Las dificultades del tratamiento del nacionalismo hacen su aparición ya en el primer capitulo, titulado ¿Qué es la identidad nacional? que, con el segundo y el séptimo, constituye el corpus teórico de la obra pues los demás obedecen a perspectivas empíricas. Desde el inicio del libro, en este primer capítulo, tropezamos con las dificultades señaladas al encontrarnos con una definición circular que constituye una petición de principio. Dice la autora que la identidad nacional "es un sentimiento colectivo asentado en la creencia de pertenecer a la misma nación y de compartir muchos de los atributos que la hacen distinta de otras naciones" (p. 26). Los sentimientos pertenecen al campo de la más rabiosa subjetividad y sobre ellos puede decirse lo que se quiera. Sin embargo aquí ese problema parecería resuelto puesto que los tales surgen de una realidad aparentemente objetiva que es la nación. Lo que sucede es que al hablar de la nación, en definición que reproduce textualmente de una obra anterior, Guibernau la considera "como un grupo humano consciente de formar una comunidad, que comparte una cultura común, está ligado a un territorio claramente delimitado, tiene un pasado común y un proyecto colectivo para el futuro y reivindica el derecho a la autodeterminación" (p. 27). Es decir la definición de nación remite a la de identidad nacional y la de identidad nacional a la de nación. La inclusión de otras determinaciones como cultura común o territorio no ayudan especialmente a clarificar el concepto cuando se piensa en casos de grupos humanos que se sienten naciones y tienen las más variadas relaciones con esas determinaciones. Muchos países latinoamericanos tienen una cultura común, relaciones harto cambiantes con el territorio, un pasado común y se consideran naciones distintas. Los suizos se tienen por una sola nación pero poseen culturas y hasta lenguas distintas. La lengua que no está presente en esa definición es, sin embargo, elemento esencialísimo en muchas naciones; no en todas ya que hay muchas naciones muy diferentes que hablan la misma lengua; en concreto las que Churchill llamaba English speaking peoples.
En realidad estos problemas conceptuales no tienen mucha importancia siempre que uno no se empeñe en imponer una definición (que es una imposición racional) de algo que se da en el terreno de los sentimientos. La identidad nacional, como bien dice la autora, es un sentimiento subjetivo porque la nación misma es una vivencia subjetiva y las vivencias subjetivas no son susceptibles de definición o, todo lo más, de una del siguiente tenor: es nación el conjunto de gente que dice que es nación, esto es, una teoría subjetiva de la nación, perfectamente admisible por lo demás. Tratar de objetivar la subjetividad arriesga la confusión conceptual que aquí se da frecuentemente cambiando nación por Estado. El Estado sí es una realidad objetiva, positiva, empíricamente verificable y consta de tres atributos indispensables: poder soberano, territorio delimitado y pueblo. Si están los tres, hay Estado; si falta alguno, no lo hay. Lo de la nación es mucho más impreciso. Puede sobrar o incluso faltar algún atributo y ello no empece para que haya nación. Por ejemplo, el pueblo judío es una nación que ha carecido de territorio durante veinte siglos. Desde que lo tiene hay un Estado judío pero la nación judía, el conjunto de personas que se sentían parte del pueblo judío, ya existía.
El intento de acuñar una definición de nación adjudicándole alguno de los elementos objetivos definitorios del Estado sólo puede confundir aun más las cosas. Ello nos lleva asimismo a otra característica de este ensayo que aparece recurrentemente: la perspectiva catalana de la autora que es, seguramente, la que le hace incluir como otro elemento del concepto de nación la reivindicación del derecho de autodeterminación, cosa que no es evidente deductiva ni inductivamente. Puede haber y hay naciones y seculares incluso que no incluyen tal reivindicación; por ejemplo, el pueblo romaní. En el fondo, este asunto de la autodeterminación depende de una complicada relación que se da entre los dos conceptos mencionados, Estado y nación, y que el libro de Guibernau no aclara satisfactoriamente entre otras cosas porque tampoco su idea del Estado es enteramente admisible sin más. Para empezar sólo habla del Estado-nación y localiza su origen a fines del siglo XVIII y comienzos del XIX, contraviniendo el consenso casi universal entre historiadores, politólogos, iuspublicistas, filósofos políticos, etc, que remonta el origen del Estado a fines del siglo XV, tanto de la cosa como de la palabra (lo Stato) en Maquiavelo. Los datos de ese Estado-nación son el monopolio del "uso legítimo de la fuerza en un territorio y con una población" (p. 99). Incluso con esa variante weberiana, la definición se ajusta al Estado de los Reyes Católicos, por ejemplo. Añade Guibernau, sin embargo, que dicho Estado trata de unir a la población "mediante la homogeneización cultural", aunque lo más común sea la diversidad interna (ibid.). Así parecería que, efectivamente, ese concepto de Estado es el del siglo XIX, producto del jacobinismo francés y opuesto, por ejemplo, a la tradición poliárquica del Imperio Germánico. Lo que sucede es que la realidad histórica es un mar de trampas en el que naufragan todas las racionalizaciones: los primeros intentos de homogeneización también se dan en la España de los RRCC y los primeros Austrias con la expulsión de los moros, de los judíos y de los moriscos. A su vez, para acabar de liar las cosas, ese Estado español de los Reyes Católicos mantiene la autonomía de leyes y fueros de las dos coronas de Castilla y Aragón.
Definitivamente, el problema de las relaciones entre Estado y nación es muy intrincado. La reducción de la realidad estatal a un constructo dieciochesco y décimonónico interpreta el Estado como un mero instrumento de realización de la(s) nación(es) preexistentes, a través de sus estrategias de implantar identidades nacionales únicas entre sus ciudadanos (p. 45) fomentando imágenes de la nación, fabricando símbolos, creando ciudadanía, identificando enemigos comunes y cuidando el sistema educativo (p. 47). Un típico punto de vista del llamado "nacionalismo sin Estado" que no tiene por qué ser incierto. Como tampoco lo es, ni mucho menos, el que ve al Estado como preexistente y generador él mismo de la idea de nación
El segundo capítulo, Identidad nacional, descentralización política y secesión estudia tres casos de lo que la autora llama "democracias liberales" (un concepto que no es enteramente unívoco en su obra, como se verá más abajo), Canadá, España y Gran Bretaña, para contestar a la cuestión de si la descentralización política que se ha venido dando recientemente en los casos de Cataluña, Escocia, Flandes, el País Vasco y Quebec es una amenaza para la identidad nacional que pretenden inculcar los Estados (p. 57) o si promueve el separatismo (p. 89). Muy en línea con ese parti pris de catalanismo moderado, la autora contesta que no, que la descentralización política fomenta las identidades múltiples (p. 83) y hasta funciona como un antídoto contra el secesionismo. La descentralización no da plena satisfacción al deseo de autodeterminación pero tiende a debilitarlo (p. 90). Aduce a su favor datos de encuestas sobre sentimientos nacionales (más español que catalán, más catalán que español, etc) un poco a voleo y que, como suele suceder, son susceptibles de interpretaciones encontradas. Igualmente aporta razones que son muy discutibles. Por ejemplo, al hablar del famoso dictamen del Tribunal Supremo Federal del Canadá de 1998 sobre Quebec, afirma que el Tribunal dice que el Quebec no puede proceder unilateralmente a la secesión (p. 70), lo cual es obvio. Pero dejar ahí el dictamen es contar sólo la mitad de él; la otra mitad obliga a recordar que el Tribunal decía que el Gobierno del Canadá no debería retener contra su voluntad a una parte de la población y que si se acreditaba una voluntad clara de separación, todos los integrantes de la federación canadiense tendrían que entrar a negociar la forma más justa para todos de llevar a cabo la separación, lo cual es un obvio reconocimiento del hecho (no del derecho) de la secesión y, desde luego, resulta difícil argumentar que la descentralización no anima a la secesión con ese dictamen en la mano. Del mismo modo sostiene Guibernau que la Constitución española de 1978 no dio respuesta a las aspiraciones nacionales de Cataluña y el País Vasco pero que en realidad, la exacerbación del soberanismo vino dada por la política neocentralista del señor Aznar (p. 79). Un mero repaso a la evolución de la cuestión autonómica española desde aquel año hasta hoy muestra que, como es lógico, la mayor descentralización política incita a mayores peticiones de soberanía. Como está pasando en Gran Bretaña con Escocia y está pasando con un país del que Guibernau no habla y cuya misma existencia como Estado está hoy más amenazada que nunca a causa de la descentralización política, que es Bélgica. Da la impresión de que la propuesta de "la mayor descentralización política no tiene por qué llevar a más tendencia secesionista" es una consideración táctica y política antes que una conclusión científica. Por supuesto que la descentralización política aumenta las tensiones centrífugas. Es incluso de sentido común. Por eso, entre otras cosas, ha dejado de existir Checoslovaquia y por eso hay un conflicto armado en el País Vasco y una radicalización política (pacífica, pero radicalización) del nacionalismo catalán. Y, desde el punto de vista científico-social, esa relación de causa-efecto no está bien ni mal; simplemente, es.
El cuarto capítulo, Sobre la identidad europea, es una serie de consideraciones sobre esta idea de "lo europeo" que, obviamente, no puede plantearse como un caso de "identidad nacional" según sus propios términos porque todos los elementos de la definición están distorsionados: el territorio "Europa" no está claramente delimitado aunque lo hay; en consecuencia, tampoco el "pueblo", aunque también lo hay; de lengua común no puede ni hablarse; en cuanto a la cultura común, dependerá de cómo se mire. Algunos afirman que los europeos compartimos una cultura que nos permite distinguirnos de los orientales (p. 142). Pero la autora lo duda, a la vista de que la historia de los países europeos es una historia de guerras (p. 144). Sin embargo, unas páginas más allá da por supuesta la existencia de una "cultura política europea" que incluso ha tomado cuerpo en el Tratado de Maastricht (p. 166). Hay quien dice que la característica clave de lo europeo es el cristianismo ("las raíces cristianas" de que habla la derecha europea) pero Guibernau afirma con razón que no menos europea es la Ilustración y la revolución industrial con cinco fenómenos concomitantes: 1º) declive de la aristocracia y advenimiento de la burguesía; 2º) separación de la Iglesia y el Estado; 3º) aparición y consolidación del Estado-nación, 4º) aparición del nuevo concepto de ciudadanía: 5º) la importancia del concepto de la educación universal (pp. 147-148). A su vez, lo que divide a los europeos, según Guibernau es: la religión, la diversidad socioecónomica, la cultura y la clase social, el género y vida familiar, la diversidad étnica y la diversidad nacional (p. 157). A estas alturas sería comprensible que el lector sintiera cierta irritación al ver cómo se manejan conceptos en planos epistemológicos distintos. Entender que la religión y la "diversidad socioecómica", que es un factor absolutamente contingente, puedan ponerse en pie de igualdad es sencillamente incomprensible. Como lo es que la cultura, la religión y lo nacional aparezcan a los dos lados de la raya que separa lo que une y lo que divide. La irritación deja paso a la desesperación cuando se afirma que lo que une a los europeos es el recuerdo de la segunda guerra mundial con sus más de cuarenta millones de muertos (p. 161). Suiza, España, Irlanda, Suecia, países que no participaron en esa guerra, son sin duda Europa. Por lo demás, la cifra de cuarenta millones de muertos, deja fuera del cómputo los veinte millones de bajas soviéticas, probablemente porque deba entenderse que Rusia no es Europa, cosa harto discutible. ¿No decía el General De Gaulle que la ambición era contruir una Europa desde el Atlántico a los Urales? En fin, nada de extraño tiene que la autora sostenga que la hipotética "identidad europea" que ve más como proyecto que como realidad (p. 173) sólo pueda entenderse como "no emocional" en contraste con las identidades nacionales ya que la europea se articula más en términos de incentivos económicos (p. 177). Suena ya aquí un adelanto de la referencia a la distinción de Ferdinand Tönnies entre Gemeinschaft y Gesellschaft a la que Guibernau recurre en el último capítulo y, además, se suscitan no pocas dudas: si el proyecto de futuro es uno de los requisitos de la nación y de la identidad nacional (p. 27), ¿por qué en el caso de la "identidad europea" tendría que ser una prueba de su carácter insatisfactorio?
El capítulo cinco (Repensando la identidad norteamericana) aborda este tema verdaderamente oceánico de un modo que no encuentro especialmente esclarecedor y eso es así porque los Estados Unidos son precisamente el ejemplo arquetípico de la nación creada a partir del Estado. Por eso reconoce Guibernau que la nación nortamericana no se basó en la etnia sino en los valores políticos de la igualdad, la libertad y el individualismo, el uso de la lengua inglesa y los valores morales del protestantismo (p. 181). Pero, a continuación, cuestiona que el melting pot haya funcionado dado que los problemas que, sostiene, acosan a esa posible identidad nacional estadounidense son: 1) el multiculturalismo; 2) la inmigración hispana; 3) la permanente discriminación de los afroamericanos (por cierto, no me ha quedado clara la actitud de la autora respecto a las conclusiones de Herrnstein y Murray en esa pieza de sedicente investigación racista que se llamó The Bell Curve: Intelligence and Class Structure in American Life); 4) la proliferación de identidades compuestas; 5) la distancia creciente entre las elites y las masas; 6) el fin de la guerra fría y la pujanza de la "guerra contra el terror" que no veo qué tiene que ver con los otros factores (p. 208). Encuentro curioso que se puedan levantar tantas objeciones a una realidad de hecho evidente para cualquiera: la fuerza de la identidad nacional estadounidense en todas las clases y estratos sociales. Por lo demás, la mención a las comunidades indias originarias (p. 202), las naciones aborígenes, plantea de nuevo el problema del requisito de autodeterminación para el reconocimiento de la condición nacional.
El capítulo seis (Reacciones ante el fin de las identidades nacionales "puras") aborda el muy interesante problema de la nueva derecha radical en relación con la identidad nacional y lo hace con una consideración que encuentro desconcertante. Al levantar constancia de que esta nueva derecha ya no es la vieja fascista de los años treinta porque acepta la democracia, la autora sostiene que "ha logrado superar la tradicional escisión entre la izquierda y la derecha, al combinar un fuerte resentimiento anti-establishment y vigorosas demandas de reforma democrática, utilizando la protesta y la identidad como agentes movilizadores" (p. 217). En efecto, desconcertante. En principio ya el viejo fascismo presumía de haber superado la dicotomía entre izquierda y derecha; esa presunción era uno de sus signos distintivos; pero era falso. En cambio, ahora, ¿sería verdad? A estas alturas no estoy seguro de lo que la autora entenderá por "izquierda" y "derecha", pero esa pretensión superadora del binomio izquierda-derecha queda muy relativizada con la afirmación en la página siguiente de que la nueva derecha radical "es principalmente liberal" (p. 218). Como se verá más abajo, tampoco el empleo del término liberal es unívoco en esta obra pero, en lo que hace a la nueva derecha, por liberal se entiende "partidario de limitar las atribuciones del Estado". O sea, la nueva derecha es de derechas de toda la vida, aunque aggiornata. El resto de postulados va en la misma línea: sueño de una Europa blanca, hostilidad a la inmigración, sobre todo la islámica y apoyo a la "preferencia nacional" (p. 220), a favor de las identidades nacionales "puras"(p. 227), en contra del multiculturalismo (p.230), a favor del etnopluralismo con un discurso posracista (p. 235). La misma autora habla de que se trata de una propuesta de Apartheid con ropaje pluralista (p. 236). No comprendo por qué decía que había superado la divisoria izquierda/derecha.
El capítulo siete y último (Identidad nacional frente a identidad cosmopolita) vuelve a un territorio menos empírico y más teórico, pero no más satisfactorio. Hace arrancar el cosmopolitismo correctamente del estoicismo pero sitúa a éste, ignoro por qué, entre las escuelas filosóficas presocráticas siendo así que su fundador, Zenón de Citio, vivió cien años después de la muerte de Sócrates y la escuela es perfectamente helenística. Es aceptable su distinción entre un cosmopolitismo cultural, uno filosófico y otro político o institucional (p. 240), como la diferencia entre cuatro niveles, el jurídico, el político, el económico y el cultural (p. 244). Ya no me parece tan acertado sostener que el cosmopolitismo sea exclusivamente una teoría occidental. Al menos en el terreno filosófico, bastantes escuelas orientales, hindúes y chinas tienen puntos de vista universalistas y cosmopolitas. Como los tuvo el Islam clásico. No estoy muy seguro de que la autora dé cuenta satisfactoriamente de la dimensión ética (especialmente kantiana, pero no sólo ella) del cosmopolitismo. Llevando el asunto a la casuística concreta -para distinguir entre el cosmopolitismo y el nacionalismo- plantea un supuesto: en un país un dictador se ha hecho con el poder tras un golpe de Estado (el ejemplo típico en teoría política del tirano de origen) ¿Se justifica que los ciudadanos sean desleales al gobierno del dictador? Ya la pregunta tiene un planteamiento sorprendente. "Desleales" no puede ser el término; tendría que plantearse como deber o no deber de obediencia. En todo caso, Guibernau sostiene que un cosmopolita no tiene por qué ser leal al tirano ya que su deslealtad no puede confundirse con deslealtad a la nación. Pero añade lo siguiente: "Desde un punto de vista nacionalista, habría que matizar la respuesta. Con todo, cualquier intento de amenazar o acabar con el carácter abierto y democrático de una nación debería condenarse. Y es desde esta perspectiva que la lealtad a un régimen no democrático podría ser un imperativo ético" (p. 257) Este párrafo contiene dos enunciados contradictorios: 1º) si se es nacionalista, hay que matizar la respuesta (o sea, hay que obedecer al tirano); 2º) pero no, no puede ser, no se puede obedecer a un tirano porque no se puede admitir que se acabe con el "caracter abierto y democrático de una nación". Pero ¿qué es el carácter abierto y democrático de una nación? Las naciones no son democráticas ni no democráticas. Lo que sucede es que, como ya se decía al comienzo de la reseña, a lo largo del libro, suelen confundirse nación y Estado. El Estado es o no democrático. La nación es otra cosa. Sitúa luego la autora en paralelo lo que llama el "nacionalismo democrático" con el cosmopolitismo y echa mano de la ya citada distinción de Tönnies. No hace falta decir que la nación será la Gemeinschaft y la cosmópolis la Gesellschaft (p. 270). Pero si identifico nación y Estado, estaré obligado a hacer el paralelismo al revés y, en todo caso, sospecho que la comparación no está bien traída. Desde el momento en que la nación es un sentimiento, la Gemeinschaft está servida; pero también lo está en la cosmópolis, de la que los cosmopolitas nos sentimos miembros por pura convicción moral, alejada de todo cálculo societario. Por último, me da la impresión de que Guibernau asimila "nacionalismo democrático" y "nacionalismo liberal" sin tomarse muchas molestias en justificar la transición de nombre. La síntesis de ambas es una "democracia liberal" que, según la autora está definida por tres principios: 1) la justicia social; 2) la democracia deliberativa; y 3) la libertad individual. Volvemos a lo que se decía al principio: no es seguro que el concepto de liberalismo que maneja Guibernau pueda ser suscrito por la opinión común de los estudiosos. No hace falta recurrir a un conspicuo liberal como Hayek ni llevarlo a sus extremos para reconocer que la justicia social es algo que no tiene nada que ver con el liberalismo; no porque éste sea contrario a ella, sino porque no es asunto de su incumbencia. En cuanto a la "democracia deliberativa", que es una exigencia reciente de las teorías de la democracia al estilo de la acción comunicativa habermasiana, también resulta ajena al liberalismo; esto es, el liberalismo es compatible con una democracia deliberativa y con una que no lo sea. Por lo tanto, la tal democracia deliberativa no puede ser un principio de la liberal. Y el último citado, el de la libertad individual que, efectivamente, es típico y necesario para que pueda hablarse de liberalismo es, sin embargo el que más dudas plantea a la autora porque, claro, no es enteramente compatible con la defensa de los derechos colectivos que a ella le parecen incuestionables (p. 276) pero, se ponga como se ponga, no lo son para todo el mundo, especialmente para los liberales de estricta obediencia. En fin, el cosmopolitismo es una utopía (p. 277), salvo que se entienda en términos de nacionalismo democrático. Al final del capítulo hay un párrafo que probablemente describe la posición política nacionalista de la autora, aunque más parece una especie de panacea o intento de justificar una forma de nacionalismo voluntarista que podríamos llamar en referencia al viejo Kirchheimer, catching all program: "El nacionalismo democrático es legítimo. Defiende el derecho de las naciones a existir y a desarrollarse sin dejar de reconocer y respetar la diversidad en su interior. Rechaza la expansión territorial de las naciones y manifiesta un firme compromiso a aumentar la moralidad de los ciudadanos fomentando la democracia, la justicia social, la libertad, la igualdad y el respeto mutuo ante las diferencias culturales y de otra índole. Únicamente estando comprometido con estos principio el nacionalismo democrático puede ser cosmopolita" (pp. 278/279). Es un párrafo decididamente normativo (formulado en el campo programático del deber ser) con pretensiones de formulación descriptiva (como si se diera en el campo del ser) y cuya última condición sólo puede entenderse con un criterio de cosmopolitismo republicano kantiano.
En definitiva, un libro de gran interés, que aborda con audacia pero no siempre con fortuna una problemática compleja. Tiene a su favor la variedad de temas y perspectivas que maneja. Su mayor debilidad es una notable imprecisión conceptual que lleva a conclusiones sumamente discutibles cuando no directamente erróneas. Hay asimismo cierto descuido en la redacción que hace que se cometan errores en asuntos de hecho. Así, en la página 123 se dice que, según el censo de 2001, el 12,5 por ciento de la población austriaca había nacido fuera del país, mientras que en la 134 se asegura que, según el mismo censo del mismo año, el porcentaje de extranjeros en Austria es de 8,9 por ciento. Puede que "nacidos fuera" y "extranjeros" no sean conceptos idénticos, pero convendría aclararlo. Igualmente en la página 175 se habla de los "quince Estados miembros originarios" de la UE. Sin duda se quiere distinguirlos de los diez más dos Estados que ingresaron recientemente. Pero los miembros originarios fueron seis. Finalmente, en la página 201 se habla de la "masacre de Wounded Knee en 1973". Esa masacre fue en 1890. Lo de 1973, fue el llamado "incidente de Wounded Knee" en el que murieron dos personas. Nada de masacre.