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dissabte, 27 de desembre del 2014

El sol es Dios.

Palinuro, que tiene este mes en la cabecera del blog una reproducción de un cuadro de Turner, por el que siente una admiración rayana en la idolatría, no podía dejar de ver esta película que acaba de estrenarse. Los dos, el pintor y el piloto, aman el mar, las tormentas, las olas, la espuma furiosa, la luz del cielo confundiéndose con los vapores y las nubes, los acantilados batidos por el viento, los naufragios (no en cuanto infortunio o desgracia, claro, sino desde el punto de vista estético), las rocas, los desfiladeros, la fuerza de la naturaleza desatada, ignorante de las peripecias humanas. Los dos quisieran habitar espacios incontaminados con la presencia del hombre y ninguno de los dos puede resolver el problema de que ellos mismos son ejemplo de lo que quisieran evitar.

Solo una mirada humana puede entender la fascinación de la naturaleza virgen y, hablando ya en concreto de este gran Joseph Mallord William Turner, solo la mirada de un genio puede captarla y reflejarla de un modo que la revele a los otros ojos humanos, incapaces de verla por sí mismos; que la revele igual que Dios comunica sus ideas, o la luz del sol devuelve los colores a la realidad. Porque el autor de Anibal cruzando los Alpes siempre creyó que el sol es Dios.
 
La película de Mike Leigh quiere ser el relato de un genio. Pero solo lo consigue en parte y, además, para un auditorio que tenga algún conocimiento del lugar de Turner en la pintura británica y mundial, desde luego. Apenas se destacan las obras, ni las más conocidas, sino es de refilón o en segundo plano, objeto de comentarios por los diversos actores. No importa. No es un film sobre el arte de Turner sino sobre Turner como hombre, artista, genio, lo cual ofrece grandes posibilidades a Timothy Spall para lucirse en un papelazo a base de gruñidos, pero tampoco es un acierto del todo porque las opciones del guión son a veces confusas. En lugar de una narración cronológica de la vida de Turner, una biografía, se ha decidido concentrar la historia en los últimos veinte años y renunciar a los flash back con lo cual los episodios determinantes del pasado han de presentarse en forma dialogada, como en el teatro, y entorpecen el ritmo de la narración, tampoco muy animado.
 
En fin, se trata de una película desigual. Dos aspectos son, sin embargo, muy dignos de reseñar  y justifican los siete euros que cuesta la entrada; de un lado,  la fotografía de paisajes, marinas, montañas, bosques, lo cual obviamente  era obligado tratándose del pintor que se adelantó a todos y enseñó al mundo a ver la tierra a través de la luz, antes que los impresionistas, todos ellos, en realidad, prolongadores de su obra.
 
De otro lado, el impacto del genio en una sociedad tan plana, chata, convencional y biedermeier como la victoriana. Turner, a diferencia de otros revolucionarios del arte, gozó siempre de un gran reconocimiento social y consiguió desde muy temprano una acomodada situación que le permitió la máxima libertad de creación. Sus cuadros se exhibían en las exposiciones de la Academia Real, aunque no siempre en los lugares que a él le hubieran gustado y, aunque poca gente era capaz de apreciar en su valor su audacia estilística, su ruptura con el clasicismo, el historicismo, el naturalismo y todo tipo de figurativismo (mucha gente lo considera con razón un precedente del abstracto) todo el mundo le rendía pleitesía por seguir la moda y sus obras se vendían muy bien.
 
Pero no lo comprendían; ni él, a quien la sociedad importaba poco, se molestaba en dar pistas para hacerlo. El guión acumula escenas muy significativas del impacto del arte de Turner en la opinión de sus contemporáneos, especialmente colegas, gentes educadas, de clase alta y hasta la realeza. Son momentos que tienen el éxito garantizado, pues nada es más fácil que ridiculizar los espíritus ramplones una vez que el genio ha sido ya reconocido y consagrado socialmente. Lo difícil es preguntarse por qué se da esta incomprensión, por qué se daba y por qué sigue dándose. El gusto y el juicio estético de la imensa mayoría es siempre heterónomo, viene dado por pareceres y doctrinas exteriores que se absorben a falta de discernimiento autónomo, propio, interior. A falta de audacia, penetración, valentía. Las escenas de la Reina Victoria bufando de rabia, desconcierto e incomprension ante los cuadros de Turner regocijan nuestras almas, pero iguales se darían cambiando la Reina Victoria por Sofía de Grecia. La única diferencia es que la última, menos zoquete, se guarda su adocenado parecer y solo emite juicios a tono con los catálogos de las exposiciones.
 
Y quien dice la Reina Victoria, dice la insoportable, pedante y absurda cháchara de John Ruskin, el hombre que, como nuevo Petronio, determinaría las pautas estéticas de la segunda parte de la era victoriana, el que confundía el arte con el oficio y el estilismo de interiores. Ver a Turner conteniendo sus risotadas ante los cuadros de William Holman Hunt y el mundo artúrico de los prerrafaelitas, a los que Ruskin admiraba, es muy revelador, pero no nos dice gran cosa.  Es como si Picasso tuviera que juzgar los cuadros de Darío de Regoyos o Cézanne los de Aureliano Beruete. El genio es una fuerza interior. En el exterior, rige el decoro, la costumbre, la fama. Y hasta tal punto es atosigante esta circunstancia que no es difícil contemplar cómo gentes con espíritu gallináceo se adornan con plumas de águila pues siempre habrá tontos que aseguren haberlos visto volar como las águilas.

Esa fuerza interior del genio aplasta a su paso las consideraciones menores, pacatas, con las que los mortales nos acicalamos para parecer algo. Pero no puede aplastar las mayores. Que la genialidad haya de ir acompañada del egoísmo y el desprecio a los demás no puede darse por admisible sin más. Turner tuvo la inmensa suerte de congeniar con su padre con quien se llevó bien hasta el fin de sus días (del padre), pero no parece haber sido especiamente considerado o sensible frente a él. En cuanto al trato de las mujeres, la conducta del genio es francamente detestable. La película introduce una especie de vergonzante explicación recordando el hecho de que la madre fuera una desequilibrada mental a la que encerraron en un psiquiátrico cuando Turner tenía diez años. Es frecuente justificar la misoginia de algunos genios con desencuentros con las madres. El caso más conocido es el de Schopenhauer. Con ello se consigue una baza de añadido: echar la culpa del machismo masculino a las propias mujeres. Algo de eso hay en la película. Por ejemplo, el trato de Turner a su primera amante y sus dos hijas (cuya paternidad negaba)  es repudiable y de todo punto reprochable y no ayuda gran cosa que el guión presente a las tres mujeres, sobre todo la madre, como unas brujas histéricas insoportables. Por no hablar del trato humillante que el pintor infligía a su criada, un  ser deficiente en varios aspectos, objeto de sus libidinosos ataques. El film guarda aquí cierta mesura y no ataca cuando menos a la víctima.
 
Entre los deshilvanados retazos de este guión un poco sobresaltado hay algunas escenas muy reveladoras de dos aspectos distintos. En el comienzo, las visitas a la mansión de su amigo, protector y mecenas, el conde Egremont, lo que fue determinante en posibilitar la carrera de Turner en una época de transición a la economía de mercado pero en la que aún era decisiva en la vida de los artistas la protección de sus acaudalados amigos. Al final, la visita del también muy acaudalado cliente estadounidense, empeñado en comprar por una fortuna toda la obra de Turner, cosa a la que este, ya en sus últimos días, se niega porque tiene propósito de legarla a la nación británica. Entre medias, no hubiera estado de más que se concediera alguna atención a los abundantes viajes de Turner por Europa, especialmente a sus frecuentes visitas a Venecia, sin las cuales casi resulta incomprensible esa fascinación del pintor por la luz.
 

diumenge, 14 de desembre del 2014

Dios está con nosotros.


Si me dicen que un ciego con una cámara de vídeo de tercera ha rodado una película sobre Moisés, voy a verla. El Éxodo me parece el libro más importante del Pentateuco. El Génesis es una cosmogonía; el Éxodo, una epopeya. El primero es el libro de Dios y los patriarcas; el segundo, el del héroe. Los hombres siempre me han sido más simpáticos que los dioses. Sobre todo, los hombres con una visión, los conductores de pueblos, los que forjan su destino. Y Moisés es el prototipo.

Ridley Scott (el de Blade Runner y Gladiador) se ha atrevido con la historia de las historias, eso que antaño se llamaba una "superproducción", palabra que hoy no tiene gran sentido. Está rodada casi toda ella en Almería. Y con efectos especiales galore. Viene también en 3D. Ya solo queda que las ranas invadan la sala, por cierto, vacía. La peli está teniendo una recepción ambigua. Le han hecho ya muchas críticas, generalmente apuntando al guión y a la falta de empaque de la historia, incluso de respeto hacia ella. Téngase presente que el asunto toca fibras muy sensibles de gentes religiosas, fanáticas, muy susceptibles ante interpretaciones que no sean de su gusto.

Los efectos  especiales se comen la historia y, para que resalten más, esta se plantea en términos mundanos, casi de "desencantamiento" weberiano, huyendo de lo portentoso o divino. La zarza ardiendo es inevitable pero enseguida la reemplaza un niño, personificación del Dios de los hebreos, no sé si con mucho acierto. Las tablas de la ley no traen el habitual acompañamiento de truenos y relámpagos y aparecen con cierto anacronismo, pues no se dan en el monte Sinaí. No hay entrevistas con el Faraón ni trucos de magia con la vara de Aaron y hasta la partición de las aguas del Mar Rojo se insinúa que pudo ser un tsunami. Dios está con nosotros, dice Moisés, un grito que seguirá sonando a lo largo de los siglos en todo tipo de batallas. Pero nadie lo ve. Solo él. Y es su fe la que mueve a su pueblo y lo libera de la esclavitud.

Da igual cómo se cuente la historia de Moisés, siempre será fascinante. Quizá tengan razón quienes se quejan de que el de Scott no tiene perfil ni profundidad. Da mucha importancia a la cuestión de la identidad del héroe para aceptar luego sin objeción alguna la versión de la leyenda hebrea. Moisés rescatado de las aguas por la hermana del faraón, Bitia, y criado en la corte como un general egipcio, siendo hebreo. En eso, la película es ortodoxa. Moisés es hebreo. Su hermano de sangre es Aaron y no Ramsés. Pero, ¿y si, en realidad, no fuera así? En Moisés y la religión monoteísta, Freud supone que Moisés era un sacerdote de Akenaton, el faraón que quiso instaurar el monoteísmo en Egipto y que, a la muerte de este, ante la restauración politeísta, poseído de su fe un solo dios, cogió su gente, la sacó de Egipto y la llevó a Canán.

También podría ser. La leyenda bíblica se habría fabricado después. Pero el asunto es secundario. Lo importante no es si Moisés era hebreo o egipcio. Lo importante es la fe en un dios único y celoso, que exige entrega y obediencia absolutas pero, a cambio, está contigo en la batalla.  Es esa fe la que mueve al héroe que da leyes a los hombres. Moisés es el prototipo. El arquetipo.

dissabte, 13 de desembre del 2014

La parábola de Mayor Dundee

En Mayor Dundee (Sam Peckinpah, 1965), el comandante unionista Amos Dundee (Charlton Heston) decide salir de expedición y cruzar sin permiso la frontera con México para dar caza a una banda de apaches dirigidos por Sierra Charriba (Michael Pate). Como tiene pocos hombres, enrola a la fuerza a un puñado de prisioneros confederados dirigidos por el capitán Benjamin Tyreen (Richard Harris), antaño  gran amigo de Dundee y hoy su jurado enemigo, a muerte. Los dos sellan un pacto según el cual unirán sus fuerzas contra el enemigo común, Charriba, hasta atraparlo o acabar con él. Después, volverán a enfrentarse a muerte. Acaban con el apache. Lo que sucede luego no hace aquí al caso porque esto es una parábola y no un spoiler.

Bonita historia, ¿verdad? Y llena de enseñanzas.

divendres, 5 de desembre del 2014

El sueño de la razón...


... produce monstruos, reza el capricho nº 45 de Goya. Monstruos repulsivos, muchas veces odiosos, repugnantes; seres fantásticos, amenazadores, agresivos. Pero no siempre. La fantasía carece de límites y abarca todo, lo odioso y lo amoroso, lo repulsivo y lo atractivo. Hasta se permite el lujo de mezclarlos y hacer atractivo lo repulsivo u odioso lo amoroso. Pocos versos más citados que el odio y amo. Monstruos, la creación de la fantasía, seres que no se atienen a la norma. Pero ¿qué norma? En la naturaleza no hay normas y todo es monstruoso porque nada lo es. La erupción de un volcán es tan monstruosa como una aurora boreal. Las normas son invenciones de los seres humanos, que solo conocen una universal: ellos mismos. El hombre es la medida de todas las cosas, dice el filósofo. El hombre es la norma. Y todo lo que no se ajuste a ella es monstruoso. El mundo es monstruoso. En el fondo, lo más monstruoso de todo quizà sea misma razón.

La exposición de la Casa Encendida "Metamorfosis. Visiones fantásticas de Starewitch, Švankmajer y los hermanos Quay" es una exhibición de monstruos en todos los sentidos del término, desde los amables y poéticos hasta los repulsivos y criminales. Es una muestra muy completa y muy bien concebida, sobre todo porque se apoya en una serie de actividades complementarias a lo largo de varios días, con proyecciones de películas relacionadas con el tema, seminarios, lecturas, etc. Todo ello es muy meritoria labor de la comisaria Carolina Pérez, experta en animación, acreedora de muy efusivos parabienes. Enhorabuena.

El material expuesto son piezas, diseños, artilugios, cámaras, sombras, mecanismos, ilustraciones, films que utilizaron estos genios del cine de animación desde los orígenes. Starewitch, que era entomólogo, se valió de sus especímenes para rodar películas, varias de ellas, célebres como la que representa un pelea entre escarabajos de los llamados "rinocerontes". Porque, puestos a buscar monstruos, el mundo de los insectos los conoce de todo tipo y condición.

Las explicaciones que se ofrecen al visitante (pues el catálogo está agotado) dan suficientes pistas para entender el espíritu de estos cineastas tan peculiares, con tan poco acceso a los circuitos comerciales. El mismo caso de los hermanos Quay que tienen un elemento propio del género que cultivan, pues son gemelos univitelinos y han alcanzado un éxito considerable, es paradigmático. Pero tampoco son necesarias las aclaraciones. Quien se sumerja en la exposición muy bien montada y se pare a considerar las piezas, irá identificando poco a poco a los referentes, unas presencias a veces solo insinuadas y otras explícitas que componen una especie de universo pictórico del que dependen muchos de los elementos de estas películas. De hecho tanto Starewitch como Svankmajer se sitúan en la tradición pictorialista. Pero es una pintura con un hilo conductor: lo irracional, lo onírico y, por supuesto, lo surrealista. Presentes están de una forma u otra Monsú Desiderio (alguno de los que se engloban en este nombre), Goya, los goyescos Lucas Velázquez y Leonardo Alenza, Dalí, Ensor, Kubin y en buena parte de la obra de los Quay, reina incontestable Arcimboldo.

Pero se trata de cine, de fotografía en movimiento, de cine de animación. No de dibujos animados, sino de objetos, de figuras, guiñoles. Y, en una forma de sinestesia, a los referentes pictóricos, se unen los literarios. La versión del Roman de Renart, que saluda al visitante nada más entrar, lo avisa de que este cine explotará la rica tradición occidental de cuentos, fábulas, relatos en los que los animales, los objetos, los árboles, los ríos, los juguetes y artefactos hablan y actúan. Las mismas orientaciones de la pintura, el romanticismo, el simbolismo, el modernismo, el absurdo, lo onírico, lo fantástico, dan pie o adornan los relatos. Presentes de muchas formas están, además del Roman de Renart, Carroll, E.T.A. Hoffmann, Poe, Kafka, Gogol, Ghelderode, Walpole, Buñuel, los hermanos Kapek, el surrealismo o el inclasificable Robert Walser.

El ruso Starewitch (1882-1965), el primero de todos, es el que más trata los temas fabulísticos, dentro de la tradición de Lafontaine, la cigarra y la hormiga, la reina de las mariposas, el león y la mosca, sin abandonar otros temas fantásticos o misteriosos. Svankmajer recurre más a los motivos literarios y su abanico es enome: lo absurdo y fantástico en Alicia en el país de las maravillas, el increíble Jabberwocky de Al otro lado del espejo; lo terrorífico con la caída de la casa Usher; lo gótico, con el Castillo de Otranto, etc. Sin desdeñar los montajes animados tradicionales, ni los insectos o los objetos, Svankmajer se mueve en un universo más denso, más construido, con referencias literarias más claras. Su última producción, que se estrenará el año próximo, 2015, es una versión de las imágenes de la vida de los insectos, de los hermanos Kapek que, por supuesto, trae a la memoria la Metamorfosis kafkiana. Los hermanos Quay, también activos hoy y, como ya iniciara Svankmajer, acentúan el orden sinestésico al versionar obras de compositores famosos como Stravinsky o Leo Janascek. Toda su obra, sembrada de homenajes a sus predecesores, como Svankmajer o fuentes de inspiración, como el dramaturgo Ghelderode, está marcado por dos influencias notables y manifiestas, la del polaco Walerian Borowczyk, gran maestro del cine francés que, sin embargo, está ausente en esta exposición y la pintura de Arcimboldo.
 
Merece la pena pasear por este territorio oculto, fantástico, inquietante, de alucinación, fascinación y espanto porque es lo que alienta en muchas narrativas literarias, pictóricas, musicales, lo que pervive en las tradiciones artísticas occidentales generalmente despojadas de estos efectos ambiguos, a veces siniestros, amenazadores o angustiosos. La corriente de miedos y temores que mana por debajo de la débil capa de la civilización racional y muestra que basta quizá un pequeño twist in the tale para enfrentarnos a eso, al sueño de la razón, a lo monstruoso, a los Freaks,  de Tod Browning, el locus solus de  Raymond Roussel, las obsesiones meticulosas de Piranesi, la angustia de Klinger, los temores de Spilliaert, ninguno de los cuales está físicamente en la exposición, pero sí anímicamente, como si se encontraran en su territorio encantado.
 
¿Es ocioso recordar que muchos de estos creadores de la animación, el misterio, lo absurdo, lo surrealista son eslavos (checos y polacos sobre todo, pero también rusos como Gogol o Maiakovsky) y centroerupeos, holandeses, belgas, alemanes como Ensor, Spilliaert, Ghelderode, Klinger, Kafka, los Kapek, Hoffmann o Walser?  Seguramente sí; pero tiene su punto.

dimarts, 4 de març del 2014

Resnais se va a Marienbad.

Acaba de morir nonagenario Alain Resnais que un día fuera símbolo de la nouvelle vague. O, más que morir, quizá haya desaparecido como alguno de sus personajes y retorne luego en un flash back a los que solía recurrir.

He visto poco cine de Resnais y el poco que he visto me gusta poco, desde el punto de vista puramente cinematográfico. Sus dos películas más famosas, Hiroshima mon amour y El año pasado en Marienbad son muy originales y muy poderosas. Visualmente fascinantes. Pero tienen algo de rebuscado, de artificioso, que les hacen parecer un poco cursis. Lo que es meritorio tratándose del horror de Hiroshima. Para Marienbad la cosa se explica por los escenarios. La mayor parte en el Nyphenburger Schloss, junto a Munich, el mayor palacio de Europa, con unos jardines infinitos, en donde vivía y era devorado por su locura Luis de Baviera. Y dentro del Nyphenburger, el pabellón de caza, el Amalienburg, con increíble salón de los espejos. Hay un tercer castillo, también rococó espléndido, pero no recuerdo en donde está en Munich. En todo caso, una delicia para la vista y un sopor para el entendimiento.

Resnais había empezado con fuerza rodando un documental impresionante, Nuit et brouillard, sobre los campos nazis de concentración. También hay interferencias con dos tiempos de narración alternados, pero la fuerza del tema todo lo puede. Desde que se filmó (1955) se han producido obras maestras sobre este siniestro episodio, pero Resnais fue uno de los primeros, si no el primero. El título, Noche y niebla es el del decreto de Hitler de siete de diciembre de 1941 por el que se ordenaba la desaparición forzosa de todas los individuos desafectos al régimen por la razón que fuera, en todo el Reich, incluidos países invadidos. Millones de personas se esfumaron de la faz de la tierra sin dejar rastro; ni una tumba. Luego, el delirio se concentró en la solución final con los judíos. Es el relato de Noche y niebla (otra vez el pobre Wagner cargando con el mochuelo del desvarío ajeno), una pieza de muchísimo valor. Lástima que el estilo se le complicara en preciosismos. Aunque es posible que no sea el caso en otras que no he visto y son muchas, puesto que la última que rodó lo el año pasado.

Resnais dirigió también La guerre est finie, (1966) La guerra ha terminado, considerada su película más ortodoxa, menos experimental. Lógico. El guión era de Jorge Semprún y contaba en términos literarios, al estilo de Federico Sánchez (aunque aquí el héroe, interpretado por Yves Montand, se llame Diego), el conflicto que enfrentó en 1964 a Santiago Carrillo y la mayoría de la dirección del PCE entonces en el exilio, en París, con Fernando Claudín y Jorge Semprún, dos de los intelectuales más conocidos del partido. Es una película de ambiente español (españoles en España y en el exilio francés), contada por un español y que fue protagonista del conflicto. El conflicto que terminó con una pintoresca expulsión de ambos, últimos retazos de tácticas estalinistas. Un episodio que Semprún convirtió en un guión y Claudín en sendos libracos de difícil lectura, sobre todo hoy. Claro que el film también ha envejecido. Es la historia misma la que ha envejecido. Pero cuando vi la película en 1969 me pareció excelente, de una gran audacia, reflejando una realidad, la de la vida clandestina que todos los de izquierda conocíamos a través de cauces también clandestinos, y no salía a la luz pública.

De aquel conflicto -que era muy grato ver relatado en términos literarios, incluso con toques sentimentales y eróticos, a cargo de Ingrid Thulin y Geneviève Bujold- salieron luego los llamados "claudinistas", intelectuales procedentes del PCE pero, como sucedía periódicamente, enfrentados a la dirección y consiguientemente expulsados. En el film, el protagonista tiene rasgos heroicos, es el hombre de media edad, en la plenitud de la vida, que se enfrenta por un lado a los viejos anquilosados en formulas muertas de la dirección del partido y por otro a los jóvenes intempestivos, acelerados, radicales, recién salidos del cascarón y partidarios del recurso a la violencia para derrocar la dictadura, de cuyo lado habían ido mis simpatías cuando el film se rodó. Pero el hombre heroico vence a los dos enemigos del comunismo, el izquierdismo infantil y el revisionismo senil. Y por eso se lleva a las dos chicas, su compañera y la joven radical que comprende que sus amigos (los grupúsculos de Carrillo) son unos chavales dedicados a jugar con cosas serias y sabe en dónde hay un hombre de verdad, uno que tiene también ciertos toques paternales. El guión hace lo posible por explicar la doble vida del agente revolucionario que duda del sentido, no de la causa, sino del modo de alcanzarla. Y lo consigue, aunque a veces incurra en algún tópico de thriller.

Toda la experiencia de la clandestinidad está aún por narrar y esta película de Resnais es una aportación curiosa.

El papel de Montand es sobrio, como solía, pero no tiene mucho de específicamente español. En realidad es el mismo de Grigori Lambrakis en Z (1969), de Costa Gavras, también con guión de Semprún (y fabulosa banda sonora de Mikis Theodorakis, entonces deportado dentro de Grecia) y el de Michael Santore, en Estado de Sitio, 1973, también de Gavras. Montand hace siempre la misma interpretación, ya sea un hombre de partido en la clandestinidad, un diputado comunista con aureola popular o un agente de la CIA. Montand es siempre un profesional.

dimecres, 19 de febrer del 2014

El cine y la verdad de la política.

Pablo Iglesias Turrión (2013) Maquiavelo frente a la gran pantalla. Cine y política. Madrid: Akal (156 págs.)

Cine y política. Un libro de un politólogo al que la prensa llama el mediático profesor, sobre la relación entre aquello que lo ocupa teórica y prácticamente, y el cine. Política e imagen. Es como el penúltimo paso de la vieja iconología política. El penúltimo porque el último es el constituido por las imágenes en el ciberespacio. Desde luego, lo esencial son las imágenes, lo icónico, algo fascinante para la humanidad por lo menos desde el paleolítico de Altamira. Las imágenes y la política o, sea, según tesis subyacente en el libro, el poder. ¡El poder! ¡Pues no es icónico el poder! El terrenal y el celestial. Ama proyectarse y hacerse amar o temer por la imagen. La historia del arte occidental es una sucesión de sant@s, reyes, reinas, dios@s, papas, cardenales, generales, emperadores, emperatrices, banqueros, magnates, prácticamente hasta el siglo XIX y más allá, aunque menos. Tengo registrados veinte cuadros de Franco de pintores muy conocidos, poco conocidos y anónimos. Y hay más. El poder y la imagen. Que se lo digan a Tiziano, venga a retratar Dogos; a Rubens con la apoteosis de Enrique IV; a Van Dyck con triple efigie de Carlos I; a David con el retrato ecuestre de Napoleón; a Brodsky, con el de Stalin. La imagen del poder y el poder de la imagen. La imagen, el núcleo central de la semiología y todas sus subdisciplinas.

Pero vamos al grano. El cine es la imagen en movimiento y se ha revelado un portentoso mecanismo civilizatorio. Utilizo el término deliberadamente para dejar abierto un campo que, de hecho, es inabarcable. El frecuente recurso a términos más restrictivos, como el de cultura o  hegemonía cultural, del que se habla en el libro, induce a error. El cine empezó siendo fábrica de sueños, pasatiempo, prestidigitación, evasión, comedy capers y, en poco tiempo, con la llegada del sonoro, acabó invadiendo todos los discursos, todas las narrativas y elaborando su propio lenguaje. Charlot es irrepetible, como los hermanos Marx, Orson Wells, John Ford, Jacques Tati, Truffaut, Buñuel o Amenábar. Por supuesto, cada cual puede quitar o añadir nombres a la lista. Aquí hay mucho de gustos. Pero la universalidad del cine en el tiempo y el espacio es apabullante. Gracias a él millones conocen a Aquiles, Orestes, don Juan, Otelo, Hamlet, Robinson Crusoe, Tristam Shandy, Ana Karenina o Lawrence de Arabia. Y millones imitan y siguen imitando a actores y actrices sin cuento. El cine denuncia tiranías, ensalza revoluciones, destruye unos mitos y construye otros. Ha sido el mayor revulsivo del siglo XX, hasta la aparición de internet, cuando las cosas están cambiando.

Todos esto lo sabe el autor, empedernido amante del género quien, averiguado que este es inabarcable, renuncia a las grand theories, incluso las de middle range, para concentrar su atención en los casos específicos de una decena de films, analizándolos por separado. Lo que se pierde en visión de conjunto se gana así en consideración más pormenorizada. Aplica Iglesias una interpretación política crítica que, a veces, pone en solfa la presentación de un tema en una película, a veces arremete contra la realidad que la película refleja, pues coincide con su enfoque. Tanto deconstruye como reconstruye. Hay variedad. Casi todos los análisis se dan en el marco de algún teórico de su preferencia: Gramsci, Zizek, Agamben, Fanon, Brecht, Butler. El libro se lee como una sucesión de agudas y brillantes críticas de películas

Pudiera parecer que dada la variedad de obras y autores, habría inconsistencias, falta de hilo conductor propio. Falso. Lo hay. Ya al comienzo, bajo la advocación de Gramsci, analizando Algunos hombres buenos, de Rob Reiner, se explicita el propósito de la primera parte del libro: buscar en el cine la política, entendida como conjunto de relaciones antagónicas de poder en las que el antagonista, (el otro) es, como dijo Edward Said, parte consustancial de los discursos hegemónicos y sujeto fundamental de la resistencia en el ámbito de la cultura a través de discursos contrahegemónicos." (p. 16) Parece algo enrevesado pero no lo es. Más adelante, en el capítulo dedicado a Dogville, de Lars von Trier, de la mano de Agamben, se explicita la intencionalidad y programa de la segunda parte, consistente en la búsqueda de la verdad de la política, ambiciosa  intención que ya se desliza unos renglones antes cuando se admite como bueno el recuerdo que nos trae Dogville de que la violencia es el fundamento del poder (p. 53). Un juicio que, o es analítico y cierto, pero carente de contenido, o es sintético y no necesariamente cierto pues, no siendo lo mismo poder y violencia, cabe pensar en un poder no basado en esta sino, por ejemplo, en la libre voluntad de la ciudadanía, que es justo el problema esencial de la teoría política. Y de eso trata este libro con los meandros propios de las películas elegidas.

Después del "código rojo" de Algunos hombres buenos, Iglesias mira Katyn, de Andrzej Wadja, con los ojos de Zizek y deconstruye el alegato patriótico del director, desmontándolo en tres datos, supuestamente constitutivos de la identidad polaca: equidistancia entre nazis y soviéticos, identificación del sufrimiento del país con las madres, las mujeres, el catolicismo y admiración por las élites nacionales polacas (p. 30). No sé si es enteramente justo. El padre de Wadja fue asesinado en Katyn. Supongo que eso cuenta. El cine es un género de autor. Y lo de la equidistancia entre nazis y soviéticos como elemento de la identidad polaca es anacrónico por defecto. No es equidistancia entre nazis y soviéticos, sino entre alemanes y rusos. Lo de nazis y soviéticos es contingente. Equidistancia en la que el catolicismo es piedra esencial entre protestantes y ortodoxos. Una ojeada a la historia enfocaría la atención en unos términos que nos ayudarían a comprender mejor eso de la identidad nacional. Lo de la identificación de las mujeres, la madre, y la Patria y el loor a las élites es parafernalia habitual en los discursos nacionalistas. En todos. La nación polaca no es más o menos madre que la italiana, la española o la catalana, pero no existiría si no se hubiera defendido durante siglos frente a alemanes y rusos.

Ispansi, de Carlos Iglesias y Soldados de Salamina, de David Trueba, dan pie al autor para vapulear un cine de memoria de la guerra civil pero acomodaticio, que propugna la reconciliación (p. 40). Enfrente, Balada triste de trompeta, de Álex de la Iglesia, goza de sus preferencias pues al incluir escenas del NO-DO, se consigue esperpentizar el fascismo (p. 46). Es posible. Sobre la guerra civil está todo por decir. Aprecio mucho Soldados de Salamina, la novela y la película. Cuestión de gustos, claro, pero creo tener una razón: ambas consiguen lo que siempre consigue el arte cuando es arte, meternos en la cabeza y el corazón de los personajes y ver el mundo y el conflicto en el que están con sus ojos. No bajo ningún esquema teórico; no con las consignas de programa alguno.

Dogville, de Lars von Trier, es la ejemplificación de las doctrinas de Agamben en Homo sacer, la diferencia entre zoe y bios y el estado de excepción (p. 55). Vuelve a aparecer la peli de Reiner pero solo para entonar el introito de que lo excepcional es la ultima ratio del poder. Pero, la verdad, no veo en dónde está el atractivo de esa figura de homo sacer, perteneciente en el fondo a una tradición que consagraba la posibilidad de suspender la ley -cualquier ley- para dar caza libre a los enemigos del poder del momento. Una excepcionalidad "institucional" frecuente al final de la República y comienzos del Imperio romanos. O sea, las proscripciones. Aparece el fantasma del ambiguo Carl Schmitt: solo a través del estado de excepción puede entenderse el Estado de derecho (p. 56). Estamos en el núcleo del libro que plantea una concepción schmittiana: “Lo verdaderamente importante es, en última instancia, quién tiene el poder para plantear la eticidad política de sus acciones” (p. 59). Al igual que el anterior, es un enunciado cierto pero trivial. No dice nada sobre la aceptación de esa eticidad, cosa de interés, pues el mismo autor, en una interesante fusión de teoría y praxis, sostiene de palabra y obra que debe organizarse un contrapoder. ¿Con qué fin?

En Apocalypse Now, de Francis Ford Coppola, y La batalla de Árgel de Gillo Pontecorvo, pasamos a otro campo contiguo, de la mano de Conrad para la primera y Fanon para la segunda. Heart of Darkness y Los condenados de la tierra. Francamente es mucho para una sentada de quince páginas. Creo que todo lo que aquí se habla del otro, la colonización, etc., merece más reposo y no se ventila dando otro mandoble a la ingenuidad del buen salvaje de la tradición ilustrada (p. 79). Es más, empiezo a maliciarme que este concepto de buen salvaje y su crítica es una petición de principio. El canalla de Mathieu en la batalla de Argel tiene un pasado limpio, es "elegante y culto" (p. 90). Es una tradición presentar siempre algún nazi culto también. La cultura no es inocente. O sí. Iglesias admira la belleza del film de Coppola donde los bombardeos se muestran a los acordes de la cabalgata de las Valkirias. Imposible no reconocerlo con angustia y algo de terror. La batalla de Argel gana la apuesta. En su auxilio, Bert Brecht la considera casi como un “documento histórico” (p. 84). Bueno, no tengo queja al respecto. Lo de Apocalypse Now es otra historia y no sé si me la tomaría muy en serio. Falla un elemento crucial que convierte la versión de Copppola en cualquier cosa menos una versión del Corazón de tinieblas: en concreto, el Kurtz de Vietnam habita una guerra, situación, cierto, de absoluta excepcionalidad; pero el del Congo vive la paz civil de una explotación colonial cotidiana y ordinaria, aunque inhumana. Añadir Wagner a aquella es subrayar lo inapropiado (por cierto, pobre Wagner, cuánto han abusado de él) y no remediarlo. ¿Qué banda sonora hubiera puesto Conrad?

Me salto Los amores perros, que no he visto. El último capitulo se dedica a la Lolita, de Stanley Kubrick, en compañía de Judith Butler, de cuya pertinencia en el asunto no estoy muy seguro. Es el capítulo más logrado del libro y en el que el autor expone, revela más lo que piensa, en el que cambia el parámetro de la política. Lolita, la novela de Nobokov, la peli de Kubrick y la de Lyne, es una historia de poder, pero no de política en el sentido convencional del término. Sí de biopolítica, pero ese es otro cantar. El punto de Iglesias es la novela de Nabokov, la verdaderamente rupturista (¿no fue el novelista ruso el que dijo al llegar a los Estados Unidos que les traía la peste o algo así?). La película de Kubrick se lleva un buen revolcón por saltarse la novela y la de Lyne por no saltársela pero no haber entendido el fondo de la provocación nabokoviana: la relación con la nínfula (p. 113). Dolores Haze, Lolita, tiene doce años y su relación con su padrastro, Humbert Humbert, se considera hoy pedofilia con un punto de incesto, una prohibición probablemente sobrevenida. En 1955, cuando se publica la novela, y 1962, cuando se hace la peli, estos asuntos no estaban tan claros como hoy, con independencia de que, además de claros, nos merezcan uno u  otro juicio. 

Iglesias no incurre en la aburrida costumbre de criticar en las películas la falta de fidelidad al texto. Aunque Kubrick hizo mangas capirotes con el guión que encargó al propio Nabokov. Lo que le importa es si entienden el fondo. Y ahí es donde acusa a Kubrick de la gran traición por haber convertido Lolita de una nínfula en una joven de fuerte sexualidad, paradigma de un modelo comercial de la época de marchamo patriarcal. De ahí a presentarla como femme fatale hay un paso que es el que, según Iglesias, dio Lyne. Que él responda, si puede, pues su película no me parece deslumbrante. Déjeseme acudir en defensa de Kubrick, por quien siento especial predilección (cuestión de gustos, reitero) hasta el punto de haberme tragado un par de veces Eyes Wide Shut. La acusación es tremenda: no ha sido capaz de entender la importancia de Lolita, símbolo del contrapoder femenino (p. 120). ¿Y si el interés de Kubrick fuera otro? No Lolita, nínfula o no nínfula, sino Clare Quilty, ese perverso maníaco artista que le roba a Lolita. Al fin y al cabo, la película se abre con la muerte de Quilty que transforma toda la historia restante, pues la convierte en un flash back cuya función es explicar esa muerte. Convierte el relato lineal de la novela en circular, teleológico. Nabokov empieza matando a Humbert; Kubrick, matando al otro.

Esto de las interpretaciones es cosa sutil. Nabokov era un admirador de Proust, a quien consideraba figura señera de la literatura mundial. Humbert, profesor de literatura francesa, creo, lo cita en alguna ocasión y la novela -como otras obras del ruso- tiene referencias a En busca del tiempo perdido. No me atrevería a ir más allá pues no tengo suficientes elementos de juicio. Pero ¿por qué no habremos de encontrar una interpretación nabokoviana de las muchachas en flor? Al final la diferencia puede acabar siendo un límite de edad, cosa de interés para al código penal pero no para al arte que, como se sabe, no delinque.

Resumiendo: un libro muy interesante y que promete mucho. Si esa promesa se cumple o no dependerá de cómo oriente su vida el autor, típico héroe romántico, oscilando entre la barricada y la torre de marfil.  Eso sí, mediático. Suerte.

divendres, 31 de gener del 2014

Destino de mujer


La Fundación Telefónica se encuentra en el edificio emblemático de la compañía, construido en 1926 con fuerte influencia de otros de esta época de modernismo arquitectónico, al estilo Nueva York y Chicago. Recuerda lejanamente el edificio Chrysler, al menos por dentro. Allí se hacen exposiciones tanto de material permanente de la Fundación como ocasional.

Ahora, y desde el 9 de noviembre, hay una exposición llamada Hedi Lamarr y el sistema secreto de comunicaciones muy curiosa. En realidad es una exposición sobre la historia de las telecomunicaciones, desde el telégrafo a internet, muy interesante en sí misma (hay que ver qué pinta tan antigua tienen los venerables teléfonos de bakelita y no digo ya las centralitas de clavijas) con una gran variedad de piezas.

Singulariza un episodio casi colateral pero tan significativo que bautiza la exhibición: el papel de famosa actriz de Hollywood de los años cuarenta, llamada en algún momento la "mujer más hermosa del mundo", en el desarrollo de las telecomunicaciones. Hedi Lamarr era austriaca, había triunfado ya en el cine y en el teatro en Berlín a comienzos de los años treinta, al tiempo que estudiaba ingeniería. Abandonó Alemania, se instaló en Hollywood y, contratada por la Metro, siguió triunfando en la pantalla con películas de éxito en los treinta y los cuarenta.  Terminó ingeniería y, con un amigo y colaborador músico, inventó un sistema de alteración de frecuencias para impedir que el enemigo interfiriera los proyectiles teledirigidos, cuya patente regaló al ejército para ayudar a los EEUU a ganar la guerra contra su propio país.

Y eso mientras interpretaba películas con los más famosos actores del momento, los Spencer Tracy, James Stewart, Robert Taylor, Clark Gable, William Powell, Ray Milland, etc. Además, arrastraba una fama de mujer libre y audaz. En una de sus primeras películas, en Checoslovaquia, Éxtasis aparecía completamente desnuda en un par de escenas y en otra de ellas simulaba un orgasmo en close up. Lo suficiente para crearle la aureola de mujer fatal y exótica.

Quizá fuera esa fama o el puro prejuicio machista lo que hizo que el ejército no desarrollara la patente, a pesar de que sí se empezó a usar en los años de la postguerra y sigue usándose hoy en muchos mecanismos de telecomunicaciones que varían las frecuencias de ondas, como bluetooth . En vez de usar el invento, el ejército usó a la inventora como reclamo para vender bonos de guerra. Quien comprara 25.000 $ en bonos conseguía un beso de Hedi Lamarr. Y en un día parece haber vendido siete millones de dólares.

Destino de mujer. Algo así le pasa a la exposición, que también acentúa el contraste entre el invento y el papel de vampiresa que la autora representó toda su vida como actriz. Hedi Lamarr era una mujer bellísima, un poco al estilo de Ava Gardner o Rita Hayworth. Palinuro alcanzó a verla siendo niño en Sansón y Dalila, en donde, claro, manifestaba su hermosa perfidia cortando la cabellera mágica a Sansón, interpretado por Victor Mature, un hombre tan feo que estaba uno deseando le cayeran encima los pedruscos del templo.

Fue, en efecto, mujer de rebosante de vida y personalidad y su existencia, un tumulto. Se casó seis veces y, según parece, tenía un problema de cleptomanía ocasional que la llevó en un par de ocasiones ante los tribunales. Publicó una autobiografía autorizada por la que luego pleiteó varias veces. Alcanzó a verse reconocida en la autoría de su invento cuando el ejército (o la autoridad civil, no estoy seguro) le otorgó un galardón en los años noventa que ella no fue a recoger, quizá por su avanzada edad o por desinterés. Murió en 2000, es decir llegó a ver y entender cómo el mundo entero acababa comunicado, globalizado, gracias a un invento suyo. 

La exposición tiene pocas pero muy interesantes piezas. Fotos, reportajes, objetos, carteles y, cómo no, el metraje de los desnudos de Éxtasis y la escena del orgasmo en primer plano. Pero la razón de su presencia allí es su invento.

 Este año es el centenario de su nacimiento en 1914. Como Palas Atenea, una diosa del conocimiento y señora de la guerra.

(La imagen de Hedi Lamarr en Argel (1938) es una foto de Wikimedia Commons en el dominio público).

dimecres, 22 de gener del 2014

El lobo de la cocaína.

El consumo de drogas ha sido frecuente y habitual a lo largo de la historia y su origen se remonta a sociedades muy antiguas. A veces más, a veces menos extendido; a veces uso de las clases altas, a veces de las bajas. El  opio estaba muy extendido en la Inglaterra del siglo XIX y XX, antes y después de la era victoriana, tanto entre las clases acomodadas como lo prueban las Confesiones de un comedeor británico de opio, como entre el pueblo y los bajos fondos, como se ve en la novela de Sax Rohmer, Dope, publicada ya en el siglo XX. Esa prevalencia obligó a las autoridades británicas y también a las estadounidenses a regular el consumo, a regular los llamados opium dens de Chinatown.

Algo parecido a lo que sucede en nuestro tiempo, caracterizado por una expansión del consumo de drogas, tanto en cantidad como en diversidad. En algunos países europeos están despenalizados ciertos aspectos de este consumo. En otros latinoamericanos se legaliza la marihuana y lo mismo está haciéndose en algunos estados de los Estados Unidos. El debate está en la calle porque el consumo ilegal, fuente de ingresos fabulosos en negro que luego se blanquean por vías delictivas e influyen en el desarrollo del capitalismo, también está en la calle. Y en los despachos.

Porque tal es la verdadera protagonista de esta larguísima película (tres horas) de Scorsese: la cocaína. Bueno el capitalismo financiero especulativo frenético de los años ochenta y noventa, cuando se fue generando la burbuja que estallaría luego en el siglo XXI. Un capitalismo movido por un corazón de nieve. Y de todas las demás drogas, crack, anfetaminas, drogas de diseño y, por supuesto, las socialmente toleradas tabaco y alcohol. Y todo a raudales.

Olvídense los discursos legitimatorios sobre la racionalidad del capitalismo y el funcionamiento de los mercados. El mundo se mueve a impulsos de decisiones imprevisibles, intuitivas, irracionales, que no distinguen entre la legalidad y el delito y cuya moral es una especie de calvinismo a la inversa: hay que enriquecerse, triunfar para llevar luego no una vida de santidad sino de depravación. La lección se la explica una especie de gurú con quien contacta el protagonista al comienzo de su carrera de broker: mira, chico, no quieras entender nada porque aquí nada es inteligible ni previsible. Nadie sabe qué va a pasar mañana, así que, cuando veas la ocasión cógela. Es lo que siempre se ha dicho de la Fortuna que por eso la pintan calva, pero elevado a muy alta potencia.

Es una historia real acerca de cómo un tipo llamado Jordan Belfort y salido de ninguna parte, llega a la cúspide de la especulación financiera, convirtiéndose en el broker de mayor éxito de Wall Street y su final a manos del FBI, que no necesariamente de la justicia. Son tres horas de narrativa exuberante, atropellada, abigarrada, a un ritmo endiablado, una verdadera lección de cine que tiene un punto de exhibicionismo. No creo que dañe a la película acortarla algo, quizá media hora. Todos los planos están logrados, pero la profusión de escenas de multitudes cometiendo todo género de excesos y con diálogos cruzados torrenciales plagados de tacos quizá abrume algo. Desde luego, Di Caprio sobreactúa en varias ocasiones. Dicen que busca un Óscar. Si se lo dan en proporción a su gesticulación, le corresponderían dos. 

La dirección es magistral y tal la entrega del equipo a la historia que da la impresión a veces de que la obra no es crítica con esa forma de ser, de actuar, de vivir, con esas relaciones sociales y económicas, sino, al contrario, laudatoria. Sabemos que toda la operación consiste en especular e inflar unos dineros que se estafan a las gentes con labia de agentes de bolsa, así, tipo preferentes en España. Pero casi nunca vemos a los estafados ni se exponen las consecuencias de las estafas en sus vidas. La historia es la de los estafadores y narrada con detalle psicológico, casi acaba consiguiendo que sintamos cierta simpatía por algunos de ellos. Empezando por el propio Jordan que, en el fondo, no es una mala persona. Hay que ver cómo quiere a sus compañeros de fechorías. 

La clave de esta aparente paradoja está en una brevísima secuencia al final de la historia, la única vez, si no me equivoco, en que aparece el interior del metro de Nueva York. Esa escena simboliza, como una bomba, el espíritu crítico de la película. A algunos no les parecerá suficiente. Es cosa de la imaginación de cada cual.

dijous, 16 de gener del 2014

La ladrona de libros. El mal y la ñoñería.

Las películas hechas sobre novelas (muchísimas; la literatura es un filón inagotable de guiones de cine) tienen siempre un problema de hasta qué punto respetan el original. A veces lo mejoran; a veces lo empeoran. También cabe preguntar por qué han de respetarlo y, ya puestos, qué significa "respetar" en las historias de ficción. Pero ese es otro tema.

Quienes conocen las novelas suelen quejarse de sus adaptaciones cinematográficas. Quienes no las conocen, por lo general, son más indulgentes en su juicio. Esta película está basada en una novela del australiano Markus Zusak. Publicada en 2005, tuvo un gran éxito, se llevó un montón de premios y conservó una posición muy alta en las listas de éxitos de ventas durante algunos años. Era de suponer que se convertiría en película y así ha sido.

No he leído la novela y mi juicio alcanza exclusivamente a la peli. Pero como esta tiene un espíritu tan literario, mis cavilaciones me llevan a preguntarme por la novela y a desear que, por los medios narrativos propios, dé mayor densidad a las situaciones y más profundidad a los personajes. Y seguramente será así pues el mismo título de la obra apunta a un recurso literario muy típico, esto es, meter otros libros en el libro que se está escribiendo, otras historias en la historia, otras novelas en la novela. Muchos clásicos han recurrido a él. Gran parte de la Odisea no la cuenta Homero sino que Homero se la hace contar a Ulises. El ejemplo canónico, el Quijote, que es un libro sobre libros y de historias dentro de historias. El cine tiene menos facilidad para estas construcciones porque su lenguaje es icónico, visual y lo narrativo queda reducido al esqueleto de los diálogos. Sus posibilidades de metarrelato son casi nulas. Es más dado al trompe l'oeil y por eso se abre camino el 3D

La película mantiene la voz en off del narrador, cuya personalidad se revela al final, pero su presencia es prácticamente imperceptible y queda anegada en la concentración del guión en una sola dimensión de lo que se adivina es una historia más compleja; la dimensión más sensiblera y hasta un poco ñoña.  La idea de contraponer dos extremos mutuamente excluyentes y, por tanto, destructivos, es muy atractiva. Las vidas humanas son siempre conflictos, luchas, antagonismos. En el caso del desvarío nazi lo es más. Es la oposición entre el bien absoluto bajo la forma de la inocencia de la niñez y la adolescencia y el mal absoluto bajo la forma del nazismo. 

Hace pocos años otra película, basada asimismo en una novela, El niño del pijama de rayas, planteaba la misma situación. ¿Cómo ve un espíritu infantil, casi rousseauniano, la acción del odio, del mal absoluto, de la crueldad y la muerte? En verdad, esa situación, como casi todas las que maneja el arte, procede de la realidad. Si no me equivoco, el primer relato que aborda el nazismo desde el punto de vista de una niña y adolescente es El diario de Ana Frank. La fuerza de este relato es que es real. Los otros, sus derivaciones, son obras de imaginación y, como toda obra de imaginación pueden descompensar el fino equilibrio con que la realidad teje sus hilos, a favor de unos factores u otros. A estas desviaciones llamamos estilos. Según el prevaleciente, los relatos son más sentimentales, más naturalistas, más optimista, más introspectivos. Estilos. 

El riesgo de los relatos con protagonistas infantiles (en primera o tercera persona) es la sensiblería. Y de esta hay bastante en la película. Por supuesto, es preciso ser justos, hay bastantes más cosas, incluso demasiadas, quizá por el prurito del director, precisamente, de evitar la ñoñería. La historia rehuye los aspectos más socorridos y teatrales del nazismo, para concentrarse en el impacto de este en la vida cotidiana de la gente modesta en barrios de trabajadores. No hay campos de exterminio, ni escenas de guerra ni locuras estilo congresos de Nurenberg, si bien no nos libramos de una quema de libros, un discurso radiado de Hitler y unas escenas de S.A. destrozando comercios y apaleando judíos. Y son tantos los detalles que muestran que no hay tiempo a explicarlos y aunque los personajes los narran (la esposa del alcalde y el padre adoptivo de la protagonista) no quedan del todo claros. Son muchas las relaciones que aparecen desdibujadas, entre los vecinos del barrio, como lo está el sucederse de los acontecimientos, según avanza la guerra. Afortunadamente sabemos tanto de los nazis que no es difícil suplir lo que la peli no se detiene a describir: las leyes contra los judíos, la eliminación de la oposición, el estallido de la guerra, la Hitlerjugend, las deportaciones masivas, el frente del Este, el hundimiento.

Ya lo hemos visto casi todo. Pero hay que volver a verlo para no olvidarlo. Por cierto, muy bien rodada. Un poco angustiosa. Casi todo son interiores y decorados de una o dos calles. A veces, pocas, hay excursiones al resto de la ciudad, al río, panorámicas de bosques y montes en distintas estaciones del año. Fotografía muy cuidada, que se agradece entre tanto agobio de la vida en un sótano sin luz natural.

divendres, 3 de gener del 2014

El santo grial.

Ayer vi la Avaricia que filmó Erich von Stroheim en 1924. Bueno, una versión archirrequeterresumida de la original. Solo dura 140 minutos. Las versiones autorizadas que andan por ahí y, supongo, podrán bajarse de la red, tienen dos horas y media y cuatro horas respectivamente. Además, dicen las crónicas, aunque parece leyenda, que hubo una versión primera de once horas. Si la hubo, nadie sabe en dónde está; pero corren las más fantásticas habladurías. Por ello esa hipotética versión recibe hoy el muy apropiado nombre de santo grial. Mira por donde, después de tanto discutir, alguien propone una forma concreta para el grial: pilas de rollos de celuloide, marcados, al parecer como McTeague.

McTeague es la novela de Frank Norris sobre la que Von Stroheim escribió un guión del que se dice era tan largo como la obra. La peli, desde luego, muda y todo, con bocadillos narrativos, es apasionante. Norris es una especie de Zola estadounidense y Von Stroheim había trabajado con Griffith. El resultado es este Greed! (de título ciertamente en la escuela de Griffith) que muchos consideran una de las mejores películas del mundo, si no la mejor. Es una historia contada de modo soberbio pero sin las pretensiones de epopeya de Griffíth. De acuerdo con los postulados del naturalismo, McTeague es un relato de los que se llaman sociales, en los márgenes entre lo popular y lo delictivo, una historia de bajos fondos, pasiones, miseria y muerte; nada de grandezas, naciones, razas, momentos de la humanidad. Es más, según leo, Von Stroheim intentó poner sordina al antisemitismo de Norris. Pero no sé si lo consigue. La protagonista, Trina Sieppe, entra en una tienda semita a comprar un filete podrido para la comida de su marido. Su carácter es una especie de quintaesencia de los tópicos antisemitas más obvios, como es la avaricia de la mujer que, en su desvarío, llega a dormir sobre sus dineros.

Por cierto, a la hora de hablar de violencia de género, un repasito a esta historia sería muy instructivo. Se adelanta en veinte años a la famosa bofetada de Glenn Ford a Gilda y lleva la agresión mucho más allá. Viene bien siempre para recordar en dónde estamos.

Las escenas finales en el Valle de la Muerte, que se rodaron in situ y en las condiciones que narran son extraordinarias por las imágenes y por la conclusión de la historia.

dilluns, 2 de setembre del 2013

Claro de tierra.

Muchas gracias al lector que me ha resuelto el problema de cómo desplazar el título a la derecha para que deje ver el cuadro de David. Se apreciará que el maestro ha sido excelente y el discípulo, aplicado.


Para grandes y chic@s, niñ@s y adult@s, hij@s, padres, madres  y abuel@s. Si tienen un momento, pasen a ver la exposición que CaixaForum Madrid hace de la obra del genio Georges Méliès con los inmensos fondos de la cinemateca francesa. Es completísima y, además de gozar de la obra del mago de Montreuil, asistirán a los comienzos del cine, el arte más completa y representativa del siglo XX. Y XXI. La peli de 2011 en 3D de Martin Scorsese, Hugo es un extraordinario homenaje a Méliès. El arte que, de haberla conocido, Wagner consideraría, seguramente, más integral que la ópera.
 
La exposición consta de una gran cantidad de máquinas que se fabricaron, a veces en condiciones pintorescas, a lo largo del siglo XIX, testimonio de la incesante búsqueda por conseguir el sueño de la humanidad, esto es, recrear, reproducir, la vida, la naturaleza en movimiento. No en quietud, pues eso ya lo hacían la pintura y la escultura; y no en abstracto (cosa de la música), ni en relato escrito u oral, dominio de la literatura y, lo más cercano, el teatro. Se trataba de reproducir la realidad (la real o la imaginaria) de forma que pareciera viva. Un empeño que ya apuntaba en las cámaras oscuras del siglo XVII y luego se acelera con las sombras chinescas y la linterna mágica en el XVIII y XIX. Decenas de complicados aparatos, todos muy bien conservados y algunos que se pueden manejar directamente que muestran la carrera de los inventores de la época por conseguir su objetivo. Sus nombres largos y complicados abundan, compiten, confunden, hasta que, por fin,  aparece el kinematograph de Edison, consolidado en el cinematógrafo, de los hermanos Lumière. Así que, si nunca han visto la mítica Salida de la fábrica Lumière en Lyon (1895) o Llegada del tren a la estación de La ciotat (1895) (esa en que algunos espectadores salían corriendo porque creían que el tren iba a arrollarlos), y otras también curiosas, como el regador regado, esta es la ocasión.

Méliès no era un inventor, ni un comerciante o negociante. Su padre, rico fabricante de zapatos, lo hubiera querido así y así educó a los dos hermanos mayores de Georges; pero este se torció. Fascinado por el espectáculo y, en concreto, por la magia y la prestidigitación, a ello se dedicó. Compró el teatro del gran Robert Houdin en el centro de París cuando aquel se retiró y prosiguió la tradición de los trucos en escena: cabezas parlantes, mujeres que desaparecen, esqueletos que se mueven, muertos que se levantan de las tumbas, puro romanticismo que mezclaba el mundo de las hadas, el mundo fèerique, con la tradición gótica, desde El castillo de Otranto a El monje, de Matthew Lewis. Pero todo en el escenario, en el teatro.

Por eso, cuando Méliès vio por primera vez el cinematógrafo de Lumière, quiso comprarlo de inmediato porque comprendió el partido que podía sacar de aquella máquina prodigiosa. Lumière no se la vendió y, además, pretendió desanimarlo profetizando que el cinematógrafo, no tenía ningún futuro y quedaría olvidado en unos años. En lugar de escuchar tamaños dislates, Méliès se fue a Londres y se hizo con una cámara de la competencia. Es una metáfora de cómo, en verdad, Méliès es el padre del cine. No lo quería con fines científicos (como Marey) ni con fines documentales (como Lumière) ni de negocios (como Edison). Él lo quería para hacer magia, para suspender el ánimo, cautivar audiencias, contarles historias fantásticas. O sea, el cine. Por si queda alguna duda, David A. Griffith confesó en cierta ocasión que él lo debía todo a Méliès. Era honrado porque es verdad. Lo único que Griffith añade al legado de Méliès (aparte de mejor técnica) es el travelling y aun este, estuvo a punto de hacerlo el francés, pero no le dio tiempo. Él venía del teatro y la cámara estaba fija a la altura de la mirada del espectador.

Méliès alcanzó la fama, fundó un emporio, hizo más de 500 películas (duración en minutos, desde luego, 10', 15', a veces 20' o algo más las "superproducciones"), se conservan un par de cientos y algunas son objeto de culto, como El viaje a la luna (íntegra en la exposición). Y él lo hacía todo: era director, guionista, intérprete, dibujante, tramoyista, todo. El hombre orquesta. Y todo lo hacía meticulosamente bien. Estaba entregado a su público de niños y grandes y el público le estaba entregado y se dejó contar todas las historias que  se le pasaron por la cabeza: Juana de Arco, las mil y una noches, Robinson Crusoe, Gulliver, Rin Van Winkle, todo lo quiso y él mismo llegaba a colorear a mano los fotogramas uno a uno. El visitante en la exposición se empapa de lo que fue una vida dedicada al arte de contar historias fantástiscas y, al menos Palinuro, ya muy partidario de ellas, sale fascinado.

Un hombre en el espíritu de su tiempo. Los sabios que se reúnen para hacer el viaje a la luna pertenecen a un Instituto de Astonomía Incoherente, primo hermano, claro es, de la patafísica de Jarry, contemporáneo. Igual que sus temas proceden del catálogo de Le chat noir. Los nombres de los sabios que alunizan y contemplan nuestro planeta en un Claro de tierra ya son un catálogo de  de viejos conocidos : Barbenfouillis (él mismo), Nostradamus, Alcofrisbas, Omega, Micromegas, Parafaragamus. Alcofrisbas, a sobra de la primera ese, es el Alcofribas Nasier tras el que prudentemente se ocultaba François Rabelais. U otro de sus papeles favoritos, Mefistófeles. ¿Qué actor rechazaría intepretar un Mefistófeles? Menos, sospecho, que los que se negarían a un Hamlet.

Ya solo por El viaje fantástico la luna, Méliès se hubiera ganado la Legión de Honor que el gobierno francés, extrañamente cicatero en esto, le negó. Porque ese viaje sitúa al mago del Teatro Houdin en una gloriosa estirpe que empieza con Luciano de Samosata, sigue con el Astolfo de Ludovico Ariosto, o el inglés Francis Godwin, que envía a la luna a un español, Domigo Gonzales a quien se encuentra más tarde Cyrano de Bergerac cuando, para probar la hipótesis heliocéntrica, emprende viaje a nuestro satélite. Pero ninguno lo había mostrado a los ojos de los atónitos públicos de 1902. Hoy la luna no es casi tan familiar como una zona residencial pero, con todo, esa imagen del proyectil en el asombrado ojo del satélite conserva toda su fuerza.

Méliès, un artista, un genio, un creador. No supo -o no quiso- adaptarse a las leyes del mercado y se arruinó, muriendo en la pobreza, aunque no en el olvido.

Vayan a ver la exposición. Vayan con sus niños. Y, si no los tienen, vayan igual y verán que los llevan dentro.

Parte de la información de esta entrada la he sacado del estupendo catálogo Georges Méliès, casi todo él escrito por Laurent Mannoni.

diumenge, 26 de maig del 2013

Los que no pueden morir.


La leyenda de Drácula está tan extendida y tiene tanta fuerza que invita a asimilarla a la del judío errante o la del holandés errante. Comparte con ellas la circunstancia de ser alguien que no puede morir si no sucede algo especial, la vuelta del Mesías en el judío errante, el amor hasta la muerte de una mujer en el holandés, y una estaca en el corazón de Drácula. Las tres son viejas leyendas pero su forma predominante la toman el holandés de la ópera de Wagner (inspirada en un relato de Heine en donde, por cierto, se llama al holandés, "judío errante de los océanos") y Drácula de la novela de Bram Stoker, publicada en Londres en 1897. Pero esta última se ha impuesto en la imaginación colectiva mucho más que las otras dos.

A propósito de Drácula el Club del Lector, sito en el Matadero de Madrid, tiene una exposición interesantísima sobre vampiros, titulada Drácula: un monstruo sin reflejo, aprovechando que 2012 fue el centenario del fallecimiento del autor irlandés. El Matadero es uno de los espacios culturales más originales e interesantes de Madrid, ya sin contar con que las propias construcciones son un espectáculo en sí mismas. Es un foco de teatro de primer orden ("Las naves del Español"), tiene cinemateca, biblioteca, un estupendo invernadero y hace frecuentes exposiciones. En este momento hay una sobre la representación gráfica del infierno en torno a la Divina Comedia, el Paraíso perdido y el Progreso del peregrino, muy bien pensada y otra, algo enteca pero curiosa de ver, de fotos de Kapuscinski con motivo de su viaje de años por el Imperio.

Pero sin duda la exposición estelar es la de Drácula, magníficamente montada, con mucho gusto y completa. 

Viene acompañada de un catálogo de gran calidad que ilustra  sobre la exposición, a cargo de Jesús Egido y Eduardo Riestra, el primero de los cuales ha hecho también el diseño y la maquetación, además de aportar un estudio erudito sobre las leyendas de vampiros, la versión de Stoker y su expansión posterior al extremo de que la criatura ha eclipsado a su creador. Siguen otros dos de no menos calidad de Óscar Palmer (sobre la peculiar biografía de Stoker) y Luis Alberto de Cuenca, sobre el destino de la novela y sus ediciones españolas. Los tres coinciden en situar Dracula entre las novelas más importantes del mundo.

El resto del catálogo y de la exposición da cumplida cuenta del universo del vampiro: Jesús Palacios sobre las versiones españolas, desde Emilia Pardo Bazán hasta las interpretaciones actuales. Javier Alcázar sobre el proceloso mundo de los comics de vampiros y José Luis Castro y Emma Cohen sobre las versiones cinematográficas. El tema del vampiro salta de la literatura clásica y seria, de Goethe, Byron, Polidori, Hoffmann, a la cultura popular a través de autores de novelas de misterio, como Sheridan Le Fanu y pronto aparece en viñetas para consumo masivo. Lo del cine y los comics estaba cantado en el siglo XX. Hollywood, con esa afición por los digests de los yanquies llegó a formar una especie de escuadra de monstruos que, a veces, aparecían juntos, incluso en películas de humor: el hombre lobo, Frankenstein, la momia y Drácula. De todos solo el monstruo de Frankenstein ha tenido cierta popularidad; pero nada comparado con el conde de Transilvania, que se ha adueñado de la imaginación popular.

Esa preeminencia debe de radicar en las connotaciones sexuales de la historia. Las dulces preferidas del siniestro personaje y la sangre, que apunta a las zonas más oscuras de las fantasías eróticas, la desfloración, incluso la violación, la tradición de los súcubos, el símbolo fálico de la estaca, los elementos homosexuales, incluso lésbicos, como se apunta en la historia de Sheridan Le Fanu, Carmilla. Así se aprecia en películas como La novias de Drácula o en uno de los comics más célebres, Vampirella. Todo esto, cocido en los moldes de la literatura gótica, es suficiente para explicar la extensión de la leyenda. Pero si se quiere echar la vista atrás y recordar el modelo remoto del que el vampiro de Stoker toma el nombre, deberá mencionarse que el conde católico Vlad Drakul pasó a la historia por haber hecho empalar a 40.000 enemigos otomanos, suplicio este en línea con lo comentado. La sangre humana como alimento y rito de tránsito vincula igualmente a Drácula con Gilles de Rais.

La cinematografía de Drácula es inmensa. Siempre, probablemente, por las mismas razones. No obstante, la imagen de Drácula la acuñó Bela Lugosi en la película de Tod Browning (1931), de la que hay abundante testimonio en la exposición. Nosferatu, de Murnau (1922) seguía la novela de Stoker pero acuñó una imagen del conde tan extremada, exquisita e infrecuente que no gozaría de popularidad. Esta estaba reservada al elegante Lugosi. El único que llegó a hacerle algo de sombra fue el Drácula de Terence Fischer para la Hammer, Drácula, príncipe de las tinieblas (1966), con Christopher Lee de intérprete. 

Merece la pena visitar la exposición para escuchar el aullido lejano del lobo en la noche de Walpurgis en la exquisita escenificación de la Casa del Lector del Matadero.

dilluns, 8 d’abril del 2013

Maggie y Sarita.


La sociedad patriarcal utiliza gozosa los diminutivos siempre que se trata de mujeres. Es impensable que nadie llamara a Edward Heath Eddie o Jimmy a James Callaghan, así como tampoco Fernandito a Fernando Fernán Gómez o Toñín a Antonio Banderas en España. Hay alguna excepción, claro, como Bill (William) Clinton o Nikita (Nikolai) Kruschef. Pero lo normal es que el diminutivo sea para las mujeres. A veces con tan poca razón como en los casos de estas dos damas hoy fallecidas, las dos mujeres de personalidad, arrojo y ambas triunfadoras en sus vidas coetáneas, sí, pero muy, muy diferentes. Muy diferentes y, sin embargo, con un punto en común que trataré de exponer.

Sé algo de Margaret Thtacher porque, aparte de que su actividad cae en mi campo de estudio y de que aquella fue notoria, leí en su día sus memorias, (The Downing Street Years), un texto aburridísimo, pero repleto de información imprescindible. En cuanto a Sara, aparte de haber visto muchas de sus películas y alguna varias veces, como Yuma (un film de Samuel Fuller, 1957), la conocí personalmente, habiéndola tratado en un par de ocasiones, una en los años sesenta, y otra a mediados de los años noventa, con treinta  entre medias. Por ello oso hablar de lo que me parece que tuvieron en común: sus orígenes. Los de las dos son modestos; Thatcher es hija de un tendero y Montiel de un campesino que más tarde abriría una bodega en Orihuela en donde creció Sara, que era natural del Campo de Criptana. Y las dos alcanzan el éxito en la vida aplicando una filosofía propia de sus orígenes, de sentido común, realista, escéptica, la filosofía del comercio, de las realidades tangibles, del pan pan y el vino vino. La filosofía del tendero. Las dos conocían los vicios y virtudes de su época y sabían que, para coronar sus ambiciones, debían saber jugar con las ilusiones y las quimeras de los contemporáneos, pero sin creérselas ellas mismas.

Así que Thatcher se vistió de Iron Lady y devolvió a una atristada Gran Bretaña el orgullo de los tiempos imperiales pasados gracias a su victoria en la guerra de Las Malvinas, aunque fuera contra un enemigo tan patibulario como los dictadores argentinos y se erigió en figura de John Bull femenino, poniendo contra las cuerdas el continente europeo. Montiel personificó en cambio la figura de la voluptuosidad inalcanzable en la miserable España anterior al desarrollo, hermosa sensual que alegró los deprimidos ánimos de los españoles de los cincuenta sometidos al despotismo de la vocinglería fascista de baja estofa y la cutrez reprimida de las sacristías.

Hay entre las dos también una gran diferencia. Sara Montiel triunfó, llegó a ser la actriz mejor pagada del mundo gracias a El último cuplé, sin hacer daño a nadie, fuera de las habituales trifulcas que habrá en la vida privada de cada cual, sin predicar a los demás, sin intentar imponerles sus ideas. Thatcher, en cambio, no solo triunfó ella sino que quiso -y lo logró- que en buena medida triunfaran sus doctrinas neoliberales, que han causado y siguen causando mucho sufrimiento en el mundo entero. Su férreo carácter se echa de ver en ese enunciado TINA (There Is No Alternative) que invocan todos los gobernantes que se aprestan a infligir padecimientos a la gente. Y esa diferencia es esencial. Una deja un buen, agradecido, merecido, unánime, recuerdo. La otra, no.

Pero que la tierra sea leve a ambas.

(Las imágenes son dos fotos, una de de Roberthuffstutter, bajo licencia Creative Commons) y otra de Biografías y vidas, en  uso libre).

dimarts, 5 de març del 2013

El contar de las historias.

Fui a ver la película de Pablo Larraín al haberme llegado recomendada por varias fuentes interesantes. Es una gran película. Todo en ella es grande, lo bueno y lo malo, y da que pensar. La historia narra los preparativos para la campaña del referéndum pinochetista de 5 de octubre de 1988 en el que -aquí no hay spoiler posible- ganó el NO a la continuidad de la dictadura por una holgada mayoría. El guión, aunque basado en una pieza teatral inédita y una novela publicada de Antonio Skármeta, trata de dar una visión de documental, de transportarnos a aquellos momentos no solo por la ambientación sino por la técnica misma del rodaje. Larraín ha desdeñado las cámaras de cine y ha empleado una de vídeo. Y consigue su propósito. La película recuerda mucho el Estado de sitio, de Costa Gavras, ambientada en Uruguay en 1972.

Efectivamente, la técnica, a veces algo irritante porque recuerda el technicolor de los años cincuenta, transmite una gran sensación de verosimilitud documental. Al fin y al cabo se narran dos hechos reales: la derrota de Pinochet en el plebiscito y el modo concreto en que se consiguió y que, según la tesis de la película, fue el carácter de la campaña mediática del frente del NO. Hay quien la ve, incluso, como una película de comunicación política, apta para demostrar un postulado de esta disciplina: que las campañas en positivo llevan ventaja sobre las negativas, las optimistas sobre las pesimistas, las alegres sobre las tristes.

En efecto, el argumento es que un joven creativo de media-marketing, formado en los Estados Unidos, proyecta una campaña rompedora de publicidad política que conseguirá dar la vuelta a las previsiones, haciendo que gane el NO. Para ello, tendrá que vencer la hostilidad y el obstrucionismo de otras fuerzas de izquierda del frente que se sublevan frente a la superficialidad, la trivialidad y hasta el comercialismo de la campaña. La ven, incluso, como una traición a la tradición, la memoria de los muertos, el dogma de la lucha, la importancia de la causa, etc. Pero vence, impone su criterio y este triunfa. ¿Así se explica la caída de Pinochet? ¿Mediante una ingeniosa campaña de marketing político?

Buenooooo. No sé. Supongo que la peli no quiere decir eso; pero es lo que dice. La misma película puede entenderse como un producto de marketing: se concentra en el objetivo al cien por cien, ignora todos los elementos adyacentes que puedan distraer la atención (como movilizaciones, protestas, etc) y es una historia simpática, alegre, afirmativa. Si se hubiera quedado en eso, en un documental positivo acerca de cómo la democracia triunfa a la larga sobre la tiranía, el bien sobre el mal, ambos hechos serían convincentes: la caída del genocida y la importancia de la campaña electoral, sobre todo de los vídeos proyectados diariamente por la televisión durante un cuarto de hora. Pero, probablemente para hacerlo más verosímil, Larraín ha introducido un elemento de ficción (que también puede haber sido real, pero eso es indiferente), quizá para humanizar a los personajes, sobre todo a René, el joven creativo que, de otro modo, parecería más un James Bond del márketing político.

Pero este elemento de ficción es el núcleo explicativo de esa incomodidad que produce el film. En esta historia hay una de amor, de matrimonio roto, de niño, de vida cotidiana que de pronto se ve invadida por el sobresalto de la trama, narrada e interpretada con un fuerte eco exterior, de pautas culturales o simbólicas exteriores. Más concretamente, estadounidenses. El relato recuerda mucho el prototipo del héroe solitario, enfrentado a un poderoso sistema, a fuerzas muy superiores a las suya, al final vence porque representa la razón o la verdad o la justicia. Como aquí. Ese recurso a las pautas culturales ajenas, la forma de contar la historia, no esta misma, desde luego, es el que delata la mirada exterior. Sin duda los autores e intérpretes son chilenos (excepción hecha de Gael García, que es mexicano) pero estructuran su narración bajo pautas exteriores, gringas. Por más cámaras de vídeo que se empleen la historia está narrada casi veinticinco años después e interpretada por gentes que solo pueden verla desde fuera.

Tiene gracia que la victoria en una campaña por una opción política y moral sea de quien la plantea del modo más mercadotécnico posible. Y más que gracia. Encierra un mensaje a todos los expertos en comunicación política y es el siguiente: el valor de lo positivo es tan grande que puede hacer ganar una opción por el NO (intrínsecamente negativa) a base de cambiarle el marco narrativo, el famoso frame de forma que, gracias a las melodías pegadizas, los colores vivos, las gentes alegres, los refrescos, las playa, etc, el NO aparezca enmarcado en las propuestas nuevas, originales, vivas, de futuro. De eso modo se deja al frente del SI en la incómoda posición de defenderse de la acusación de que, en el fondo, es un NO.

Pero esta visión es pobre. Lo interesante es el intento de contar una historia como si fuera una vivencia directa en tiempo real, transmitida por gente que está fuera. Había en Estado de sitio algo parecido, aunque infinitamente más tenue. La película, rodada en gran medida con actores franceses simulaba ser un documental de un episodio concreto de la lucha de los tupamaros en el Uruguay a comienzos de los setenta y estaba contada como un documental, con voces en off e indagaciones de todo tipo. Tras el desenlace, el film termina con un close up del rostro de un trabajador anónimo del aeropuerto de Montevideo que observa con atención cómo acaba de aterrizar un avión yanqui del que desciende un alegre funcionario estadounidense, el nuevo agente de la CIA que ha venido a sustituir a su predecesor, Philip Michael Santore, secuestrado y ejecutado por la guerrilla tupamara. Lo que más llama la atención de ese primerísimo plano del probable contacto tupamaro en el aeropuerto es el intenso color azul de sus ojos.

dissabte, 2 de febrer del 2013

Vampira.

Hemos montado un cineclub en casa porque salir al cine con toda la familia, al precio a que el gentil ministro del ramo lo ha puesto, solo está al alcance de políticos sobreados. Lo hemos inaugurado con una película que llevaba años fuera de todo circuito: Vampyr, de Carl Th. Dreyer, un film de 1930 que no es de los más afamados suyos, desaparecido y del que se conservaban copias en no muy buen estado en un par de filmotecas europeas. En 1998 se hizo una versión integral, se rehizo en 2009 y vienen las dos juntas. Por exigencias del productor (que es también el protagonista, medianejo actor), había que rodar los diálogos en inglés, alemán y francés a la vez. Por eso se redujeron al mínimo y el director recurrió a las técnicas del cine mudo, incluidas leyendas a plena pantalla. La copia remasterizada es la alemana con subtítulos en español.

La peli es magnífica, una mezcla de expresionismo y surrealismo. Tanto el carácter del héroe, Allan Gray, como la peripecia del enterramiento en vida vienen directamente de Un perro andaluz (1929). Directamente. La parte expresionista está en deuda con el Nosferatu (1922), de Murnau. ¿Qué tiene, pues, la peli de Dreyer? El movimiento de la cámara, los planos dislocados, refinados, hasta rebuscados que mantienen siempre alerta la atención del espectador. Estamos obligados a interpretar cada escena a causa de la multiplicidad de enfoques y puntos de vista, incluido el llamado cámara subjetiva que, por entonces, era revolucionario. El equilibrio perfecto entre la figura humana en acción y su escenario. Un baile permanente, ligero y sutil, de una gran belleza plástica.

La historia es de vampiras. Ya sé que el femenino de vampiro es vampiresa pero prefiero vampira porque, como suele suceder con los nombres femeninos vistos como duplicados de los masculinos, vampiresa ha sufrido una degradación de significado. Así pues, Vampyr debe traducirse por Vampira. Creo. Hace justicia además a la inspiración de la historia, dos cuentos de Sheridan Le Fanu, publicados en 1872 en una recopilación titulada In a Glass Darkly, la obra que mencionan los títulos de crédito del film. Pero este no se basa en todas las historias, sino en dos:Carmilla y la habitación en el "Dragon volant". Carmilla es la historia de la vampira, publicada veinticinco años antes que el Dracula de Bram Stoker. Con todo, tampoco Le Fanu era original en esto. Uno de los primeros, si no el primer vampiro de la literatura occidental, a mi conocimiento, es el de John Polidori, publicado en 1819. Bueno, tampoco era enteramente de él. La idea se le ocurrió a Lord Byron, quien comenzó a redactarla en una noche de tormenta en los Alpes en la que también se concibió el Dr. Frankenstein, que esos sí son hermanos, Drácula y Frankenstein y no Frankenstein y el hombre lobo. Pero Byron la dejó apenas esbozada (de hecho, se publica como Fragmento). Polidori, su médico y amigo, se inspiró en ella y en otras de Byron y produjo The Vampyre. Pero, por una serie de circunstancias, se publicó como obra del ilustre poeta. Lo que sucedió después parece una trama de vampiros. La historia fue un éxito de superventas porque era de Byron, aunque este lo desmintió noblemente. Cuando Polidori la publicó bajo su nombre, dejó de venderse. Y Polidori se suicidó. Si bien puede que tampoco haya sido exactamente así, pues la muerte fue certificada por causas naturales. La historia del vampiro ya empieza con una incertidumbre sobre la muerte.

No obstante, la de Le Fanu, además de la atmósfera cerradamente gótica, añade un elemento de amor lésbico que está puritanamente convertido en la película en otro entre hermanas, cosa que choca especialmente cuando la hermana vampira mira con ojos ávidos a la inocente paloma. Esa línea homosexual ha tenido muchos seguidores contemporáneos por la vía de las Dráculas femeninas, en donde se hace evidente la carga erótica de todo el vampirismo. Dreyer prefiere enlazar con los cultos diabólicos, la magia y el propio vampirismo. Trae en su apoyo un extraño libro que supongo imaginado de Paul Bonnat, La extraña historia de los vampiros, aparentemente editado por los herederos de Gottleib Faust , en Leipzig, h. 1870. Aunque con l@s vampir@s nunca se sabe.