diumenge, 28 de desembre del 2008

Caminar sin rumbo (XXXI).

La elasticidad del tiempo.

(Viene de una entrada anterior de Caminar sin rumbo (XXX), titulada Rito de iniciación.

El trayecto del puente aéreo se me fue en un visto y no visto, embebido como fui en mis recuerdos de adolescencia tan gratos, tan tiernos y tan selectivos. Es la peculiaridad de viajar no en el espacio sino en el tiempo. El tiempo, que es la forma de la intuición interna pura, uno de los dos apriori kantianos que nos encontramos ahí hechos y que no acabamos de entender muy bien probablemente porque somos sus productos, pero que nos permiten elaborar nuestras representaciones. Lo que sucede es que el tiempo tiene una dimensión distinta según que lo aborde como resultado de esa intuición directa interna, aquí y ahora, o lo haga, por así decirlo, enlatado, en mi recuerdo. El tiempo/ahora condiciona absolutamente mis representaciones pero éstas, a su vez, condicionan el tiempo pasado, el tiempo rememorado, recreado, resurgido. Y lo hacen de modo absoluto, rompiendo su misma esencia que es el decurso pautado, medido, que se me impone aquí pero se retuerce, altera y disloca a extremos imprevisibles cuando lo rememoro. Esa experiencia es la que me permite resumir en el instante fugaz de una frase un tiempo que se mide en meses, en años, en siglos, en lo que se quiera. Cuando, acupado en la peripecia de Montse Llombart y el atentado contra Ovidi digo que aquella "...me recordaba a mí mismo en un tiempo que pasé en la adolescencia también encendido de celo religioso" condenso en cinco segundos un tiempo que puede medirse en semanas o meses. Por supuesto algo parecido sucede con la intuición directa del tiempo/ahora, cuyo resultado puede variar y de hecho varía cuando nuestro estado de animo determina nuestra experiencia. A veces el tiempo se nos hace más breve; a veces más largo. Experiencias que todo el mundo ha tenido, pero éstas se dan dentro de unos límites o márgenes determinados por cuanto al margen de nuestra predisposición, presumimos que el tiempo tiene la duración que tiene y no depende de nosotros, mientras que cuando me enfrento al tiempo/memoria, la dislocación, la administración caprichosa de las duraciones no tienen límites. Es el tiempo de las narraciones, de la ficción. Por eso dicen muchos literatos que escribir es rememorar, como el pensar para Platón y que toda la literatura es memoria y lucha contra la desmemoria. Por supuesto es más cosas; es también el deseo de contarlo, de relatar a los demás nuestra memoria. Porque esa experiencia es, en efecto, común a todos los seres humanos ya que todos viven en un aquí y ahora y también en un pasado cuya duración administran a su capricho. Pero sólo unos pocos, los que se consideran a sí mismos escritores creen que merece la pena exteriorizar dicha experiencia (no tanto las cosas recordadas como la forma que se da al recuerdo de las cosas) a los demás, someterla a juicio ajeno, a otra experiencia del tiempo. Pero es desde luego el meollo mismo del relatar. Homero concentra en cuatro o cinco días y sus noches ante Troya una guerra que duró diez años y cuyo final hay que ir a buscar a otra parte. Joyce condensa en un solo día en Dublín los diez años del viaje de regreso de Ulises a Itaca que, a su vez, también están dislocados en la propia Odisea en que la mayor parte de ese decenio aparece a su vez concentrado en un flash back del relato de Ulises en la corte del Rey Alcinoo, el padre de Nausicaa. ¿Y qué decir de la celebérrima magdalena de Proust que le permite recuperar un tiempo que había perdido? Siempre que pienso en esto me viene a la memoria un relato de Ambrose Bierce, Un incidente en el Puente del Búho en el que un civil confederado que ha intentado un sabotaje es condenado a morir ahorcado en el Puente del Búho y Bierce relata la experiencia de su milagrosa escapada, su huida río arriba, esquivando las balas y la metralla, su desesperada carrera a través de los campos hasta llegar a su casa y todo ello en los breves segundos en que los soldados retiran los tablones sobre los que se mantiene el condenado y este cae a plomo y muere ahorcado. Una vez pasado el tiempo es irremediablemente nuestro y hacemos con él lo que queremos (salvo que estemos muertos), lo detenemos o aceleramos no como resultado de una experiencia intuitiva directa que no podemos controlar sino por obra de nuestra voluntad que es la que determina nuestra representación que a su vez es pura ilusión, como sostenía Schopenhauer. Y ¿hay mayor ilusión que la ficción literaria?

Todo eso hizo que los tres cuartos de hora del puente aéreo me parecieran breves minutos mientras rememoraba a mi entero capricho tiempos de mi adolescencia que habían durado meses y, en la medida en que el relato aludía a tradiciones y costumbres, años. Tres cuartos de hora, breves minutos, meses y años. El espíritu humano es sorprendente.

Tras recoger mi mochila en la cinta de equipajes salí del aeropuerto como alma que lleva el diablo, cogí un taxi y llegué a casa, en el piso en el que vivo, cerca de los Cuatro Caminos. Me faltó tiempo para conectarme a la red en busca de nuevos datos sobre Montse Llombart, pero no había nada. Tendría que esperar hasta ver si materializaba mi propósito de entrevistarme con ella. Tenía que ser una mujer especial. En cambio sí encontré un parte médico sobre Ovidi que decía que seguía en observación y que, dentro de la gravedad de sus heridas, evolucionaba satisfactoriamente, cosa que me tranquilizó bastante. Encontré dos recados de Laura en Skype insistiendo en que nos viéramos. Tendría que seguir esperando; no estaba dispuesto a emplear en ella el tiempo que estuviera en Madrid. En el correo electrónico había media docena de recados de cierta variedad. El único con relativa urgencia el de un editor que me decía si quería corregir las pruebas de un libro de un sociólogo alemán que había traducido o me fiaba de sus colaboradores. Como no estaba la cosa para entretenerme corrigiendo le respondí que me fiaba de sus correctores, aunque no era verdad. No me fío de ningún corrector; ni de mí mismo. De mí es de quien menos me fío pues tengo experiencias de haber dejado pasar faltas y errores garrafales que simplemente no veía y, proyectando esa carencia en lo demás, tampoco me fiaba de ellos, si bien era relativamente injusto. Las editoriales, no todas, tienen correctores estupendos, gentes profesionales a cuyo ojo de águila no escapa nada. Cerré el correo y me quedé un rato pensando a dónde iría el día siguiente, esta vez ya en coche. Pensé en dirigirme hacia el sur y, si me animaba, incluso cruzar el estrecho y presentarme en Marruecos. No era una posibilidad desagradable esta de bajarse al moro como se dice. Podía desembarcar en Melilla y luego ya veríamos. Google daba una distancia Madrid-Almería de 553 kms y, luego, de Almería salía un ferry con una duración de cuatro a cinco horas. Con un poco de suerte, levantándome y saliendo temprano podía estar en Melilla mañana mismo. Aún leí un par de crónicas en un diario digital sobre la pavorosa crisis económica que afecta al mundo y me fui a dormir después de preparar una maleta con abundancia de indumentaria, mudas, accesorios, lo necesario para un viaje largo.

Desperté de buena hora pero, en lugar de ponerme de inmediato en la carretera cual había sido mi propósito, se me ocurrió la desatentada idea de llamar a Daniel, mi socio en la consultoría al móvil. Sabía que se levantaba temprano y que no lo despertaría. Así fue. Se puso contento de escucharme. Quiso saber en dónde estaba. Le dije que en Madrid y me propuso que nos viéramos a almorzar. Le dije que no, que tenía pensado salir de inmediato pero me rogó que, cuando menos, nos viéramos en el desayuno, ya mismo porque, aprovechando que estaba en la capital, había algo de lo que quería hablarme. Quedamos en el Comercial de la Glorieta de Bilbao y, cuando llegué allí, ya estaba sentado en el interior pues hacía un día desapacible para sentarse en el exterior.

Daniel era un tipo de celta puro. Rubio, con los ojos azules, tenía una pequeña cicatriz en el labio superior que resultaba llamativa no por su tamaño que era reducido, sino por su situación, ya que se estiraba y ondulaba mientras el dueño hablaba o reía, cosas que Daniel hacía continuamente porque era un temperamento fogoso y muy vitalista. Durante una época había tratado de disimular la cicatriz dejándose crecer un tupido bigote pero al final se había decidido a prescindir de él porque quería aparecer como era y no como no era.

Manifestó gran alegría al verme, ordenó la consumición que yo le había pedido y se quedó mirándome con atención y no diré que de hito en hito pues sería extralimitarme. Por fin dijo:

- Vaya, trotamundos, ¿qué haces por aquí?

- He venido a coger el coche para seguir mi viaje.

- ¿Sigues sin tener rumbo fijo?

- Claro. Ahora pensaba ir hacia el sur.

- ¿Qué mosca te ha picado?

Las gentes cambiamos mucho. Esa pregunta, me quedé pensando, no me la hubiera hecho Daniel treinta años atrás. El coruñés había sido un ejemplar típico de los remanentes del 68. Lo sabía porque me contó bastantes cosas mientras hacíamos juntos el servicio militar, que era una inactividad en la que, para matar las horas en los campamentos, en los servicios de guardia, de imaginaria o de cuartel la gente acaba contándose sus intimidades y, para lo que hizo después, me había enseñado una colección de fotos. Precisamente en ella había documentado un viaje que él había hecho en moto por Europa con un amigo hacía veintitantos años los dos imitando descaradamente a Peter Fonda y Denis Hopper en Easy Rider, película icónica para toda una generación y eso fue antes de asociarse a un despacho de abogados laboralistas para defender a los sindicalistas y de fundar con otros dos socios un local de jazz en el centro de Madrid que, aunque visitado por todos los amigos, fue un rotundo fracaso.

- Sí.-Rió- Ese fue mi canto del cisne. Luego vino lo que vino.

Lo que vino fue que se había casado con la novia de toda la vida, una arquitecta dicharachera, competente pero muy poquita cosa, con la que había tenido dos hijos, como todo el mundo y con la que seguía, encargándose de los aspectos jurídicos del gabinete de arquitectura y administrando nuestra próspera consultoría.

- Por cierto, ¿que le has dicho tú de tu viaje, bueno, de esta cosa que estás haciendo a Caridad y a tus hijos?

Era un pensamiento que me había asaltado con frecuencia en los últimos tiempos. Caridad y yo nos habíamos separado civilizadamente unos años antes; mis hijos, Olga y Esteban, se quedaron con ella hasta que se emanciparon hacía relativamente poco tiempo y manteníamos unas relaciones fluidas. Pero lo cierto era que no les había dicho nada de mi partida y tampoco había contactado con ellos.

- Yo, en su lugar- dijo Daniel- estaría mosca.

- En lugar ¿de quién?

- De Cari y de los chicos. Te vas, no dices nada, hombre, esas no son formas.

No lo eran y pensaba remediarlo de inmediato, pero no estaba de ánimo para soportar recriminaciones, así que le dije que tenía prisa y por qué quería que nos viéramos. El camarero, una de esas venerables instituciones del Comercial con su chaqueta blanca y un sexto sentido profesional que le hacía advertir que estábamos levantando el campo, se acercó con intención de cobrar. Pero Daniel me pidió que nos quedáramos algo más, no sería mucho y encargó otros dos cafés.

- Porque tú sabes que yo tengo muy buena relación con Cari.

Sí, lo sabía, pero seguía sin ver qué tenía que ver mi ex-mujer con aquel asunto. Entró un grupo de estudiantes armando un alboroto indecible y ganándose miradas asesinas de un par de clientes de toda la vida, lectores impenitentes de la prensa diaria junto a una taza de café con leche. Daniel también los miró pero no los veía ni los escuchaba porque estaba pensando cómo plantearme el asunto que lo había llevado a citarme allí. Y por fin lo soltó. Se trataba de su hijo menor, Eugenio que todavía vivía con sus padres pero que estaba causándoles todo tipo de problemas.

- ¿Cómo qué?

- Quiere abandonar la carrera. Imagínate tú. ¡Y en tercero!

- El tercero de ahora ¿es como los de antes o ya están las reformas en marcha?

- No, no, como los de antes. Tercero es la mitad de la carrera.

Eugenio estudiaba derecho, como su padre y a diferencia de su hermano mayor que se había hecho controlador aéreo.

- Entonces yo he pensado... he pensado que como tú te llevas tan bien con él y te hace tanto caso... porque lo que es a mí ni me escucha y a su madre, menos, como a ti te admira, he pensado...

Le constaba lanzarse a la petición, así que le facilité la tarea:

- Que yo lo vea, que hable con él, que lo convenza de que siga.

- ¡No, no, no! Por favor. De ningún modo. Que hables con él, sí, pero sin propósito alguno, sólo para enterarnos de qué piensa y orientarnos a ver qué hacemos. No creas que me empeño en que estudie Derecho...Por mí puede estudiar lo que quiera...

- Pero tiene que estudiar algo.

- Más o menos, más o menos. ¿Qué tiene de malo? Tú sabes cómo está el mundo...

Tenía gracia. Yo estaba acomplejado por creer que no había sabido educar a mis hijos, que no había conseguido que llegaran a dónde creía que sería bueno para ellos, lo que me tenía comida la moral y resultaba que mis amigos, confiando en mí, me decían que me hiciera cargo de los suyos. Héteme aquí que Daniel, además, me encomendaba una labor de intermediario similar a la de Luján con Willie, si bien en este caso, la relación no era paterno-filial sino de otro tipo, más simple o más compleja, según se mirara. Le dije a Daniel que lo haría si me daba el número de móvil de su hijo y liquidaba el asunto por la mañana y podía ponerme de inmediato en camino. Ya lo llamaría luego a él o le pondría un correo electrónico dándole las cumplidas explicaciones. Eugenio respondió de inmediato, se alegró de escucharme y me dijo que sí, que encantado, no tenía nada que hacer de inmediato, me vería donde quisiera. Lo cité en el mismo Comercial media hora más tarde y rogué a Daniel que se esfumara. Mientras se levantaba y se iba, mi socio me dijo:

- Oye se me ocurre que si vas al sur y no tienes destino fijo, igual puedes hacerte cargo del proyecto de campaña que nos ha aprobado el Gobierno autonómico; te pones en contacto con nuestra gente en Sevilla...

- No me jodas, Daniel. Estoy de excedencia.

- Bueno, bueno, era solo una posibilidad. -Y se encaminó hacia la puerta. Pero, antes de llegar dio media vuelta y volvió sobre sus pasos:

- ¿Y si la oferta fuera que te hicieras cargo de la campaña de prendas deportivas en los Estados Unidos, por ejemplo en Nueva York?

- De eso podríamos hablar.

- Lo sabía, lo sabía -dijo entre risas. Y esta vez sí desapareció tras la pesada puerta de cristal dejándome solo en la mesa, pensando qué sabía yo de Eugenio, qué era lo que me gustaba, lo que no me gustaba de él, qué recuerdos tenía de su persona, cómo se había tratado con mis hijos, que no fue mucho por cuanto era bastante menor que ellos, cuáles eran sus gustos, sus aficiones, qué experiencias habíamos pasado juntos. Tan entretenido estaba haciendo balance del conjunto de mis conocimientos sobre la persona con la que en breve habría de encararme, que no me di cuenta de que un chaval de barba y melena se había plantado de pie ante la mesa y me miraba, seguramente pensando en qué mundo estaría yo que, teniendo los ojos abiertos y mirándolo, no lo reconocía. Hasta que, de pronto, caí en la cuenta de que hacía un par de años que no veía a Eugenio, que no parecía el mismo. Me levanté de un salto, le di un abrazo y le dije que se sentara.

- Has cambiado mucho.

- Tú también.

(Continuará).

(La imagen es el grabado nº 7 de la serie de W. Hogarth, Historia de un libertino (1735), titulado Escena en Bedlam).

dissabte, 27 de desembre del 2008

La conferencia de prensa.

Le salió redonda la comparecencia al presidente del Gobierno ayer después del último Consejo de Ministros para hacer balance del año. La llevaba muy preparada y eso se nota. Estaba muy seguro y también se nota. De sus explicaciones quedó claro que hay un Gobierno que gobierna. Mejor o peor. Más a gusto de unos que de otros. Pero hay un Gobierno y gobierna, es decir, arbitra y aplica medidas para hacer frente a los problemas del país. No sé qué van a hacer todos esos listos que saben de buena fuente que se prepara una crisis de Gobierno porque éste está "gastado", "calcinado", "desfondado", etc. Podían pedir la excedencia por ejemplo, para no perder ni hacer perder más el tiempo con su permanente wishful thinking. Y lo mismo el señor Rajoy, aunque éste no necesita pedir excedencia alguna dado que disfruta de una permanente: al menos, mental.

El señor Rodríguez Zapatero dice que hay que afrontar la crisis, que es su principal preocupación y habla de que, siendo ésta muy grave, el gobierno se concentrará en la creación de empleo con políticas keynesianas y sin olvidar el gasto social. Pruebas: por quinto años consecutivo el salario mínimo interprofesional ha subido por encima de la inflación, como también se han revalorizado las pensiones, quizá no cuanto fuera de desear, ya que corren tiempos difíciles, pero en línea con una política social consecuente. También hay más dinero para otras actividades típicas del Estado del bienestar como, por ejemplo, el desarrollo la ley de la dependencia. Políticas socialdemócratas de pura cepa. Los conservadores querrían reducir el gasto público, rebajar los impuestos, descapitalizar al Estado, abaratar el despido, reducir los salarios y hacer que la crisis la paguen los sectores más desfavorecidos, como siempre. A su vez, las gentes a la izquierda del PSOE... la verdad es que no tengo nada claro qué proponen en concreto las gentes a la izquierda del PSOE para salir de la crisis, fuera de decir que el capitalismo se hunda y que hay que cambiar el modo de producción que viene a ser algo así como rezar una jaculatoria a san Karl Marx.

El tema del día, la financiación de las Comunidades Autónomas (CCAA) parece ir por buen carril, en contra de lo que querrían los agoreros del PP, especialmente los aparachitki de Génova porque los barones conservadores más importantes, la señora Aguirre y el señor Camps, ya han dado su aprobación. Hay ya pocas dudas de que habrá acuerdo de financión y de que será con universal beneplácito. En mi modesta opinión sólo servirá para un par de años, ya que el problema de esta financiación es estructural y habría que abordarlo de otro modo en otro contexto institucional pero, de momento, el escollo está salvado.

En cuanto a los famosos vuelos a Guantánamo considero que el Presidente ha dado cumplida respuesta, un mentís rotundo a las afirmaciones de Iñaki Gabilondo (más arriba en el vídeo) de que no había dicho la verdad. Me parece que lo ha hecho bien y con elegancia, ateniéndose al asunto de que se trata y respondiendo de modo sucinto. ¿Se acuerda alguien de cómo respondía el señor Aznar cuando se le hacía una pregunta incómoda o se insinuaba que no había dicho la verdad? Comparando se aprende mucho. Cabe seguir indagando en el asunto y hasta es posible que sea conveniente una comparecencia parlamentaria del ministro de Defensa al respecto, pero lo que parece claro es que bajo gobierno socialista no hubo tales vuelos; eso fue cosa de los del PP, al partido patriota.

Muy rotundo también estuvo el señor Rodríguez Zapatero respecto al vergonzoso comportamiento del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) y habrá que ver en qué queda el asunto. Su presidente, que también lo es del Tribunal Supremo, se ha buscado una excusa para no comparecer en sede parlamentaria. Al respecto conviene recordar que los funcionarios públicos están constitucionalmente obligados a comparecer a requerimiento de las Cortes y no pueden escurrir el bulto. La triquiñuela de que se vale el melífluo y escurridizo señor Dívar es bastante consistente. Pero eso no puede redundar en un menoscabo de la autoridad del legislativo así que éste deberá insistir en su petición y el CGPJ tendrá que designar a alguien autorizado (por ejemplo, el portavoz) para que dé las pertinentes explicaciones. No se puede permitir que estos corporativistas se salgan con la suya, aunque le estaría bien empleado al Gobierno que le sucediera por ir de "ejemplares" y "demócratas-por-encima-de-los-partidos" y nombrar a un beatorro carcunda para el cargo más importante de la administración de justicia. Porque estos no perdonan ni se atienen a reglas, alternancias o juego limpio, sino que ocupan todo el terreno de juego y juegan con cartas marcadas y sin marcar, tanto les da.

Por último, el zeñor Rodríguez Zapatero ha sido terminante por enésima vez en que no habrá más negociaciones con ETA. Supongo que eso no bastará para que los maldicentes del PP, al estilo de la señora Aguirre o el señor Acebes dejen de sembrar incertidumbre y cizaña, cuestionando las afirmaciones del Presidente o que los columnistas de la derecha, siempre tan bien informados, dejen de afirmar que ya hay negociaciones en curso. El resto de los mortales hemos entendido el mensaje y sabemos de qué va esta guerra: la próxima negociación con ETA, cuando jaya depuesto las armas de forma definitiva y verificable.

En resumen, balance del año en general: negativo a causa de la crisis; balance de la acción del Gobierno: positivo aunque con algún retraso. Todo lo que el señor Rodríguez Zapatero dijo ayer, veintiséis de diciembre, tenía que haberlo dicho el primero de septiembre. Pero nunca es tarde si la dicha es buena.


(La primera imagen es una foto de Público, bajo licencia de Creative Commons).

Al Rey no lo escucha nadie.

El apelmazado discurso del Rey al amor del Belén lo siguieron 8.443.000 espectadores que en principio es una cifra respetable. Pero teniendo en cuenta que se transmitió por veintiún canales y que sólo dejó de hacerlo ETB en el País Vasco, esa cifra quiere decir que la audiencia real real fue muy inferior pues en esos ocho millones y medio se cuentan todos los que tienen la TV encendida permanentemente aunque estén en el water y la miren o no; sobre todo si se repara en que no había posibilidad de zapping ya que en todos los canales nos encontraríamos con el real careto y el único sitio en que se pudiera ver algo distinto, ETB, no tiene cobertura en toda España y sin contar con que a lo mejor dan la programación en euskera, que no es lengua de universal expansión.

Reseño el dato porque, como yo si lo vi y oí puedo asegurar a quienes no lo hicieron que no se perdieron nada.

(La imagen es una foto de 20 Minutos, bajo licencia de Creative Commons).

Caminar sin rumbo (XXX).

Rito de iniciación

(Viene de una entrada anterior de Caminar sin rumbo (XXIX), titulada Sublime decisión.

Desde que mi padre se fue al exilio hacía ya algunos años se había establecido la costumbre de que mi madre, mi hermana Adelaida y yo fuéramos a veranear a la casa solariega que mis abuelos maternos tenían en Castropol, una villa marinera cercana ya a la desembocadura del río Eo en Asturias, casi enfrente de Ribadeo que era el último pueblo de Galicia en la frontera de las dos provincias. Tomábamos el tren en la estación de Príncipe Pío en un viaje que duraba un día y una noche hasta Lugo. Como vivíamos en gran estrechez viajabamos en tercera, en unos compartimentos con asientos de madera que debían de ser sumamente incómodos pero que a mí me parecían entonces llenos de interés y novedades. Hacíamos el trayecto con gentes muy variadas, algunas de las cuales llevaban el mismo destino que nosotros mientras que otras se apeaban en estaciones intermedias en las que el tren hacía paradas que a veces duraban media hora o más y, cuando volvía a arrancar, si se había apeado algún viajero, procurábamos disimular las plazas vacantes para evitar que quienes acababan de subir al convoy y venían por el pasillo abriendo las puertas en busca de sitio, se instalaran en ellas, un empeño escasas veces coronado por el éxito ya que lo habitual era que los recién llegados descubrieran las plazas libres y se las apropiaran, mientras colocaban sus equipajes en las redes superiores en medio de muchos "disculpe" y "permítame". Se entablaban conversaciones entre los ocupantes a las que los recién llegados se incorporaban sin cumplidos, dando por supuesto que una charla en un compartimento de ferrocarril estaba abierta a la intervención de cualquiera. A veces eran intercambios animados interrumpidos de cuando en cuando por la presencia de vendedores de rifas o buhoneros de distinto trajín, de los que normalmente estábamos excluidos los chavales de mi edad, salvo que se nos interrogara de modo directo, generalmente acerca de nuestros estudios o de lo que querríamos ser cuando fuéramos mayores. Mi hermana que me sacaba dos años y tenía ínfulas de señorita sufría mucho con lo que debía de parecerle insoportable promiscuidad y generalmente se pegaba a mi madre, apoyaba la cabeza en su hombro y simulaba ir durmiendo la mayor parte del tiempo. Pero yo sabía que no era así y que estaba muy pendiente de lo que se hablaba. Luego, según iba haciéndose de noche, las conversaciones languidecían hasta morir, las luces se apagaban, quedando únicamente una especie de piloto azulado que teñía el compartimento de un color fantasmagórico, mientras los pasajeros se acomodaban como mejor podían tratando de conciliar el sueño y yo, que solía ocupar el asiento contiguo a la ventanilla que me dejaba la gente de buena gana en atención a mi corta edad y en cuyo alféizar rezaba una inscripción que señalaba que È pericoloso sporgersi, una advertencia que mi hermana y yo seguimos usando bastantes años después cuando queríamos avisar de que algo o alguien implicaba algún tipo de peligro, oscilaba entre el sueño y la vigilia, quedando en un estado de duermevela. Me despertaban los pitidos de aquel renqueante tren, las paradas en estaciones y apeaderos desiertos en mitad de la noche y pasaba un rato mirando por la ventana por donde no se veía nada excepto alguna luz ocasional perdida a lo lejos que desaparecía rápidamente. E iba pensando en mis cosas hasta que el sueño me vencía de nuevo. Mis cosas en aquel viaje eran las que habían venido ocupándome los últimos meses pero, por mucho que me ocuparan, no podían impedir que, arrullado por el traqueteo del vagón, volviera a quedarme dormido.

Llegábamos a Lugo hacia los ocho de la mañana, cuando llevaba un tiempo amanecido. Mi madre y mi hermana ya se habían aseado y arreglado en unos lavabos que había al final del pasillo y dejaban mucho que desear en cuanto a limpieza y me insistían en que yo hiciera lo mismo. Cuando descendíamos al andén principal, cada uno de nosotros arrastrando su maleta, pues siempre me educaron en la idea de que debía hacerme cargo de mis cosas, yo iba entumecido y arrastraba algo de sueño, pero me espabilaba en el bar de la estación donde mi madre nos hacía desayunar un vaso grande de colacao con diversa bollería, según surtido del momento, magdalenas, bizcochos, torteles, suizos, ensaimadas, etc porque sostenía que debíamos alimentarnos ya que nos esperaba un largo trayecto por carretera.

En efecto, a la entrada de la estación estaba esperándonos el coche de mis abuelos, un Lincoln de importación que tenía la rueda de recambio entre la portezuela del copiloto y el guardabarros izquierdo, y lucía un galgo a la carrera sobre el tapón del radiador. Lo mandaban a recogernos porque, aunque había un tren de Lugo a Vegadeo, la villa más importante de la zona y a unos nueve kilómetros de Castropol, su horario era caprichoso y tardaba mucho más que el automóvil. José, el chófer, salía a recibirnos con una gran sonrisa, saludaba a mi madre, a la que llamaba "señorita" porque la había conocido de niña, a nosotros nos decía que habíamos crecido mucho, colocaba el equipaje en el portamaletas y, tras preguntarnos si se nos ofrecía algo más, se instalaba en su asiento con el que nosotros en los de atrás nos comunicábamos por un cristal que se abría y cerraba, poseído de una solemnidad que ya se había hecho costumbre en él y arrancaba para coger la carretera de Lugo-Castropol, unos ochenta kilómetros de curvas que atravesaban la hirsuta región de los Oscos, pasaba por Vegadeo y nos dejaría en Castropol unas dos horas y media más tarde.

Durante el trayecto, José iba informándonos de qué y quiénes nos encontraríamos en la casa de los abuelos y a quiénes se esperaba y cuándo. Lo habitual era que los veranos nos encontráramos en la casona de Castropol los cuatro hijos de los abuelos, dos varones y dos mujeres, con sus respectivos cónyuges, excepto en nuestro caso y un total de once nietos, incluidos nosotros dos, seis chicos y cinco chicas, de los que mi hermana hacía la número tres y yo el cinco, más o menos en el límite que vagamente separaba a los pequeños de los grandes. Precisamente aquel año contaba yo que se produciría mi ascenso al mundo de los mayores, lo que significaba caer bajo la égida de mi primo Arturo que me sacaba cuatro años y llevaba el nombre de su padre y el de nuestro abuelo, lo que contribuía a perfilarlo como la mayor autoridad entre los nietos. Arturo acababa de ingresar en la universidad y era el jefe indiscutible del grupo de los grandes, el que tomaba las decisiones y organizaba las actividades.

José informaba de que ya habían llegado mi tío Arturo con su mujer Beatriz, y sus hijos, Arturo, Milagros y Fernando, así como mi tía doña Lola, hasta José la llamaba así por deseo expreso de ella, su marido Ernesto y sus tres hijos, Nieves, Juan Antonio y Pedrito. Estaba ya anunciada la llegada mi tía Alfonsa con su marido el tío Dionisio y sus tres hijos, Dionisio, al que llamábamos Dioni, Ana Isabel y Luisa, Lulú. Él tenía orden de ir a recogerlos a la capital lucense, como había hecho con nosotros, tres días más tarde. A los otros dos matrimonios, como eran bastante acomodados, incluso ricos, no les hacía falta el servicio ya que se presentaban en Castropol con sus propios coches. Además tampoco se quedaban todo el verano como hacíamos los pobres sino que volvían a marcharse en un mes o mes y medio.

En los veranos la casa solariega parecía un verdadero campamento sobre el que gobernaba con autoridad indiscutible mi abuela doña Alfonsita que se ocupaba de la intendencia y de acomodarnos a todos, lo que no era tarea fácil porque, aunque la propiedad era muy grande y tenía muchas habitaciones, no eran tantas que pudieran alojar a cerca de veinte persona,s razón por la cual había que estar haciendo siempre cambios y recambios. Cada matrimonio disponía de una habitación, incluida mi madre que, a los efectos, figuraba como matrimonio. En cuanto a los nietos, las dos chicas mayores, Milagros y Adelaida, dormían en un cuarto y las tres menores en otro. Algo parecido sucedía con los chicos: los dos mayores, Arturo y Juan Antonio dormían aparte y los cuatro menores en una habitación común que era una especie de brigada. Precisamente aquel año estaba previsto que yo me alojara con los grandes, lo cual haría visible mi tránsito a la segunda pubertad.

Al llegar frente a la casa me paré ante la fachada que me encantaba contemplar. Era una mansión del siglo XVIII de piedra caliza con un escudo de armas en el tímpano de la entrada que proclamaba la hidalguía del solar Alvador. Una casa que mandó construir el primer Alvador que consiguió ejecutoria de nobleza, un tatarabuelo de doña Alfonsita, Gaspar Alvador, que había prestado señalados servicios a SM Carlos III en el saneamiento de Madrid, razón por la cual el Rey le otorgó una baronía y él añadió un chorro de agua en el cuartel inferir izquierdo del escudo de armas por debajo de otro de un torreón en campo de gules.

La contemplación de aquella fachada tan noble y familiar me llenaba de alegría. Tanto así que, según escribo esto, estoy haciendo planes para incluir una visita a Castropol en este viaje sin destino tantos años después, si bien es cierto que la mansión no pertenece ya a la familia pues fue vendida al obispado de Mondoñedo que instaló en ella un seminario. Es cierto que Castropol pertenece al obispado de Asturias y en concreto al arciprestazgo del Eo, pero los Alvador se llevaron siempre especialmente bien con el obispo de Mondoñedo, probablemente por considerarse más gallegos que asturianos, ya que el fundador, don Gaspar, había nacido en Vilagarcía de Arousa donde también poseía una casa doña Alfonsita con unas extensas propiedades pero que no visitábamos con tanta frecuencia.

Nuestra posición en la familia era bastante especial. Los Alvador eran todos monárquicos a machamartillo y algunos de ellos, por ejemplo el tío Arturo y tía Lola con su marido Ernesto que era una especie de aditamente suyo, además, rabiosos franquistas que habían hecho sendas fortunas con licencias de importación y otras actividades al amparo del régimen. Para ellos, nosotros, una familia de rojos que había perdido la guerra, éramos poco menos que unos apestados. Jamás se hablaba de mi padre y a mi madre así como a nosotros dos, Adelaida y yo, se nos trataba con una obsequiosa deferencia que apenas ocultaba la irritación que los dos matrimonios sentían al tratar con republicanos irredentos. Para los niños, sin embargo, los gestos, las miradas, los silencios, eran más elocuentes que mil discursos. Por fortuna, la fuerte personalidad de madre, la más pronunciada de los cuatro hermanos Seibane Alvador impedía siempre que los conatos pasaran al terreno de los menosprecios. En todo caso, allí jamás se hablaba de política por expresa imposición de doña Alfonsita, que tenía predilección por mi madre precisamente porque era la más rebelde y por nosotros por extensión, si bien nunca consiguió ver realizado su sueño del que siempre hablaba, aunque cada vez con menor insistencia de conseguir que su hija y sus dos retoños nos mudáramos a vivir con ella y su marido, el abuelo Arturo en Madrid. Decía no comprender cómo podíamos -cómo podía mi madre- preferir llevar una vida de necesidad y estrechez, al haber sido abandonados por mi padre, en lugar de hacerlo en la condición y dignidad que correspondía a nuestra posición. De esta situación volveré a hablar en su momento si se tercia, ya que fue decisiva en mi vida. No era infrecuente que en medio de las grandes necesidades y escaseces que vivíamos en casa, mi abuela Alfonsita enviara un coche a recogernos a Adelaida y a mí, nos sacara de paseo, nos invitara a pasteles en una repostería y luego nos llevara a ver una película, a ser posible un musical, a los que era muy aficionada.

Los veranos en Castropol eran agitadísimos. Los chicos teníamos siempre muchas cosas que hacer. La casa y sus dependencias anejas, la huerta, de la que se recolectaba parte de los alimentos que allí se consumían, los prados donde pastaban las vacas de cuya leche se hacía de todo, mantequilla, unos quesos de forma y sabor especiales que jamás he vuelto a encontrar y sobre todo un requesón fresquísimo que nos daban con el desayuno, las cochiqueras donde los cerdos estaban en permanente tumulto, o el gallinero, todo ello ofrecía posibilidades sin cuento. Casi todos, excepto los más pequeños, teníamos bicicletas con las que andábamos por el pueblo, reuniéndonos con pandillas de amigos, generalmente también hijos de veraneantes. Había excursiones fabulosas y gozábamos de relativa libertad para acercarnos a la playa, al muelle, aa jugar con un par de bombardas de bronce que estaban allí probablemente desde la guerra de la Independencia. Lo único que teníamos prohibido si no íbamos acompañados por algún adulto, era acercarnos a los acantilados, especialmente camino de Tapia de Casariego, a unos diez kilómetros de Castropol, que mi abuela consideraba muy peligrosos desde el momento en que una tía suya fue a pasear por ellos y ya no regresó. Los adultos también organizaban excursiones que a veces duraban todo el día y a las que nos llevaban de buen grado. La que más me agradaba era la que se hacía todos los veranos hasta santa Eulalia de Oscos, una zona salvaje, de montes cerrados, bosques tupidos y nieblas frecuentes incluso en verano que a mí me gustaba identificar con el fin del mundo, no en un sentido temporal, sino geográfico, el lugar más apartado del planeta, allí en donde el alma, pensaba yo cuando tenía el arrebato místico, puede entrar en comunión con Dios.

A finales de junio había fiesta en Barres y en julio en otros pueblos cercanos a las que acudíamos siempre. Precisamente en una de éstas había conocido a una amiga de mi hermana, un año mayor que yo, que había cautivado mi atención con un imperio completo. Se llamaba Marta y era alta, esbelta, morena, con unas piernas largas que yo no podía dejar de mirar fascinado, una boca de fresa y una sonrisa pícara. Cuando empezamos a hablar el verano anterior ya quedaba muy poco tiempo para la desbandada general, apenas pudimos estar juntos y casi siempre acompañados por los demás chavales en un par de ocasiones. No obstante me las ingenié para utilizar los servicios de Adelaida, le pedí que averiguara qué posibilidades tenía con Marta y ya el último día que estuvimos juntos me confirmó que yo le gustaba, que era la fórmula que se utilizaba para avanzar en estos menesteres de los amoríos todos por entonces severamente prohibidos. Me pasé en consecuencia una parte del año siguiente recordando a Marta, su sonrisa, su mirada clara, sus piernas tan largas luciendo debajo de una falda escocesa que llevaba un imperdible y haciendo planes para cuando volviera a Castropol, donde lo primero que haría sería buscarla para declararle mi amor. Entre tanto, sin embargo, se cruzó la repentina vocación religiosa que descubrí gracias al padre Martín y, tras unos días de cruel incertidumbre, decidí enterrar el recuerdo de Marta que sólo podría distraerme de la dedicación plena al Señor que anhelaba y fue tal mi concentración en la tarea que lo conseguí plenamente. Sólo muy de tarde en tarde me asaltaba un vago recuerdo de aquella agraciada muchacha que únicamente servía para confirmarme en la solidez de mi vocación, mostrándome con qué fuerza había conseguido vencer la tentación de la carne.

Pero ahora estaba de nuevo allí y no ya el recuerdo sino la presencia de Marta, su belleza y su simpatía, sería lo que pondría a prueba mi fe. Esperaba el momento en que se produjera el encuentro y estudiaba distintas actitudes que compondría a su vista y algún parlamento que inevitablemente habría de dirigirle. Imaginaba el gesto quizá de incredulidad con que ella me escucharía, quién sabe si de indignación por sentirse burlada, pero no me arredraba en mi propósito y hasta pensaba incluso en animarla a que me imitara en mi decisión, poco menos que como San Francisco había hecho con Santa Clara. Podríamos quizá, así, llevar una existencia plena, el uno al lado de la otra, pero si concesiones a la concupiscencia, a plena vista del Señor que, sin duda, aprobaría nuestra decisión, si bien me quedaba la duda de si no estaría buscando un modo torticero de aunar mi devoción y mi placer pensando, ingenuo de mí, que podría engañar a Dios. En modo alguno. Lo mejor sería tener una única entrevista con Marta y tomar la decisión de una sola vez. Probablemente le rompería el corazón, pero estaba convencido de que sería la única forma de salir triunfante de aquella nueva prueba.

Pero no hubo lugar a nada de esto. Uno de los ritos iniciáticos de la comunidad de los mayores a la que me incorporé aquel año de la mano de mi primo Arturo consistió en introducirme en los placeres del sexo con una criada de la casa que era su amante desde el verano anterior, así como una hermana suya, un poco más joven, lo había sido de Juan Antonio. Eran dos mozas garridas, procedentes de una aldea perdida en los Oscos, las dos fornidas, de sanos colores y anchas caderas a las que mi abuela Alfonsita que no sé si no se maliciaría algo, tenía destinadas a la limpieza de la casa y la atención de las vacas. Dos vaqueras, pues, me explicó Arturo entre risas, dándome una palmada y diciéndome que allí había tetas en donde elegir. Las dos mozas, que debían andar por los diecisietie a dieciocho años, eran alegres, se movían con energía y decisión y se mostraban dóciles y sumisas a las decisiones de los señoritos, admitiéndolos en sus camastros en la especie de chamizo contiguo al huerto en que se alojaban o deslizándose sigilosas por la noche para ir al cuarto de ellos que en aquel verano era también el mío. Tampoco parecían objetar al hecho de que Arturo impusiera de vez en cuando cambio de parejas y menos cuando éste las informó de que tendrían que hacerse cargo asimismo de mi persona en tanto se me buscaba alguien más con quien pudiera entablar una relación "formal". Arturo no pensó ni un instante en que yo pudiera tener alguna objeción a aquella repentina y algo brusca pérdida de la virginidad. Me explicó que, habiendo entrado en la cofradía de los mayores, aunque no hubiera cumplido aún los quince años, no era pensable que durmiera en la misma habitación que ellos, obstaculizando las interesantes relaciones que tenían con Ludivina y Tina, que eran los nombres de las dos mozas. De forma que no me dio ni tiempo a objetar mi inminente paso de tomar las órdenes. Me empujó al interior del dormitorio, cerró la puerta del otro lado con dos vueltas de llave la primera noche que llegué allí y me dijo que cuando terminara diera un par de golpes, que ellos también querían dormir.

De forma que allí me encontré yo de pronto, en manos de las dos mozas que, prevenidas de antemano, estaban desnudas y procedieron a desnudarme a mi vez entre risas, susurros y caricias que no tardaron nada en desarmar mis más firmes propósitos y hacerme olvidar mi no menos firme decisión de mantenerme casto al servicio del Señor. Aquella noche el destino, mi primo Arturo, las dos bellas y rollizas vaqueras y la locura de la carne dieron cerrojazo a mi intensa fiebre vocacional, como si jamás hubiera existido. Y todo de forma tan acelerada e imprevista que, cuando quise reparar en ello, ya me encontraba lanzado de bruces en mitad del siglo.

En los días siguientes, en un momento en que estábamos escuchando un concierto a la banda municipal de Vegadeo que actuaba en un kiosco instalado por entonces en la plaza del Cruzadero, mi madre me preguntó por mi vocación religiosa y tuve que reconocerle que la había perdido por entero. No hizo falta que le explicara cómo. Por lo demás tampoco hubiera tenido mucho éxito con Marta a quien empecé a ver muy acaramelada con un mozalbete de Ribadeo que tenía una moto Guzzi, con la que hacía verdaderos estragos entre las chicas. Pensé que ya sólo me quedaría desengañar al bueno del padre Martín pero, como ahora contemplaba el mundo con otros ojos, unos ya experimentados, que se habían saciado de ver y disfrutar espléndidas redondeces, el asunto no se me hizo tan difícil. Difícil de entender empezaba a parecerme que alguna vez hubiera pensado en serio que iba a responder a la llamada del Señor. Meses después también dejé de creer en el Señor.

Pero esa es otra historia.


(La imagen es el grabado nº 7 de la serie de W. Hogarth, Historia de un libertino (1735), titulado En la prisión de Fleet).

divendres, 26 de desembre del 2008

Esto puede estallar.

Los disturbios de Grecia no llevan camino de apaciguarse. Anoche hubo nuevos actos de violencia y vandalismo en Atenas. Y estamos ya en la tercera semana desde que el asesinato de un menor a manos de la policía desencadenara una ola de violencia juvenil que si, en un principio, pudo entenderse como reacción en legítima defensa, hace ya tiempo que ha dejado de serlo y su continuidad sólo puede encontrar la más rotunda condena en cualquier demócrata consecuente que no ande por ahí con dos varas de medir la violencia según sea la de "ellos" o la "nuestra".

Ahora bien que la violencia deba condenarse siempre, venga de donde venga, no quiere decir que hayamos de abandonar nuestra obligación de comprender los fenómenos sociales, sobre todo cuando son tan destructivos de la ordinaria y pacífica convivencia de las gentes como estos porque es el único modo de encontrarles una solución. Quien defienda ese obtuso punto de vista de que todas las violencias y todos los terrorismos "son iguales" y que, por lo tanto, no merece la pena tratar de entenderlos sino que lo que hay que hacer es emplearse a fondo en la represión, como si efectivamente, fueran iguales las algaradas callejeras que el terrorismo de Estado o la violencia y la tortura al estilo de Guantánamo, generalmente es un sinvergüenza. Un sinvergüenza que ya empieza por no considerar que el terrorismo o las torturas de Estado sean violencia sino leal colaboración en la lucha contra el terrorismo. Todas las violencias no son iguales (aunque todas sean condenables sin asomo de duda) sino que tienen etiologías distintas que es preciso entender para ponerles remedio en lugar de embarcarse una espiral enloquecida de acción-reacción con la que sólo pueden estar satisfechos los asesinos de ambos bandos. Y entre los asesinos cuento a esos intelectuales, cientos, que justifican la violencia de uno de los bandos mientras atacan la del contrario en la más típica "traición de los intelectuales" que quepa imaginar: una actitud de miseria moral que vincula su función crítica a la nómina de un partido, institución, periódico o fundación.

Y ahí es donde este fenómeno de la violencia griega adquiere todo su valor admonitorio pues tiene pinta de ser una respuesta irracional, pasional a un problema real de crisis planetaria en todos los órdenes, económico, social, moral, etc. El coro de Jefes de Estado, Reyes, Papas que ayer entonó un mensaje agorero de Navidad a la humanidad, amenazándonos con catástrofes sin cuento viene a ser la escenificación de esta situación sin salida que, de seguir así algún tiempo más, puede desembocar en estallidos más graves que los de Atenas.

El Rey de España salía balbuceando su miedo e incapacidad frente a la crisis de la que no sabe decir nada salvo que tenemos que tirar del carro, como si fuéramos bueyes. La Reina de Inglaterra, en similar estado optimista de ánimo, decía que vivimos tiempos sombríos y el Papa, la alegría de la huerta, decía que el mundo se encamina a la ruina (si no se le hace caso a él, por supuesto), en tanto que el señor Amadineyad en mensaje a través de Canal cuatro de la televisión británica echaba todas las culpas del desastre mundial a los EEUU en lo que no le falta la razón salvo que se olvida de que él lleva también su congrua parte por antisemita, fanático, homófobo y misógino. A su vez, los judios se aprestan a cometer alguna otra masacre en Gaza, para celebrar la Navidad a su modo, aprovechando que los de Hamas siguen tirando cohetitos sobre su territorio y que hay un vacío de poder en la Casa Blanca. Por último, el señor Putin no ha perdido el tiempo en agorerías ya que como buen comunista del KGB va a los asuntos prácticos y ha avisado de que se acabó la era del gas barato para animar la fiesta en tiempos de crisis.

Con este panorama general de conciencia aguda de catástrofe, con el miedo a un presente sombrío y un futuro aun más tenebroso, con todos los referentes morales quebrados y sin el menor asomo de autoridad en la boca de todos estos charlatanes que tienen más miedo que vergüenza, ¿qué de extraño tendría que la chispa griega prendiera en otros países de Europa o incluso de fuera de Europa?

Que respondan.

El PSOE, escandalizado por la decisión del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) sobre el juez Tirado, quiere que dicho órgano comparezca en sede parlamentaria para dar las pertinentes explicaciones.

Pues sí, que comparezca y que estos intocables a quien nadie elige pero se erigen en custodios del bien y del mal por encima de la gente que les paga el sueldo, respondan de sus actos como todo hijo de vecino. Téngase en cuenta que, a diferencia del Poder Ejecutivo y del Poder Legislativo, cuya titularidad reside en sendos órganos colegiados (el Gobierno y el Parlamento) del que los ministros y los diputados o senadores son parte, en el caso del Poder Judicial, su titularidad no recae sobre órgano colegiado alguno. El CGPJ es un órgano del Poder Judicial, pero no es el mismo Poder Judicial. Éste reside singularizada e individualmente en cada uno de los órganos judiciales, colectivos o individuales en la medida en que ejerzan la función judicial. Al actuar cada juez o magistrado actúa el Poder Judicial y al prevaricar un juez prevarica el Poder Judicial. Esto es lo que hace que este Poder, el único no representativo del Estado de Derecho, deba estar especialmente sujeto a la ley porque, de otro modo, todo un poder del Estado la quebranta y los ciudadanos padecen una especial indefensión; no tienen a quién recurrir en busca de amparo porque el supuesto amparador es el primero que los ha dejado en la estacada. Cuando un juez comete una falta o un delito, comete el delito la función jurisdiccional en pleno y de eso es perentorio que los jueces respondan.

En el caso que nos ocupa ya no es solamente que un juez haya cometido un hecho reprochable sino que ahora a esa presunta falta se suma otra cometida por un órgano colegiado, como una especie de burla al conjunto de la sociedad. Por eso es imprescindible que estos funcionarios públicos comparezcan ante la representación popular, rindan cuentas de sus actos y asuman la responsabilidad que les incumbe. Es preciso que entiendan que, aunque administren justicia en nombre del Rey (es decir, en nombre de alguien que no está sometido a la justicia), su verdadera legitimidad procede del pueblo, de los justiciables. Que no son los señores de estos, sino su servidores.

(La imagen es una foto de Público, bajo licencia de Creative Commons).

dijous, 25 de desembre del 2008

El discurso del Rey.

¡Diantres! Imposible sacar algo de enjundia del triple conjunto de vaciedades con que se despachó anoche Su Majestad. El trigésimo aniversario de la Constitución (él dice "Contitución"), el terrorismo y la crisis económica fueron los asuntos tratados junto con un par de aditamentos, en especial el gran adelanto experimentado por la mujer. No lo dirá por la suya que, a juzgar por lo que cuenta doña Pilar Urbano adelanta hacia atrás y a estas alturas debe de estar ya en el siglo XIV.

De ninguno de los tres asuntos dijo algo digno de reseñarse, algo distinto de lo que dice cualquier ciudadano medianamente informado, no especialmente listo y nada original: la Contitución es buena, el terrorismo malo y de la crisis saldremos porque somos un equipo de primera. Los periódicos lo tendrán crudo mañana cuando quieran destacar algo de la real melopea. Creo que esta vez, además, ha rizado el rizo de lo anodino porque no veo por dónde podrán enfadarse los nacionalistas como no sea por el hecho de que el Rey no se haya acordado de ellos.

Tengo la impresión de que lo único de (relativo) interés que dijo SM es que no piensa retirarse y que mientras Dios le dé fuerzas, etc, etc. Igual que su protector, Francisco Franco, a quien tanto debe y cuyos principios del Movimiento Nacional juró por Dios y los evangelios al comienzo de su mandato, según puede verse en este vídeo de 1975. Mírenlo; es impresionante:

Lo que son las cosas, ¿verdad?

(La imagen es una foto de Gwen, bajo licencia de Creative Commons).

Tempus fugit.

Ya dije hace unos días que, además de la exposición sobre Degas y sobre la pintura española entre dos siglos, la Fundación Mapfre tenía otra con la principal y más conocida obra del fotógrafo Nicholas Nixon, Las hermanas Brown, una serie de treinta y dos fotografías (de momento) de su mujer Bebe y sus tres hermanas que viene tomando en blanco y negro desde 1975 a razón de una por año. Las fotos son muy similares y representan a las cuatro hermanas Brown siempre en el mismo orden, de izquierda a derecha: Laurie, Heather, Bebe and Mimi. La idea es fascinante y parece mentira con qué poca cosa puede prepararse un verdadero acontecimiento.

Porque aseguro que un paseo por esta exposición es una experiencia que no se olvida con facilidad. Al menos en lo que a mí respecta di varias vueltas, mirando las copias de gelatina de plata con atención, comparando unas con otras, volviendo sobre mis pasos, tratando de detectar el contenido mismo de esta colección que es el paso del tiempo, el intento de fotografiar, congelar, mostrar visualmente eso tan difícil de entender para la razón que es el hecho de que el tiempo discurra, que su esencia misma sea ese discurrir pero que no lo veamos, que no podamos verlo si no es por sus efectos, por sus huellas, por el rastro que va dejando a su inadvertido paso.

Por supuesto, en una primera visión uno detecta los aspectos vinculados al tiempo como el ser aquí ahora de carácter más obvio, esto es, los peinados, los vestidos, la moda en definitiva que han ido cambiando con el transcurso de los años, aunque me atrevería a decir que no tanto como sus equivalentes en el pasado. Más claramente, presumo que hubo más cambios entre 1800 y 1830, por citar unas fechas cualesquiera, que entre 1975 y 2008, probablemente porque nuestra época cambia muy rápidamente pero cambia poco y para ver alteraciones sustanciales hay que ir a ciclos más largos.

Pero luego, en una segunda aproximación, toma uno conciencia de otros factores más sutiles aunque no menos importantes y que también están sometidos al paso del tiempo y quizá más que las modas en el vestir, en concreto los gestos y ademanes. Si contemplamos los que se ven a la derecha en la primera foto de la serie, en 1975, nos encontraremos con cuatro hermanas ninguna de las cuales parece haber cumplido aún los veinte años y tienen unos gestos y ademanes en los que se mezclan con la inconsciencia propia de la edad la seguridad, el aplomo y la incertidumbre. Basta con comparar la foto con la de más abajo a la izquierda, que es de 2006, 31 años más tarde. En ella vemos a las cuatro hermanas que lo que han ganado en certidumbre parecen haberlo perdido en seguridad. Están menos entregadas, menos abiertas, más recogidas y como protegiéndose mutuamente.

Pero si seguimos mirando con pareja atención llegamos al punto en que querremos echar una ojeada al interior de estas hermanas Brown y la única forma de hacerlo es asomándonos a sus miradas, fijándonos en sus ojos. Ahí sí que es indubitable el paso del tiempo, ese que nos hace preguntarnos, mirando ahora la foto correspondiente a 2006, si realmente las personas retratadas son las mismas que las de 1975. Sabemos que lo son porque hemos recorrido su aventura vital año a año y las hemos visto cambiar pero, si hubiéramos suprimido las fotos intermedias y dejado tan sólo la de 1975 y la de 2006 sólo con grandes trabajos hubiéramos podido darnos cuenta de ello, aunque siempre se establece algún tipo de vínculo.

Son las miradas, las notables diferencias en las miradas las que nos hacen preguntarnos si cabe decir que las hermanas Brown de 2006 son las de 1975, lo que implica plantear el insoluble asunto de la identidad. Las personas pasamos por la vida viajando a lo largo del tiempo que es quien se encarga de demostrar que quienes hablan de sí mismos como "yo" a lo largo de la vida, designan con este pronombre realidades muy disímiles. Ahí están las hermanas Brown para probarlo. Son y no son ellas mismas porque lo que ahora son, como sucede con cada uno de nosotros, es la negación de todo lo que fueron, los senderos que la vida les ha ido cegando. Como a todos. Lo más inquietante de esta serie de las hermanas Brown es que sale uno convencido de que esas cuatro especie de damas del destino somos cada uno de los que las contemplamos.

dimecres, 24 de desembre del 2008

Las entrañables fiestas.

No hay mal que por bien no venga. La tremenda crisis que azota al planeta globalizado tenía que tener su lado positivo: nos ahorrará la habitual retahíla de artículos críticos sobre el consumismo desatado que caracteriza a las Navidades. Tendría gracia que con un paro desbocado, el empobrecimiento general, los cierres de empresas, los impagos, las quiebras, los desahucios saliera el habitual plumilla a dar la turrada de cómo el desmedido afán de consumo prostituye el sentido íntimo, recogido de la natividad del Señor. Precisamente ahora que hasta el Fondo Monetario Internacional, severo guardián de la ortodoxia monetarista, parece haberse convertido de golpe a la más cruda doctrina keynesiana de aumentar el gasto público con el fin de estimular la demanda, o sea, de incrementar cuanto se pueda el consumo. Bendito sea él.

¿Y qué fue de aquellas teorías de la "sociedad de consumo" o del "consumo ostentoso" que achacaban al capitalismo tardío el hecho de estar basado en un despilfarro siempre creciente? Se han esfumado en espera de la recuperación, de tiempos mejores, cuando sea posible volver a atacar al "sistema" por su feroz consumismo entre Martini y Martini.

Tristes Navidades en que se va a gastar menos que el año pasado. Menos mal que esta noche podremos consolarnos escuchando las filosofías de SM el Rey antes de la cena de Nochebuena. Ya que no podemos consumir, aburrámosnos con la reconocida elocuencia del Monarca que designó Franco previsoramente como "sucesor a título de Rey" hace medio siglo.

(En la foto Ramoncete y Héctor montando a caballo junto al Belén que tanto ayudaron a montar).

Nada de corporativismo: pura justicia.

¿Ven Vds., descreídos, como es cierto que ya no hay diferencias entre la izquierda y la derecha, según sostienen la señora Botella y otros intelectuales de similar abolengo? Como un solo hombre hicieron piña ayer los vocales-jueces del Consejo General del Poder Judicial, los de la izquierda y los de la derecha, para defender al pobre juez Tirado de este infame linchamiento mediático al que se le ha sometido a instigación directa del Gobierno. Vocales "progresistas" y vocales conservadores, con el presidente del Consejo a la cabeza, el ultracatólico señor Dívar, encontraron un terreno común ante el que palidecen sus respectivas convicciones ideológicas. ¡No podían dejar al juez en la situación que dictamina su apellido! Y no lo hicieron. Mil quinientos euros de multa entienden Sus Señorías que es pena suficiente para la negligencia del juez, consistente en dejar de ejecutar una sentencia que hubiera enviado a la cárcel a quien, estando en cambio en la calle, aprovechó para asesinar presuntamente a una niña. Mil quinientos euros. A los que el señor Dívar, tan católico, tan recto y tan justo habrá añadido para su coleto una docena de avemarías.

(La imagen es una foto de Público, bajo licencia de Creative Commons).

Beautiful Losers.

Con este título tiene la obra social de Cajamadrid una exposición en la Casa Encendida que se complementa con algunas otras piezas en la galería Subaquatica, que está en la calle Caballero de Gracia. Versa sobre esta última manifestación de la vanguardia que, a falta de nombre mejor y en tanto se espera uno, se llama Cultura urbana e incorpora escuelas y movimientos como el arte desobediente, el arte skater (que podemos tranquilamente traducir como "arte del patinete"), el neo graffiti, la Escuela de la Misión. Todos ellos tienen una serie de elementos en común: trátase por lo general de autores autodidactas, adeptos al llamada "hágalo Vd. mismo" (también conocido como Do it yourself art), surgidos en los ámbitos urbanos y suburbanos de los Estados Unidos (de costa a costa) en los años noventa, todos rebeldes, en contra del sistema, algunos en conflicto con la ley y en circuitos independientes y paralelos. La exposición trae obras de algunos de los más conocidos, como Barry McGee, Thomas Campbell, Chris Johanson, Ed Templeton, Margarert Kilgallen, Phil Frost, etc.

La canción es más o menos como la de todas las vanguardias: ruptura con los cánones artísticos establecidos, investigación de nuevas formas estéticas, empleo de nuevos materiales. Hay fotos, objetos diversos, grafismo, vídeos, música, graffiti, collages, empleo de imagen y texto... Y hay mucha provocación, uso de elementos de la vida cotidiana para fabricar obras de arte, recomposición y reutilización de lo convencional con otros fines, falta de respeto, ataque a los valores establecidos. En fin, todo lo que trae consigo la juventud, especialmente en los ámbitos creadores. Si hubiera que trazar la genealogía de estos artistas callejeros (¿algo más callejero que los graffiti o la pintura en los patinetes?) sería más o menos del modo siguiente: sus bisabuelos son los hippies de los sesenta y setenta; sus abuelos gente como Roy Lichtenstein y Andy Warhol; sus padres, Keith Harding y Michel Basquiat, considerados, a su vez, como... ¡gente respetable, más o menos del sistema! Y la forma de la creación en la que todos coinciden y parecen sentirse a gusto: el diseño. Tiene esta forma la ventaja de su multilateralidad, versatilidad y universalidad. Diseño es cubrir de graffiti los vagones de un metro, como dibujar la portada de un disco, de un fanzine o de cualquier otra revista. El movimiento, también heredero de lo punk, especialmente musical, alcanza a todos los órdenes de la vida. Es más, los artistas del "arte del patinete" están orgullosos de que una manifestación artística haya influido sobre un deporte, cosa en verdad relativamente nueva.

La peripecia vanguardista del movimiento no estaría completa si de ella no pudiera decirse, como de todas las anteriores, que en gran medida éste ha sido absorbido por los circuitos comerciales, como se demuestra por el hecho de que su estética se haya incorporado a la publicidad de grandes marcas y muchas veces de la mano de los mismos creadores, que han pasado de atacar y despreciar a las vacas sagradas del momento a serlo ellos mismos. ¿Un ejemplo? El de Spike Jonze, fotógrafo y cineasta especializado en arte del patinete y luego director de afamados largometrajes como Ser John Malkovich.

Merece mucho la pena darse una vuelta por la exposición. Se entienden bastantes cosas del mundo en que vivimos, del comercial y del no comercial.

(La segunda imagen es una muestra de graffiti ESPO, de Stephen Powers)


Actualización 11:00 del día 24.

¿Quién dijo que los dioses no se ocupan de nosotros? Esta mañana he recibido este magnífico vídeo en un correo que me envía mi amiga Pilar y que ilustra perfectamente lo que se dice en esta entrega de los beautiful losers. Perfectamente: véase primero el vídeo y léanse (si apetece) luego las observaciones. El vídeo:

Las observaciones:

1ª) se ve la forma de trabajar de uno de estos artistas urbanos, grafiteros o escritores (como ellos gustan designarse), que no es sencilla ni carente de riesgos;

2ª) es un producto -el graffiti- para consumo interno, en este caso, de su familia;

3ª) sin duda es arte;

4ª) tiene fuerte impacto emocional;

5ª) está en el circuito comercial porque sirve para anuncio de los laboratorios Pfizzer;

6ª) véanlo por el lado positivo: las empresas adaptan su publicidad a la estética de los tiempos y la ética del momento.

Gracias, Pilar. Felices fiestas.

dimarts, 23 de desembre del 2008

¿Quién como Dios?

Vuelve SS Benedicto XVI a la carga contra los matrimonios homosexuales e incrementa el calibre de su artillería. En su alocución a la Curia romana que publicaba ayer L'Osservatore romano propone la adopción de una "ecología humana" (supongo que quiere decir un "ecologismo humano") para salvar al hombre de su autodestrucción. Digo yo que hace falta ser Papa para diferenciar un ecologismo humano del ecologismo a secas, como si la destrucción del planeta no fuera ya "autodestrucción" del ser humano. El agente perverso de esta tarea destructiva es el matrimonio homosexual, dado que éste (el matrimonio) no puede ser otra cosa que "el vínculo vitalicio entre el hombre y la mujer como sacramento de la creación".

La toma el Papa con la adopción del concepto de Gender ("género") que cita en inglés, ignoro por qué. El Pontífice piensa que este término implica "la autoemancipación del hombre frente a lo creado y frente al Creador". Tampoco se entiende por qué. Hay mucha gente a la que molesta que, por influencia del feminismo, cada vez se hable más de "género" que de "sexo" pero lo que no veo es que quienes hablan de "género" traten de emanciparse del Creador. Me da la impresión de que el término es una mera excusa y que lo vituperable desde el punto de vista pontifical y lo que, por lo tanto, le interesa, es esa pretensión de emanciparse del Creador. De algún modo tenía que llevar Benedicto XVI el matrimonio homosexual a ese punto crucial en la visión católica de la sublevación contra Dios porque, al fin y al cabo, querer emanciparse de tan próvido Padre equivale a sublevarse contra él. El hombre homosexual es luciferino. Y el Papa Benedicto XVI le lanza el reto del arcángel San Miguel: "¿quién como Dios?".

Los homosexuales, hombres o mujeres, lo tienen muy crudo. Según informa El País prácticamente todos los países excepto el Brasil y Burkina Faso niegan la adopción de niños a parejas monoparentales u homosexuales. No es de extrañar con tanto anatema papal. En esa pretensión de los matrimonios homosexuales el hombre se comporta con la soberbia del doctor Frankenstein o, como lo expresa el Papa: "quiere hacerse a sí mismo y disponer siempre y de modo exclusivo de todo lo que le concierne." Se me alcanza que esto tiene que sonar muy mal a oídos de los muchos homosexuales creyentes que no querrán emanciparse de su Dios y mucho menos ocupar su lugar. Por otro lado, aun suena peor a oídos de quienes, sin ser homosexuales, creemos que el hombre es y debe ser dueño de sus destinos y de todo cuanto le concierne.

(La imagen es una foto de Sospensorio, bajo licencia de Creative Commons).

¿Mintió o no mintió?

Hubo un tiempo en que afirmaciones como las que hizo ayer Iñaki Gabilondo en el informativo de las 21:00 hubieran bastado para que el aludido le enviara los padrinos. Gabilondo llamó embustero al presidente del Gobierno, dijo que en su intervención en la Cuatro del jueves pasado el mandatario mintió al afirmar que él nunca supo nada de los vuelos de la tortura a Guantánamo y que, de haberlo sabido, lo habría denunciado. Sin embargo luego se ha conocido que hubo, al menos, una autorización de un vuelo con prisioneros a la base cubana que se tramitó siendo ministro de Defensa el creyente señor Bono y concluyó siéndolo el señor Alonso. ¿Con o sin conocimiento del señor Rodríguez Zapatero?

La cuestión está en entredicho. ¿Mintió o no mintió el presidente del Gobierno? Pienso que la cosa no puede quedar así y que es obligada una declaración pública del señor Rodríguez Zapatero para dejar el asunto en claro. Dice Gabilondo que, dada la presumible complicidad del PP con el Gobierno en tan vidrioso asunto, no cabe esperar de él iniciativa alguna. Pero sí de la ciudadanía libre y crítica que jamás apoyará estos métodos de secuestro y terrorismo de Estado, llámense GAL o Guantánamo. El presidente nos debe una explicación.

Caminar sin rumbo (XXIX).

Sublime decisión

(Viene de una entrada anterior de Caminar sin rumbo (XXVIII), titulada La llamada del Señor.

Aquella conversación fue decisiva en mi vida, si bien sólo lo vi así muchos años después, cuando me fue dado reinterpretarla. He observado que eso es algo muy frecuente. Como si la naturaleza, a quien atribuimos con harta soberbia una sabiduría que no sabemos si tiene sólo porque la cuestión nos afecta personalmente se hubiera encargado de atenuar el efecto que un impacto emocional fuerte pudiese causarnos eliminando su conciencia inmediata para devolvérnosla luego, pasado mucho tiempo, cuando ya estemos curados de espantos y podamos entenderla con mayor desapasionamiento.

Mi madre acogió la noticia de la visita del cura con su tolerancia y consideración habituales. Debió de darse cuenta de la importancia que tenía para mí en mi estado de enajenación religiosa y, lejos de hacer algún comentario irónico, como hubiera sido lo habitual, acerca de la insufrible afición del clero a meter sus narices donde nadie lo llamaba al amparo del dominio que ejercía en la España nacionalcatólica, fijó el día de la entrevista el último antes de las vacaciones en el colegio, para que no tuviera que volver al siguiente, y recibió al jesuita en el despacho de mi padre, que no se utilizaba desde que éste partió para el exilio.

Aquel despacho había sido siempre una especie de lugar misterioso a mis ojos de niño, un severo sancta sanctorum en el que, viviendo mi padre con nosotros, raramente se entraba y en su ausencia, nunca. Lo dominaba una mesa de roble macizo estilo renacimiento de espaldas a una ventana provista de pesadas cortinas. En un extremo había un pequeño tresillo en torno a una mesa baja, en donde mi padre recibía a las visitas. Con las cortinas echadas, a plena luz del día, era preciso encender la una lámpara de pie contigua al sofá que bañaba el despacho en una luz ocre, tamizada por la pantalla.

Mi madre saludó afablemente al padre Martín que parecía algo impresionado probablemente porque no esperaba encontrarse en un lugar así y lo invitó a tomar asiento en el sofá mientras ella lo hacía en uno de los sillones y le preguntaba si quería tomar un café o alguna otra cosa, a lo que él contestó que un vaso de agua que yo me apresuré a traerle quedándome luego de pie, sin saber qué hacer. Fue el padre Martín quien sugirió:

- Creo que sería mejor que habláramos a solas.

- ¿Por qué? -contestó mi madre con naturalidad-. ¿No viene Vd. a hablar de mi hijo?

- Precisamente por eso.

- Precisamente por eso. Ya es mayor -añadió, mirándome con una ligera sonrisa, como diciéndome "¿verdad que sí? ¿verdad que eres mayor?"- Al menos para escuchar lo que los demás mayores decimos de él.

Y, sin esperar más, me invitó con un gesto a sentarme en el sillón contiguo, cosa que hice sintiendo que el corazón me latía aceleradamente, como golpeando la caja torácica.

Si sintió alguna incomodidad, el padre Martín no la manifestó. Tras unos instantes en los que pareció recapacitar sobre lo que quería decir, abordó directamente el asunto de lo que a sus ojos era mi indudable vocación religiosa. La pintó con colores encendidos, alabó mi comportamiento en la "catequesis social", sostuvo que él sabía distinguir muy bien las vocaciones, que se había quedado sorprendido por la fortaleza de la mía, que debíamos sentirnos agradecidos a los designios del señor y que para aquella casa, y se refería a la nuestra, sería una bendición. Mi madre me miraba de vez en cuando con una expresión entre divertida y dudosa y, al escuchar lo de la bendición, esbozó una sonrisa.

- Todo eso que dice Vd., padre, está muy bien y tenga la seguridad de que, si es como Vd. dice, si la vocación de mi hijo es tan fuerte como dice, en esta casa nadie se opondrá a que se cumpla. Pero, de momento, me parece un poco pronto para que tome una decisión de esa importancia. Todavía es casi un niño que apenas ha visto nada de la vida. Hay que dejarlo que la viva y que luego se pronuncie.

- Creí que pensaba Vd. que ya es mayor.

- Lo suficientemente mayor para asistir a una conversación en la que se habla de él, pero no tanto como para tomar una decisión que comprometerá su vida posterior. Para eso, no; para eso, debe esperar. Cada cosa a su tiempo.

- El tiempo para estas cosas es lo más pronto posible.

- ¿Incluso aunque falten elementos de juicio? ¿Haremos como con el bautismo, esto es, condicionar la vida de un ser que no tiene uso de razón, que no entiende qué hacen con él, que sabe ni hablar?

Estoy seguro de que el padre Martín no habia oído nada semejante en su vida. Debía de tener por entonces treinta y tantos años y para él, como para todo el mundo entonces en el país, para mí mismo, había instituciones sociales y religiosas como el bautismo que nadie cuestionaba, que no eran cuestionables. No estoy seguro pero creo que comenzó a perder el aspecto de cisne negro que yo le había adjudicado en el Arroyo para retornar al de córvido, un córvido ominoso. Miró a mi madre de hito en hito y le salió una especie de discurso en el que después he pensado que ni él podía creer:

- Hay que tener en cuenta que, en la lucha por las almas, eso es lo que hace el enemigo: poner su impronta en el espíritu de los recién llegados para ganárselos, hacerlos adeptos...

- Perdone, padre, ¿qué enemigo es ese?

El jesuita parecía cada vez más desconcertado. Me miró como haciendo ver que no era cómodo exponer lo que pensaba en mi presencia. Es de suponer que hubiera querido contestar: "el demonio", pero pareció pensárselo mejor, paseó la mirada por el despacho cual si buscara inspiración y respondió:

- No sé, ¿los comunistas, tal vez?

Al llegar aquí mi madre que no era comunista pero estaba mucho más cerca de ellos que del padre Martín, rio abiertamente, con alborozo.

- ¡Pues déjelos hacer eso tan feo! ¿Por qué quiere imitarlos? ¿No tiene la Iglesia métodos mejores de reclutar a su personal?

Con el paso del tiempo, rememorando esta conversación que tengo grabada, he reflexionado qué sorprendente debía de resultar al jesuita el empleo de tales expresiones maternas. "Personal" debía de ser la última palabra en la que pensara el padre Martín al referirse al clero, a los sacerdotes, a los siervos de Dios, a los pastores de la grey, a los hermanos en Cristo; cualquier cosa menos "personal". En las dos ocasiones posteriores en que volví a hablar con el padre Martín, una meses después de esta conversación, en que ya le comuniqué definitivamente que no tenía vocación alguna pero que le estaba muy agradecido por lo que había hecho, y otra muchos años más tarde, cuando lo encontré en un país centroamericano entregado a la Teología de la liberación, como era de esperar, no salió este asunto. Él sí se acordó de preguntarme por mi madre y supo encontrar palabras de admiración hacia ella; pero eso fue muchos años más tarde.

A partir de aquel momento, como si hubiera un acuerdo tácito entre los dos, la conversación ya la dirigió mi madre. Tranquilizó al jesuita asegurándole que tomaba muy en serio lo que había dicho y que, llegado el momento, me dejaría elegir libremente, sin tratar de imponerse en sentido alguno. Y se lo decía a alguien que hasta entonces había dado por supuesto que los padres intervendrán en estos asuntos pero siempre en el sentido "correcto". Habla a favor del padre Martín que demostrara tanta cintura dialéctica y supiera contenerse y asimilar que estaba escuchando algo no previsto pero que, en cierto modo, tendría que haber imaginado. Continuó mi madre diciendo que yo era un muchacho muy reflexivo pero bastante impresionable, que tenía una sensibilidad delicada, que últimamente había vivido experiencias muy intensas y que encontraba recomendable dejarme un tiempo para asimilarlas. Pensábamos irnos de veraneo en unos días a una casa de sus padres, de los abuelos, en la costa, que tendría tiempo de reflexionar sobre todo ello y seguramente a la vuelta del verano, quién sabía, pudiera tomar una decisión. Luego lo acompañó hasta la puerta diciéndole que estaba encantada de conocerlo y se la cerró en las narices dejándome horrorizado en el vestíbulo y pensando que seguramente el padre Martín se habría sentido humillado. Pero no me dio tiempo a reflexionar sobre ello porque ya mi madre había dado media vuelta y se dirigía a mí:

- Espero que no te parezca mal lo que le he dicho. Todavía eres muy pequeño para estas cosas. Y, en todo caso, tú sí que no has dicho nada.

Para mi desesperación era cierto: no me había hecho oír. Es cierto que ninguno de los dos consultó mi parecer, pero también lo es que pude haber dicho algo y no lo hice. Estaba fascinado mirando a aquellas dos personas, por entonces las más importantes en mi vida, hablando sobre mí con la naturalidad con que se pudieran contar impresiones de un viaje. Me veía desde fuera, objeto de las cuitas de dos seres queridos y sentía como una especie de arrullo. Los dos sabían mucho más que yo y los dos me querían y querían lo mejor para mí. Pero desde puntos de vista muy distintos. Mi firme convicción religiosa volvió de golpe así que vi desaparecer al padre Martín porque con él se iba la promesa de un futuro de plenitud, entrega, sacrificio y ¿por qué no? santidad. Y ¿a cambio de qué? A cambio de las muelles relaciones con mi madre que no creía en nada, que se reía de la religión y que, en el fondo, odiaba a la Iglesia y a los curas, a los que culpaba del atraso secular de España. Por eso, en una especie de agonía, me encaré con ella y le dije que, en el fondo, todo el problema era porque ella no creía. Me miró con y alzando las cejas con unaq punta de burla dijo:

- ¿Y qué?

- Pues que todo se arreglaría si creyeses.- "Todo" venía a significar para mí el asunto de mi vocación, tan clara hacía unos instantes y ahora tan cuestionada.

- Pero si no creo, no creo. No se puede creer si más. ¿Por qué no tratas de converme?

- Yo no puede convencerte pero estoy seguro de que si quisieras creer, creerías.

- Me parece que no. ¿Cómo podría querer creer si no creo?

- Si fueras a misa, creerías.

Mi madre rio, me cogió de la mano atrayéndome hacia sí, me besó y me dijo:

- ¿Y tú quieres que vaya a misa sin creer? ¿No ves que eso es un sacrilegio? La sola idea debiera ofenderte. Ya sé que es lo que hacen ellos: mandar a la gente a la iglesia a la fuerza. Ya lo has oído: como los comunistas. Pero eso no es lo que hago yo.

Quedé confundido y como obnubilado. Tenía razón y tuve una sensación doble: el desconcierto de dársela y el orgullo de que quien así razonara fuera mi madre. Ella cambió de conversación como cerrándola:

- Ya hablaremos más despacio. Tendremos tiempo. El domingo nos vamos tu hermana, tú y yo a casa de los abuelos. Allí trataremos este asunto si quieres y si tus primos te dejan un minuto libre, que no creo.

(Continuará)

(La imagen es el grabado nº 6 de la serie de W. Hogarth, Historia de un libertino (1735), titulado Matrimonio de conveniencia).

dilluns, 22 de desembre del 2008

La gran crisis del siglo.

Sólo falta que el Anti-Cristo anuncie su llegada si es que no está aquí disfrazado de crisis para ir al paso de los avances de la ciencia. Tan fuerte es aquella que baja hasta la compra de lotería, tradicional refugio de los pringaos. Babilonia se hunde. El Vice electo de los EEUU afirma que su país está al borde de la quiebra, como si fuera la España de Felipe II o de Felipe IV o de Fernando VII o del invicto Caudillo. Y el Gobernador del Banco (sic) de España (sic) dice que la crisis es peor que la de 1929. Ojo clínico el de MAFO y diagnóstico precoz, voto a tal. Da gusto el optimismo que irradian los próceres. Menos mal que el señor Rodríguez Zapatero cuenta con que empezaremos a remontar en la segunda mitad de 2009; un consuelo viniendo del mismo que advirtió que había crisis cuando ya no quedaba dinero para pagar a los ujieres de La Moncloa.

¿Alguien recuerda que tras el hundimiento del comunismo íbamos a entrar en un siglo de ventura y prosperidad, que la historia iba a acabarse? Ya no queda un hueso sano a la doctrina neoliberal. Considerando este desastre planetario se ve que tal doctrina, expuesta con insufrible suficiencia por sedicentes expertos no era propiamente una doctrina sino un conjunto de memeces. Cierto que los neoliberales insisten en que la crisis no es debida a la falta de regulaciones sino a su exceso. Pero es que la memez es inasequible al desaliento y a las pruebas empíricas.

Es verdad que la crisis no se se debe tan sólo a cuestiones económicas sino que también (y acaso principalmente) se debe a cuestiones morales: el afán de lucro, la codicia, la avaricia, la falta de escrúpulos, el ansia de rapiña, la insolidaridad, el espíritu delictivo, la ausencia de toda norma moral. Habría que impulsar una reconstrucción moral de la especie, cosa nada fácil porque no hay sistemas conceptuales, racionales, ideológicos que puedan acometerla. Muy de evitar al respecto son las recetas ya prestas de la Iglesia que avanza a paso de carga con su fórmula mágica: no follar, resignarse y obedecer al mando.

A la izquierda le ha caído sobre la cabeza la crisis general del capitalismo sin tener no ya una alternativa preparada para ofrecer como salida sino siquiera una mínima capacidad analítica para comprender la crisis y explicársela a sus desesperados seguidores. Lo extraño de Atenas es que el ejemplo no se haya extendido a otras capitales europeas y no europeas en las que hay tantos o más motivos para salir a la calle a bofetadas con todo lo que huela a oficial, Estado, poder, gobierno, institución o dirección.

(La imagen es una foto de Icrf, bajo licencia de Creative Commons).