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dilluns, 13 d’octubre del 2014

Una de las dos Españas.

Miguel Candelas Candelas (2014) Cómo gritar viva España desde la izquierda. Estrategia para el combate político. Madrid: Bubok. 217 págs.
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El tema de la temporada es la llamada "cuestion catalana" que, en realidad, es la "cuestión española". El debate inunda las redes, abunda en la prensa, se ha adueñado de las librerías. En los próximos días reseñaré algo de la producción al respecto. Y como la cuestión catalana es la cuestión española, empezaré con este trabajo dedicado a la sempiterna cuestión del ser de España.

Cómo gritar... es obra de una joven promesa que inicia ahora su carrera académica con tanto mérito como compromiso politico. La prueba es que el libro es una autoedición. Adelanto que Palinuro siente gran afinidad con su planteamiento general y el radicalismo de su perspectiva. Su objetivo, explícito en el título, es argumentar en favor de un nacionalismo español de izquierdas. Como nacionalista español de izquierdas, este crítico se siente interpelado y expone sus coincidencias y discrepancias con el autor.

Ante todo, un pequeño mapa del terreno. Hay un nacionalismo español de derechas, hegemónico, cuya forma más acabada es el nacionalcatolicismo, hoy tan vivo como ayer, en tiempos de Franco; tan vivo como anteayer, en los de Menéndez Pelayo; tan vivo como trasanteayer, en los del Empecinado. Coincido con Candelas en que este nacionalismo que, en el fondo, es antinacional, es la rémora principal para el avance y progreso de España. Incluso se queda corto. Es el principal responsable, no un mero freno al desarrollo, de la decadencia de España, de su agónico estado, de su posible ruptura. Luego, hay un nacionalismo español de izquierdas y en su tratamiento discrepo del autor. Para él, este nacionalismo existe, ha sido derrotado varias veces, pero tiene consistencia aunque, últimamente, se ha dejado imponer los símbolos de la nación de la derecha, el himno, la bandera, el nombre de España y la idea de Patria. De lo que se trata es de devolver a la izquierda el orgullo de sus símbolos, tan nacionales como los de la derecha, el himno de Riego, la bandera tricolor, otra idea de España y de Patria, una idea no oligárquica, clasista y autoritaria sino popular, democrática y liberal. Un poco al modo de Gramsci, de lo que este llamaba lo nacional-popular.

Mi punto de discrepancia es que ese supuesto nacionalismo de izquierdas, o liberal o progresista, que muchos autores de estas orientaciones también dan por descontado, aunque algunos reconozcan que no ha conseguido casi nunca ser hegemónico, en el fondo, no es distinto del de derechas, el nacionalcatólico y, llegado el caso, hace causa común con él. El PSOE actual es monárquico, su bandera es la rojigualda y hasta la fecha ha aceptado sin rechistar el punto esencial del nacionalcatolicismo, el que verdaderamente interesa a la Iglesia, esto es, su financiación directa e indirecta con cargo al erario público. Es verdad que estos tres asuntos no están exentos de controversia en el socialismo, que en sus manifestaciones suelen verse banderas republicanas y muchos piden la separación de la Iglesia y el Estado. Pero hay un aspecto decisivo en el que el socialismo y otras fuerzas de la izquierda española se fusionan literalmente con el nacionalismo nacionalcatólico, sin fisuras, y es la cuestión de las naciones no españolas en España y su derecho de autodeterminación. Ahí se hace realidad el famoso dictum de que lo más parecido a un nacionalista español de derechas es un nacionalista español de izquierdas. El derecho de autodeterminación es la prueba del nueve del izquierdismo de un nacionalista.

Así, según Candelas, el nacionalismo español de derechas es hegemónico y "nos ha robado la Patria" (p. 43). Y todo el libro, por cierto, muy bien escrito, en un estilo directo, fresco y culto al tiempo, es un intento de argumentar su recuperación, la recuperación de la Patria española de izquierdas. Frente a esto, detecto tres posibles posiciones: a) quienes dicen que la cuestión es irrelevante porque la izquierda es internaconalista y huye de las patrias; b) quienes dicen que es cuestión de ponernos de acuerdo, de encontrar un terreno común de diálogo y construcción nacional; c) quienes creen que hay materia para articular un nacionalismo español de izquierdas, genuino, progresista, demócrata, etc. El primero me parece una bobada hipócrita, el segundo una muestra de apocamiento. Solo el tercero me interesa. Pero volverá a aparecer la discrepancia. El nacionalismo español es, sobre todo, nacionalcatolicismo y, si la izquierda quiere hacer algo con él, tiene que ajustar cuentas de verdad con el catolicismo y su estúpida pretensión de identificarse con la nación española que es el fondo real del nacionalcatolicismo. Mientras no lo haga, no conseguirá nada. Y mi idea es que no solamente no se ha conseguido tal cosa nunca en la historia de España, salvo los paréntesis de las dos repúblicas, sino que, a día de hoy, la izquierda es solo algo menos nacionalcatólica que la derecha. Gentes como Bono, Jesús Vázquez, Teresa Fernández de la Vega son tan nacionalcatólicos como Escribá de Balaguer. ¡Si hasta el candidato  de izquierdas a secretario general del PSOE en las pasadas primarias, Pérez Tapias, es católico! Cómo pueda hoy un filósofo ser católico me supera, pero allá se las componga. Pero decir que se es de izquierdas y católico en España, simplemente es absurdo. Incluyo todos esos rollos de los "verdaderos" católicos, los del pueblo, el alma evangélica y otras fábulas que son como las de la "verdadera" izquierda, la transformadora y radical.

Además de bien escrito, el libro de Candelas es solvente y está documentado. Analiza el fenómeno nacional, distingue tres ideas de nación, la étnica, la cívica y la que llama nación-plebe, que debe ser la de la izquierda (p. 66) y pasa luego a estudiar cómo armar un relato histórico que nos devuelva nuestra querida Patria española no contaminada con la sangre y la bestialidad del nacionalcatolicismo. Es la parte más endeble del libro porque en 85 páginas pretende elaborar un relato nacional español en clave progresista, liberal, izquierdista. Lo hace apelando a la misma mitología que el nacionalismo español más retrógrado. Obviamente no porque coincida con él, sino con la intención de substituirlo en su línea argumental. Eso es un error. No es verdad que haya nación española desde los tiempos del Imperio romano, ni con los godos de Recaredo, ni con la llamada "Reconquista". El resto de la fábula sigue este tenor y hasta singulariza los nombres de supuestos héroes en la lucha por la libertad en la idea de que los de izquierdas simpatizaremos con ellos como los de derechas con Guzmán el Bueno o Moscardó. Otro error. En la izquierda miramos la historia de otra forma. La intención es buena, no obstante, y un repasito aleccionador y edificante de la del país no hace mal a nadie. Pero tampoco sirve de mucho. La historia de España no existe. Existe la historia de las dos Españas: la dominante y la dominada. La de la izquierda es la dominada y, a fuerza de derrotas, ha acabado creyendo que su posibilidad de supervivencia consiste en sumarse a la dominadora a cambio de uno afeites y maquillajes. Lo que se hizo en la Transición. Lo que se está haciendo ahora mismo. Sánchez es un nacionalista español que rivaliza con Rajoy en su amor a una España unida de grado o por fuerza. Lo demás son aditamentos. Una persona de izquierdas, sin embargo, en mi modesta opinión, no puede aceptar una nación que obliga a otras a formar parte de ella a la fuerza. Si no lucha por la libertad de esas otras naciones y su derecho a decidir aun en contra de los intereses de la propia nación, no es de izquierdas. Y ese es el problema en España. No hay una cuestión catalana, no; hay una cuestión española.

La última parte del libro es un prontuario de recomendaciones que suscribo en su mayoría, aunque no estén muy bien organizadas en criterio clasificatorio. Frente al nacionalcatolicismo reaccionario, monárquico, vendepatrias y autoritario, Candelas propone varias ofensivas: 1ª) republicana; 2ª) federalista; 3ª) laica; 4ª) soberana; 5ª) anticolonial -Gibraltar-; 6ª) bandera tricolor. La 6ª y la 1ª son la misma y la 5ª y la 4ª, también. Al grano: el sector mayoritario de la izquierda, el PSOE, se ha hecho dinástico. El federalismo de Candelas es más audaz que el del PSOE (que lo esgrime sin convicción) pero, aunque él lo argumenta con más audacia, llegando a reconocer el derecho de autodeterminación, cosa que lo sitúa en la misma exigua minoría en que se encuentra Palinuro, lo matiza con un llamamiento al "término medio" (doctrina por la que Palinuro no siente simpatía alguna) entre el "centralismo social liberal de Bono" y una extrema izquierda postmodernista "que niega la idea de España" (p. 177). Y este es el centro, el meollo mismo de mi discrepancia con este excelente libro: no hay más idea de España que la nacionalcatólica, compartida en el fondo por derechas e izquierdas españolas. Negarla es lo único sensato que cabe hacer. ¿Creemos que puede haber otra idea -y realidad- de España? Demostrémoslo: reconozcamos el derecho ajeno a separarse de ella. A partir de aquí podremos empezar a forjar otra idea y realidad de España que está por hacer y, como está por hacer, no existe aún y no será fácil conseguirla. La prueba es que hasta en una obra tan interesante como esta se postula una idea de España como realmente existente aunque subyugada por la hegemónica y que lucha por emerger. Falso. Esa idea de España de izquierdas está por hacer. No cabe recuperarla porque nunca ha sido, excepto en los breves años de la II República.


dilluns, 3 de febrer del 2014

¿Tiene historia el arte?

Valeriano Bozal (2013) Historia de la pintura y la escultura del siglo XX en España Madrid: Antonio Machado. Vol. I: 1900-1939 (295 págs.). Vol. II: 1940-2010 (457 págs.).


En algún lugar de este documentado estudio sobre la pintura y la escultura españolas del siglo XX se da cuenta de cómo un puñado de artistas, más o menos partidarios de la dictadura de Franco (aunque también los había del "exilio interior") quiso poner en marcha un grupo o tendencia, una de esas extrañas fraternidades a que tan dados son los artistas, quizá para compensar el carácter radicalmente individualista de la actividad creadora. Eligieron el nombre de Altamira. En parte, la intención apuntaba a ese espíritu nacionalista que alentaba en todas los postulados ideológicos de aquel régimen tiránico, genocida y corrupto. Y, desde luego, resultaba más ambicioso -si bien menos duradero- que el elegido por sus colegas literatos de profesión política con la revista Escorial. En ambos proyectos se trataba de sintetizar en una palabra la idea de las profundas raíces históricas de España, la continuidad del genio creador de una raza que, en el caso de los artistas plásticos, se hacía arrancar del paleolítico mientras que en el de los ideólogos de la palabra (los Camón, Tovar, Ridruejo, etc.) se situaba en la época de mayor esplendor del Imperio.

Pero lo que los dos intentos ponen de relieve es la interesante cuestión de si cabe hablar de una historia del arte, esto es, una consideración de la actividad artística como un discurso, un desarrollo o progreso, una construcción acumulativa con unidad de sentido, como cabe hablar del desarrollo de la química o la medicina, por ejemplo o solo puede concebirse el arte de forma simultánea, como manifestación de una actividad creadora que empieza y acaba en sí misma y que, si bien ocasionalmente, acusa influencias de otras épocas o tendencias (no necesariamente las más próximas en tiempo y lugar) es autónoma y autosuficiente porque contiene en sí misma todo su pasado. Es algo parecido a esa disyuntiva que suele plantearse en la pintura entre las formas narrativas (propias de la Edad Media y primer Renacimiento) y las simultáneas.

Se trata de un tema que desborda el intento del ensayo de Bozal quien, con muy buen criterio, ni lo plantea. Obviamente, si nos atenemos a ese concepto estrecho de historia como discurso causal, la del arte no existe. Pero tampoco la de la literatura, la filosofía o la política. Las obras de los seres humanos no tienen historia pues en todas ellas se contienen todas las demás, igual que cada individuo concreto lleva en su interior a todos los demás. Toda ontogénesis comprende una filogénesis y a la inversa. En realidad, si entendemos la historia en una perspectiva historicista, esto es, como un programa sometido a unas normas o "leyes", tanto si  se postula un proceso teleológico como si no, nada humano es histórico y esta idea de la historia solo existe en la cabeza de quienes creen en ella.

Resultaría así que, paradójicamente, solo existiría lo que la antigüedad clasica llamaba la historia natural, la historia de la naturaleza, lo cual no tiene mucho sentido salvo que por tal se entienda la historia del modo en que los seres humanos comprenden la naturaleza, esto es, acumulan el conocimiento sobre ella. Una historia que, por su esencia, se reduce a la mínima expresión del beneficio de inventario, el del conocimiento del pasado. Este, sin embargo, es imprescindible en el conocimiento no experimental, humanista, social, artístico, filosófico. Es obvio que nada de cuanto los hombres producimos hoy puede entenderse cabalmente ignorando el pasado, conocimiento que, sin embargo, no garantiza la comprensión del presente ya que, por mucho que respetemos a Vico y los historicismos posteriores, las supuestas "leyes de la historia" solo existen ex post facto y hasta pueden modificarse a placer sin límite alguno. Dos ejemplos muy conocidos: ¿cuál juicio sobre la Edad Media es más justo, el romántico o el neoclásico? ¿Cuál más apropiado sobre el naturalismo, el cubista o el hiperrealista?

Al titular su libro historia, el autor está en su derecho y no queda obligado a justificar la elección del substantivo. En realidad es un uso admitido de carácter metafórico, consistente en llamar "historia" a todo relato que refleja el paso del tiempo, pero sin que se espere de él el descubrimiento de "relaciones de sentido" en sus manifestaciones, fuera de las de una influencia inmediata o las lejanas reminiscencias de un pasado remoto, esto es, fuera de señalar que determinado artista prolonga (o rechaza) las influencias de otro inmediatamente anterior o que en la obra de un tercero alumbran reflejos de su admiración por formas de un pasado remoto o de un primitivismo coetáneo.

En este contexto más amplio se inscribe esta obra de Valeriano Bozal, un espléndido trabajo de madurez de uno de los más reputados especialistas en estética e historia del arte de nuestro país. Ha acotado el tiempo, el siglo XX, y ha hecho una extraordinaria labor de presentación, síntesis y explicación. Más que una historia del arte plástica española es un catálogo completísimo de la pintura y escultura de nuestro país en el siglo XX. Una exposición detallada, perspicaz, original que junta un valor expositivo muy notable con un espíritu crítico refinado pero nunca injusto. Una exposición, asimismo, que relaciona las manifestaciones artísticas con sus contextos sociales, políticos y económicos con los que suelen tener diálogo. Una obra de un maestro. Y en una edición cuidada, con abundancia de ilustraciones, aunque no tantas como uno desearía, si bien ello es comprensible.

La narrativa se estructura en torno a la gran cesura española del siglo XX: la guerra civil. Un antes y un después del arte español, se quiera o no. Con ese pie forzado, el autor da cuenta de su material tan sistemática y rigurosamente como es posible en estos casos. Dado que los dos volúmenes tienen más de 700 páginas, es imposible  hacer justicia aunque sea aproximativa a tan enorme riqueza de contenido. Resulta obligado sintetizar y dejar fuera creadores, estilos, obras, hechos significativos, así como confesar que el tratamiento selectivo se guiará tan solo por las aficiones de este crítico.

Arranca la historia de Bozal con una interesante y completa reflexión sobre el modernismo español, que se plasma en el noucentisme catalán: Rusiñol, Casas, Anglada Camarasa, el primer Picasso, Mir, Nonell y otros. El modernismo es la España europea a la que pronto se contrapone, la España negra (p. 63), el título de aquel famoso librito que editaron al alimón Emile Verhaeren (texto) y Darío de Regoyos (ilustraciones) y que, en la edición que tengo, cuenta con un divertido prólogo de Pío Baroja, gran amigo de Regoyos. Regoyos, muy influido por el impresionismo francés, tenía muchos amigos literatos. Unamuno, por ejemplo, lo alababa sin mesura y lo contraponía a Picasso, de quien tenía pobrísima opinión, lo cual prueba que tampoco él era extraordinario en el juicio estético. "La España negra", realidad y concepto que Bozal explora atinadamente mezclando pintura y generación del 98, tiene abundante representación: Zuloaga, Sorolla (aunque parezca contradictorio con su amor por la luz mediterránea), Iturrino, algo de Castelao y, por supuesto, el príncipe mismo de las tinieblas hispánicas, Gutiérrez Solana, repartido entre la miseria del campo, los prostíbulos urbanos y la vida de la élite diletante.

Un capítulo dedicado a Picasso no solamente hace justicia al pintor malagueño sino que incluye una afirmación con la que me identifico: el cubismo no es un "ismo" sino que es la condición de todos los "ismos", tendencias o estilos del siglo XX (p. 107). Eso es Picasso. Sigue un primer capítulo sobre Joan Miró (habrá otro en la segunda parte para los dos, Miró y Picasso) por el que Bozal siente especial predilección y al que explica de modo admirable.

El resto del primer volumen es una tercera parte llamada Renovación y vanguardia que, como era canónico entonces, comienza con el aprendizaje de los artistas en París, singularmente Juan Gris y María Blanchard, pero también Josep de Togores (a quien Bozal atribuye la introducción de la "nueva objetividad", Die neue Sachlichkeit, (p. 156)), Luis Fernández y el escultor Pablo Gargallo. El "arte nuevo" de la República (Barradas, Aurelio Arteta, Victorio Macho) se caracteriza por el eclecticismo y la diversidad (p. 174). Cierto,  lo más importante de la República sería el impacto del surrealismo y este aparece personalizado en la figura de Dalí, al que el autor dedica escasísima atención a mi juicio, medio capítulo junto de Federico García Lorca y un breve epígrafe al tratar de la guerra civil, específicamente dedicado a su cuadro Premonición de la guerra civil (p. 247), sin mencionarlo apenas en el segundo volumen. Una carencia injusta que contrasta con la omnipresencia y ubicuidad de Pablo Picasso a lo largo de todo el relato.

La República trajo realismo, compromiso, política y un incipiente -y luego desbaratado- surrealismo, presente en la llamada Escuela de Vallecas, con Alberto Sánchez, Benjamín Palencia y Maruja Mallo o con casos especiales como el del muy interesante pero malogrado Alfonso Ponce de León (p. 216). Luego, la catástrofe de la guerra que fue en el arte un campo de experimentación y transformación. El debate que se abre sobre "arte de masas y arte popular" (p. 130), ya lo dice todo y en el pabellón de España de la Exposición Internacional de París en 1937, construido por Josep Lluís Sert y Luis Lacasa se dio cita lo más representativo del arte español entonces, singularmente Picasso (que exhibió allí el Gernika), Joan Miró, Julio González (p. 237), así como Regoyos, Solana, Ferrer, Gaya, Zubiaurre, etc. Por cierto, sería la última vez que España se codeara de igual a igual en el escenario internacional del arte en una exposición que la Alemania nazi y la Rusia Soviética -que tenían sus respectivos pabellones frente a frente- vieron como un momento típicamente propagandístico. El pabellón nazi, obra de Albert Speer, coronado por el águila imperial y la esvástica, quería presentarse como un baluarte contra el comunismo y exhibía un famoso grupo escultórico de exaltación racista, Camaradería, de Joseph Thorak, mientras que el pabellón comunista lucía el no menos famoso de exaltación clasista de la campesina y el koljosiano, de Vera Mukhina, símbolo perfecto del "realismo socialista" de Stalin.

Este primer volumen se cierra con sendas interesantes consideraciones acerca de la cartelística de la guerra, muy abundante en el campo republicano, Renau, Bardasano y otros (p. 250) y sobre la actividad artística en la España rebelde, los franquistas.

El segundo volumen, todavía más minucioso que el primero, se divide en seis partes cuyo enunciado es muy ilustrativo tanto del proceder del autor como de sus inclinaciones ideológicas que, por supuesto, están presentes, aunque Bozal las refrena con prudencia y tacto: Postguerra y exilio, Picasso y Miró tras la guerra, el fin de la postguerra, la época del desarrollo, 1880 y sin canon y Coda: Work in Progress. Imposible dar cuenta del completísimo inventario de las artes plásticas que se realiza en este texto. Solo son posibles algunas referencias salteadas. El panorama de teoría del arte de la postguerra , la llamada "retórica hueca de lo sublime" y el intento de "renovación desde dentro", bajo el magisterio de Eugenio d'Ors (p. 43) y las obras muy diferentes de Benjamín Palencia, Ortega Muñoz y Pancho Cossío, uno de los escasos pintores falangistas de cierta categoría.

Trata el autor el arte del exilio, de la España peregrina que, en su gran mayoría, continuó haciendo lo que venía haciendo antes de su marcha (p. 57). Ramón Gaya, Luis Fernández, Francisco Bores, Alberto Sánchez, José María Ucelay, etc. Varios de estos volvieron al país; otros, no. Especial atención dedica Bozal al "exilio interior", un fenómeno interesante en sí mismo por su curiosa dimensión humana (artistas obligados a vivir una existencia creativa desdoblada) y que nunca se analizará lo suficiente. Ángel Ferrant y el muy discreto Joan Miró. Este exilio interior es el que fomenta la creación de grupos, como si los artistas quisieran adquirir más fuerza agrupándose de la que tenían como individuos: grupo Pórtico, Dau al Set, el mencionado Altamira, que no llegó a cuajar porque su carácter netamente fascista echó para atrás a varios posibles participantes (p. 97).

La orientación ideológica del autor asoma en los capítulos IV y V, dedicados a Picasso y Miró, con interesantes noticias sobre las relaciones entre el malagueño y el realismo socialista del partido comunista al que se había afiliado (p. 108). Por cierto, magistral el juicio sobre el último autorretrato de Picasso ( p. 113). Ese autorretrato es una pesadilla. La ideología vuelve a asomar al referirse a los tres grandes anteriores al informalismo, los escultores Chillida y Jorge de Oteiza (con algunas referencias a Agustín Ibarrola) y el gran pintor del muro, Antoni Tàpies (p. 143).

Le explosión de los años de crisis, previos a la complacencia del desarrollo, la "pintura gestual" y la llamada "poética del informalismo" es aquella en la que Bozal se siente obviamente más a gusto probablemente por su carácter comprometido, radical, innovador, no convencional y volcado hacia el tratamiento de lo contemporáneo: Guinovart, Ràfols Casamada, Canogar, Chirino, Manolo Millares y Antonio Saura (p. 196). El juicio sobre este, que le permite una nueva definición de lo moderno, adquiere dramatismo y profundidad en su análisis del perro semihundido del pintor aragonés goyesco a su modo: "Saura ha pintado que Goya es el perro y que el perro somos nosotros" (p. 202). Me atrevería a decir que las mejores páginas de este libro son las que van desde el tratamiento de Tàpies a las de Saura a las que añadiría las que dedica a otro genio de casi insondable profundidad, Antonio López (p.248).

A partir de la época del desarrollo, la pintura y la escultura españolas, todavía con las memorias del pasado, se abren a las influencias exteriores, dejan de alimentarse a sí mismas en la tragedia española y se adaptan a las corrientes y modas. Y lo hacen de modo sobresaliente. Bozal muestra, a mi entender, cierta frialdad en el juicio que engloba bajo un epígrafe "genérico" que llama la ironía. Sin duda hay de esta en el Equipo Crónica y otros equipos y algunos sobresaltos al estilo ZAJ que, aparentemente, no concitan el pleno entusiasmo del autor. Sí lo hacen, sin embargo, Juan Genovés y Rafael Canogar, que innovan formalmente, por cierto, pero en un mundo conceptual más tradicional o respetuoso con las tradiciones de la protesta y la movilización (p. 235). Incluido en este capítulo aparece Eduardo Arroyo, a quien el autor trata con el debido respeto pero sin especial entusiasmo. Palinuro, en cambio, lo tiene por uno de los artistas españoles contemporáneos más fascinantes quizá en medida pareja al juicio que le merece algún novísimo como Pérez Villalta (p. 305) y, ciertamente, el inmenso Luis Gordillo (p. 311).

Son ya las últimas páginas de este libro, que se lee casi como una novela, aquellas en las que la cercanía del fenómeno impide toda perspectiva y en donde el juicio carece de referencias o bien corre el peligro de emplear las equivocadas. Bozal traza un elenco de los artistas vivos actualmente, hablando, claro es, de "diversidad" porque no es posible hacerlo de otro modo. Trata de hacer justicia a todos, incluida la que juzgo sea su hija, Amaya Bozal (p. 389), en un trabajo que tiene el valor orientativo que siempre adornan estos juicios emitidos por expertos incuestionables.

dijous, 23 de gener del 2014

Los dineros de los partidos.

Manuel Maroto, Victoria Anderica, Suso Baleato, Miguel Ongil (2013) Qué hacemos con la financiación de los partidos. Madrid: Akal, (70 págs.)

Pues es tiempo de conflictos agudos resulta conveniente acudir a la publicística de combate. Escritos breves, claros, concisos, al alcance de todo el mundo, que traten monográficamente un tema prioritario en la escala de preocupaciones de la ciudadanía, lo analicen, lo critiquen y propongan alguna solución. Siempre que la sociedad se agita y las luchas se enconan, surgen los panfletos. Tienen una injusta mala fama fabricada por quienes no han sabido responderles convincentemente. Los panfletos son compendios argumentados de posiciones políticas (o religiosas, económicas, sociales, etc) opuestas a otras. La revolución inglesa del siglo XVII sería incomprensible sin el alud de escritos en pro o contra del Rey y el Parlamento; la francesa del XVIII, igualmente. Hasta la independencia y la Constitución de los Estados surgieron de un intenso debate animado a base de panfletos. Los papeles del Federalista, ¿qué son sino un puñado de alegatos publicados en la prensa? Eso sí, con un enorme peso filosófico, político y jurídico. El Federalista sintetizó en panfletos la tradición clásica griega, el derecho público romano y la filosofía de la Ilustración. Y ¿qué es el Manifiesto del Partido Comunista, el libro hoy más editado en el mundo entero después de la Biblia, sino un panfleto? Un manifiesto que contiene una filosofía de la historia.

Los panfletos son pieza esencial en la teoría política. Un género muy respetable. El librito en comentario pertenece a una serie de qué hacemos ya con una veintena de títulos. Supongo que también tiene una perspectiva editorial de aumentar las ventas de títulos de crítica en un mercado agónico. La elección del verbo da un tinte leninista a la colección, pues remite al famoso ¿Qué hacer? de Lenin, idéntico al de la novela de Chernichevski. El amarillo elegido para la portada también acompaña. No es el yellow chrome, pero se le acerca

En este caso es una pregunta por el quehacer de la financiación de los partidos políticos, tratada en perspectiva multidisciplinar, con rigor y conocimiento de causa. Consideran los autores el pasado inmediato (¿cómo hemos llegado hasta aquí?), el presente, y aventuran algunas medidas correctoras. La financiación pública es un elemento esencial de la corrupción; esta viene de antiguo, pero no debe considerarse como consubstancial a la cultura española. Mas algo de eso debe de haber cuando las cantidades de financiación de los partidos en 2008 que se dan (p. 14) son manifiestamente desorbitadas y no parecen llamar la atención.

La conclusión obvia del libro es que el sistema político español está por así decirlo gripado a causa de la partidocracia, agravada por el bipartidismo. Los partidos controlan el gobierno, el parlamento e interfieren en la acción del poder judicial. Es inútil esperar de ellos legislación reformista que afecte a sus intereses, singularmente en materia de financiación. La legislación vigente al respecto es inoperante y nada de lo que se ha hecho recientemente en materia de transparencia ha venido a mejorar sino, al contrario, a empeorar las cosas.

La tercera parte, o parte más propositiva, desgrana una serie de medidas perfectamente asumibles en un espíritu de mejorar, democratizar, hacer más transparente y menos corrupta la financiación de los partidos. La cuestión aquí es la fuerza parlamentaria con que se cuente para imponerlas. Y hay una segunda de contenido: la reforma de la normativa corre el mismo peligro de inoperancia que la normativa reformada. Hace diez años, Bruce Ackerman publicaba un libro (Voting with Dollars) en el que proponía una forma de financiación de partidos extraordinariamente sencilla, que podría aplicarse en España con las salvedades precisas: cada elector dispone de un vale de, digamos, 100 euros anuales que puede emplear en favor del partido de su elección. Un país con 22 millones de electores distribuiría en condiciones óptimas 2.200 millones de euros entre los partidos. Con una condición: los partidos acogidos al vale no pueden tener ninguna otra forma de financiación, pública ni privada. Aquellos partidos que renuncien al sistema de vales pueden tener acceso a la financiación privada que deseen. Probablemente la financiación privada estaría siempre por debajo de la pública decidida por la gente. Admitido, es una opción casi idílica. Probablemente no hay otra que seguir reformando la normativa.

En este terreno de propuestas hay al final un proyecto de consolidar y ampliar la democracia, más allá de los límites institucionales, mediante las oportunas reformas que fortalezcan la participación democrática a través de las iniciativas legislativas populares o la creación de órganos ad hoc para que los movimientos sociales tengan acceso relevante al ámbito legislativo. Nada que oponer excepto cierto escepticismo dictado por la experiencia y la realidad cotidiana: la fuerza política que podría apoyar un programa tan sensato como radical está fragmentada en media docena de formaciones. 

dilluns, 20 de gener del 2014

Memorial de agravios.

Germà Bel (2013) Anatomía de un desencuentro. La Cataluña que es y la España que no pudo ser. Barcelona: Destino (304 págs)

La cuestión España-Cataluña/Cataluña-España es la cuestión de nuestro tiempo. En realidad viene siéndolo desde muchísimo antes y muy perceptiblemente hace siglo y medio más o menos. Recientemente ha tomado carácter de urgencia política porque el nacionalismo catalán ha virado masivamente hacia la independencia. Es una cuestión grave porque afecta a la conciencia de identidad nacional de las dos comunidades y a la planta real, material, territorial del Estado sobre la que se asientan. Tan grave que es transversal al otro típico conflicto de toda sociedad democrática más o menos avanzada, el de la izquierda y la derecha. El nuevo soberanismo catalán ha causado una crisis en el PSOE/PSC y empuja a la formación de un bloque nacional español en el que se encuentran codo a codo casi todos los partidos españoles (PP, PSOE, UPyD) y, en buena medida, IU cuya actitud al respecto quiere ser ambigua pero, en el fondo, se alinea en el frente del "no" al derecho de autodeterminación de los catalanes.

En estas condiciones es prudente documentarse sobre los puntos de vista y las razones de las partes. Leer los libros en que se exponen, sobre todo si son tan claros a la par que argumentados como el de Germà Bel, un catedrático catalán de Economía aplicada que fue diputado socialista en el Congreso en la primera legislatura de Zapatero, retirándose luego a una muy brillante y fructífera actividad académica. En el curso de ella parece haber evolucionado políticamente hacia el independentismo, sin abandonar, por cuanto se ve en el libro, su actitud socialdemócrata. Ese cambio es la respuesta que da a lo largo de este ensayo a la pregunta que plantea (y responde también por adelantado) de por qué ha aumentado tanto el apoyo al independentismo en Cataluña en los últimos años. Por cierto, la misma pregunta se planteaba hace un par de días Jordi Pujol en un artículo periodístico. No conseguí entender la respuesta de Pujol; pero la de Bel es meridiana: la percepción recíproca de deslealtad y falta de confianza (p. 17). Sí, cuando la confianza se rompe, la cosa tiene dificil arreglo.

El autor sostiene que las explicaciones "españolas" de la crisis son falsas. Las explicaciones son: a) el sistema educativo catalán adoctrina en el independentismo; b) hay un "virus" nacionalista catalán; c) los catalanes quieren ser diferentes. Su refutación tiene sólida base empírica. Emplea datos del Centre d'Estudis d'Opinió (CEO), cruzándolos por generaciones, nivel estudios, etc, para demostrar la falsedad. La cita de una memorable exposición de Esperanza Aguirre deja clara la cuestión del virus: "la nación española no es cosa discutible ni discutida; España es una gran nación y ser español es motivo de orgullo" (p. 47), una de las habituales declaraciones de un nacionalismo español tan obtuso como excluyente e intratable.

La cuestión de la "diferencia" de los catalanes, contrastada con la realidad empírica también se invierte. Tomando pie en el trabajo de José Luis Sangrador,  sobre Identidades, actitudes y estereotipos en la España de las autonomías, que elabora un amplio estudio del CIS, expone que hay una percepción predominantemente negativa de los catalanes en toda España a los que los españoles ven como “diferentes” (p. 69). Esta percepción negativa es anterior al Estado autonómico y no tiene que ver con él (p. 74). La realidad, según Bel, es que los catalanes generan gran rechazo en el resto de las comunidades españolas y esto ya desde 1714. Ha llegado el momento de ver que la "conllevancia" de Ortega tiene unos altísimos  costes de transacción (p. 98). Ha llevado a la desconfianza y eso es una ruina. Muy ilustrativo el cuadro del BBVA  sobre Confianza, creación de riqueza y desarrollo humano en 10 países de la Unión Europea.  España está en 9º lugar solo por delante de Francia (2011 y 2012) (p. 107)

Cataluña, sostiene el libro, jugó a aumentar la confianza desde los años 80 (lo mismo que dice Pujol en su artículo) y perdió. Hubo una inflexión en los 90. Periodo muy duro  de la política española los años 93-96. Recuérdese el Pujol, enano, habla castellano. De aquí se seguiría una especie de desengaño. No estoy seguro de que sea un análisis justo: en aquellos años el nacionalismo catalán jugo a hacer política en España valiéndose de su fuerza parlamentaria y perdió. Pero nada más. Después, sí hubo ya franco desencuentro en los años 2000, escenificado en la sentencia TC sobre el Estatuto en  2010 (p. 120), que desembocó dos años más tarde en la famosa diada con que se inició la petición de un Estado propio en la que actualmente vivimos.

La sensibilidad con que el nacionalismo español acogió estas manifestaciones se aquilata en el sentido de la expresión con que Rajoy, ya presidente del gobierno, calificó la citada diada que, para él, era una algarabía nacionalista.

Bel consagra un capítulo inevitable a la cuestión de la inmersión lingüística. Se esmera en refutar el empleo erróneo del concepto de "lengua común" del nacionalismo español, pero se lo podía ahorrar. Sobre pocas cosas cabe estar más de acuerdo con el autor que sobre esta, en especial cuando concluye: Hacernos a los ciudadanos de lengua primera diferente al castellano miembros obligatorios de la comunidad lingüística castellana -mediante la manipulación ideológica y política del concepto lengua común- para luego decirnos que de qué nos quejamos, porque somos todos iguales en derechos, es una verdadera tomadura de pelo. Dicho sea sin circunloquios. (p. 144)

Terminan el libro dos capítulos en los que se da cuenta de los agravios en los terrenos económico,  financiero, comercial, de infraestructuras, etc. También aquí hay leyendas que el autor desvela y con abundante profusión de datos sobre  las transferencias interregionales y la equidad entre regiones ricas y la restructuración de las transferencias con redistribución progresiva  y lo mismo en las  más pobres (p. 176). Su conclusión es perentoria: “La justicia en el sistema redistributivo español está quebrada, tanto por lo que respecta a las cargas asumidas por las regiones ricas respecto a las transferencias regionales, como por lo que respecta a la distribución de los beneficios netos"  (p. 180) Supongo que se podrá matizar o discutir, pero es un autorizado punto de vista que es obligado tomar en consideración.

Igual sucede con las inversiones en infraestructuras. Una simple cuenta explica muchas cosas: en 2013, Cataluña representa menos del 12% de la inversión del estado, aunque su población es el 16% de España y su PIB el 19% del español (p. 199)

Hay un epílogo agoreramente titulado Los que no puede ser no puede ser y además es imposible. La mayoría de los catalanes rechaza la disolución dentro de un Estado uninacional (p. 230).

La causa de la recrudescencia del independentismo: la frustración de las expectativas y esperanzas puestas en la regeneración de España (232).

Es un acertado ensayo en el que se argumenta el independentismo como resultado de la enésima frustración del catalanismo político que ha estado vigente hasta hace bien poco. Pero no me parece que haya en él nada que justifique el fatalismo de la inevitabilidad de la ruptura. No es absurdo proponer un diálogo en el contexto institucional adecuado por ver si es posible restaurar la confianza rota y la mutua lealtad en una fórmula de convivencia que satisfaga a la mayoría de los españoles y, desde luego, de los catalanes. Si tuviera que venderlo como proyecto buscaría una fórmula con impacto, del tipo de ¿No merece la pena hacer un último intento?

Por decir algo. Un libro muy interesante y muy equilibrado.

divendres, 17 de gener del 2014

El impacto de internet.

César Rendueles (2013) Sociofobia. Madrid: Capitán Swing, 196 págs.

Hace unas fechas, con motivo de mi cumpleaños, un amigo me regaló este libro de Rendueles, acompañado de una observación típicamente ambigua entre académicos: “léelo; dice lo contrario de lo que dices tú.” No era precisa más recomendación, así que, sopladas las velas, despedido el último invitado, recogidos los platos y acostados los niños, me sumergí en tan incitante texto.

Una vez terminada la lectura dejé pasar unos días pues la experiencia dicta que todo cuanto se siembra necesita un tiempo para germinar y, desde luego, los libros –sobre todo si son tan interesantes como este- son poderosas simientes. Pasada la carencia, decidí comenzar mi comentario con una simple pregunta: ¿dice el libro lo contrario de lo que yo digo o pienso? Para contestar tendría que responder antes otras cuestiones. ¿Estoy seguro de lo que digo y pienso? Y ¿acerca de qué? Al no poder contestar a mi entera satisfacción, tendría que interrogar a mi amigo pues es conocimiento general que los demás suelen saber lo que pensamos e interpretar lo que decimos mejor que nosotros mismos. Lo que nosotros pensemos es irrelevante. Así que me lo figuré y no fue difícil: para mi amigo, soy lo que vulgarmente se conoce como un ciberoptimista o ciberutópico mientras que, en principio, el autor de este libro es un ciberpesimista o (según gustan considerarse los ciberpesimistas) un ciberrrealista.

Una vez aclarado el terreno de juego, ya solo quedaba empezar la partida del diálogo con el texto. Pero, de inmediato se me planteó una cuestión: no admito la etiqueta de “ciberoptimista” o “ciberutópico”, no porque no esté convencido del carácter beneficioso de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación y muy especialmente de internet y no porque no crea que son fuerzas decisivas en la evolución de la especie, sino porque no veo qué tenga eso de utópico. Para convencerse, basta con echar una ojeada alrededor: cientos de millones de personas conectadas entre sí en tiempo real compartiéndolo todo. Algo jamás experimentado antes. Por supuesto, de inmediato llega Morozov, -un “ciberrrealista” cuyo negociado es dar alimento espiritual a todos los maníacos depresivos del planeta a través de los medios cuya eficacia cuestiona sistemáticamente- a decirnos que no nos dejemos engañar y que, en el fondo, no estamos conectados sino desconectados, aislados y controlados. Suena, ¿verdad? Se dijo de la tele y también entonces era en parte cierto y en parte no.

El asunto no da para más. Recuérdese: la técnica es neutra. El bien y el mal son nuestros. Por eso voy adelantando que no creo decir nada en discrepancia con el libro. Al contrario, coincido básicamente con su contenido. Este es muy interesante, ilustrativo, está lleno de observaciones sugestivas, que van brotando de un estilo muy vivo pero quizá no muy sistemático. El ensayo tiene un poco la riqueza discursiva del jardín de los senderos que se bifurcan, lo cual hace la lectura amena, pero es un inconveniente a la hora de dar razón de lo leído. Está uno obligado a sintetizar y a hacer una especie de triage, de selección, cosa que tiene siempre sus peligros.

Rendueles estructura su trabajo en tres partes: una especie de introducción, Zona cero. Sociofobia y dos numeradas: la primera, la Utopía digital y la segunda Después del capitalismo.

La sociofobia es la “idea central” de las corrientes liberales (p. 25). Es la última consecuencia del individualismo benthamiano que pregona gente como Friedman. Cierto. Y la señora Thatcher, de quien es aquella rotunda afirmación de que “la sociedad no existe; existen las familias”. Sobre ese devastado “panóptico global” se erige el “fetichismo de las redes de comunicación”, el ciberutopismo, que es un “autoengaño” que nos impide ver cómo los obstáculos a la solidaridad y la fraternidad son la desigualdad y la mercantilización (p. 35). Es verdad, pero ese impedimento ¿no estaba ya antes? Si de ideología se trata, antes de la ciuberutópica ha habido muchas. ¿O tiene algo especial el ciberutopismo? Eso tampoco encaja con el recurrente debate sobre la eficacia real de la realidad virtual. Pero algo sí va saliendo claro: el asunto no es sencillo.

Por eso hay que ir por partes. La primera versa sobre la “utopía digital”. Esta nace del “ciberfetichismo”, concepto de claro cuño marxiano, aunque el autor precisa que los ciberfetichistas predican lo contrario de lo que sostenía Marx (p. 45). Esto probablemente sea matizable, pero no merece la pena ya que si algo puede calificarse de ciberfetchista será porque incurra en muchos otros dislates. Sí la merece, en cambio, a mi juicio, justificar el uso del sustantivo “utopía” que tiene tantas dimensiones de todo tipo, incluso epistemológico. ¿Cuál es el alcance del concepto “utopía digital”? El resultado es lamentable. Internet no puede aceptarse como esfera pública porque, sobre estar muy contaminada, “limita la cooperación y la crítica política, no las impulsa” (p. 53). Vayamos a un par de casos concretos que el autor analiza con mucho acierto.

El caso del copyright, de la propiedad intelectual, asunto de intenso debate. Los bienes públicos y la propiedad intelectual siempre estuvieron en equilibrio inestable. No se podía limitar el acceso a las emisiones analógicas de radio/TV, por ejemplo (p. 54). La propiedad intelectual en Occidente aparece marcada por “la decisión de confiar al mercado una parte sustancial de la tarea de producir y difundir los bienes inmateriales, así como de remunerar a los autores” Fue una opción deliberada; había otras opciones. “A fin de cuentas, históricamente el mecenazgo no mercantil no ha dado tan malos resultados” (p. 55). Históricamente, los mecenazgos no mercantiles fueron los de la nobleza y la iglesia. Hauser argumentaba in illo tempore que el ascenso de la burguesía y la liberación del vasallaje de los artistas e intelectuales a través del mercado redundó en beneficio de la libertad de creación . Es de suponer, claro, que la tutela ideológica de la burguesía se hará sentir pero, de hacerlo, será de modo más difuso, a través del mercado. De hecho, los más feroces ataques al dominio de la burguesía han venido de la burguesía.

Pero, además, la cuestión de la propiedad intelectual está muy ligada, ya desde el comienzo de la imprenta, al monopolio y la censura. Por supuesto, desde entonces las cosas han dado muchas vueltas y, en parte, es lícito pensar que los antiguos monopolios y privilegios reales y eclesiásticos han pasado a las empresas. Los derechos de autor y la propiedad intelectual son hoy mercancías y negocios como la explotación de hoteles. Obvio: si alguien cree, como los ciberutópicos, que reinará la justicia sobre la tierra si se eliminan las barreras empresariales a la libre circulación de bienes culturales (p. 71) se equivoca. Pero esto tiene algo de caricatura. Cierto que la supresión de las prácticas mercantiles restrictivas (generalmente, además, apoyadas en la fuerza coactiva del Estado) no resolverá los problemas. Por no mencionar más que uno que ningún partidario del copyleft honrado (incluido Palinuro) puede ignorar: el derecho de los creadores a ser remunerados por su trabajo. Ahí hay un conflicto que no es lícito resolver mediante la simple exclusión de una de las partes.

Yendo más a la realidad, Rendueles aborda el caso Wikipedia. La ideología californiana de la “mente colmena” se apoya en el mercado (84). Pero hay dos problemas: 1º) la comunidad de usuarios de Wikipedia es mucho menor de lo que da a entender.- 2º) la motivación del mercado (intereses privados, beneficio público) está presente (p. 85). Ninguna de las dos observaciones es justa. No me parece que Wikipedia dé a entender sobre sí misma nada distinto de la realidad. Otra cosa son algunos de sus competidoras, como Citizendium. En un libro de E. O. Wright a punto de salir en español (porque acabo de traducirlo) sobre Utopías reales se encuentra un estudio muy detallado sobre Wikipedia, su alcance, organización, estructura, funcionamiento, relaciones, motivaciones y la personalidad de su creador Jimmy Wales. El resultado es apabullante: millones de usuarios, miles de administradores, conocimiento agregado, colectivo, democrático. Es algo asombroso y enteramente nuevo. Un bien público de la humanidad, no de un país, al margen del mercado.

Y Wikipedia es una infinitésima parte de internet. La conclusión de Rendueles de que “Internet no ha mejorado nuestra sociabilidad en un entorno postcomunitario, sencillamente ha rebajado nuestras expectativas respecto al vínculo social” (p. 91) es crítica y resignada, pero no tiene por qué ser cierta.

Mondragón tenía que aparecer (como lo hace en el libro de E. O. Wright) para traer a su vez a colación la famosa paradoja de la tragedia de los comunes, de Garrett Hardin (p. 108). La moraleja de la historia es que el gobierno de los comunes es indisociable de una apuesta comunitarista en un sentido bastante tradicional (p. 114). Perfectamente. Lo que no está claro es en qué obstaculiza internet ese postulado.

La segunda parte, “Después del capitalismo”, acusa al ciberutopismo de fracaso por cuanto ha generado esperanzas que han nacido muertas y no nos ha liberado de los fantasmas del pasado (p. 122). Tampoco es cuestión de deprimirse. Si alguien pensó alguna vez que internet liberaría a la humanidad de los fantasmas del pasado estaba en las Batuecas.

A pesar de todo, y aunque el proyecto del hombre nuevo” fue  “moral y socialmente catastrófico” (p. 142), sigue habiendo un proyecto emancipador: el ideal de una comunidad política (incluso la que se basa en ficciones contractuales) que se erige sobre una red de codependencia (p. 147). Hemos de desconfiar de los proyectos de liberación que no solo no dicen nada sobre la dependencia mutua sino que no pueden hacerlo, como pasa con las propuestas identitarias postmodernas y el ciberutopismo (p. 153). Nada que objetar. Lo postmoderno, allá se las componga pero el ciberespacio no encaja en la descripción. Al contrario está lleno de formas nuevas, imaginativas, creadoras, de espíritu comunitario que no es tontería considerar.

Esta segunda parte se centra en una autocrítica profunda de las ciencias sociales con la que es imposible estar en desacuerdo porque tiene carácter casi ritual. Estas ciencias han fracasado en su aspiración de afrontar teóricamente los dilemas de la modernidad, ya desactivada conceptualmente (p. 153, 183). Los científicos sociales se limitan a recoger conceptos cotidianos para elaborar teorías hueras (p. 154). Pero de las tinieblas sale la luz. Una luz crítica. “De hecho, si la ideología internetcentrista ha tenido tan rápido desarrollo es porque engrana con una dinámica social precedente. El fundamento de la postpolítica es el consumismo, la imbricación profunda de nuestra comprensión de la realidad y la mercantilización generalizada.” (p. 176) ”La potencia del consumismo es fascinante” (p. 178) “El ciberfetichismo es la mayoría de edad política del consumismo”. “El precio a pagar es la destrucción de cualquier proyecto que requiera una noción fuerte de compromiso.” (p. 185). Esto es ciencia social y muy atinada. Pero quizá no haya aquilatado suficientemente su conclusión.

En el momento de escribir esto, las calles de las ciudades de España están en un proceso de desobediencia civil masiva, de insubordinación. El movimiento es la respuesta a un conflicto local en un barrio de Burgos, que lleva dos meses en ebullición sin encontrar reflejo en los medios convencionales. Pero ardió el primer contenedor y las redes se volcaron en informar y esa información, viralizada, extendió el conflicto del Gamonal a toda España en un movimiento de solidaridad y comunidad como no se ha dado otro en años (si se ha dado alguna vez) y ningún partido ni sindicato ha sido capaz de organizar.

Por eso resulta muy llamativa la Coda con la que Rendueles cierra el libro, llamada 1989, en referencia a la caída del muro de Berlín. El muro que ha caído hoy es el que se oponía a la protesta abierta por el 15M, que “fue un proceso tan tortuoso porque tuvo que superar el brutal bloqueo que genera el ciberfetichismo consumista.” (p. 194).

El 15M prácticamente ha desaparecido, aunque resisten algunas de sus ramificaciones, como las acampadas. Pero el movimiento solidario, la insurrección ciudadana a partir del Gamonal acusa con toda evidencia el impacto de las redes sociales en los conflictos reales de la ciudadanía.

No tenía razón mi amigo. Coincido con Rendueles en todo. Desde otra perspectiva.

dilluns, 18 de novembre del 2013

Poder y contrapoder.

Enrique Gil Calvo (2013) Los poderes opacos: austeridad y resistencia. Madrid: Alianza, 231 págs.



Enrique Gil Calvo es un reconocido sociólogo de casi imposible encaje en una profesión, abigarrada y de contornos difusos que él, además, se empeña en no respetar. ¿Es un sociólogo cultural? ¿Uno político? ¿Un teórico social? Los amantes del encasillamiento lo tienen crudo. Es también prolífico autor, galardonado repetidamente por varias de sus obras, con fuerte impacto en la opinión pública, sobre todo de vertiente académica y presencia en los medios. Tiene un proyecto investigador y docente muy compacto (este libro, por ejemplo, corona una trilogía dedicada a la crisis actual) que desarrolla en un estilo vivo, ágil, informado, con gusto por la paradoja y bien documentado.

La obra es una especie de tratado sobre el poder; no un tratado del poder político (solo) en la tradición de la razón de Estado, de Giovanni Botero; ni una cratología general al estilo de Karl Löwenstein; tampoco un tratado sobre su origen y evolución al modo de De Jouvenel; ni una visión instrumental al de Carl Schmitt; o una metacrítica en el estilo de Foucault, si bien este está presente cuando se habla del panopticón benthamiano, como lo están diferentes postmodernos. Es un ensayo sobre una forma específica del poder, concebido –significativamente- en plural, como “poderes”, los poderes “opacos”, entendiendo por tales no solo los llamados fácticos sino los impenetrables al escrutinio público, base, por lo demás, de la democracia. Es un ensayo sobre el poder escondido, que, como el “Dios escondido” de Tomás de Aquino y Lutero, está, actúa, pero no es accesible y, si podemos llegar a conocerlo, es por sus obras. Como a todo el mundo, por lo demás.

La visión del autor no es filosófica ni teológica sino sociológica, con una abundante apoyatura teórica, bien manejada y actualizada. Su perspectiva es pluridisciplinar (sociología, economía, antropología, psicología social, ciencia política), lo cual es de agradecer, y dentro de su territorio se mueve con soltura entre diversas escuelas y tendencias, sin adscribirse claramente a ninguna. Su análisis es con frecuencia metafórico y así se vale de dos imágenes sugestivas, el poder como teatro (de venerable raigambre en la historia de las ideas que aquí llega hasta la última propuesta metodológica de Erving Goffman) y el cine, de la mano de la teoría del encuadre, en sendos ejercicios de inspiración situacionista: el poder como espectáculo, pero no en su parte visible, en el escenario, sino en la oculta, las bambalinas. Entre bambalinas, decorados (y, cómo no, el Deus exmachina) actúan los poderes ocultos de las elites extractivas, bancos, financieros, ejecutivos de las grandes multinacionales, grandes empresarios y propietarios, etc., (p. 10). Un espíritu académico elegante y original lo lleva a señalar cómo también están ocultos los poderes que se oponen a aquellos, los “contrapoderes” (P. 13) Más específicamente, Gil Calvo analiza la opacidad del poder en el campo de la comunicación política y cómo se ha aplicado a la política del austericidio (p. 15). Lo hace en dos partes: un marco analítico (más o menos, un estado de la cuestión teórica) y el análisis de la retórica del austericidio, neologismo que el autor recoge y emplea no con entero contento de este crítico que considera el término confuso.

La parte teórica se despliega en cuatro puntos (otros tantos capítulos) en los que se quiere dar instrumental conceptual suficiente para abordar el análisis de la segunda parte.

El primer punto es la dialéctica opacidad/transparencia. Para mantener la convivencia hay que renunciar al consenso máximo, basado en la transparencia total (p. 23). La historia de Occidente es la del progreso en la transparencia que avanza o retrocede según sean la luchas sociales (p. 28). Hoy las democracias pasan por ser espacios públicos transparentes (p. 29) Elabora para ello un interesante cuadro de criterios de calidad democrática extraído de Morlino y una pieza propia anterior que permite visibilizar, en un estilo formalmente hegeliano de tríadas dialécticas, tres dimensiones, nueve principios y dieciocho repertorios. Tiene un fuerte componente intuitivo y merece la pena visualizarlo (p. 31), aunque solo sea por el maligno afán de ver si se le ha escapado alguno. No salimos bien parados los españoles de la aplicación de este vademécum como prueban las que el autor llama las opacidades españolas, cuya prueba empírica más evidente es que el índice de confianza en nuestro país (CIS) estaba en 40 puntos en febrero de 2004 tras haber alcanzado los 64 en abril de 2000 (p. 43).

El segundo aspecto retorna a un ámbito más especulativo, al manejar las diversas –y más citadas- concepciones actuales del poder, cruzando los las categorías de Steven Lukes, con el enfoque conductista de Dahl y Polsby y el selectivo de Bachratz y Baratz. En nueva manifestación de su espíritu pedagógico, Gil Calvo arma un nuevo cuadro con tres dimensiones del fenómeno y una típica coda comunicativa (p. 48) que nos permite abordar cuestiones reales y actuales. Así remite a la tercera dimensión de Lukes la formación de una “coalición dominante” española a la que atribuye la gestión de la transición, compuesta por “la élite del franquismo, la oposición antifranquista, el episcopado, el generalato y la oligarquía financiera e industrial”. Buena enumeración en la que solo cabría echar en falta los ideólogos, intelectuales y/o propagandistas cuya falta no puede deberse a irrelevancia, pues fueron decisivos (basta hojear la Constitución de 1978, texto clave, repleto de sabiduría profesoral), sino al descuido originado quizá en la familiaridad. Esa "coalición dominante", a juicio del autor, resultó funcional para el mantenimiento de statu quo hasta que el Diktat europeo obligó a una reforma servil de la Constitución en mayo de 2010 que ha puesto patas arriba el sistema. De ella surgió el “no nos representan” (p. 56) en donde ya se echa de ver a qué finalidad orienta el autor su obra: dar cuenta de la innovación y comunicarla, en un momento en que los intelectuales parecen haberse quedado mudos o balbucean consignas frentistas. Tarea de comunicación en la que Gil Calvo distingue los tres momentos decisivos que ya no abandonará y dan entrada a la mencionada metáfora cinematográfica del priming, el framing y el storytelling (p. 57), dicho sea en lenguaje castizo.

Esa metáfora cinematográfica se despliega en el tercer punto que trata de la “gestión mediática de las visibilidad”. Emplea en ello el concepto de “poder mediático”, que es uno de los cuatro enumerados por Michel Mann, siendo los otros el político, el militar y el económico. No es preciso gastar mucho tiempo en su elaboración, ya que la idea de que los medios son un poder (según algunos, el cuarto; según otros, en realidad, el primero) goza de universal y reiterada aceptación. Algo más de interés ofrece el propósito de abordar la naturaleza de ese “poder mediático”, si bien aquí seguimos moviéndonos en terreno conocido y muy dominado por el autor quien, tras breve referencia a las teorías clásicas como la del lavado de cerebro y la aguja hipodérmica (p. 65), se pronuncia por sus preferencias, hoy dominantes en ciencias de la comunicación, que trae del capítulo anterior con alguna variante nominal: agenda setting, framing, priming (p. 67). No obstante, la perspectiva cinematográfica le permite un análisis de más vuelo montado como un ejemplo de teoría de juegos de suma no cero (el clásico dilema del detenido) como un cuadro de doble entrada en el que las dos opciones de la dialéctica “público privado” (campo político y sociedad civil) se cruzan con las dos de “publicidad y privacidad” (campo mediático y fuera de campo) (p. 71) con todos los lujos de campo, contracampo, plano, contraplano, travelling, etc. El “fuera de campo” equivale al silencio mediático. Una buena perspectiva en su conjunto, clara y muy cercana. No obstante, como la realidad supera siempre la ficción, incluso la especulativa y ensayística, sería cosa de preguntarse si el peculiar estilo de Rajoy no ha inaugurado una práctica nueva: el estar en campo pero fuera de campo al mismo tiempo mediante una sabia y dosificada utilización del plasma. Aplicando este modelo, extrae Gil Calvo la referencia al citado panopticón si bien, paradójicamente, a costa de hacerlo depender de que los actores del juego no respeten sus reglas (p. 77). No me resisto a mencionar aquí un comentario crítico sobrevenido de nuestro autor a las hasta ahora intocables simplezas del modelo de Hallin y Mancini. Resulta obvio para cualquiera que siga la evolución de los medios en Inglaterra y, sobre todo, los Estados Unidos, que el tipo ideal del sistema mediático “liberal” de los dos autores, hace abundantes aguas (p. 80). Yo le añadiría múltiples reticencias y desacuerdos respecto al llamado “modelo mediterráneo”, acríticamente aceptado por casi todo el mundo, pero me contengo porque el libro del que aquí se habla es el de Gil Calvo.

El cuarto punto aborda cuestiones de mayor calado filosófico y concretamente de filosofía del lenguaje por referencia a la obra pionera de Austin. La propuesta de Austin de los actos de habla, de los actos performativos en su obra póstuma Cómo hacer cosas con palabras, ha tenido una extraordinaria repercusión en Occidente y no solo en los campos filosófico y lingüístico sino también en el sociológico y, especialmente, en  el comunicativo. Desde su buena recepción por Chomsky hasta su magnífico despliegue de la acción comunicativa habermasiana, vía John Searle (también sabiamente aducido aquí por Gil Calvo), con la audaz y kantianamente inevitable propuesta del filósofo alemán de construir una pragmática universal. No diremos que este planteamiento empequeñezca las consideraciones de los capítulos anteriores pero hay poca duda de que supone un grado mayor de abstracción. Si el poder es teatro, su núcleo es la performance y esta adquiere así un carácter demiúrgico que afecta no solo a las manifestaciones del poder sino también a las del “contrapoder” (p. 95). Tal generalización, en donde se mezclan en alegre batiburrillo el infotainment y la democracia de audiencia, de Manin, desemboca, como era previsible, en la mencionada tesis situacionista de la espectacularización de la política (p. 101).

Dos quejas tiene este crítico en un capítulo tan denso como sugestivo y como colofón a la primera parte de la obra, seguramente las dos infundadas. La primera es una pregunta de si el recurso a categorías clásicas de la doctrina (potestas y auctoritas) es aquí de mucha utilidad, especialmente cuando se las pone al nivel del imperium (p. 92) que, a diferencia de las primeras, no es una condición sino un atributo, que modifica las otras pero no las suplanta. La segunda es una intuición relativa al valor de otro nuevo cuadro de doble entrada, también concebido como un modelo de juego de suma no cero en el que los dos jugadores son: a) los instrumentos performativos; y b) los efectos performativos (p. 106). Puedo estar equivocado pero se me hace difícil visualizar el funcionamiento del modelo en este caso por cuanto no se trata de dos actores autónomos e independientes (cual requiere la teoría) sino de un actor (los instrumentos), que tiene dos opciones y las consecuencias de sus actos, también con dos opciones pero que, en realidad, no son tales, sino resultados. En otros términos, para formular el caso en teoría de juegos falta el criterio de la simultaneidad de opciones, independencia de acto e indiferencia respecto al orden. Los efectos no pueden lógicamente concebirse como anteriores a la acción de los instrumentos y, en el fondo, tampoco como posteriores.

Sentadas las bases y el marco teóricos del ensayo, este cambia de naturaleza en su segunda parte. Se hace menos académico y más circunstancial o événementiel, como dicen los franceses, incluso periodístico, pero no menos riguroso o interesante, si bien a veces tiene uno la sensación de que los puentes discursivos entre la primera parte de la obra y la segunda no están del todo bien tendidos. En todo caso, Gil Calvo demuestra que no solo se encuentra a gusto en la torre ebúrnea de la erudición académica, sino que también se faja en la calle, como observador participante e interesado. Así se prueba muy especialmente en su alta valoración del 15-M que, a su juicio, constituye la culminación, por ahora, del ciclo de protesta o de movilización colectiva, en el sentido de Sidney Tarrow (el de El poder en movimiento) (p. 173). Comparto esa afinidad electiva aunque, en mi caso, va debilitándose según pasa el tiempo sin una eficacia tangible de tanta performatividad.

Si la primera parte del libro versó sobre el poder oculto, la segunda lo hará sobre el contrapoder, también oculto (p. 111) aunque, a fuer de sinceros, habremos de reconocer que no tan oculto; en gran medida anónimo, pero no tan escondido como el otro. El caldo de cultivo de este fenómeno de resistencia de masas es la “segunda recesión”, que Gil Calvo dibuja en sentido literal como un esquema que llama bucle del austericidio (p. 123). En verdad es convincente y entra por los ojos si bien al riesgo de incurrir en la parte de petición de principio que suelen tener todos los círculos viciosos. El modo de mantener a la gente sometida en este círculo infernal de austeridad-recortes-recesión-deuda-más austeridad, etc., es acudir a todo tipo de recursos retóricos: la amenaza de una catástrofe sistémica, la intimidación punitiva (p. 125), meter miedo por tres vías: xenofobia, endofobia y autofobia (p. 128), el castigo preventivo y el castigo estructural (pp. 133/134). No estamos muy lejos de Naomi Klein aunque sí me atrevería a decir que vamos mejor pertrechados conceptualmente.

De hecho, en efecto, Klein aparece en el capítulo siguiente (p. 161) en el que, revirtiendo su intención inicial, nuestro autor retorna al análisis del poder y no el contrapoder. Varios recursos teóricos nuevos y algunos ejemplos ayudan a entender mejor cómo hasta cuando el poder es visible, mantiene una agenda oculta en lo que quizá sea el mejor capítulo del libro. Se aborda la cuestión con referencia a la teoría de los marcos o encuadres. Ciertamente, el poder prefiere los relatos a los encuadres (p. 143), pero jamás descuida estos y recurre a una cuidadosa tipificación en encuadres terapéuticos, tecnocráticos y polarizadores (p. 145), en cuya máquina trituradora vuelca el autor diversos y muy ilustrativos episodios de este drama sobre todo europeo que es la presente crisis: la paulatinamente creciente justificación de un “cirujano de hierro” (vieja copla regeneracionista hoy actualizada, p. 152), el ejemplo de la industrialización alemana que apoya en las conclusiones de la industralización germana (la revolución desde arriba) de Barrington Moore (p. 152) como precedente autosatisfecho de la dominación teutónica en Europa a través de la imposición de la agenda oculta del poder que Ulrich Beck llama merkiavelismo (p. 169) y en la que cabe todo: los “mercados financieros” sin rostro, la devaluación interior, la "política del miedo" y la doctrina del shock de Klein.

La reacción al anterior panorama viene del ciclo de protesta o de movilización colectiva ya mencionado. No oculto mi simpatía por la narración y estructuración de sentido que de esta respuesta hace Gil Calvo: crisis griega, la Spanish Revolution (p. 179). Respuestas colectivas al brutal retroceso de las condiciones de vida de la población traído por el “austericidio” que, a su juicio ha ido en crecimiento en el año 2012, a través de grandes movilizaciones y muchas manifestaciones: la grandolada portuguesa en respuesta a la exagerada, abusiva, política de austeridad en el país vecino (p. 185) o el movimiento Cinco estrellas (p. 189). Le acompaño en el deseo pero me parece inevitable introducir alguna dosis de escepticismo, a pesar de nosotros mismos. Es posible que, como dice el autor, los indignados hayan hecho todo el recorrido de las protestas: sindicatos, movilizaciones antisistema, movilizaciones nacionalistas para coronarse como el “movimiento dominante en este ciclo de protesta” (p. 194), pero no parece ser suficiente.

El último capítulo del libro, titulado “ritos de resistencia”, hace inventario de los repertorios y circunstancias que animan el ciclo de indignación y pasa revista a los más sobresalientes, suficientemente conocidos y no necesitados por tanto de mayor explicación: la opacidad del anonimato, la aparición de las “multitudes inteligentes”, el recurso a los discursos infamantes, la autenticidad del ritual y la dramatización de la agenda (pp. 199/212). Como panoplia para ornar nuestro muro de conquista no está nada mal pero tiene uno la sospecha de que, cual sucede muchas veces con las panoplias reales, cuando se descuelgan y se pretende que entren en acción, nos fallan lamentablemente.

Corona Gil Calvo su interesante ensayo con una conclusión a la que llama con ironía “Epílogo inconcluyente”. La razón se echa de ver en las páginas finales. Según dice,  parece indudable “que la política de austeridad ha fracasado” (p. 221). ¿A quién parece indudable? En principio, a todos. ¿Qué quiere decir que ha fracasado? Que no ha cumplido sus promesas ni alcanzado sus objetivos expresos. “El problema”, añade Gil Calvo, “es que nadie quiere admitir ni Bruselas ni los gobiernos locales, que la austeridad ha sido un fracaso, para no tener que reconocer el error de cálculo cometido” (Ibíd). Parece como si esto lo hubiera escrito otro, una especie de duende travieso, un genio juguetón que quisiera gastar una broma a nuestro autor, un gato Murr, burlándose del cansado maestro de capilla Kreisler. Porque de la lectura atenta del libro más bien se deduce la idea de que la austeridad no es un “fracaso” sino un éxito en toda regla para los poderes ocultos con su agenda también oculta y, desde luego, el cálculo no ha sido en absoluto erróneo sino acertadísimo para los fines que esos poderes perseguían: hoy tenemos menos derechos, estamos más explotados y humillados y somos más pobres (mientras los ricos son más ricos) que ayer. Q.E.D.

dilluns, 11 de novembre del 2013

España una, cincuenta y una y dos ciudades.


Jaime Ferri Durá (Dir.) (2013) Política y gobierno en el Estado autonómico. Valencia: Tirant lo Blanch, 463 págs.



Entre los numerosos misterios que encierra España, considerada como el “enigma histórico” de Sánchez Albornoz, no es el menor el de su articulación territorial. Guste o no guste a los españoles, la historia de nuestro país es un continuo tejer y destejer de formas organizativas para encuadrar a sus habitantes en ámbitos político-administrativos que den sentido a sus vidas, las faciliten y hagan del país en su conjunto algo más próspero y mejor. La prueba de que, hasta la fecha, tal cosa no se ha conseguido es que hace casi cuarenta años inauguramos una nueva planta y esta aparece sometida a fuertes tensiones que amenazan con romperla.

Si alguien cree que tal amenaza proviene exclusivamente de los nacionalismos independentistas más o menos periféricos, solo se quedará con media canción. La otra media la entonan formas no nacionalistas y no independentistas de entender la organización y convivencia territorial del Estado. En efecto, es dudoso que las tendencias centrífugas hayan causado mayor daño a la legitimidad del Estado autonómico que el hecho de que este se haya desplegado en todas sus potencialidades y haya llevado a una exacerbación de los particularismos localistas y la práctica irrefrenable del caciquismo, ambos responsables de que el apoyo popular a la fórmula autonómica actual en España no sea muy alto. Sin duda, la corrupción, como uno de los fenómenos de la época, es difícil de entender, analizar y combatir pero de lo que no hay duda es de que es responsable de la caída del prestigio de las CCAA. Es difícil contener la indignación cuando se ve cómo una cuadrilla de verdaderos forajidos lleva más de veinte años robando a los valencianos (y a todos los españoles), esquilmando las arcas públicas y enriqueciendo a unos políticos/mangantes del PP y sus adláteres y compinches en el proceloso mundo de la delincuencia organizada gracias a las llamadas "instituciones de autogobierno".

Sin duda es injusto generalizar y no es cierto que todas las CCAA autónomas se hayan administrado con el mismo grado de corrupción y presunta criminalidad que Valencia que más parece un reinado de la Camorra o la Cosa Nostra. Pero lo cierto es que el ejemplo valenciano, aunque con menor intensidad, se ha extendido a otras comunidades como Madrid, Murcia, Andalucía, Galicia o Baleares. Desde luego,  ello no es consecuencia de las estructuras autonómicas mismas pero, por supuesto, estas ayudan.

Así que, aunque el libro en comentario es un trabajo objetivo, académico, riguroso, imparcial del funcionamiento del Estado español en cuanto Estado de las autonomías, leyéndolo, no solo se aprende mucho sobre los caracteres de nuestro Estado en cuanto a su base territorial sino sobre los motivos por los cuales aparece parasitado por presuntas organizaciones de malhechores que persiguen el enriquecimiento ilícito de estos y la destrucción de la base estatal.

En el comienzo de la obra, una especie de introducción general sobre el modo en que el Estado autonómico se ha gestado y engordado, Jaime Ferri (“la construcción del sistema autonómico”) sostiene que está sometido a una “espiral centrífuga inacabable” (p. 22, 40). Traza la historia más reciente de la formación de España como Estado deteniéndose en las peculiaridades de Cataluña y el País Vasco y considera la articulación del Estado autonómico desde la Constitución hasta la malhadada LOAPA. Claro que eran otros tiempos. No estoy muy seguro de que el Constitucional actual hubiera actuado con aquella ley como lo hizo el otro. Sigue con acierto los avatares políticos de los últimos años, mezclando la política nacional con los de los sucesivos gobiernos, el “Plan Ibarretexe” (p. 54) y la reforma del Estatuto catalán de la que advinieron estos lodos (para otros amanecer radiante) de la exacerbación del independentismo catalán. La conclusión entre irónica y prudente del autor es que, después de treinta años, el balance del Estado autonómico está “abierto”, algo que le parece “más positivo que negativo” (p. 60), lo que tampoco suena precisamente a parabienes.

Esther del Campo García (“territorio y poder en perspectiva comparada”) plantea un buen cuadro descriptivo sobre los modelos o tipos ideales de organización territorial de los Estados, divididos en unitarios y compuestos y estos en autonómicos y federales (p. 70) con todas las cautelas pues, como siempre con los tipos ideales, los reales suelen ser más confusos y algo chapuceros. Así, España viene a ser un “federalismo encubierto” (p. 77). He perdido ya la cuenta de los eufemismos de los expertos para calificar España de Estado federal sin llamarla federal. No hay duda de que la descentralización territorial estuvo muy de moda a fines del siglo pasado. Que siga siendo algo de interés general en plena vorágine de la globalización es asunto distinto. Para Del Campo, resignada, entiendo, a la esencial indefinición española,”lo que importa son los procesos” (p. 87). Algo así como cuando te dicen que lo importante no es ganar sino participar.

Eliseo López Sánchez, Joaquín Sánchez Cano y Álvaro Aznar Forniés (“las instituciones autonómicas y su funcionamiento”), parecen ser jóvenes promesas de la politología española y, como tales, ha debido corresponderles el típicamente académico honor de habérselas con lo más árido: la descripción del entramado institucional de las CCAA, verdadera selva laberíntica, entre cuyos oscuros parajes pueden perderse los más aguerridos expertos. Territorios exentos en los que medran personajes e intereses locales que dan a la organización autonómica española ese aspecto un poco absurdo de intentar calzar en un molde racionalista rígido la imprevisible proliferación de las castas caciquiles con las más pintorescos mangantes. Traten de encontrar parangón en la Europa cartesiana a personajes como Baltar o Fabra. Los autores lo hacen muy bien, y el resultado resulta lo suficientemente sistemático, metódico e indigesto para cumplir con creces la evidente finalidad del libro de ser un manual; con distintos registros, pero un manual. Solo recomendaría para alcanzar el objetivo plenamente que, en una segura reedición del texto, los autores presten alguna atención al poder judicial autonómico y no lo dejen tan solo en el legislativo y ejecutivo.

Juan Carlos Cuevas Lanchares, un autor con otro tipo de preocupaciones, menos en un terreno institucional y más en otro ideológico o teorético, acomete el análisis de los “hechos diferenciales”. Es una buena idea y el resultado del esfuerzo, prometedor. Los “hechos diferenciales” son como el pedigrí de las partes componentes de esta realidad proteica que es España. Pero su afanosa generalización lleva al concepto a un terreno casi caricaturesco. Los tales “hechos diferenciales” se han generalizado por impulso de la idea del “café para todos” de la segunda ola autonomista. España viene así a ser un agregado de diecisiete “hechos diferenciales” y dos barruntos de tal cosa en las ciudades de Ceuta y Melilla. Hasta Madrid cuenta con el “hecho diferencial” de carecer de “hecho diferencial” (p. 175), lo que viene a ser como una plasmación autonómica de la paradoja musiliana de la identidad del hombre sin atributos. Llegadas aquí las cosas está claro que convendría ponerse de acuerdo sobre el alcance semántico del concepto de “hecho diferencial” para que no parezca solamente un intento de aguar las expectativas de Cataluña, País Vasco y, si acaso, Galicia ya que, en último término, “hechos diferenciales” los hay en cada villorrio. ¿O cree alguien que es lo mismo un leonés de la Maragatería que un segoviano? ¿Un madrileño de Móstoles que otro de La Moraleja?

Francisco Javier Loscos Fernández, (“los sistemas de financiación”), un reconocido experto en la materia, sintetiza en más de ochenta densas páginas la intendencia de este complejo armatoste del Estado autonómico. Es una exposición sistemática que, de nuevo como en el caso del capítulo sobre las instituciones, cumple de sobra la función propedéutica del conjunto del libro con un rigor y una prolijidad que pueden ser algo áridos; es decir, ideal como texto. Porque el alumno puede encontrar aquí todas las claves y fórmulas de los diversos modelos de financiación del mencionado laberinto académico. Hasta accede a los cálculos y fórmulas matemáticas de los regímenes de concierto o convenio (p. 240), que esos sí que son “hechos diferenciales”, como suspiran, llenos de envidia, los nacionalistas catalanes. El autor, quien tiene una visión optimista del tema y considera positiva por lo fexible (a la fuerza ahorcan; esta idea de “flexibilidad” quizá sea la más repetida en el libro) entiende que la financiación del Estado autonómico ha ido construyéndose pari passu con el propio Estado y en su exposición se guía por los principios que, en teoría, han de regir el proceso: suficiencia, autonomía y solidaridad (p. 255) Principios que la obstinada y díscola realidad política se empeña en ahormar aquí y allí cuando le parece y que, salvo si el gobierno central está en manos de una mayoría absoluta incuestionable, seguirá haciéndolo. No en balde el autor vuelve una y otra vez –para tratar de ignorarlo- sobre el hecho de que el reparto al 50% de los ingresos fiscales principales (IRPF e IVA) entre el Estado y las CCAA dé una pobre imagen de la respectiva responsabilidad política de las administraciones a la hora del feed-back de la opinión pública sobre las necesidades de financiación.

Luis Pérez Rodríguez, Eva Martín Coppola y Pedro Pablo Martín Parral, de nuevo otras tres promesas politológicas se atreven con un capitulo también medular en este asunto: las políticas públicas en materia de sanidad, educación y algunas cuestiones de la seguridad social como la dependencia (p. 294). En realidad, el capítulo viene a ser como un complemento parcial del de Loscos pues mientras este estudia los ingresos, nuestros autores lo hacen con los gastos, si bien no todos, ya que se limitan a los aspectos más típicos del Estado del bienestar, obviando transportes, infraestructuras, etc. Considerando que España es un “Estado autonómico del bienestar”, la cuestión que mejor resume su exposición es la pregunta final: “¿qué ocurrirá con el Estado autonómico a raíz de los actuales recortes del Estado de bienestar?” (p. 306) Pues dependerá de quién gane las próximas elecciones generales y de por cuánto las gane.

Paloma Román Marugán, (“los sistemas de partidos de las Comunidades Autónomas”), aporta su reconocida competencia y ya larga experiencia al análisis de uno de los aspectos a veces más intrincados y sorprendentes de nuestro tema: los partidos. Román enmarca las diecisiete CCAA y dos ciudades dentro del contexto de un hipotético sistema estatal que ya en sí mismo, presenta caracteres difíciles, como el hecho de que la autora admita que, al clasificarlo, tanto quepa considerarlo como “multipartidismo moderado” o “bipartidismo” (p. 317), con lo cual ya va el lector preparándose para cuando llegue el plato fuerte, esto es, la clasificación de los 19 sistemas de partidos de España, tarea de la que Román Marugán sale airosa confeccionando un muy ilustrativo cuadro de los sistemas autonómicos (p. 329), siguiendo los criterios de Sartori y en donde, en muchos casos, decidir si el sistema de partidos de tu comunidad es bipartidismo o multipartidismo depende de que en él actúen fuerzas como la Unión del Pueblo Leonés, el Partido Riojano o la Agrupación Herreña.

Argimiro Rojo Salgado y Enrique José Varela Álvarez (“la buena gobernanza del Estado autonómico: un largo camino por recorrer”) hacen casi un enunciado programático de su capítulo al señalar de entrada que queda trecho. Tiene mérito abordar la cuestión valiéndose de un concepto cuya equivocidad es tan evidente que tiene uno la sospecha de que hasta el título es redundante por cuanto no son pocos quienes atribuyen al término “gobernanza” ya de por sí una connotación positiva de forma que no habría “mala gobernanza”. En todo caso, valiéndose de una acepción instrumental a la que los autores llegan por agregación (p. 344), concluyen que las relaciones intergubernamentales del Estado autonómico son esenciales para su gobernanza pero que esta presenta déficit considerables (p. 356). Y tanto. En la medida en que por gobernanza entendamos una amplísima panoplia que va desde administrar bien los regadíos hasta acuñar una identidad colectiva como región, nacionalidad o nación lo más obvio es que el Estado autonómico tiene que recuperar la cultura de la negociación y el consenso (p. 359), cosa nada fácil en un mundo exterior lleno de señuelos a favor de la centrifugación como se ve por el hecho de los autores hablen de un “más allá del Estado-Nación” en el contexto de la globalización (p. 364). En efecto, un largo camino por recorrer hasta contestar a la pregunta que formulan al final: “¿es posible la buena gobernanza autonómica?”, a la que no responden con un “sí” o un “no”, sino con un “depende” (p. 369).

Argimiro Rojo, que hace doblete, redacta un interesante e innovador capítulo sobre “la acción exterior de las regiones: el caso de las Comunidades Autónomas” en el que resalta que dicha acción exterior, un tema siempre delicado, parece ya estar “institucionalizada” (p. 381) y no solamente por la aportación de las regiones a la Unión Europea que la tiene más o menos prevista (p. 388) sino porque dicha aportación será un elemento positivo en pro de la “buena gobernanza europea”, cosa que aun se verá más, según Rojo, a medida que Ley de Acción y del Servicio Exterior del Estado ponga orden en este mundo para que la acción exterior de las CCAA sea una “realidad reconocida, consolidada y normalizada” (p. 399).

Javier Gómez de Agüero López, (“las relaciones institucionales de las Comunidades Autónomas”) presenta un trabajo minucioso sobre un aspecto esencial, cambiante, difícil y muy problemático, el de la multiplicidad y variedad de relaciones de todo tipo entre las CCAA, entre las CCAA y la administración del Estado y entre aquellas y la Unión Europea sobre todo a través del Comité de las Regiones, pero no solo de este. Estas relaciones vienen siendo hasta la fecha un campo de vectores cruzados de todo tipo, a través de la cooperación multilateral (conferencias sectoriales), la cooperación bilateral (comisiones bilaterales de cooperación, convenios de colaboración) o la conferencia de presidentes, que viene a ser la instancia decisiva, una especie de “consejo europeo” a escala peninsular (p. 410). En cualquier caso, lo que el capítulo deja en claro es que el principal defecto de un sistema que no cumple con las expectativas es la falta de un órgano adecuado de coordinación de este abigarrado conjunto de relaciones en distintos planos. Debiera serlo el Senado pero, como bien se sabe, no lo es. En su ausencia debiera serlo la Conferencia de presidentes; pero tampoco lo consigue con lo que, al final, quienes vienen a rellenar esta laguna son los partidos políticos (p. 422), cosa poco avisada por cuanto estos, por su naturaleza y sus condiciones no debieran ser puntales de sistema alguno que pretenda estabilidad y continuidad.

Antonio Garrido (“las reformas estatutarias”), aunque hace un sucinto repaso histórico para situarnos en el marco diacrónico de los mecanismos de reformas de los estatutos, no se interesa tanto por dichos mecanismos como por sus resultados prácticos y, en concreto, se centra en el análisis de lo que llama la “tercera ola” de reformas y los estatutos de segunda generación (entre 2004 y 2011) (p. 429). El símil de la “tercera ola” tiene prosapia ensayística, aunque algún relativista, conociendo el país y sus paisanos, pueda apostar que quizá se alcance la “novena ola” que hunde su aciaga fama en lo más profundo del romanticismo. Corona el autor su capítulo con unas atinadas observaciones respecto a los contenidos y similitudes de los estatutos de la tercera ola, claramente articulados en torno a las tres grandes cuestiones que afectan al Estado autonómico: los derechos, las competencias y la financiación (p. 444). Con harta sabiduría concede atención solo de pasada a los temas identitarios, cuya relevancia a estos efectos de difundir conocimientos por medio de la enseñanza es relativa y quizá encuentren mejor acomodo en aquello de los “hechos diferenciales”.

En fin, buen repaso, muy actualizado, al Estado autonómico por lo que este vale.

diumenge, 13 d’octubre del 2013

Las zozobras del Estado del bienestar.


Eloísa del Pino y Mª Josefa Rubio Lara (editoras) (2013) Los Estados de bienestar en la encrucijada. Políticas sociales en perspectiva comparada. Madrid: Tecnos (371 págs.).


La teoría del Estado contemporánea es la teoría del Estado del bienestar (EB). No hay otra digna de tal nombre porque todos los Estados son de bienestar o dicen o quieren serlo. Tanto en su formulación jurídica de "Estado social y democrático de derecho" como en la más politológica, referida al bienestar, domina el campo de la investigación y debate académicos y mundanos. Hasta aquellas ideologías que pretenden abolirlo sostienen que, en realidad, quieren preservarlo, hacerlo sostenible. Y esto no es asunto trivial. Se engarza con la autenticidad del debate político y tiene que ver con las cuestiones comunicativas y hasta propagandísticas. La pregunta de nuestro tiempo es si cabe seguir hablando de Estado de derecho en ausencia del componente social y democrático o de bienestar, habida cuenta de la evolución de la conciencia moral de la especie.

El EB vino acompañado de controversia desde el punto de su nebuloso origen y así siguió después. Ya a fines del XIX, Eugen Richter atacaba con sorna, considerándolas distópicas, las aspiraciones socialdemócratas del Wohlfahrtstaat. Las andanadas teóricas de Von Mises son de los años veinte del siglo pasado y el momento de su apogeo y consolidación, en la segunda postguerra, coincide con el despliegue crítico de Von Hayek. Incluso en los que este libro considera "edad de oro" del EB este tenía que hacer frente a una abigarrada batería de ataques que unía en orfeón negativo la Trilateral, la escuela de Chicago, el monetarismo, la economía de la oferta, la visión marxista del capitalismo monopolista de Estado, la escuela neoclásica, los profetas también marxistas de la crisis fiscal del Estado, los anarcocapitalistas, libertaristas y partidarios del Estado mínimo.


diumenge, 16 de juny del 2013

Prólogo a un libro pendiente de publicarse


Hace unos días, en un post titulado El lobo solitario y la peña o el código del espacio público, mencionaba Palinuro que estaba leyendo un manuscrito muy interesante y original de Sergio Colado. Lo que no decía era que Colado le había pedido un prólogo. Pero era así. Bien, el bueno de Palinuro ha escrito el prólogo que he aquí para quien quiera leerlo:

Prólogo.

Hay libros que no necesitan prólogo porque desde el título al finis operis se explican por sí solos. Este es uno de ellos. Si, a pesar de todo, el autor busca un prologuista, este hará bien en entender la invitación como un gesto magnánimo antes que como una solicitud de amparo. Es mi caso en este caso. Habiendo para mi infortunio llegado a esa edad en la vida en que la gente te escucha en lugar de combatirte, no me dejo engatusar por la generosidad de los nuevos y reconozco en ellos la originalidad, el empuje y el valor que es noble función del prologuista poner de manifiesto. Dicho en el estilo gracianesco de Twitter, tan presente en esta obra: no es el libro el que se beneficia del prólogo sino el prólogo el que saca partido del libro.