Fui a ver la película de Pablo Larraín al haberme llegado recomendada por varias fuentes interesantes. Es una gran película. Todo en ella es grande, lo bueno y lo malo, y da que pensar. La historia narra los preparativos para la campaña del referéndum pinochetista de 5 de octubre de 1988 en el que -aquí no hay spoiler posible- ganó el NO a la continuidad de la dictadura por una holgada mayoría. El guión, aunque basado en una pieza teatral inédita y una novela publicada de Antonio Skármeta, trata de dar una visión de documental, de transportarnos a aquellos momentos no solo por la ambientación sino por la técnica misma del rodaje. Larraín ha desdeñado las cámaras de cine y ha empleado una de vídeo. Y consigue su propósito. La película recuerda mucho el Estado de sitio, de Costa Gavras, ambientada en Uruguay en 1972.
Efectivamente, la técnica, a veces algo irritante porque recuerda el technicolor de los años cincuenta, transmite una gran sensación de verosimilitud documental. Al fin y al cabo se narran dos hechos reales: la derrota de Pinochet en el plebiscito y el modo concreto en que se consiguió y que, según la tesis de la película, fue el carácter de la campaña mediática del frente del NO. Hay quien la ve, incluso, como una película de comunicación política, apta para demostrar un postulado de esta disciplina: que las campañas en positivo llevan ventaja sobre las negativas, las optimistas sobre las pesimistas, las alegres sobre las tristes.
En efecto, el argumento es que un joven creativo de media-marketing, formado en los Estados Unidos, proyecta una campaña rompedora de publicidad política que conseguirá dar la vuelta a las previsiones, haciendo que gane el NO. Para ello, tendrá que vencer la hostilidad y el obstrucionismo de otras fuerzas de izquierda del frente que se sublevan frente a la superficialidad, la trivialidad y hasta el comercialismo de la campaña. La ven, incluso, como una traición a la tradición, la memoria de los muertos, el dogma de la lucha, la importancia de la causa, etc. Pero vence, impone su criterio y este triunfa. ¿Así se explica la caída de Pinochet? ¿Mediante una ingeniosa campaña de marketing político?
Buenooooo. No sé. Supongo que la peli no quiere decir eso; pero es lo que dice. La misma película puede entenderse como un producto de marketing: se concentra en el objetivo al cien por cien, ignora todos los elementos adyacentes que puedan distraer la atención (como movilizaciones, protestas, etc) y es una historia simpática, alegre, afirmativa. Si se hubiera quedado en eso, en un documental positivo acerca de cómo la democracia triunfa a la larga sobre la tiranía, el bien sobre el mal, ambos hechos serían convincentes: la caída del genocida y la importancia de la campaña electoral, sobre todo de los vídeos proyectados diariamente por la televisión durante un cuarto de hora. Pero, probablemente para hacerlo más verosímil, Larraín ha introducido un elemento de ficción (que también puede haber sido real, pero eso es indiferente), quizá para humanizar a los personajes, sobre todo a René, el joven creativo que, de otro modo, parecería más un James Bond del márketing político.
Pero este elemento de ficción es el núcleo explicativo de esa incomodidad que produce el film. En esta historia hay una de amor, de matrimonio roto, de niño, de vida cotidiana que de pronto se ve invadida por el sobresalto de la trama, narrada e interpretada con un fuerte eco exterior, de pautas culturales o simbólicas exteriores. Más concretamente, estadounidenses. El relato recuerda mucho el prototipo del héroe solitario, enfrentado a un poderoso sistema, a fuerzas muy superiores a las suya, al final vence porque representa la razón o la verdad o la justicia. Como aquí. Ese recurso a las pautas culturales ajenas, la forma de contar la historia, no esta misma, desde luego, es el que delata la mirada exterior. Sin duda los autores e intérpretes son chilenos (excepción hecha de Gael García, que es mexicano) pero estructuran su narración bajo pautas exteriores, gringas. Por más cámaras de vídeo que se empleen la historia está narrada casi veinticinco años después e interpretada por gentes que solo pueden verla desde fuera.
Tiene gracia que la victoria en una campaña por una opción política y moral sea de quien la plantea del modo más mercadotécnico posible. Y más que gracia. Encierra un mensaje a todos los expertos en comunicación política y es el siguiente: el valor de lo positivo es tan grande que puede hacer ganar una opción por el NO (intrínsecamente negativa) a base de cambiarle el marco narrativo, el famoso frame de forma que, gracias a las melodías pegadizas, los colores vivos, las gentes alegres, los refrescos, las playa, etc, el NO aparezca enmarcado en las propuestas nuevas, originales, vivas, de futuro. De eso modo se deja al frente del SI en la incómoda posición de defenderse de la acusación de que, en el fondo, es un NO.
Pero esta visión es pobre. Lo interesante es el intento de contar una historia como si fuera una vivencia directa en tiempo real, transmitida por gente que está fuera. Había en Estado de sitio algo parecido, aunque infinitamente más tenue. La película, rodada en gran medida con actores franceses simulaba ser un documental de un episodio concreto de la lucha de los tupamaros en el Uruguay a comienzos de los setenta y estaba contada como un documental, con voces en off e indagaciones de todo tipo. Tras el desenlace, el film termina con un close up del rostro de un trabajador anónimo del aeropuerto de Montevideo que observa con atención cómo acaba de aterrizar un avión yanqui del que desciende un alegre funcionario estadounidense, el nuevo agente de la CIA que ha venido a sustituir a su predecesor, Philip Michael Santore, secuestrado y ejecutado por la guerrilla tupamara. Lo que más llama la atención de ese primerísimo plano del probable contacto tupamaro en el aeropuerto es el intenso color azul de sus ojos.