La sociedad patriarcal utiliza gozosa los diminutivos siempre que se trata de mujeres. Es impensable que nadie llamara a Edward Heath Eddie o Jimmy a James Callaghan, así como tampoco Fernandito a Fernando Fernán Gómez o Toñín a Antonio Banderas en España. Hay alguna excepción, claro, como Bill (William) Clinton o Nikita (Nikolai) Kruschef. Pero lo normal es que el diminutivo sea para las mujeres. A veces con tan poca razón como en los casos de estas dos damas hoy fallecidas, las dos mujeres de personalidad, arrojo y ambas triunfadoras en sus vidas coetáneas, sí, pero muy, muy diferentes. Muy diferentes y, sin embargo, con un punto en común que trataré de exponer.
Sé algo de Margaret Thtacher porque, aparte de que su actividad cae en mi campo de estudio y de que aquella fue notoria, leí en su día sus memorias, (The Downing Street Years), un texto aburridísimo, pero repleto de información imprescindible. En cuanto a Sara, aparte de haber visto muchas de sus películas y alguna varias veces, como Yuma (un film de Samuel Fuller, 1957), la conocí personalmente, habiéndola tratado en un par de ocasiones, una en los años sesenta, y otra a mediados de los años noventa, con treinta entre medias. Por ello oso hablar de lo que me parece que tuvieron en común: sus orígenes. Los de las dos son modestos; Thatcher es hija de un tendero y Montiel de un campesino que más tarde abriría una bodega en Orihuela en donde creció Sara, que era natural del Campo de Criptana. Y las dos alcanzan el éxito en la vida aplicando una filosofía propia de sus orígenes, de sentido común, realista, escéptica, la filosofía del comercio, de las realidades tangibles, del pan pan y el vino vino. La filosofía del tendero. Las dos conocían los vicios y virtudes de su época y sabían que, para coronar sus ambiciones, debían saber jugar con las ilusiones y las quimeras de los contemporáneos, pero sin creérselas ellas mismas.
Así que Thatcher se vistió de Iron Lady y devolvió a una atristada Gran Bretaña el orgullo de los tiempos imperiales pasados gracias a su victoria en la guerra de Las Malvinas, aunque fuera contra un enemigo tan patibulario como los dictadores argentinos y se erigió en figura de John Bull femenino, poniendo contra las cuerdas el continente europeo. Montiel personificó en cambio la figura de la voluptuosidad inalcanzable en la miserable España anterior al desarrollo, hermosa sensual que alegró los deprimidos ánimos de los españoles de los cincuenta sometidos al despotismo de la vocinglería fascista de baja estofa y la cutrez reprimida de las sacristías.
Hay entre las dos también una gran diferencia. Sara Montiel triunfó, llegó a ser la actriz mejor pagada del mundo gracias a El último cuplé, sin hacer daño a nadie, fuera de las habituales trifulcas que habrá en la vida privada de cada cual, sin predicar a los demás, sin intentar imponerles sus ideas. Thatcher, en cambio, no solo triunfó ella sino que quiso -y lo logró- que en buena medida triunfaran sus doctrinas neoliberales, que han causado y siguen causando mucho sufrimiento en el mundo entero. Su férreo carácter se echa de ver en ese enunciado TINA (There Is No Alternative) que invocan todos los gobernantes que se aprestan a infligir padecimientos a la gente. Y esa diferencia es esencial. Una deja un buen, agradecido, merecido, unánime, recuerdo. La otra, no.
Pero que la tierra sea leve a ambas.
(Las imágenes son dos fotos, una de de Roberthuffstutter, bajo licencia Creative Commons) y otra de Biografías y vidas, en uso libre).