dijous, 30 d’abril del 2009

Mientras zumbaban las balas

He leído bastantes libros sobre la transición democrática en España y algunos sobre la intentona del 23 de febrero de 1981, momento crítico de aquel proceso de transición. Habitualmente los escriben politólogos, historiadores, juristas, sociólogos, periodistas o los propios protagonistas en forma de memorias. Yo mismo tengo algo garabateado sobre el asunto en forma de recopilaciones y alguna monografía. En la abundante bibliografía se encuentra de todo, desde obras muy estimables hasta verdadera basura. Pero nunca había leído una versión escrita por un literato. El libro de Javier Cercas (Anatomía de un instante, Barcelona, Mondadori, 2009, 463 págs) sobre la intentona del 23 de febrero no es una novela; antes bien, parece ser que, habiendo escrito una pero no considerándola suficientemente buena, el autor se decidió a dar otra forma a su relato. ¿Cuál? Es difícil de decir: la obra es una mezcla de géneros, en parte reportaje, en parte investigación histórica, en parte relato, narración con inventiva literaria. Sin duda difícil de etiquetar y que probablemente estará levantando ronchas en los distintos campos académicos que operan con un criterio de enclosures disciplinarias y que acusarán a Cercas de intrusismo, cuando menos.

Por fortuna el valor de las obras de los hombres depende de sus méritos intrínsecos y los de la obra de Cercas brillan muy altos. El novelista ha pintado un cuadro de la situación del país en aquellos meses de 1980 y 1981 que vieron la acelerada descomposición de la UCD, la dimisión de Suárez y la intentona golpista, una reconstrucción minuciosa tras una intensa labor de documentación. Al mismo tiempo nos ofrece una interpretación del sentido de aquel tiempo en su conjunto y de las motivaciones, intenciones, proyectos y justificaciones de los principales protagonistas de los hechos, una tarea de investigación psicológica en los personajes que revela un conocimiento profundo de sus personalidades y una gran calidad de creador y novelista.

Sirva lo anterior como un desahogo antes de añadir que Anatomía de un instante me parece una obra fascinante, de una calidad fuera de duda y que se lee con el interés y la intriga de una novela de aventuras siendo así que mantiene una muy convincente estructura de ensayo historiográfico. Pero no es historia en algún hipotético sentido académico lo que hace Cercas sino una interpretación del sentido de una época que consigue lo que pocas obras consiguen ya y menos en un tema tan trabajado como la transición, esto es, abrir perspectivas nuevas, proponer interpretaciones originales y que, al mismo tiempo, al menos para mí, son convincentes.

La obra está dividida en cinco partes de las cuales dos (la primera y la cuarta) describen pormenorizadamente los mecanismos de aquel golpe militar tan complejo y las otras tres cuentan los acontecimientos bien desde el punto de vista bien de las circunstancias de cada uno de los tres protagonistas que para Cercas tuvo aquel instante: Adolfo Suárez, Gutiérrez Mellado y Santiago Carrillo. Los tres únicos miembros de la Cámara que no se tiraron al suelo ante la actitud conminatoria de los asaltantes sino que se mantuvieron sentados en sus escaños, imperturbables, mientras las balas zumbaban a su alrededor. Aparte de la mecánica propia de la intentona, el libro extrae su significado de ese encuentro casual de tres personas que comparten un destino y sus comportamientos así lo atestigua. Esa coincidencia de los tres personajes, en paralelo con los otros tres del otro bando, Alfonso Armada, Milans del Bosch y Antonio Tejero le permite hacer un tratamiento simétrico extraordinariamente subjetivo y que da al libro mucha de su prestancia.

En la Primera parte, que se titula La placenta del golpe, dice el autor que en el 23 de febrero se engarzan dos cosas distintas: una operación contra Adolfo Suárez pero no contra la democracia y otra contra Adolfo Suárez y contra la democracia. No son independientes pero tampoco son solidarias (p. 39). Por aquellos meses había un clima como previo a un golpe de Estado por cuanto, como señalaba el Paris Match de la época, se acumulaban la crisis económica, el terrorismo y el escepticismo ante las instituciones. Todo Madrid era un hervidero de conspiraciones contra Suárez. Recuerda el autor un artículo de Pilar Urbano en el Abc titulado "Todos estamos conspirando" (p. 46).

También conspiraba la Iglesia. La buena relación del Cardenal Tarancón con A. Suárez se rompe en el otoño de 1980 a causa del proyecto de ley del divorcio a tal punto que la Conferencia Episcopal, que estaba reunida el día 23, se disolvió sin decir nada, ni un gesto, ni una palabra en espera de ver cómo se resolvían las cosas tras la ocupación del Congreso. De todas formas, señala asimismo el autor, debe recordarse que los obispos no hicieron nada distinto de lo que hizo el conjunto del país: callarse, refugiarse en su casa y esperar a ver qué sucedía.

Por otro lado quien más conspiró contra Suárez fue su propio partido. Cercas tiene aquí tres explicaciones del desmoronamiento de Suárez que se produce en esos años: a) Suárez, que sabe hacer fácilmente lo difícil (desmontar una dictadura), no sabe hacer lo fácil (administrar una democracia); b) Suárez, hasta entonces un político de acero, se derrumba psicológicamente; c) los celos, rivalidades y traiciones en el interior de su propio partido (p. 68). A la altura de abril de 1980, Suárez se encuentra con que todos los jefes de la UCD lo desprecian, cosa que se pone de manifiesto en la época en una reunión extraordinaria de los jefes de la UCD tres días en Manzanares el Real, en donde hay una especie de sublevación, de fronda de los barones del partido.

Fuera de España la situación no era mejor pues mientras Suárez giraba a la izquierda en política exterior, el mundo lo hacía a la derecha (p. 74). Señala Cercas que los Estados Unidos estaban informados del golpe, cosa que deduce de una entrevista de Alfonso Armada con el embajador estadounidense, el ultraderechista Terence Todman el 13 de febrero en una finca cerca de Logroño(p. 76).

En los últimos meses de 1980 y primeros de 1981 todo el mundo conspira contra Suárez (p. 77). Sólo hay dos personajes que no lo hacen, Santiago Carrillo y Gutiérrez Mellado. Acerca de esta situación de universal conspiración había un informe del CESID de noviembre de 1980 y titulado Panorama de las operaciones en marcha. Este documento, el más útil, llega al Rey, a Adolfo Suárez, a Gutiérrrez Mellado y al ministro de Defensa, Agustín Rodriguez Sahagún. Según la primera parte del documento hay cuatro operaciones políticas, tres de la UCD y una del PSOE. La segunda parte cuenta tres operaciones militares en marcha, la de los tenientes generales, la de los coroneles y la de los "espontáneos" (p. 81). Y finalmente se registraba una conspiración cívico-militar, concebida como un "golpe blando", destinado, en teoría a impedir los otros. No se trata de eliminar la democracia sino de limitarla. Con todo, el informe no es del CESID. ¿Intervino el CESID en el golpe? El autor avanza un dato: intervino en dos de los cuatro movimientos de los golpes y en uno de ellos la intervención no fue anecdótica. (p. 87).

La segunda parte se titula Un golpista frente al golpe. Analiza con criterio y estilo literarios el gesto del general Gitiérrez Mellado de no dejarse tirar al suelo (como luego hará también con los de Carrillo y Suárez). Entiende que el gesto de Gutiérrez Mellado está lleno de furia, pero no contra los guardias civiles que lo zarandean sino contra sí mismo, a modo de contricción por su sublevación cuarenta años atrás contra el poder civil legítimo cuando él hacía lo que ahora hacían los guardias civiles que lo atacaban mientras que él estaba defendiendo la misma democracia que ayudó a liquidar cuarenta años antes.(p. 106) Según un cliché la transición fue posible gracias a un pacto de olvido pero Cercas entiende que, al revés, lo fue gracias a un pacto de recuerdo (p. 108) Quienes hicieron la transición supieron que no había que hacer ajuste de cuentas a quienes habían ajustado las cuentas durante cuarenta años, pero lo recordaban muy bien y no quisieron repetirlo (p. 109). Esta es una de mis escasas discrepancias con el autor: esta equidistancia entre unos y otros "ajustes de cuentas" no es acertada. Un posible "ajuste de cuentas" de la democracia sería siempre algo legal, a diferencia de lo que hicieron los sublevados, que fue establecer un régimen de delincuentes.

A Gutiérrez Mellado le hicieron la vida imposible. Después de la legalización del PCE (que fue un momento crucial en la transición) ya fue todo el ejército el que lo consideraba traidor, igual que a Adolfo Suárez, que había jurado fidelidad a los principios del Movimiento Nacional (p. 117). En un homenaje a militares asesinados por ETA Gutiérrez Mellado estuvo a punto de ser linchado por oficiales exaltados. A su vez el ultraje que sufrió en el congreso lo grabaron las cámaras. En su muerte Suárez citó unas palabras suyas "Dime la verdad, presidente: aparte del Rey, de ti y de mí, ¿hay alguien más que esté con nosotros?" (p. 132)

El golpe definitivo se lo dio a Suárez el Rey al retirarle su confianza (p. 139) pero como Suárez era un político puro no se fue, sino que lo echaron, lo echó la calle, el Parlamento, Roma, Washington, su partido, su derrumbe personal y, por fin, el Rey (p 148). Suárez dimitió como presidente del Gobierno para legitimarse como presidente del Gobierno (p. 151), pero no se agachó porque, aunque era un pícaro, un falangistilla de provincias y un arribista del franquismo que estaba dispuesto a jugarse el tipo por la democracia.

El CESID (que fue obra de Gutiérrez Mellado) contribuyó a parar el golpe; como lo hizo y lo consiguió el Rey (p. 160). Armada insistió en que la situación era grave pero no desesperada e insistió en que lo recibiera el Rey. Fernández-campo lo obligó a quedarse en el Cuartel General del Ejército con lo que el golpe ya había fracasado.

La tercera parte, (Un revolucionario frente al golpe) versa sobre el otro gesto, el de otro que tampoco quiso echarse al suelo y se mantuvo sentado mientras las balas zumbaban en torno suyo. Santigo Carrillo es de la generación que hizo la guerra. Como Gutiérrez Mellado, se sublevó en armas en 1934 en contra de la legalidad republicana y, como Gutiérrez Mellado, nunca se arrepintió. (p. 180). Carrillo tampoco quiso ajustar cuentas con quienes llevaban cuarenta años ajustándolas sin piedad (p. 181). Curiosamente, igual que las derechas jamás perdonaron su traición a Suárez ni a Gutiérrez Mellado, las izquierdas no perdonaron la suya a Santiago Carrillo (p. 183). Con la legalización de PCE empezó a fraguar el golpe de un lado y la sublevación comunista del otro. Carrillo había vendido la legalización con la promesa de que atraerían millones de votos (p. 198) porque el viejo político siempre creyó en la viabilidad de un Gobierno de "concentración nacional" con Adolfo Suárez (p. 200). Para todo ello había elaborado el oxímoron del comunismo democrático. En noviembre de 1977, en un viaje por los Estados Unidos, Carrilló anunció que en el siguiente IX Congreso el PCE abandonaría el leninismo y ahí es en donde comenzó la sublevación de la militancia (p. 201). Así, en abril de 1978, en el X congreso del PCE se adoptó el eurocomunismo y se abandonó el leninismo (p. 202). El PCE se dividió en "renovadores" (entre ellos, Tamames), "prosoviéticos" y "carrillistas" y el jefe de estos se enfrentó a una sublevación en el PCE parecida a la que hubo de afrontar Adolfo Suárez en UCD (p. 203). En vísperas del 23 de febrero Santiago Carrillo se aferra a Suárez igual que un náufrago a otro (p. 205). Sostiene el autor que nuestro hombre tuvo algo que ver en la matanza de Paracuellos (pp. 216/217) que la derecha jamás le perdonó.

Conviene recordar que, en el momento del golpe no hubo reacción popular digna de tal nombre. El país entero se encerró en su casa y no reaccionó (p. 209). Doy fe de ello. En aquella tarde recuerdo haberme llegado hasta la Carrera de San Jerónimo donde en el mejor momento llegamos a ser como cien de izquierdas que hubimos de responder a las agresiones de los grupos de la derecha sólo para disolvernos con una carga policial. Nadie defendió entonces el orden constitucional y democrático en las calles, que estaban vacías. La preocupación principal del Rey no fue sino qué harían los capitanes generales, la mitad de los cuales estaba más o menos comprometida con el golpe pero que, como un grupo de militares cobardes y sin honor que eran, se pusieron todos de inmediato a las órdenes del Rey (p. 234). Salvo Milans, ningún capitán general apoyó abiertamente el golpe pero, salvo Quintana Lacaci y Polanco, tampoco se opuso abiertamente a él (p.235).

En la cuarta parte, (Todos los golpes del golpe) se expone cómo la trama del golpe la urdieron Armada, Milans y Tejero y no existió trama civil alguna (p. 255). La trama civil era lo que Cercas llama "la placenta" del golpe. De los tres golpistas, Armada era el jefe político, Milans el jefe militar y Tejero el jefe operativo del detonante del golpe, esto es, el asalto al Congreso (p. 258). Armada, roído por la inquina a Suárez, que lo había deplazado de la Secretaría del Rey y pretendía recuperar su puesto y su ascendiente sobre el monarca (p. 261). Milans, un fascista que odiaba a Gutiérrez Mellado. Tejero un hombre de ultraderecha que odiaba a Santiago Carrillo (p. 268) El golpe del 23 de febrero fue, en realidad, tres golpes distintos (271). A este hilo desarrolla Cercas su muy brillante, ingeniosa y cierta teoría de la triple simetría: Adolfo Suárez, Gutiérrez Mellado y Santiago Carrillo de un lado frente a Alfonso Armada, Milans del Bosch y Antonio Tejero. Esta potente imagen del trío de militares golpistas frente al trío de reformistas (que, a su vez, tenían un pasado del que responder) que se mantienen firmes ante la intimidación y no se agachan cuando el tiroteo, es el punto fuerte del libro, su más ingeniosa explicación, la clave del arco de la interpretación de Cercas del tema eterno de las dos Españas: los golpistas y los defensores del orden democrático-constitucional a los que los golpistas acusan de traición puesto que, en realidad, abandonaron sus postulados primeros, Gutiérrez Mellado el franquismo militar, Suárez el Movimiento Nacional y Santiago Carrillo el leninismo revolucionario. Tiene aquí Cercas una brillante reflexión sobre valor de la traición en política que merece la pena citar in extenso. Suárez, Gutiérrez Mellado y Santiago Carrillo, "... traicionaron su lealtad a un error para construir su lealtad a un acierto; traicionaron a los suyos para no traicionarse a sí mismos; traicionaron el pasado para no traicionar el presente. A veces la traición es más difícil que la lealtad. A veces la lealtad es una forma de coraje pero otras veces es una forma de cobardía. (...) Quizá no sabemos con exactitud lo que es la lealtad ni lo que es la traición. Tenemos una ética de la lealtad, pero no tenemos una ética de la traición" (p. 274) Una ética de la traición quizá no sea posible pero sí una investigación sobre la conveniencia de la traición en el proceso político. Se la debemos a Denis Jeambar e Yves Rocaute, Elogio de la traición, Madrid, Gedisa, 1984, en la que se sostiene la tesis de que la traición es el mecanismo que posibilita el funcionamiento de los sistemas políticos y entre lo ejemplos que ponen destaca el del Rey Juan Carlos, traidor a los principios del Movimiento Nacional que había jurado defender.

En un momento dado Cercas se pregunta cuándo empezó todo y explica que casi siempre es imposible detectar el momento exacto del nacimiento de algo o su fin. En el caso del golpe, el ambiente en el que fue creciendo fue un conjunto de conversaciones privadas, de confidencias, de rumores, de sobreentendidos que Cercas llama "tejido casi inconsútil" (p. 277). La idea de que la situación exigía un Gobierno de unidad presidido por un militar era entonces la comidilla de Madrid (p. 279). Armada daba a entender que hablaba en nombre del Rey y así se reunió con Mújica en Lleida el 22 de octubre de 1980 y lo convenció para la idea del Gobierno de unidad (p. 281). Actualmente es una cuestión contrafáctica averiguar qué hubiera pasado si el "golpe blando" con apariencia de salvación de la democracia de Armada llega a triunfar, pero está claro que, a raíz del compromiso de Mújica, el PSOE hubiera desempeñado un papel tan poco gallardo como el que tuvo colaborando con la Dictadura de Primo de Rivera. Hay encerrado en la historia del PSOE un ramalazo de oportunismo antidemocrático bastante molesto. Después, Armada habló con Milans del Bosch quien quedó convencido de que aquel hablaba en nombre del Rey (p. 283) del que se suponía que respaldaba el golpe blando que, sin embargo, se deshizo cuando Adolfo Suárez dimitió (p. 290), lo que obligó a adelantar los planes y pasar del golpe cívico político a uno militar.

La quinta parte (¡Viva Italia!) está dedicada a averiguar las motivaciones de Suárez en aquellos meses y, por último, su decisión de no echarse al suelo y mantenerse sentado en su escaño. Sostiene Cercas que si Suárez llegó a presidente del Gobierno fue porque era un chisgarabís servicial y ambicioso, un gallito falangista (p. 353) que carecía del peso personal de algunos otros aspirantes, como Areilza o Fraga. Suárez, por su parte, nunca había querido ser otra cosa que presidente del Gobierno (p. 355).

Según mis noticias, así es. Propuse a Suárez para doctor Honoris Causa por la Universidad Complutense de Madrid hacia 1993. La Universidad lo aceptó pero aquellos años fueron muy problemáticos, plagados de escándalos y problemas y, como el Rey quería asistir a la ceremonia, el doctorado se fue aplazando y, entre tanto, yo lo iba tratando, preparando el galardón. En una de nuestras conversaciones me contó que, cuando le presentaron al entonces Príncipe de España, él le dijo algo así como "Juan Carlos, tú serás Rey de España pero te darás una hostia si no me nombras presidente del Gobierno". En lo que conozco al personaje puede ser verdad. Por cierto, este doctorado tuvo su aventura. En 1996, siendo rector Rafael Puyol, se desbloqueó la concesión pero el Rector me llamó y me dijo que finalmente habría concesión del doctorado Honoris Causa a Suárez pero que la Laudatio quería pronunciarla él. Me dio a entender que si yo me negaba (cosa lógica, dado que era el padrino del doctorando) el tema podría volver a empantanarse. Como lo que yo quería era que mi universidad reconociera Honoris Causa a Suárez, acepté, pero no asistí a la ceremonia que se basó en un expolio.

El caso es que aquel chisgarabís tendría que ser el hombre sin principios que pusiera en marcha el astuto plan de Torcuato Fernández Miranda para deshacer las Leyes Fundamentales del Movimiento desde dentro de la legalidad franquista a través de la Ley para la Reforma Política (p. 367). Suárez, en efecto, consiguió que los procuradores de Franco aprobaran la ley que los situaba al margen de la historia y lo consiguió amenazándolos o comprándolos directamente (p. 368). El caso es que a raíz de su éxito, la oposición tuvo que cambiar de táctica que ya no podía ser la ruptura ni siquiera la ruptura pactada sino que habría de ser la reforma pactada. La medida límite de esta vía fue la legalización del PCE (p. 371). A cambio de esta "traición" al espíritu de las Leyes Fundamentales del Movimiento, el PCE aceptó de una andanada la monarquia, la unidad de España y la bandera rojigualda (p. 372).

Cercas, que ha venido comparando al "falangistilla" con algunos conocidos héroes de novelas francesas del XIX, como Julien Sorel (el héroe de Rojo y Negro) Lucien Rubempré, de Balzac o Frédéric Moreau, de La educación sentimental, dedica ahora una especial atención a una semejanza que confiesa haber visto en El País entre Adolfo Suárez y el estafador y delincuente Emmanuelle Bordone a quien las circunstancias sitúan en un lugar heroico a pesar de él mismo: se le ofrece la oportunidad de hacerse pasar por el héroe de la resistencia General della Rovere con el fin de delatar a los alemanes al jefe de los partisanos italianos pero, al final, acaba identificándose con el personaje que interpreta y se redime de su vida de sinvergüenza y estafador, dejándose fusilar como si fuera el verdadero Della Rovere (p. 375) La historia está sacada del film de Roberto Rossellini, Il General della Rovere que interpretaba soberbiamente Vittorio de Sica.

La gran obra de Adolfo Suárez en aquellos años con los partidos políticos son los pactos de La Moncloa, la Constitución de 1978 y el Estado de las Autonomías (p. 376). Cuando las cosas parecieron salirse de madre y Suárez quiso dar marcha atrás en las Autonomías ya era lo que Cercas llama "un político ortopédico y sin recursos" (p. 379). Adolfo Suárez no se tiró al suelo el 23 de febrero para redimirse a sí mismo y redimir al país por haber colaborado con el franquismo (p. 385). Esa es la ironía de esta historia magistralmente contada por Cercas: en aquel momento el gesto de los tres diputados que no se tiraron al suelo, Suárez, Gutiérrez Mellado y Carrillo es la defensa misma de la democracia. Una democracia defendida por tres hombres que no habían sido demócratas en su vida pasada y que, en el caso de dos de ellos, se habían alzado en armas para derribarla. Y este es el gran secreto de la transición: que fue obra de personas que no venían de la democracia pero que, en el proceso, se convirtieron hasta el punto de arriesgar su vida por ella.

dimecres, 29 d’abril del 2009

El nuevo pacto de familia.

Como ya sabían los cultivadores de aquella sospechosa disciplina llamada Geopolítica, la geografía es destino. La situación de España en el extremo suroeste de Europa hace que el país dependa por entero de Francia para sus comunicaciones terrestres con el continente. Francia tiene la llave del acceso de España a Europa, igual que España tiene las del acceso de Portugal, y esa situación ha marcado el destino del país dado que Francia no ha mostrado nunca interés especial por facilitar aquel acceso. Pregunten Vds. por túnel de Canfranc y se harán una idea aproximada.

La situación sigue siendo más o menos la misma. En estas reuniones de mandatarios con consortes en pleno lujo y boato que probablemente hacen las delicias de las televisiones y a mí se me antojan lamentables, ya lo he dicho, en un país con cuatro millones de parados, según parece, el Rey ha presionado al señor Sarkozy para que agilice los proyectos de comunicaciones de España con Francia y, a través de Francia, con el resto de Europa. En su comparecencia ante las Cortes Generales y en la rueda de prensa que ha dado con el presidente del Gobierno español el mandatario francés se ha comprometido a hacerlo. Son tan amargas las experiencias de los españoles con los franceses que basta con que estos se muestren accesibles, aunque sea con esa actitud condescendiente del señor Sarkozy para que a aquellos se sientan en el séptimo cielo. La prensa se hace lenguas de la visita de Estado y de las excelentes relaciones de España con Francia, supongo que con el sordo cabreo del PP. Casi parece que estuviéramos viviendo una reedición de los desafortunados pactos de familia del siglo XVIII. Ojala no nos pase nada. Para halagar aux petits espagnols, Sarkozy dice que la prensa francesa habla del eje Madrid-París-Londres. No dice que lo haya; dice que la prensa lo dice. Ya veremos qué sucede si al señor Rodríguez Zapatero se le ocurre dar por supuesto que el eje existe.

Sólo he visto un eje en Europa que fuera beneficioso para España y funcionara: el hispano-alemán. Espero que deslumbrados por el gran vendedor Mr. Sarkozy y su bellísima esposa los españoles no olviden que su aliado en Europa es Alemania, de quien los otros dos no acabarán nunca de fiarse.

Y eso porque hablamos de los españoles socialistas, que oscilan entre los alemanes, los británicos y los franceses. Si consideramos a los conservadores del PP la cosa se complica porque estos no entienden nada de ejes en Europa y se echan siempre que pueden en brazos de los Estados Unidos, el último país que ganó una guerra a España.

Los términos en que se expresó en la conferencia de prensa el señor Sarkozy me parecieron condescendientes, lo que los ingleses llaman patronising y hago votos porque, con todo, España se beneficie de esta visita y ello en un clima de buenas relaciones entre iguales. Nada de Pacto de familia. Para nosotros es muy importante. Piénsese que uno de los aspectos más claramente geopolíticos es el hecho de que el territorio francés haya sido durante muchos, demasiados, años santuario de terroristas y asesinos etarras. Sarkozy ha formulado un principio bello en sí mismo y con bastante elegancia al decir que Francia, lugar de origen de los derechos humanos (que lo sepa el anfitrión) se deshonraría si diera cobijo a terroristas que atentan contra el derecho humano básico, el de la vida. En el aire queda siempre flotando la cuestión de que hubo un tiempo en que ese cobijo honraba a Francia que no acogía y protegía a terroristas sino a demócratas y luchadores contra la dictadura asesina franquista.

Por cierto, échese una ojeada a la imagen de la derecha: ¿qué pinta ahí esa señora o señor de pelo cano? ¿Es la traductora? El presidente del Gobierno de España ¿tampoco habla francés? Esto es algo inaudito. Propongo que el Parlamento tome una decisión en los términos que estime oportuno que obligue a quien quiera ser investido presidente del Gobierno de España a que hable cuando menos dos lenguas vivas europeas así como una de las que se hablan en España.

(La primera imagen es una foto de 20 Minutos; la segunda, una foto de 20 Minutos, bajo licencia de Creative Commons), ambas bajo licencia de Creative Commons).

Una banda de imbéciles.

Dice el escritor Roberto Saviano que para la Mafia italiana los etarras son una "banda de imbéciles". No, don Roberto, hay que ver qué escasa capacidad analítica y discriminatoria tiene Vd. Se traga Vd. los insultos de los mafiosi como si fueran verdades apodícticas enunciadas por un oráculo. ¡Qué sabrán los mafiosi de las profundas elaboraciones teóricas de la organización armada! ¿Leen Gara? ¿Dominan las alturas de la reflexión independentista o se dejan llevar por la primera andanada de condena que cruce la plaza del mercado?

Los documentos que periódicamente hace públicos la organización son un compendio de profundidad de ideas expresado en un lenguaje rico y matizado, de tanta fuerza como la prosa del Siglo de Oro. Manejan conceptos de indudable actualidad, la mayoría de ellos posmodernos y el rigor de sus razonamientos desarbola el conjunto de patrañas y la melopea ideológica de los medios partidarios del sistema que son todos excepto aquel en el que se publican.

En realidad esos medios lacayunos no tienen otra función que decir lo contrario de lo que es; son el pivote esencial de la manipulación y la mentira organizada.

La Mafia considera también que, además de ser de imbéciles la organización armada le es muy útil porque evita que se hable del crimen organizado en España. Otra mentira destinada a justificar el orden capitalista al que sirven. Ya quisieran estos medios ser capaces de armar un debate acerca de las grandes cuestiones que afectan al ser humano individual o colectivamente como lo hace la organización armada de liberación nacional, cada vez que tiene que tomar una decisión. Cosas de la esencia y la potencia acerca de cómo se produce la emancipación colectiva y personal, cosa que los medios comerciales, productos del vicioso mercado no garantizan. Además, estar todo el día con la escatología a cuestas puede parecer imbécil y sin duda lo es, pero ¿quién se lo dice a estos liberadores del pueblo por derecho divino?

(La imagen es una foto de seleniamorgillo, bajo licencia de Creative Commons).

dimarts, 28 d’abril del 2009

Demasiado barullo.

A menos de mes y medio de las elecciones al Parlamento europeo los datos del Publiscopio de ayer son negativos para el PSOE y positivos para el PP que se distancia del partido del Gobierno en 2,3 puntos porcentuales, uno más que en marzo. Es sabiduría convencional que el electorado aprovecha las elecciones europeas, llamadas "de segundo orden" para castigar a bajo coste al partido del Gobierno. Si a esta tendencia se añade la acumulación de desastres sobre el PSOE, los cuatro millones de parados, aspecto más feo de la torva faz de la crisis, la posible pandemia de la gripe porcina y el haber cambiado parte substancial del Gobierno recientemente, en verdad lo sorprendente es que el PP lleve tan exigua ventaja a su rival en mitad de este desbarajuste ruidoso. Uno esperaría una distancia de cinco puntos cuando menos. A la hora de valorar eso de que el electorado castiga al partido gobernante en las elecciones europeas hay que admitir que no todo el mundo echa la culpa de la crisis al Gobierno; pero también habrá que aceptar que menos se las echará a la oposición. Y, sin embargo ésta no se distancia de su competidor. Entiendo que hay dos razones que explican la situación: en primer lugar, el PP carece de alternativas. El señor Rajoy dice y redice que el PP sabe la forma de salir de la crisis pero no explica cómo, cual si su partido fuera una especie de taumaturgo que opera por procedimientos milagrosos de los que no tiene por qué dar explicaciones. En cambio, el señor Aznar anda por ahí dando las recetas mágicas concretas a quien quiere escucharlo, todo lo cual contribuye a suscitar mayor desconfianza en el PP. El segundo lugar es que, en efecto, como también muestra el Publiscopio, el PP inspira mucha más desconfianza y rechazo que el PSOE y ese es un dato determinante en unas elecciones generales.

Esto no quiere decir que el PSOE deba dar por perdidas dichas elecciones europeas o ir a ellas con moral de derrota; pero sí que tampoco desorbite su importancia real. Claro que, si las gana, el PP les dará un valor decisivo, sosteniendo que obligan a abrir nuevo periodo electoral. Pero ese es el punto de vista de parte de la oposición. El problema sólo resultará ser tal si se complica la situación parlamentaria del Gobierno, que ya es suficientemente horrorosa, pues no cuenta con compromiso firme de apoyo de ninguna de las otras fuerzas políticas. Sólo entonces a lo mejor es conveniente que el señor Rodríguez Zapatero presente la cuestión de confianza. Es una jugada de riesgo pero, si le sale bien, consolida la posición del Gobierno hasta las próximas elecciones generales. Y, por supuesto, compensaría con creces por la derrota en Europa.

La peor noticia para el PSOE es que cuenta con una fidelidad de votantes muy inferior a la del PP. Le interesa por tanto reconquistarlos. Pero si no puede y si la campaña no consigue dar la vuelta a la situación y el PSOE pierde las elecciones europeas no es el fin del mundo. Al contrario. Quedan tres años hasta las próximas legislativas y un resultado adverso en las europeas puede actuar como un movilizador del voto socialista. La cuestión consiste en mejorar la capacidad comunicativa del Gobierno, sorprendentemente baja, una vez que las nuevas ministras/os hayan comenzado a hacer algo.

Si el PP gana las europeas querrá ver en ellas una especie de moción de censura de la calle al señor Rodríguez Zapatero y pedirá elecciones anticipadas. Es lo que hace siempre. Sin embargo, la situación reintegra la política al ámbito parlamentario. Si el señor Rajoy quiere echar al señor Rodríguez Zapatero, sólo tiene que presentar una moción de censura. Pero no lo hace ni quiere hacerlo porque podría resultar, seguramente resultará, que él mismo, el candidato alternativo que es forzoso presentar tiene menos apoyos que el censurado.

El único francés es el español.

No me digan que no tiene gracia. De los cuatro personajes de la foto, sólo es francés el Borbón ya que Sarkozy es húngaro, la señora Bruni, italiana y doña Sofía, griega. Claro que peor es el caso de España porque si sólo había un francés en esta solemnísima visita de Estado, españoles no había ni uno ya que el Borbón, en efecto, es francés.

Mientras nadie dé cuenta de lo que hablan entre tanto lujo y boato, entre almuerzo y cena de gala, las gentes del común sólo podemos glosar las apariencias externas de estos mandatarios a los que sostenemos con nuestros impuestos y que son tan, tan, pero tan humanos, tan comidos por los complejos. El señor Sarkozy se gasta unos zapatos con un alza inverosímil; pero nada comparado con los zancos a que se encarama doña Letizia, a ver si consigue que se la vea. Y el Rey cada vez se parece más a su padre. Ya tendría gracia que, después de haberlo traicionado y haber pasado por encima de sus derechos dinásticos don Juan Carlos fuera ahora convirtiéndose en el doble de don Juan, como si el alma en pena de éste, no habiendo podido reinar en vida merced a las malas artes de Franco y su hijo, viniera ahora a tomar posesión de la de Juan Carlos que un día se mirará en el espejo y verá la mueca burlona del rostro de su progenitor.

¿Y qué me dicen de la ironía de que estos franceses, que se quitaron de encima a la plaga de los antecesores de nuestro Rey, estableciendo una República, único régimen que deben tener los pueblos libres, vengan ahora a la exótica España a visitar a un pariente del que ellos decapitaron? "España es un país de antepasados", decía Kant y por eso ha venido la pareja francesa a contemplarlos en el museo de antigüedades. Y es verdad, al lado de la singular belleza y refinada elegancia de doña Carla Bruni todos los demás resultaban antiguos. Empezando por su marido.

Parece que hoy habrá menos boato bombástico, que no acaba de cuadrar en un país con cuatro millones de parados, y empezará el trabajo en serio, cuyo punto esencial, según se dice, es intensificar la colaboración policial y acabar con ETA. Ojalá.


(La imagen es una foto de 20 Minutos, bajo licencia de Creative Commons).

Memoria de guerrilleros.

Después de perder una guerra civil de casi tres años contra un enemigo bestialmente superior en hombres, recursos y armamento, hubo españoles que se enrolaron en la resistencia francesa contra los nazis en donde estuvieron combatiendo casi cuatro años más; esa guerra la ganaron. Algunos, incluso, pasaron a Indochina y combatieron en Vietnam contra los mismos franceses a los que habían ayudado en Francia; esa, también la ganaron. Este vídeo recoge el Himno del partisano, cantado por Yves Montand y está dedicado a los guerrilleros españoles "muertos en la lucha por la paz, la libertad y la democracia junto a todos los pueblos del mundo"; y en todas partes lo consiguieron menos en su propio país.



dilluns, 27 d’abril del 2009

Toma globalización.

En menos tiempo del que nos hubiera gustado hemos recibido un par de clases prácticas acerca de qué significa la globalización a base de buenos mamporros. Primero fue la crisis financiera, convertida después en crisis de la economía real, que está dejando al mundo en cueros, a la gente en el paro, a los bancos tiritando, a las empresas en quiebra, a los gobiernos a bout de souffle. Comenzó con las famosas subprime en los Estados Unidos el verano pasado y en el otoño ya se había extendido por el mundo entero. Nadie está libre de la crisis que no respeta fronteras ni diferencias entre sistemas económicos. Hay tantos parados en China como en España, relativamente, claro es. Así hemos aprendido la lección amarga de la globalización: la internacionalización del capital, la universalización del comercio, todo apunta a la realidad de la famosa teoría del aleteo de la mariposa.

La globalización, ¿es buena o mala? La pregunta es hoy, como ayer y como lo será mañana, estúpida: la globalización, simplemente, es. Si, además de ser (y ser inevitable) resulta buena o mala, dependerá de muchos factores, circunstancias y situaciones. Dependerá incluso de los tiempos: a veces será buena y a veces, mala. Lo que es incomprensible es que todavía no se hayan elaborado los mecanismos internacionales para gestionarla. Gracias a la crisis global estamos asistiendo a una febril actividad de reuniones y cumbres que solamente ponen de manifiesto la dejadez con la que los Estados han actuado en los últimos veinte años, aproximadamente desde la caída del comunismo. Se acababa la guerra fría y, según decía el presidente Bush, padre del orate que ocupó la Casa Blanca los últimos ocho años, nos correspondería cobrar los dividendos de la paz. Y así ha sido: hemos cobrado dichos dividendos en forma de guerras y, ahora, la crisis más bestial del capitalismo desde 1929, merced a la aplicación irrestricta de los dogmas neoliberales.

Y ahora, la pandemia de la gripe porcina. Hay algo apocalíptico en este suceso. Como lo hay en el hecho de que haya empezado en México, D.F., la ciudad más populosa del mundo, con más de veinte millones de habitantes. Dicen que los chilangos y defeños en general están asustados. No me extraña. ¿Quién puede detener el contagio en una ciudad de veinte millones de habitantes, esto es, como dos veces Portugal?

Pero hay más: ¿quién puede detener el contagio del planeta entero en plena globalización? En tiempos de la peste negra que, como se recordará, se llevó por delante en el siglo XIV a un tercio de la población de Europa, la plaga se extendió con una lentitud que hoy daría verdadera envidia pues le llevó cuatro años para pasar de Turquía (en 1347) a Suecia (en 1351) a través de España, Francia, etc. Hoy, el virus de la gripe porcina ha tardado cuarenta y ocho horas en ir de México a España y a Nueva Zelanda. La pandemia está aquí. Ya veremos cómo se presenta la situación y qué cabe hacer. Pero es, obviamente, otro recordatorio de que hoy día los problemas son globales y sólo pueden resolverse con soluciones globales. Las medidas nacionales sólo debieran tener carácter subsidiario de las que se tomaran en el orden internacional mientras que ahora serán las únicas que se adopten y, en todo caso, tendrán que contar con la intervención decidida de las instancias públicas. Vamos a ver asimismo cómo funcionan los servicios de salud privatizados por estos nuevos piratas del siglo XXI llamados neoliberales y neoconservadores que se diferencian de los somalíes en que no se juegan la vida en sus actos de pillaje.

Además estoy seguro de que el señor Rajoy acabará acusando al gobierno socialista de haber traído la peste porcina.

(La imagen es una foto de 20 Minutos, bajo licencia de Creative Commons).

Estados y naciones.

A la altura de la pág. 263 de este interesante libro (La identidad de las naciones, Barcelona, Ariel, 2009, 342) dice la autora que "tradicionalmente el nacionalismo ha sido un tema incómodo para los científicos sociales". Ciertamente. Y algunos de los motivos por lo que esto ha sido así aparecen en su obra prácticamente desde el principio. Uno de ellos es una relativa confusión conceptual o dificultad de tratamiento sistemático del asunto. Por ejemplo, en este caso, aunque Guibernau se esfuerza en su introducción en trazar lo que llama el "esbozo del libro" (p. 19), éste no es propiamente una obra unitaria como podría pensarse de la concisión de su título que da a entender que los siete capítulos constituyen un desarrollo lógico, cronológico, sistemático o como se quiera del enunciado "identidad nacional". Antes bien, se trata de siete capítulos relativamente independientes, casi como si fueran ensayos autónomos que pivotan sobre un tema común, el de la famosa identidad nacional, pero lo tratan desde perspectivas muy distintas, como se verá en el curso de la reseña.


Las dificultades del tratamiento del nacionalismo hacen su aparición ya en el primer capitulo, titulado ¿Qué es la identidad nacional? que, con el segundo y el séptimo, constituye el corpus teórico de la obra pues los demás obedecen a perspectivas empíricas. Desde el inicio del libro, en este primer capítulo, tropezamos con las dificultades señaladas al encontrarnos con una definición circular que constituye una petición de principio. Dice la autora que la identidad nacional "es un sentimiento colectivo asentado en la creencia de pertenecer a la misma nación y de compartir muchos de los atributos que la hacen distinta de otras naciones" (p. 26). Los sentimientos pertenecen al campo de la más rabiosa subjetividad y sobre ellos puede decirse lo que se quiera. Sin embargo aquí ese problema parecería resuelto puesto que los tales surgen de una realidad aparentemente objetiva que es la nación. Lo que sucede es que al hablar de la nación, en definición que reproduce textualmente de una obra anterior, Guibernau la considera "como un grupo humano consciente de formar una comunidad, que comparte una cultura común, está ligado a un territorio claramente delimitado, tiene un pasado común y un proyecto colectivo para el futuro y reivindica el derecho a la autodeterminación" (p. 27). Es decir la definición de nación remite a la de identidad nacional y la de identidad nacional a la de nación. La inclusión de otras determinaciones como cultura común o territorio no ayudan especialmente a clarificar el concepto cuando se piensa en casos de grupos humanos que se sienten naciones y tienen las más variadas relaciones con esas determinaciones. Muchos países latinoamericanos tienen una cultura común, relaciones harto cambiantes con el territorio, un pasado común y se consideran naciones distintas. Los suizos se tienen por una sola nación pero poseen culturas y hasta lenguas distintas. La lengua que no está presente en esa definición es, sin embargo, elemento esencialísimo en muchas naciones; no en todas ya que hay muchas naciones muy diferentes que hablan la misma lengua; en concreto las que Churchill llamaba English speaking peoples.

En realidad estos problemas conceptuales no tienen mucha importancia siempre que uno no se empeñe en imponer una definición (que es una imposición racional) de algo que se da en el terreno de los sentimientos. La identidad nacional, como bien dice la autora, es un sentimiento subjetivo porque la nación misma es una vivencia subjetiva y las vivencias subjetivas no son susceptibles de definición o, todo lo más, de una del siguiente tenor: es nación el conjunto de gente que dice que es nación, esto es, una teoría subjetiva de la nación, perfectamente admisible por lo demás. Tratar de objetivar la subjetividad arriesga la confusión conceptual que aquí se da frecuentemente cambiando nación por Estado. El Estado sí es una realidad objetiva, positiva, empíricamente verificable y consta de tres atributos indispensables: poder soberano, territorio delimitado y pueblo. Si están los tres, hay Estado; si falta alguno, no lo hay. Lo de la nación es mucho más impreciso. Puede sobrar o incluso faltar algún atributo y ello no empece para que haya nación. Por ejemplo, el pueblo judío es una nación que ha carecido de territorio durante veinte siglos. Desde que lo tiene hay un Estado judío pero la nación judía, el conjunto de personas que se sentían parte del pueblo judío, ya existía.

El intento de acuñar una definición de nación adjudicándole alguno de los elementos objetivos definitorios del Estado sólo puede confundir aun más las cosas. Ello nos lleva asimismo a otra característica de este ensayo que aparece recurrentemente: la perspectiva catalana de la autora que es, seguramente, la que le hace incluir como otro elemento del concepto de nación la reivindicación del derecho de autodeterminación, cosa que no es evidente deductiva ni inductivamente. Puede haber y hay naciones y seculares incluso que no incluyen tal reivindicación; por ejemplo, el pueblo romaní. En el fondo, este asunto de la autodeterminación depende de una complicada relación que se da entre los dos conceptos mencionados, Estado y nación, y que el libro de Guibernau no aclara satisfactoriamente entre otras cosas porque tampoco su idea del Estado es enteramente admisible sin más. Para empezar sólo habla del Estado-nación y localiza su origen a fines del siglo XVIII y comienzos del XIX, contraviniendo el consenso casi universal entre historiadores, politólogos, iuspublicistas, filósofos políticos, etc, que remonta el origen del Estado a fines del siglo XV, tanto de la cosa como de la palabra (lo Stato) en Maquiavelo. Los datos de ese Estado-nación son el monopolio del "uso legítimo de la fuerza en un territorio y con una población" (p. 99). Incluso con esa variante weberiana, la definición se ajusta al Estado de los Reyes Católicos, por ejemplo. Añade Guibernau, sin embargo, que dicho Estado trata de unir a la población "mediante la homogeneización cultural", aunque lo más común sea la diversidad interna (ibid.). Así parecería que, efectivamente, ese concepto de Estado es el del siglo XIX, producto del jacobinismo francés y opuesto, por ejemplo, a la tradición poliárquica del Imperio Germánico. Lo que sucede es que la realidad histórica es un mar de trampas en el que naufragan todas las racionalizaciones: los primeros intentos de homogeneización también se dan en la España de los RRCC y los primeros Austrias con la expulsión de los moros, de los judíos y de los moriscos. A su vez, para acabar de liar las cosas, ese Estado español de los Reyes Católicos mantiene la autonomía de leyes y fueros de las dos coronas de Castilla y Aragón.

Definitivamente, el problema de las relaciones entre Estado y nación es muy intrincado. La reducción de la realidad estatal a un constructo dieciochesco y décimonónico interpreta el Estado como un mero instrumento de realización de la(s) nación(es) preexistentes, a través de sus estrategias de implantar identidades nacionales únicas entre sus ciudadanos (p. 45) fomentando imágenes de la nación, fabricando símbolos, creando ciudadanía, identificando enemigos comunes y cuidando el sistema educativo (p. 47). Un típico punto de vista del llamado "nacionalismo sin Estado" que no tiene por qué ser incierto. Como tampoco lo es, ni mucho menos, el que ve al Estado como preexistente y generador él mismo de la idea de nación

El segundo capítulo, Identidad nacional, descentralización política y secesión estudia tres casos de lo que la autora llama "democracias liberales" (un concepto que no es enteramente unívoco en su obra, como se verá más abajo), Canadá, España y Gran Bretaña, para contestar a la cuestión de si la descentralización política que se ha venido dando recientemente en los casos de Cataluña, Escocia, Flandes, el País Vasco y Quebec es una amenaza para la identidad nacional que pretenden inculcar los Estados (p. 57) o si promueve el separatismo (p. 89). Muy en línea con ese parti pris de catalanismo moderado, la autora contesta que no, que la descentralización política fomenta las identidades múltiples (p. 83) y hasta funciona como un antídoto contra el secesionismo. La descentralización no da plena satisfacción al deseo de autodeterminación pero tiende a debilitarlo (p. 90). Aduce a su favor datos de encuestas sobre sentimientos nacionales (más español que catalán, más catalán que español, etc) un poco a voleo y que, como suele suceder, son susceptibles de interpretaciones encontradas. Igualmente aporta razones que son muy discutibles. Por ejemplo, al hablar del famoso dictamen del Tribunal Supremo Federal del Canadá de 1998 sobre Quebec, afirma que el Tribunal dice que el Quebec no puede proceder unilateralmente a la secesión (p. 70), lo cual es obvio. Pero dejar ahí el dictamen es contar sólo la mitad de él; la otra mitad obliga a recordar que el Tribunal decía que el Gobierno del Canadá no debería retener contra su voluntad a una parte de la población y que si se acreditaba una voluntad clara de separación, todos los integrantes de la federación canadiense tendrían que entrar a negociar la forma más justa para todos de llevar a cabo la separación, lo cual es un obvio reconocimiento del hecho (no del derecho) de la secesión y, desde luego, resulta difícil argumentar que la descentralización no anima a la secesión con ese dictamen en la mano. Del mismo modo sostiene Guibernau que la Constitución española de 1978 no dio respuesta a las aspiraciones nacionales de Cataluña y el País Vasco pero que en realidad, la exacerbación del soberanismo vino dada por la política neocentralista del señor Aznar (p. 79). Un mero repaso a la evolución de la cuestión autonómica española desde aquel año hasta hoy muestra que, como es lógico, la mayor descentralización política incita a mayores peticiones de soberanía. Como está pasando en Gran Bretaña con Escocia y está pasando con un país del que Guibernau no habla y cuya misma existencia como Estado está hoy más amenazada que nunca a causa de la descentralización política, que es Bélgica. Da la impresión de que la propuesta de "la mayor descentralización política no tiene por qué llevar a más tendencia secesionista" es una consideración táctica y política antes que una conclusión científica. Por supuesto que la descentralización política aumenta las tensiones centrífugas. Es incluso de sentido común. Por eso, entre otras cosas, ha dejado de existir Checoslovaquia y por eso hay un conflicto armado en el País Vasco y una radicalización política (pacífica, pero radicalización) del nacionalismo catalán. Y, desde el punto de vista científico-social, esa relación de causa-efecto no está bien ni mal; simplemente, es.

El cuarto capítulo, Sobre la identidad europea, es una serie de consideraciones sobre esta idea de "lo europeo" que, obviamente, no puede plantearse como un caso de "identidad nacional" según sus propios términos porque todos los elementos de la definición están distorsionados: el territorio "Europa" no está claramente delimitado aunque lo hay; en consecuencia, tampoco el "pueblo", aunque también lo hay; de lengua común no puede ni hablarse; en cuanto a la cultura común, dependerá de cómo se mire. Algunos afirman que los europeos compartimos una cultura que nos permite distinguirnos de los orientales (p. 142). Pero la autora lo duda, a la vista de que la historia de los países europeos es una historia de guerras (p. 144). Sin embargo, unas páginas más allá da por supuesta la existencia de una "cultura política europea" que incluso ha tomado cuerpo en el Tratado de Maastricht (p. 166). Hay quien dice que la característica clave de lo europeo es el cristianismo ("las raíces cristianas" de que habla la derecha europea) pero Guibernau afirma con razón que no menos europea es la Ilustración y la revolución industrial con cinco fenómenos concomitantes: 1º) declive de la aristocracia y advenimiento de la burguesía; 2º) separación de la Iglesia y el Estado; 3º) aparición y consolidación del Estado-nación, 4º) aparición del nuevo concepto de ciudadanía: 5º) la importancia del concepto de la educación universal (pp. 147-148). A su vez, lo que divide a los europeos, según Guibernau es: la religión, la diversidad socioecónomica, la cultura y la clase social, el género y vida familiar, la diversidad étnica y la diversidad nacional (p. 157). A estas alturas sería comprensible que el lector sintiera cierta irritación al ver cómo se manejan conceptos en planos epistemológicos distintos. Entender que la religión y la "diversidad socioecómica", que es un factor absolutamente contingente, puedan ponerse en pie de igualdad es sencillamente incomprensible. Como lo es que la cultura, la religión y lo nacional aparezcan a los dos lados de la raya que separa lo que une y lo que divide. La irritación deja paso a la desesperación cuando se afirma que lo que une a los europeos es el recuerdo de la segunda guerra mundial con sus más de cuarenta millones de muertos (p. 161). Suiza, España, Irlanda, Suecia, países que no participaron en esa guerra, son sin duda Europa. Por lo demás, la cifra de cuarenta millones de muertos, deja fuera del cómputo los veinte millones de bajas soviéticas, probablemente porque deba entenderse que Rusia no es Europa, cosa harto discutible. ¿No decía el General De Gaulle que la ambición era contruir una Europa desde el Atlántico a los Urales? En fin, nada de extraño tiene que la autora sostenga que la hipotética "identidad europea" que ve más como proyecto que como realidad (p. 173) sólo pueda entenderse como "no emocional" en contraste con las identidades nacionales ya que la europea se articula más en términos de incentivos económicos (p. 177). Suena ya aquí un adelanto de la referencia a la distinción de Ferdinand Tönnies entre Gemeinschaft y Gesellschaft a la que Guibernau recurre en el último capítulo y, además, se suscitan no pocas dudas: si el proyecto de futuro es uno de los requisitos de la nación y de la identidad nacional (p. 27), ¿por qué en el caso de la "identidad europea" tendría que ser una prueba de su carácter insatisfactorio?

El capítulo cinco (Repensando la identidad norteamericana) aborda este tema verdaderamente oceánico de un modo que no encuentro especialmente esclarecedor y eso es así porque los Estados Unidos son precisamente el ejemplo arquetípico de la nación creada a partir del Estado. Por eso reconoce Guibernau que la nación nortamericana no se basó en la etnia sino en los valores políticos de la igualdad, la libertad y el individualismo, el uso de la lengua inglesa y los valores morales del protestantismo (p. 181). Pero, a continuación, cuestiona que el melting pot haya funcionado dado que los problemas que, sostiene, acosan a esa posible identidad nacional estadounidense son: 1) el multiculturalismo; 2) la inmigración hispana; 3) la permanente discriminación de los afroamericanos (por cierto, no me ha quedado clara la actitud de la autora respecto a las conclusiones de Herrnstein y Murray en esa pieza de sedicente investigación racista que se llamó The Bell Curve: Intelligence and Class Structure in American Life); 4) la proliferación de identidades compuestas; 5) la distancia creciente entre las elites y las masas; 6) el fin de la guerra fría y la pujanza de la "guerra contra el terror" que no veo qué tiene que ver con los otros factores (p. 208). Encuentro curioso que se puedan levantar tantas objeciones a una realidad de hecho evidente para cualquiera: la fuerza de la identidad nacional estadounidense en todas las clases y estratos sociales. Por lo demás, la mención a las comunidades indias originarias (p. 202), las naciones aborígenes, plantea de nuevo el problema del requisito de autodeterminación para el reconocimiento de la condición nacional.

El capítulo seis (Reacciones ante el fin de las identidades nacionales "puras") aborda el muy interesante problema de la nueva derecha radical en relación con la identidad nacional y lo hace con una consideración que encuentro desconcertante. Al levantar constancia de que esta nueva derecha ya no es la vieja fascista de los años treinta porque acepta la democracia, la autora sostiene que "ha logrado superar la tradicional escisión entre la izquierda y la derecha, al combinar un fuerte resentimiento anti-establishment y vigorosas demandas de reforma democrática, utilizando la protesta y la identidad como agentes movilizadores" (p. 217). En efecto, desconcertante. En principio ya el viejo fascismo presumía de haber superado la dicotomía entre izquierda y derecha; esa presunción era uno de sus signos distintivos; pero era falso. En cambio, ahora, ¿sería verdad? A estas alturas no estoy seguro de lo que la autora entenderá por "izquierda" y "derecha", pero esa pretensión superadora del binomio izquierda-derecha queda muy relativizada con la afirmación en la página siguiente de que la nueva derecha radical "es principalmente liberal" (p. 218). Como se verá más abajo, tampoco el empleo del término liberal es unívoco en esta obra pero, en lo que hace a la nueva derecha, por liberal se entiende "partidario de limitar las atribuciones del Estado". O sea, la nueva derecha es de derechas de toda la vida, aunque aggiornata. El resto de postulados va en la misma línea: sueño de una Europa blanca, hostilidad a la inmigración, sobre todo la islámica y apoyo a la "preferencia nacional" (p. 220), a favor de las identidades nacionales "puras"(p. 227), en contra del multiculturalismo (p.230), a favor del etnopluralismo con un discurso posracista (p. 235). La misma autora habla de que se trata de una propuesta de Apartheid con ropaje pluralista (p. 236). No comprendo por qué decía que había superado la divisoria izquierda/derecha.

El capítulo siete y último (Identidad nacional frente a identidad cosmopolita) vuelve a un territorio menos empírico y más teórico, pero no más satisfactorio. Hace arrancar el cosmopolitismo correctamente del estoicismo pero sitúa a éste, ignoro por qué, entre las escuelas filosóficas presocráticas siendo así que su fundador, Zenón de Citio, vivió cien años después de la muerte de Sócrates y la escuela es perfectamente helenística. Es aceptable su distinción entre un cosmopolitismo cultural, uno filosófico y otro político o institucional (p. 240), como la diferencia entre cuatro niveles, el jurídico, el político, el económico y el cultural (p. 244). Ya no me parece tan acertado sostener que el cosmopolitismo sea exclusivamente una teoría occidental. Al menos en el terreno filosófico, bastantes escuelas orientales, hindúes y chinas tienen puntos de vista universalistas y cosmopolitas. Como los tuvo el Islam clásico. No estoy muy seguro de que la autora dé cuenta satisfactoriamente de la dimensión ética (especialmente kantiana, pero no sólo ella) del cosmopolitismo. Llevando el asunto a la casuística concreta -para distinguir entre el cosmopolitismo y el nacionalismo- plantea un supuesto: en un país un dictador se ha hecho con el poder tras un golpe de Estado (el ejemplo típico en teoría política del tirano de origen) ¿Se justifica que los ciudadanos sean desleales al gobierno del dictador? Ya la pregunta tiene un planteamiento sorprendente. "Desleales" no puede ser el término; tendría que plantearse como deber o no deber de obediencia. En todo caso, Guibernau sostiene que un cosmopolita no tiene por qué ser leal al tirano ya que su deslealtad no puede confundirse con deslealtad a la nación. Pero añade lo siguiente: "Desde un punto de vista nacionalista, habría que matizar la respuesta. Con todo, cualquier intento de amenazar o acabar con el carácter abierto y democrático de una nación debería condenarse. Y es desde esta perspectiva que la lealtad a un régimen no democrático podría ser un imperativo ético" (p. 257) Este párrafo contiene dos enunciados contradictorios: 1º) si se es nacionalista, hay que matizar la respuesta (o sea, hay que obedecer al tirano); 2º) pero no, no puede ser, no se puede obedecer a un tirano porque no se puede admitir que se acabe con el "caracter abierto y democrático de una nación". Pero ¿qué es el carácter abierto y democrático de una nación? Las naciones no son democráticas ni no democráticas. Lo que sucede es que, como ya se decía al comienzo de la reseña, a lo largo del libro, suelen confundirse nación y Estado. El Estado es o no democrático. La nación es otra cosa. Sitúa luego la autora en paralelo lo que llama el "nacionalismo democrático" con el cosmopolitismo y echa mano de la ya citada distinción de Tönnies. No hace falta decir que la nación será la Gemeinschaft y la cosmópolis la Gesellschaft (p. 270). Pero si identifico nación y Estado, estaré obligado a hacer el paralelismo al revés y, en todo caso, sospecho que la comparación no está bien traída. Desde el momento en que la nación es un sentimiento, la Gemeinschaft está servida; pero también lo está en la cosmópolis, de la que los cosmopolitas nos sentimos miembros por pura convicción moral, alejada de todo cálculo societario. Por último, me da la impresión de que Guibernau asimila "nacionalismo democrático" y "nacionalismo liberal" sin tomarse muchas molestias en justificar la transición de nombre. La síntesis de ambas es una "democracia liberal" que, según la autora está definida por tres principios: 1) la justicia social; 2) la democracia deliberativa; y 3) la libertad individual. Volvemos a lo que se decía al principio: no es seguro que el concepto de liberalismo que maneja Guibernau pueda ser suscrito por la opinión común de los estudiosos. No hace falta recurrir a un conspicuo liberal como Hayek ni llevarlo a sus extremos para reconocer que la justicia social es algo que no tiene nada que ver con el liberalismo; no porque éste sea contrario a ella, sino porque no es asunto de su incumbencia. En cuanto a la "democracia deliberativa", que es una exigencia reciente de las teorías de la democracia al estilo de la acción comunicativa habermasiana, también resulta ajena al liberalismo; esto es, el liberalismo es compatible con una democracia deliberativa y con una que no lo sea. Por lo tanto, la tal democracia deliberativa no puede ser un principio de la liberal. Y el último citado, el de la libertad individual que, efectivamente, es típico y necesario para que pueda hablarse de liberalismo es, sin embargo el que más dudas plantea a la autora porque, claro, no es enteramente compatible con la defensa de los derechos colectivos que a ella le parecen incuestionables (p. 276) pero, se ponga como se ponga, no lo son para todo el mundo, especialmente para los liberales de estricta obediencia. En fin, el cosmopolitismo es una utopía (p. 277), salvo que se entienda en términos de nacionalismo democrático. Al final del capítulo hay un párrafo que probablemente describe la posición política nacionalista de la autora, aunque más parece una especie de panacea o intento de justificar una forma de nacionalismo voluntarista que podríamos llamar en referencia al viejo Kirchheimer, catching all program: "El nacionalismo democrático es legítimo. Defiende el derecho de las naciones a existir y a desarrollarse sin dejar de reconocer y respetar la diversidad en su interior. Rechaza la expansión territorial de las naciones y manifiesta un firme compromiso a aumentar la moralidad de los ciudadanos fomentando la democracia, la justicia social, la libertad, la igualdad y el respeto mutuo ante las diferencias culturales y de otra índole. Únicamente estando comprometido con estos principio el nacionalismo democrático puede ser cosmopolita" (pp. 278/279). Es un párrafo decididamente normativo (formulado en el campo programático del deber ser) con pretensiones de formulación descriptiva (como si se diera en el campo del ser) y cuya última condición sólo puede entenderse con un criterio de cosmopolitismo republicano kantiano.

En definitiva, un libro de gran interés, que aborda con audacia pero no siempre con fortuna una problemática compleja. Tiene a su favor la variedad de temas y perspectivas que maneja. Su mayor debilidad es una notable imprecisión conceptual que lleva a conclusiones sumamente discutibles cuando no directamente erróneas. Hay asimismo cierto descuido en la redacción que hace que se cometan errores en asuntos de hecho. Así, en la página 123 se dice que, según el censo de 2001, el 12,5 por ciento de la población austriaca había nacido fuera del país, mientras que en la 134 se asegura que, según el mismo censo del mismo año, el porcentaje de extranjeros en Austria es de 8,9 por ciento. Puede que "nacidos fuera" y "extranjeros" no sean conceptos idénticos, pero convendría aclararlo. Igualmente en la página 175 se habla de los "quince Estados miembros originarios" de la UE. Sin duda se quiere distinguirlos de los diez más dos Estados que ingresaron recientemente. Pero los miembros originarios fueron seis. Finalmente, en la página 201 se habla de la "masacre de Wounded Knee en 1973". Esa masacre fue en 1890. Lo de 1973, fue el llamado "incidente de Wounded Knee" en el que murieron dos personas. Nada de masacre.

diumenge, 26 d’abril del 2009

Sí hay salida socialista a la crisis.

Es más, es la única salida que hay de verdad porque las otras son parches para volver al sistema que genera crisis; es decir, no son salidas verdaderas sino estafas en el mejor de los casos (consistentes en financiar las empresas privadas con fondos públicos) o desmantelamiento del Estado del bienestar en el peor. Las fórmulas de la derecha consisten siempre en hacer pagar los platos rotos a los asalariados y, como se ha dicho hasta la saciedad, socializar las pérdidas tras haber privatizado los beneficios que luego se ocultan en paraísos fiscales. Sus recetas, que el señor Aznar repite como un loro pero el señor Rajoy silencia porque, si no, pierde las elecciones son: reducir el gasto público, es decir, suprimir las prestaciones sociales de todo tipo; bajar los impuestos, los directos se entiende (siempre en beneficio de los ricos) mientras que suben los indirectos que son los que gravan a los pobres; privatizar las empresas y servicios públicos, expoliando a la comunidad de la propiedad colectiva; emplear los fondos públicos para financiar las empresas privadas y endeudar al Estado para que éste carezca de medios para atender a las prestaciones sociales; implantar el despido libre, medida que ocultan bajo el eufemismo de "reforma del mercado laboral". Así se sale momentáneamente de la crisis mediante el expolio y la injusticia.

Las medidas socialistas, en cambio, las de izquierda, garantizan una salida de la crisis que no se base en aumentar las injusticias de trato y que, además, abran la posibilidad de transformar elementos esenciales del sistema productivo. Es decir, que garanticen una salida duradera. Me limito a señalar dos ya propuestas por Palinuro. Una, en la entrada de ayer, consistente en arbitrar un gravamen progresivo excepcional sobre la renta (trabajo y capital) que allegue los fondos imprescindibles para financiar las políticas públicas de salida de la crisis. Es una medida coyuntural que, a medio plazo, ya en situación de normalidad, habrá que completar con otra estructural consistente en revertir la política fiscal de los últimos veinte años, de reducir la presión fiscal. Esa medida, típicamente de derecha (a la que se ha sumado la izquierda a veces por consideraciones electorales), trata de beneficiar a las rentas más altas al tiempo que descapitaliza al Estado para que no pueda atender a las políticas redistributivas y sociales propias del Estado del bienestar.

La segunda medida, también estructural y propuesta por Palinuro hace ya meses (véase la entrada del dos de octubre de 2008, titulada ¿Y si nacionalizamos la banca? y otras posteriores) consiste en nacionalizar la banca; es decir, hacer más o menos lo que varios gobiernos, como el de los Estados Unidos y el de Gran Bretaña, vienen haciendo ocasionalmente y de forma torticera, pero de modo más sistemático y provechoso para el bien común y no solamente para los intereses de los banqueros. Se trata de invertir en los bancos hasta ponerlos bajo control público dentro de los mecanismos ordinarios del mercado libre. De ese modo no se obstaculizaría la libre empresa y se garantizaría una financiación equilibrada, no especulativa, que mantuviera el desarrollo, el crecimiento sostenido y la justicia social tanto en el interior de los países como en las relaciones entre estos. Es decir, se trata de hacer lo contrario de lo que se ha hecho en los últimos tiempos en los que se liquidó lo que quedaba de la banca pública e, irónicamente, lo hicieron los socialistas.

Por supuesto que hay salida socialista, de izquierda, a la crisis. Otra cosa es que los socialistas quieran ponerla en práctica o se atrevan a ello.

(La imagen es una foto de Erminig Gwenn, bajo licencia de Creative Commons).

Una rosa es una rosa es una rosa.

Ya es mala pata la de los de Izquierda Unida. Sale su nuevo líder Cayo Lara a su bautismo de fuego en Tengo una pregunta para usted y empiezan los militantes a levitar de entusiasmo sosteniendo que ya era hora de que alguien expusiera con decisión y claridad las ideas de IU, que ha tenido una repercusión fabulosa y que ahora ya pueden encarar las próximas elecciones europeas con optimismo. A mi juicio Cayo Lara no soltó más que lugares comunes y dogmas vacíos. Es hombre sencillo, popular y dicharachero, pero no dice nada de interés sobre todo teniendo en cuenta que no puede hablar de medidas de Gobierno porque la probabilidad de que IU pueda adoptarlas es menor que la de encontrar un cuervo blanco. En todo caso, lo interesante es que el señor Lara tenía a las bases enfervorizadas cuando a la mañana siguiente doña Rosa Aguilar tomó las de Villadiego y dejó al ilusionado proyecto agarrado a la brocha. La medida de la capacidad de reacción del mencionado señor Lara es su comentario: "se va una rosa pero vendrán mil claveles". Casi parece un apotegma del camarada Mao Tse-tung pero mucho más vacío. Suponiendo que mil claveles aventajen a una rosa, ¿de dónde se sigue que hayan de venir? ¿Del hecho de que la rosa haya dado la espantada? En fin.

Desde el punto de vista de los usos de los pueblos civilizados la decisión de la señora Aguilar ha sido muy poco elegante. Pero sean buenos o malos los modos, el fondo de la cuestión sigue en pie: el llamado proyecto de IU tiene escasas posibilidades y muy negro futuro. Dentro de la coalición, en donde abundan los especialistas en encontrar excusas para los fracasos, se culpa de la situación a la tendencia al bipartidismo, al sistema electoral, al coco del "voto útil", a las tácticas diversionistas ora de unos, ora de otros enemigos interiores a los que periódicamente se aparta o se expulsa. Pero nadie quiere afrontar los dos hechos que condicionan hasta asfixiarla a la coalición: la hegemonía del Partido Comunista de España en su interior y la incapacidad para formular un programa que obtenga el respaldo del electorado. Para mí que ambos datos son incuestionales, sobre todo el segundo, que puede medirse en números, pero lo cierto es que ninguno de mis amigos de IU los reconoce. Y así van.

(La imagen es una foto de 20 Minutos, bajo licencia de Creative Commons).

dissabte, 25 d’abril del 2009

Tengo un plan contra el paro.

Los datos del paro que se hicieron públicos ayer, más de cuatro millones de desempleados, son estremecedores y han dejado al país conmocionado. Dice el Gobierno que no hay que hacer vaticinios apocalípticos. Sin duda. Pero mucho menos quedarse tan panchos como si aquí no pasara nada. Y no es este Gobierno -que hace menos de ocho meses llamaba "ralentización" a la crisis más grave del capitalismo desde 1929 o antes- el indicado para hacer recomendaciones porque está claro que no sabe por dónde sopla el viento. Como todo el mundo, por otro lado, incluidos los más afamados analistas, economistas, pronosticadores, futurólogos, responsables de organismos internacionales y demás charlatanes. Escuchar ayer a la señora Salgado vicepresidenta segunda del Gobierno decir con cara de padecer úlcera sangrante que "en ningún caso se llegará a los cinco millones de parados" era para mesarse los cabellos, llorar o liarse a mamporros. ¿De dónde saca esta respetable dama esa seguridad? ¿Qué datos la avalan? Habló de datos, sí, pero ¿cuáles? Y si, dentro de algunos meses llegamos a los cinco millones, esta señora ¿se irá a su casa o pronosticará que en ningún caso llegaremos a los seis millones?

Y la oposición no está mejor. El inefable señor Aznar ya ha dicho que, con él, esto no hubiera pasado. ¿Por qué no? Porque es él, claro. Sin comentarios. Y su ungido, el señor Rajoy, asegura que el PP tiene las ideas y fórmulas para resolver este pavoroso problema con la misma base que el Tarzán de las Azores para decir lo que dice.

Nadie sabe nada. Todos los vaticinios han fallado y, a medida que se hacen los nuevos, vuelven a fallar. Nadie tiene una explicación aceptable para la crisis, como señalaba ayer mismo Justo Zambrana en un magnífico artículo en El País, titulado Crisis: ¿no será la distribución de la riqueza? y que es lo mejor que llevo leído sobre este tema en el último año. Zambrana señala que no hay explicaciones teóricas de la crisis, habiendo fallado las neoclásicas y las keynesianas y él propone una muy convincente, la que apunta en el título: el aumento bestial de las desigualdades entre salarios y beneficios de capital en las economías industriales y la desigualdad entre países ricos y países pobres. Pero la brillante explicación de Zambrana es eso, teórica, y no arbitra a medio alguno para remediar esa lamentable situación.

Eso es precisamente lo que me propongo hacer modestamente aquí: exponer un plan para remediar el desempleo y salir de la crisis. Un plan práctico, realizable si, como siempre, hay la voluntad política de ponerlo en marcha. No se trata de una reacción apocalíptica. Si se quiere, nos esperamos a los cinco millones de parados pero me parece que si lo fuéramos preparando ya, tendríamos tiempo ganado. El plan se basa en tres puntos esenciales: a) reconocer que la situación es de emergencia y que hay que hacer algo excepcional; que, sin ánimo de ofender, el Gobierno está desbordado por la situación; b) poner en marcha mecanismos excepcionales de solidaridad que es lo único que puede sacarnos del atolladero; c) entender que el drama que viven cuatro millones de trabajadores, quizá cinco a la vuelta del verano, no va a resolverse suprimiendo las prestaciones por desempleo, abaratando los despidos o aplicando otras fórmulas depredadoras ni tampoco adoptando medidas drásticas e injustas como expulsar inmigrantes u (cosa que aún no se ha oído esta vez pero en la última crisis del año noventa y dos sí se escuchó) obligar a las mujeres a regresar a los hogares y dejar el trabajo a los hombres. Tampoco va a resolverse con otra fórmula que también se barajó en la citada crisis pasada de repartir el trabajo que hay. Sólo se solucionará generando nuevos puestos de trabajo para los parados. Dando la caña para pescar; no regalando el pescado.

Parto del supuesto de que el Estado necesita más recursos para hacer frente a las prestaciones, los programas sociales, las políticas de rescate y las imprescindibles inversiones públicas. Esos recursos sólo pueden venir hoy de la población. Somos el conjunto de los ciudadanos quienes hemos de comprender que nuestra solidaridad con los cuatro millones de desempleados debe manifestarse a base de poner a disposición del Estado los recursos extraordinarios que éste precisa. ¿Cómo? Aceptando un impuesto extraordinario, progresivo y universal sobre la renta y los beneficios del capital. Quedarían exentas las rentas más bajas (mileuristas, familias a las que no les llega, etc) y podría empezar en cotas moderadas de un cinco por ciento, (o lo que se considere), para ir luego creciendo en relación proporcional a los ingresos; que paguen más, bastante más, los que más tienen. Esta exacción única, excepcional (de momento; si ha de prolongarse, habrá que hacerlo), que equivaldría en realidad a una reducción de los ingresos reales de todo el mundo, pondría en manos del Estado un volumen dinerario que éste usaría para generar puestos de trabajo, reinsertar a los parados en el mercado laboral y fortalecer la demanda. Es una manifestación de solidaridad práctica con esos compatriotas que están pasándolo mal; solidaridad activa; nada de caridad. Es que nos sacrifiquemos todos, cada cual en proporción a sus posibilidades, y arrimemos el hombro.

Aumentar los impuestos (con carácter único y excepcional, aunque luego, insisto, ya se valoraría) sí señor, digan lo que digan los neoliberales y los sociatas achantados ante ellos. Es la única medida realmente solidaria y de izquierda que se puede y se debe tomar porque, entre otras cosas, no podemos seguir sin hacer nada, esperando que un Gobierno a todas luces desbordado resuelva un problema que lo tiene acogotado y sería una grave irresponsabilidad abrir ahora un incierto periodo electoral que, en el mejor de los casos, duraría cinco o seis meses más, y eso si las cosas no se quedan como están. Es decir, no es el momento de hacer política de partido, sino de Estado. Por ello propongo asimismo que la medida se apruebe en el Parlamento, que es en donde hay que aprobarla, y sea respaldada por un Gobierno de unión nacional, también excepcional, en el que estén representados todos los partidos políticos y, desde luego, los dos mayoritarios. Tiempo habrá, una vez salidos de esta crisis atenazante, de volver a la batalla partidista y al tú más o tú menos, a ponerse medallas y quitárselas al adversario.

(La imagen es una foto de le Haricot, bajo licencia de Creative Commons).

Los recuerdos son los caminos del corazón.

La mejor edad para aprender idiomas es la más tierna y la mejor forma de enseñarlos, a mi entender, es a través de canciones con lo que las letras se pegan ayudadas por la música y no importa que el que aprende no las entienda sino que se familiarice con ellas y las pronuncie. Estaba pues el otro día enseñando baladas inglesas y yankees (que son género sencillito) a mi hijo Ramón, que tiene tres años y medio y le enseñaba, claro, las que más me gustan y mejor recuerdo. Empecé así a cantarle la famosa Wildwood flower, una de mis favoritas, que interpretaba tan magistralmente Joan Baez en aquellos años sesenta tan lejanos y tan cercanos. No he conseguido encontrarla en Youtube, así que me he ido a esta versión de Reese Whiterspoon que no está mal, aunque un poco sosa y, desde luego, el vídeo es horroroso, pero tiene la ventaja de que trae también la letra. Hélo aquí:



(He encontrado una posibilidad de escuchar la versión de Joan Baez, con mucho más tempo, quizá demasiado, pero no en video, sino a través de un enlace: Wildwood Flower. Merece la pena).


La cosa es que de pronto me acordé de quién me la enseñó a mí: Stuart Christie, un anarquista escocés que vino a España cargado de bombas con la intención de matar a Franco. La policía lo detuvo sin que pudiera llevar a término su designio y lo juzgaron por lo militar, estuvo a punto de que lo mataran a garrote vil y por último lo condenaron a veinte años, de los que pasó tres porque, gracias a presiones internacionales, la embajada británica, Bertrand Russell, etc, los franquistas lo soltaron a fines de 1967. Lo conocí y me hice amigo suyo en Carabanchel, en donde ingresé a mi vez como preso político en enero de 1967. Tenía entonces Stuart veintiún años, medía más de un metro ochenta y era muy desgarbado. Me enseñó un montón de baladas inglesas de las que recuerdo varias que han formado parte de mi repertorio desde entonces. El cantaba muy bien. Yo, no.

Stuart compartía celda con un histórico anarquista, Luis-Andrés Edo, fallecido hace un par de meses, a quien habían detenido asimismo y acusaban de haber participado en el secuestro de Monseñor Ussía, el agregado español en el Vaticano, así como de intentar otros secuestros. Tenían una relación de maestro y discípulo. El propio Stuart cuenta que Edo le enseñó a afeitarse.

Stuart sigue siendo muy activo, es editor y escritor, siempre en defensa del anarquismo. Quien quiera saber más acerca de él, que pinche aquí (James Stuart Christie).

(La imagen es una foto que he tomado de Anarcoefemérides, que reproduce una de las dos que le hizo la policía franquista a Stuart cuando lo detuvieron y que publicó en portada el diario La Vanguardia, entonces llamado, cómo no, La Vanguardia Española, con el títular Detención de dos peligrosos terroristas (mind you), que se encuentra en La escuela moderna y que supongo que está en el dominio público. Stuart tenía dieciocho años cuando lo detuvo la Brigada Político Social.

divendres, 24 d’abril del 2009

Francisco Camps quiere un huevo al Bigotes.

El PP está que echa las muelas, siempre que los partidos tengan muelas, por la filtración al El País, el infame diario francmasón, de dos increíbles conversaciones entre los señores Francisco Camps presidente de la Generalitat de Valencia y muñeco del pim pam pum en tanto no se substancie su causa en una proceso judicial y el Bigotes presumido trujimán en Valencia de la presunta trama corrupta del supuesto señor Correa. Se trata, se dice en el partido de las rancias esencias hispanicas, de una gravísima violación del secreto del sumario y se pide que se investigue este hecho y se sancione a los culpables. Muy bien, que se los sancione. Pero ¿por qué dice el partido de la España unagrandelibre que es gravísima ruptura etc, etc? Al fin y al cabo todos sabíamos ya que el presidente Camps y el Bigotes se conocían y se llevaban de cine dado que, al parecer, el segundo acostumbraba a vestir al primero y, a juzgar por lo atildado que aquel va siempre, lo hacía con verdadero primor. ¿A qué viene, pues, esta gran escandalera? Tengo una opinión que no he visto reflejada por ahí a pesar de la gallarda virilidad del alma española: la de que estas cintas no sólo muestran que el presidente de la Generalitat y el Bigotes son amigos sino que se quieren. "Te quiero mucho" "Y yo a ti", mi pocholín, este es un añadido mío ex abundantia cordis. "Tenemos que hablar de lo nuestro, que es muy bonito". Este lenguaje es de amantes, no de amigos. Yo tengo amigos a los que quiero mucho, pero no se lo digo, porque esas cosas entre amigos no se dicen; se dicen entre amantes.

No pasa nada. Hoy, en España, a pesar del señor Camps y los ideólogos de su partido, los amantes del mismo sexo no están públicamente humillados ni vilipendiados ni, lo que es peor, como hacía Franco, perseguidos penalmente. Es más, si el señor Camps y el Bigotes quisieran sentar su juvenil cabeza y darse estado civil suponiendo que no estén casados por otro lado, saben que lo pueden hacer, gracias al PSOE que les habrá abierto un horizonte que su partido se obstina en negarles. El asunto tiene su importancia, no obstante, porque si, efectivamente, resultare que entre ambos median relaciones sentimentales, sus respectivas posiciones procesales podrían variar.

Crece en el seno del PP una corriente de opinión que pide al señor Camps que renuncie a su puesto a la vista de cómo se acumulan los indicios en contra de él pero el presidente, señor Rajoy, lo apoya. Hace bien. Sería imperdonable que, por una ligereza, se produjera una tragedia al estilo de Píramo y Tisbe.

(La imagen es una foto de Público, con licencia de Creative Commons).

We are America! We do not torture!

Me temo que sí, my friend, me temo que torturáis, que lleváis años torturando. America ha caido very very low, muy muy bajo my friend en los años turbios de Mr. Matorral y el cuasifascismo de los neocons. Very low. Todo vuestro crédito moral como campeones de los derechos humanos se fue al diablo cuando se publicaron las fotos de presos inermes torturados en Abu Ghraib, en Guantánamo, cuando se supo que la CIA tiene prisiones secretas en todo el mundo en donde tortura a gente a la que previamente ha secuestrado contra todo derecho. Habéis caido muy bajo my friend. Estáis al nivel del asesino Sadam Husein a quien, por cierto, hicisteis ahorcar por mano de vuestros esbirros iraquíes después de un proceso que fue una farsa y para evitar que hablase sobre vuestra previa alianza con él. Very low, my friend. Bajísimo. Más bajo, imposible. Ocho años gobernados por un puñado de criminales, ladrones, saqueadores y torturadores, siempre en nombre de dios tenían que traer consecuencias.

Las consecuencias está ahora aquí. Veremos si los EEUU pueden recuperarse, condenar las torturas que han practicado y llevar a juicio a los responsables, con lo que recuperará algo de ese renombre que los neocons bushianos han ensuciado o el Estado queda en derecho por lo que es de hecho: un país en el que se tortura. Hay un debate feroz sobre el asunto en la calle, en los medios, en todas partes. ¿Hizo bien Mr. Obama dando publicidad a los informes legalizando las torturas? ¿Debe procesarse a los responsables? Exactamente, ¿quienes son los responsables?

El ministro de Defensa, Robert E. Gates, antiguo director de la CIA, dice que propuso publicar los informes porque, de todas formas, no podrían mantenerse secretos. Y su preocupación ahora es que no se procese a los funcionarios de la CIA que actuaron de buena fe. Lo mismo que decía hace unos días Mr. Obama. Pero, friends, en asuntos de tortura no hay "buena fe". La tortura es un crimen contra la humanidad; no prescribe y es dudoso que tenga eximentes. Es preciso depurar responsabilidades hasta donde se llegue. El señor Cheney, vicepresidente de los EEUU, ya está en el ajo por las palomitas y hace dos días el Senado publicó un grueso informe que demuestra que el señor Rumsfeld, ex-ministro de Defensa del señor Bush, aprobó personalmente quince formas de tortura en un memorandum que, en su momento, llegó a Abu Ghraib y sirvió para orientar las acciones en ese centro de ignominia. El señor Rumsfeld es directamente responsable de las torturas en Abu Ghraib, vergüenza de la humanidad, gringos, vergüenza de la humanidad. Y el responsable político de los torturadores señores Cheney y Rumsfeld era el señor Bush. Vergüenza de la humanidad, gringos.

Mr. Cheney trató de justificar la tortura argumentando que había servido para evitar atentados y salvar vidas en los EEUU. Todos los investigadores coinciden en afirmar que no hay la menor prueba de eso, que las torturas no han servido para nada...y eso sin contar con el hecho, para Palinuro evidente, de que, aunque hubieran servido, ello no condona la tortura porque el fin no justifica los medios: ningún fin justifica los medios, gringo; ninguno. Ahora los torturófilos salen diciendo que, al denunciar las torturas y pretender procesar a los rebeldes, están dándose armas a Al Qaeda y que pronto habrá más atentados. Pero eso está por ver. Y de momento es falso.

Otros sostienen que, si la administración de Obama procesa a la administración anterior, los EEUU se habrán convertido en una República bananera, al estilo de la Argentina (sic) y el Perú (sic) en donde es costumbre que los gobiernos entrantes procesen jurídicamente a los gobiernos salientes por razones en definitiva políticas. Si los demócratas residencian a los republicanos, el día de mañana los republicanos residenciarán a los demócratas. Si todo lo que se os ocurre para justificar la tortura es ese seudoargumento del carpetazo mutuo, el procesamiento de todos los torturadores debe comenzar mañana mismo.

Igualmente algunos republicanos sostienen que si hay que procesar, habrá que procesar también a todos los congresistas demócratas que participaron en las comisiones en las que se informó sobre las torturas. Pues es posible. Si hay congresistas demócratas cómplices con las torturas, procéseselos ipso facto.

Estaba pensando en redondear un bonito argumento en contra de la tortura como práctica a la que vuestro país, vuestras fuerzas armadas y vuestros políticos se dedicaron con delectación cuando me topé con el siguiente razonamiento de un bloguero gringo en la red que demuestra que, a pesar de todo, los EEUU son un gran país y que lo mejor de ellos es su gente, sobre todo, los blogueros, como era de esperar. Corto, copio, traduzco y suscribo:

"Personalmente no me importa si los métodos de tortura o de tortura suavizada son los únicos eficaces (que no lo son); nosotros no torturamos no porque la tortura sea ineficaz (que lo es) sino que nos negamos a torturar porque nosotros no hacemos esas cosas.

Dick Cheney tiene derecho a opinar como opina pero, a mi juicio, habría que meterlo en la cárcel y someterlo a la tortura de la simulación del ahogamiento; sólo entonces podría emitir una opinión informada.

George Washington, nuestro primer general en jefe, se negó a tratar a los prisioneros británicos como entonces se trataba a los prisioneros porque, como decía, nosotros no hacemos esas cosas.

Nuestro comportamiento actual no debe ser distinto."Andy Rumph. Right on, Andy!

Cómo estarán las cosas que hasta la cadena Fox, del ultrarreaccionario Murdoch, el que tiene a sueldo al señor aznar, salió recordando lo que dice el título: We are America! We do not torture!". Entérese mejor, my friend: you do torture!

La imagen es una foto de kelsey, bajo licencia de Creative Commons).