflexionado qué sorprendente debía de resultar al jesuita el empleo de tales expresiones maternas. "Personal" debía de ser la última palabra en la que pensara el padre Martín al referirse al clero, a los sacerdotes, a los siervos de Dios, a los pastores de la grey, a los hermanos en Cristo; cualquier cosa menos "personal". En las dos ocasiones posteriores en que volví a hablar con el padre Martín, una meses después de esta conversación, en que ya le comuniqué definitivamente que no tenía vocación alguna pero que le estaba muy agradecido por lo que había hecho, y otra muchos años más tarde, cuando lo encontré en un país centroamericano entregado a la Teología de la liberación, como era de esperar, no salió este asunto. Él sí se acordó de preguntarme por mi madre y supo encontrar palabras de admiración hacia ella; pero eso fue muchos años más tarde.
A partir de aquel momento, como si hubiera un acuerdo tácito entre los dos, la conversación ya la dirigió mi madre. Tranquilizó al jesuita asegurándole que tomaba muy en serio lo que había dicho y que, llegado el momento, me dejaría elegir libremente, sin tratar de imponerse en sentido alguno. Y se lo decía a alguien que hasta entonces había dado por supuesto que los padres intervendrán en estos asuntos pero siempre en el sentido "correcto". Habla a favor del padre Martín que demostrara tanta cintura dialéctica y supiera contenerse y asimilar que estaba escuchando algo no previsto pero que, en cierto modo, tendría que haber imaginado. Continuó mi madre diciendo que yo era un muchacho muy reflexivo pero bastante impresionable, que tenía una sensibilidad delicada, que últimamente había vivido experiencias muy intensas y que encontraba recomendable dejarme un tiempo para asimilarlas. Pensábamos irnos de veraneo en unos días a una casa de sus padres, de los abuelos, en la costa, que tendría tiempo de reflexionar sobre todo ello y seguramente a la vuelta del verano, quién sabía, pudiera tomar una decisión. Luego lo acompañó hasta la puerta diciéndole que estaba encantada de conocerlo y se la cerró en las narices dejándome horrorizado en el vestíbulo y pensando que seguramente el padre Martín se habría sentido humillado. Pero no me dio tiempo a reflexionar sobre ello porque ya mi madre había dado media vuelta y se dirigía a mí:
- Espero que no te parezca mal lo que le he dicho. Todavía eres muy pequeño para estas cosas. Y, en todo caso, tú sí que no has dicho nada.
Para mi desesperación era cierto: no me había hecho oír. Es cierto que ninguno de los dos consultó mi parecer, pero también lo es que pude haber dicho algo y no lo hice. Estaba fascinado mirando a aquellas dos personas, por entonces las más importantes en mi vida, hablando sobre mí con la naturalidad con que se pudieran contar impresiones de un viaje. Me veía desde fuera, objeto de las cuitas de dos seres queridos y sentía como una especie de arrullo. Los dos sabían mucho más que yo y los dos me querían y querían lo mejor para mí. Pero desde puntos de vista muy distintos. Mi firme convicción religiosa volvió de golpe así que vi desaparecer al padre Martín porque con él se iba la promesa de un futuro de plenitud, entrega, sacrificio y ¿por qué no? santidad. Y ¿a cambio de qué? A cambio de las muelles relaciones con mi madre que no creía en nada, que se reía de la religión y que, en el fondo, odiaba a la Iglesia y a los curas, a los que culpaba del atraso secular de España. Por eso, en una especie de agonía, me encaré con ella y le dije que, en el fondo, todo el problema era porque ella no creía. Me miró con y alzando las cejas con unaq punta de burla dijo:
- ¿Y qué?
- Pues que todo se arreglaría si creyeses.- "Todo" venía a significar para mí el asunto de mi vocación, tan clara hacía unos instantes y ahora tan cuestionada.
- Pero si no creo, no creo. No se puede creer si más. ¿Por qué no tratas de converme?
- Yo no puede convencerte pero estoy seguro de que si quisieras creer, creerías.
- Me parece que no. ¿Cómo podría querer creer si no creo?
- Si fueras a misa, creerías.
Mi madre rio, me cogió de la mano atrayéndome hacia sí, me besó y me dijo:
- ¿Y tú quieres que vaya a misa sin creer? ¿No ves que eso es un sacrilegio? La sola idea debiera ofenderte. Ya sé que es lo que hacen ellos: mandar a la gente a la iglesia a la fuerza. Ya lo has oído: como los comunistas. Pero eso no es lo que hago yo.
Quedé confundido y como obnubilado. Tenía razón y tuve una sensación doble: el desconcierto de dársela y el orgullo de que quien así razonara fuera mi madre. Ella cambió de conversación como cerrándola:
- Ya hablaremos más despacio. Tendremos tiempo. El domingo nos vamos tu hermana, tú y yo a casa de los abuelos. Allí trataremos este asunto si quieres y si tus primos te dejan un minuto libre, que no creo.
(Continuará)
(La imagen es el grabado nº 6 de la serie de W. Hogarth, Historia de un libertino (1735), titulado Matrimonio de conveniencia).