dissabte, 27 de desembre del 2008

Caminar sin rumbo (XXX).

Rito de iniciación

(Viene de una entrada anterior de Caminar sin rumbo (XXIX), titulada Sublime decisión.

Desde que mi padre se fue al exilio hacía ya algunos años se había establecido la costumbre de que mi madre, mi hermana Adelaida y yo fuéramos a veranear a la casa solariega que mis abuelos maternos tenían en Castropol, una villa marinera cercana ya a la desembocadura del río Eo en Asturias, casi enfrente de Ribadeo que era el último pueblo de Galicia en la frontera de las dos provincias. Tomábamos el tren en la estación de Príncipe Pío en un viaje que duraba un día y una noche hasta Lugo. Como vivíamos en gran estrechez viajabamos en tercera, en unos compartimentos con asientos de madera que debían de ser sumamente incómodos pero que a mí me parecían entonces llenos de interés y novedades. Hacíamos el trayecto con gentes muy variadas, algunas de las cuales llevaban el mismo destino que nosotros mientras que otras se apeaban en estaciones intermedias en las que el tren hacía paradas que a veces duraban media hora o más y, cuando volvía a arrancar, si se había apeado algún viajero, procurábamos disimular las plazas vacantes para evitar que quienes acababan de subir al convoy y venían por el pasillo abriendo las puertas en busca de sitio, se instalaran en ellas, un empeño escasas veces coronado por el éxito ya que lo habitual era que los recién llegados descubrieran las plazas libres y se las apropiaran, mientras colocaban sus equipajes en las redes superiores en medio de muchos "disculpe" y "permítame". Se entablaban conversaciones entre los ocupantes a las que los recién llegados se incorporaban sin cumplidos, dando por supuesto que una charla en un compartimento de ferrocarril estaba abierta a la intervención de cualquiera. A veces eran intercambios animados interrumpidos de cuando en cuando por la presencia de vendedores de rifas o buhoneros de distinto trajín, de los que normalmente estábamos excluidos los chavales de mi edad, salvo que se nos interrogara de modo directo, generalmente acerca de nuestros estudios o de lo que querríamos ser cuando fuéramos mayores. Mi hermana que me sacaba dos años y tenía ínfulas de señorita sufría mucho con lo que debía de parecerle insoportable promiscuidad y generalmente se pegaba a mi madre, apoyaba la cabeza en su hombro y simulaba ir durmiendo la mayor parte del tiempo. Pero yo sabía que no era así y que estaba muy pendiente de lo que se hablaba. Luego, según iba haciéndose de noche, las conversaciones languidecían hasta morir, las luces se apagaban, quedando únicamente una especie de piloto azulado que teñía el compartimento de un color fantasmagórico, mientras los pasajeros se acomodaban como mejor podían tratando de conciliar el sueño y yo, que solía ocupar el asiento contiguo a la ventanilla que me dejaba la gente de buena gana en atención a mi corta edad y en cuyo alféizar rezaba una inscripción que señalaba que È pericoloso sporgersi, una advertencia que mi hermana y yo seguimos usando bastantes años después cuando queríamos avisar de que algo o alguien implicaba algún tipo de peligro, oscilaba entre el sueño y la vigilia, quedando en un estado de duermevela. Me despertaban los pitidos de aquel renqueante tren, las paradas en estaciones y apeaderos desiertos en mitad de la noche y pasaba un rato mirando por la ventana por donde no se veía nada excepto alguna luz ocasional perdida a lo lejos que desaparecía rápidamente. E iba pensando en mis cosas hasta que el sueño me vencía de nuevo. Mis cosas en aquel viaje eran las que habían venido ocupándome los últimos meses pero, por mucho que me ocuparan, no podían impedir que, arrullado por el traqueteo del vagón, volviera a quedarme dormido.

Llegábamos a Lugo hacia los ocho de la mañana, cuando llevaba un tiempo amanecido. Mi madre y mi hermana ya se habían aseado y arreglado en unos lavabos que había al final del pasillo y dejaban mucho que desear en cuanto a limpieza y me insistían en que yo hiciera lo mismo. Cuando descendíamos al andén principal, cada uno de nosotros arrastrando su maleta, pues siempre me educaron en la idea de que debía hacerme cargo de mis cosas, yo iba entumecido y arrastraba algo de sueño, pero me espabilaba en el bar de la estación donde mi madre nos hacía desayunar un vaso grande de colacao con diversa bollería, según surtido del momento, magdalenas, bizcochos, torteles, suizos, ensaimadas, etc porque sostenía que debíamos alimentarnos ya que nos esperaba un largo trayecto por carretera.

En efecto, a la entrada de la estación estaba esperándonos el coche de mis abuelos, un Lincoln de importación que tenía la rueda de recambio entre la portezuela del copiloto y el guardabarros izquierdo, y lucía un galgo a la carrera sobre el tapón del radiador. Lo mandaban a recogernos porque, aunque había un tren de Lugo a Vegadeo, la villa más importante de la zona y a unos nueve kilómetros de Castropol, su horario era caprichoso y tardaba mucho más que el automóvil. José, el chófer, salía a recibirnos con una gran sonrisa, saludaba a mi madre, a la que llamaba "señorita" porque la había conocido de niña, a nosotros nos decía que habíamos crecido mucho, colocaba el equipaje en el portamaletas y, tras preguntarnos si se nos ofrecía algo más, se instalaba en su asiento con el que nosotros en los de atrás nos comunicábamos por un cristal que se abría y cerraba, poseído de una solemnidad que ya se había hecho costumbre en él y arrancaba para coger la carretera de Lugo-Castropol, unos ochenta kilómetros de curvas que atravesaban la hirsuta región de los Oscos, pasaba por Vegadeo y nos dejaría en Castropol unas dos horas y media más tarde.

Durante el trayecto, José iba informándonos de qué y quiénes nos encontraríamos en la casa de los abuelos y a quiénes se esperaba y cuándo. Lo habitual era que los veranos nos encontráramos en la casona de Castropol los cuatro hijos de los abuelos, dos varones y dos mujeres, con sus respectivos cónyuges, excepto en nuestro caso y un total de once nietos, incluidos nosotros dos, seis chicos y cinco chicas, de los que mi hermana hacía la número tres y yo el cinco, más o menos en el límite que vagamente separaba a los pequeños de los grandes. Precisamente aquel año contaba yo que se produciría mi ascenso al mundo de los mayores, lo que significaba caer bajo la égida de mi primo Arturo que me sacaba cuatro años y llevaba el nombre de su padre y el de nuestro abuelo, lo que contribuía a perfilarlo como la mayor autoridad entre los nietos. Arturo acababa de ingresar en la universidad y era el jefe indiscutible del grupo de los grandes, el que tomaba las decisiones y organizaba las actividades.

José informaba de que ya habían llegado mi tío Arturo con su mujer Beatriz, y sus hijos, Arturo, Milagros y Fernando, así como mi tía doña Lola, hasta José la llamaba así por deseo expreso de ella, su marido Ernesto y sus tres hijos, Nieves, Juan Antonio y Pedrito. Estaba ya anunciada la llegada mi tía Alfonsa con su marido el tío Dionisio y sus tres hijos, Dionisio, al que llamábamos Dioni, Ana Isabel y Luisa, Lulú. Él tenía orden de ir a recogerlos a la capital lucense, como había hecho con nosotros, tres días más tarde. A los otros dos matrimonios, como eran bastante acomodados, incluso ricos, no les hacía falta el servicio ya que se presentaban en Castropol con sus propios coches. Además tampoco se quedaban todo el verano como hacíamos los pobres sino que volvían a marcharse en un mes o mes y medio.

En los veranos la casa solariega parecía un verdadero campamento sobre el que gobernaba con autoridad indiscutible mi abuela doña Alfonsita que se ocupaba de la intendencia y de acomodarnos a todos, lo que no era tarea fácil porque, aunque la propiedad era muy grande y tenía muchas habitaciones, no eran tantas que pudieran alojar a cerca de veinte persona,s razón por la cual había que estar haciendo siempre cambios y recambios. Cada matrimonio disponía de una habitación, incluida mi madre que, a los efectos, figuraba como matrimonio. En cuanto a los nietos, las dos chicas mayores, Milagros y Adelaida, dormían en un cuarto y las tres menores en otro. Algo parecido sucedía con los chicos: los dos mayores, Arturo y Juan Antonio dormían aparte y los cuatro menores en una habitación común que era una especie de brigada. Precisamente aquel año estaba previsto que yo me alojara con los grandes, lo cual haría visible mi tránsito a la segunda pubertad.

Al llegar frente a la casa me paré ante la fachada que me encantaba contemplar. Era una mansión del siglo XVIII de piedra caliza con un escudo de armas en el tímpano de la entrada que proclamaba la hidalguía del solar Alvador. Una casa que mandó construir el primer Alvador que consiguió ejecutoria de nobleza, un tatarabuelo de doña Alfonsita, Gaspar Alvador, que había prestado señalados servicios a SM Carlos III en el saneamiento de Madrid, razón por la cual el Rey le otorgó una baronía y él añadió un chorro de agua en el cuartel inferir izquierdo del escudo de armas por debajo de otro de un torreón en campo de gules.

La contemplación de aquella fachada tan noble y familiar me llenaba de alegría. Tanto así que, según escribo esto, estoy haciendo planes para incluir una visita a Castropol en este viaje sin destino tantos años después, si bien es cierto que la mansión no pertenece ya a la familia pues fue vendida al obispado de Mondoñedo que instaló en ella un seminario. Es cierto que Castropol pertenece al obispado de Asturias y en concreto al arciprestazgo del Eo, pero los Alvador se llevaron siempre especialmente bien con el obispo de Mondoñedo, probablemente por considerarse más gallegos que asturianos, ya que el fundador, don Gaspar, había nacido en Vilagarcía de Arousa donde también poseía una casa doña Alfonsita con unas extensas propiedades pero que no visitábamos con tanta frecuencia.

Nuestra posición en la familia era bastante especial. Los Alvador eran todos monárquicos a machamartillo y algunos de ellos, por ejemplo el tío Arturo y tía Lola con su marido Ernesto que era una especie de aditamente suyo, además, rabiosos franquistas que habían hecho sendas fortunas con licencias de importación y otras actividades al amparo del régimen. Para ellos, nosotros, una familia de rojos que había perdido la guerra, éramos poco menos que unos apestados. Jamás se hablaba de mi padre y a mi madre así como a nosotros dos, Adelaida y yo, se nos trataba con una obsequiosa deferencia que apenas ocultaba la irritación que los dos matrimonios sentían al tratar con republicanos irredentos. Para los niños, sin embargo, los gestos, las miradas, los silencios, eran más elocuentes que mil discursos. Por fortuna, la fuerte personalidad de madre, la más pronunciada de los cuatro hermanos Seibane Alvador impedía siempre que los conatos pasaran al terreno de los menosprecios. En todo caso, allí jamás se hablaba de política por expresa imposición de doña Alfonsita, que tenía predilección por mi madre precisamente porque era la más rebelde y por nosotros por extensión, si bien nunca consiguió ver realizado su sueño del que siempre hablaba, aunque cada vez con menor insistencia de conseguir que su hija y sus dos retoños nos mudáramos a vivir con ella y su marido, el abuelo Arturo en Madrid. Decía no comprender cómo podíamos -cómo podía mi madre- preferir llevar una vida de necesidad y estrechez, al haber sido abandonados por mi padre, en lugar de hacerlo en la condición y dignidad que correspondía a nuestra posición. De esta situación volveré a hablar en su momento si se tercia, ya que fue decisiva en mi vida. No era infrecuente que en medio de las grandes necesidades y escaseces que vivíamos en casa, mi abuela Alfonsita enviara un coche a recogernos a Adelaida y a mí, nos sacara de paseo, nos invitara a pasteles en una repostería y luego nos llevara a ver una película, a ser posible un musical, a los que era muy aficionada.

Los veranos en Castropol eran agitadísimos. Los chicos teníamos siempre muchas cosas que hacer. La casa y sus dependencias anejas, la huerta, de la que se recolectaba parte de los alimentos que allí se consumían, los prados donde pastaban las vacas de cuya leche se hacía de todo, mantequilla, unos quesos de forma y sabor especiales que jamás he vuelto a encontrar y sobre todo un requesón fresquísimo que nos daban con el desayuno, las cochiqueras donde los cerdos estaban en permanente tumulto, o el gallinero, todo ello ofrecía posibilidades sin cuento. Casi todos, excepto los más pequeños, teníamos bicicletas con las que andábamos por el pueblo, reuniéndonos con pandillas de amigos, generalmente también hijos de veraneantes. Había excursiones fabulosas y gozábamos de relativa libertad para acercarnos a la playa, al muelle, aa jugar con un par de bombardas de bronce que estaban allí probablemente desde la guerra de la Independencia. Lo único que teníamos prohibido si no íbamos acompañados por algún adulto, era acercarnos a los acantilados, especialmente camino de Tapia de Casariego, a unos diez kilómetros de Castropol, que mi abuela consideraba muy peligrosos desde el momento en que una tía suya fue a pasear por ellos y ya no regresó. Los adultos también organizaban excursiones que a veces duraban todo el día y a las que nos llevaban de buen grado. La que más me agradaba era la que se hacía todos los veranos hasta santa Eulalia de Oscos, una zona salvaje, de montes cerrados, bosques tupidos y nieblas frecuentes incluso en verano que a mí me gustaba identificar con el fin del mundo, no en un sentido temporal, sino geográfico, el lugar más apartado del planeta, allí en donde el alma, pensaba yo cuando tenía el arrebato místico, puede entrar en comunión con Dios.

A finales de junio había fiesta en Barres y en julio en otros pueblos cercanos a las que acudíamos siempre. Precisamente en una de éstas había conocido a una amiga de mi hermana, un año mayor que yo, que había cautivado mi atención con un imperio completo. Se llamaba Marta y era alta, esbelta, morena, con unas piernas largas que yo no podía dejar de mirar fascinado, una boca de fresa y una sonrisa pícara. Cuando empezamos a hablar el verano anterior ya quedaba muy poco tiempo para la desbandada general, apenas pudimos estar juntos y casi siempre acompañados por los demás chavales en un par de ocasiones. No obstante me las ingenié para utilizar los servicios de Adelaida, le pedí que averiguara qué posibilidades tenía con Marta y ya el último día que estuvimos juntos me confirmó que yo le gustaba, que era la fórmula que se utilizaba para avanzar en estos menesteres de los amoríos todos por entonces severamente prohibidos. Me pasé en consecuencia una parte del año siguiente recordando a Marta, su sonrisa, su mirada clara, sus piernas tan largas luciendo debajo de una falda escocesa que llevaba un imperdible y haciendo planes para cuando volviera a Castropol, donde lo primero que haría sería buscarla para declararle mi amor. Entre tanto, sin embargo, se cruzó la repentina vocación religiosa que descubrí gracias al padre Martín y, tras unos días de cruel incertidumbre, decidí enterrar el recuerdo de Marta que sólo podría distraerme de la dedicación plena al Señor que anhelaba y fue tal mi concentración en la tarea que lo conseguí plenamente. Sólo muy de tarde en tarde me asaltaba un vago recuerdo de aquella agraciada muchacha que únicamente servía para confirmarme en la solidez de mi vocación, mostrándome con qué fuerza había conseguido vencer la tentación de la carne.

Pero ahora estaba de nuevo allí y no ya el recuerdo sino la presencia de Marta, su belleza y su simpatía, sería lo que pondría a prueba mi fe. Esperaba el momento en que se produjera el encuentro y estudiaba distintas actitudes que compondría a su vista y algún parlamento que inevitablemente habría de dirigirle. Imaginaba el gesto quizá de incredulidad con que ella me escucharía, quién sabe si de indignación por sentirse burlada, pero no me arredraba en mi propósito y hasta pensaba incluso en animarla a que me imitara en mi decisión, poco menos que como San Francisco había hecho con Santa Clara. Podríamos quizá, así, llevar una existencia plena, el uno al lado de la otra, pero si concesiones a la concupiscencia, a plena vista del Señor que, sin duda, aprobaría nuestra decisión, si bien me quedaba la duda de si no estaría buscando un modo torticero de aunar mi devoción y mi placer pensando, ingenuo de mí, que podría engañar a Dios. En modo alguno. Lo mejor sería tener una única entrevista con Marta y tomar la decisión de una sola vez. Probablemente le rompería el corazón, pero estaba convencido de que sería la única forma de salir triunfante de aquella nueva prueba.

Pero no hubo lugar a nada de esto. Uno de los ritos iniciáticos de la comunidad de los mayores a la que me incorporé aquel año de la mano de mi primo Arturo consistió en introducirme en los placeres del sexo con una criada de la casa que era su amante desde el verano anterior, así como una hermana suya, un poco más joven, lo había sido de Juan Antonio. Eran dos mozas garridas, procedentes de una aldea perdida en los Oscos, las dos fornidas, de sanos colores y anchas caderas a las que mi abuela Alfonsita que no sé si no se maliciaría algo, tenía destinadas a la limpieza de la casa y la atención de las vacas. Dos vaqueras, pues, me explicó Arturo entre risas, dándome una palmada y diciéndome que allí había tetas en donde elegir. Las dos mozas, que debían andar por los diecisietie a dieciocho años, eran alegres, se movían con energía y decisión y se mostraban dóciles y sumisas a las decisiones de los señoritos, admitiéndolos en sus camastros en la especie de chamizo contiguo al huerto en que se alojaban o deslizándose sigilosas por la noche para ir al cuarto de ellos que en aquel verano era también el mío. Tampoco parecían objetar al hecho de que Arturo impusiera de vez en cuando cambio de parejas y menos cuando éste las informó de que tendrían que hacerse cargo asimismo de mi persona en tanto se me buscaba alguien más con quien pudiera entablar una relación "formal". Arturo no pensó ni un instante en que yo pudiera tener alguna objeción a aquella repentina y algo brusca pérdida de la virginidad. Me explicó que, habiendo entrado en la cofradía de los mayores, aunque no hubiera cumplido aún los quince años, no era pensable que durmiera en la misma habitación que ellos, obstaculizando las interesantes relaciones que tenían con Ludivina y Tina, que eran los nombres de las dos mozas. De forma que no me dio ni tiempo a objetar mi inminente paso de tomar las órdenes. Me empujó al interior del dormitorio, cerró la puerta del otro lado con dos vueltas de llave la primera noche que llegué allí y me dijo que cuando terminara diera un par de golpes, que ellos también querían dormir.

De forma que allí me encontré yo de pronto, en manos de las dos mozas que, prevenidas de antemano, estaban desnudas y procedieron a desnudarme a mi vez entre risas, susurros y caricias que no tardaron nada en desarmar mis más firmes propósitos y hacerme olvidar mi no menos firme decisión de mantenerme casto al servicio del Señor. Aquella noche el destino, mi primo Arturo, las dos bellas y rollizas vaqueras y la locura de la carne dieron cerrojazo a mi intensa fiebre vocacional, como si jamás hubiera existido. Y todo de forma tan acelerada e imprevista que, cuando quise reparar en ello, ya me encontraba lanzado de bruces en mitad del siglo.

En los días siguientes, en un momento en que estábamos escuchando un concierto a la banda municipal de Vegadeo que actuaba en un kiosco instalado por entonces en la plaza del Cruzadero, mi madre me preguntó por mi vocación religiosa y tuve que reconocerle que la había perdido por entero. No hizo falta que le explicara cómo. Por lo demás tampoco hubiera tenido mucho éxito con Marta a quien empecé a ver muy acaramelada con un mozalbete de Ribadeo que tenía una moto Guzzi, con la que hacía verdaderos estragos entre las chicas. Pensé que ya sólo me quedaría desengañar al bueno del padre Martín pero, como ahora contemplaba el mundo con otros ojos, unos ya experimentados, que se habían saciado de ver y disfrutar espléndidas redondeces, el asunto no se me hizo tan difícil. Difícil de entender empezaba a parecerme que alguna vez hubiera pensado en serio que iba a responder a la llamada del Señor. Meses después también dejé de creer en el Señor.

Pero esa es otra historia.


(La imagen es el grabado nº 7 de la serie de W. Hogarth, Historia de un libertino (1735), titulado En la prisión de Fleet).