Giorgio Agamben es uno de los más interesantes filósofos contemporáneos, un cruce de caminos en todos los sentidos del término, tanto por su formación (jurídica, filosófica, lingüística, histórica) como por sus intereses (filosofía política, filología clásica y medieval, estética) como por las influencias que ha integrado en el conjunto de su copiosa obra (Walter Benjamin, Martin Heidegger, Carl Schmitt, Michel Foucault, etc) todo lo cual cristaliza en una obra compleja, pluridisciplinar, con muchos matices y muy sugestiva. Sus aportaciones más importantes son su teoría del Estado de excepción como forma "normal" de organización política y la del homo sacer, lógicamente ligada a la primera, puesto que toma pie en una determinación del derecho romano aplicada a cierto tipo de delincuentes, pero que se generaliza hasta convertirse en una variante de la condición humana, objeto especial de la reflexión del filósofo a partir de Aristóteles.
El libro en comentario (Giorgio Agamben (2008), La potencia del pensamiento, Barcelona, Anagrama, 420 págs.) es una recopilación de trabajos del autor en los últimos treinta y pico años, aquí agrupados bajo tres epígrafes genéricos: I lenguaje, II historia y III potencia y tiene la ventaja de ser como una especie de vademecum del conjunto de sus preocupaciones a lo largo de su vida, por tanto quien esté familiarizado con su obra lo encontrará de grata lectura y quien no lo encontrará muy buena introducción.
La parte I dedicada al lenguaje está presidida por la idea de que la filosofía no es una visión del mundo, sino una visión del lenguaje (p. 31). Si en una concepción tradicional la filosofía aparece como un pensar sobre el pensar, ésta de la filosofía del lenguaje, típica de la contemporánea desde Wittgenstein, es un pensar sobre el decir del pensar sobre el pensar. Es razonable que a veces uno, mero aficionado, se sienta un poco perdido e irremediablemente anclado en el pasado ya que, según Agamben toda filosofía, toda religión y todo saber que no haya tomado conciencia del giro lingüístico pertenece al pasado (p. 35). Y todo esto a propósito de un fascinante ensayo sobre el sentido de la revelación que no es algo que se dice sobre lo existente sino que es un nombre que concierne al lenguaje mismo, al hecho de que haya lenguaje, a la creación de la razón porque, en paralelo con el argumento ontológico de San Anselmo, el lenguaje debe presuponerse a sí mismo puesto que el nombre de Dios (el nombre que domina el lenguaje) carece de significado (p. 31).
En un fascinante trabajo sobre Lengua e historia, que indaga en la relación entre categorías lingüísticas e históricas en Benjamin, toma pie en la idea de San Agustín de que la gramática es transmisión histórica (infinita) y, mientras no podamos llegar al fondo del lenguaje, habrá transmisión de nombres e historia. Por supuesto, el reto es el de una comunidad y una lengua humanas que no remitieran a ningún fundamento indecible (p. 57). Su idea se precisa a propósito de una reseña del libro de Jean-Claude Milner, Introducción a una ciencia del lenguaje que le sirve para sostener que la filosofía no reconoce una "esencia" del lenguaje, sino que su preocupación es el mismo factum loquendi, el hecho de que los hombres hablemos, por cuanto, de acuerdo con el teorema de Milner, la verdad es la paradoja de que "el término lingüístico no tiene nombre propio" (p. 71). El momento más arduo de esta cuestión reside en la imposibilidad de decir "yo", que ilustra con un ejemplo de la dióptrica cartesiana y una aguda reflexión sobre el alter ego de Paul Valèry, el señor Teste, el de "je me voyais me voir" (p. 107).
El apartado II dedicado a la Historia abarca una amplísima variedad de temas que testimonia del refinamiento y la profundidad de conocimientos de Agamben y de los que es imposible dar cuenta detallada. Hay un capítulo sobre la llamada "Ciencia sin nombre" de Aby Warburg (en cuya biblioteca, llamada ahora "Instituto Warburg" pasó el autor una temporada) que haría las delicias de Borges: la biblioteca como laberinto (p. 131), la "ciencia sin nombre" cuya materialización acabaría siendo la iconología de Erwin Panofsky (p. 143).
En un trabajo sobre el pronombre se que le da para hacer un repaso de toda la filosofía, desde la griega hasta Hegel formula su tesis básica del hombre como animal sacrifical: Que el hombre -el animal que tiene el lenguaje- es, en cuanto tal, lo infundado; que no tiene fundamento sino en su propio hacer, en el propio darse fundamento, es una verdad tan antigua que está en la base de la más antigua práctica religiosa de la humanidad: el sacrificio. (p. 198).
Walter Benjamin y lo demoníaco parte de negar que la propuesta de Gershom Scholem de que el anagrama benjaminiano Agesilaus Santander se interprete como Angelus Satanas (215) y le da una vuelta interesantísima, sosteniendo que lo que hay aquí es una fusión entre el ídios daímon de todo hombre con el motivo judío de la imagen celeste del demut o tzelem a semejanza de la que cada cual es creado. Así que el tzelem es como el doble celestial (p. 227) que llega hasta el último día, en que coinciden origen y fin, como redención del pasado y su consumación en una "imagen centelleante" de la humanidad redimida (p.244). En un trabajo subsiguiente sobre Kommerell y sus indagaciones acerca del gesto, hay una referencia al libro de éste sobre Jean Paul (que Agamben considera el mejor de Kommerell), precisamente el escritor aleman que inventó la figura del doble (Doppelgänger).
Es de especial interés que el concepto de Estado de excepción se perfile en un artículo sobre El concepto de la ley en Walter Benjamin de quien dice Agamben que interpretó mal a Carl Schmitt en la relación entre estado de excepción y "regla". En todo caso, lo que me parece un hallazgo es la definición del estado de excepción como la "validez de la ley sin significado" (Geltung ohne Bedeutung), por supuesto, característica generalizada en nuestro tiempo (p. 275).
La parte III Potencia, abarca también una variedad de temas. En La potencia del pensamiento arranca de la famosa anécdota que narra Ana Ajmátova en Réquiem para indagar una vez más en Aristóteles y llegar a la paradójica pero clara conclusión de que, siendo la potencia humana potencia de no pasar al acto, la potencia es impotencia porque el hombre es el animal que puede la propia impotencia (p. 294). Lo genial aquí es transportar esta paradoja a la relación entre el poder constituyente y el poder constituido en los sistemas políticos (p. 299).
Hay un artículo sobre Heidegger y el amor, salvando al maestro de la acusación de no haberse ocupado nunca de esta pasión y dando por sentado que, habiéndolo vivido con Hannah Arendt precisamente en los años en que redactaba El ser y el tiempo, tendría que estar implícito en uno de las espectos esenciales del Dasein que es la facticidad. El amor "es la pasión de la facticidad" en la que el hombre soporta la no pertenencia y la opacidad, se las apropia y las custodia como tales (p. 331). Menos decidida es la defensa del mismo maestro en otro aspecto que aquí habría de salir, esto es, Heidegger y el nazismo. Resulta imposible negar la evidencia de que Heidegger fue un nazi y un nazi activo, convencido de que su filosofia (la hermenéutica de la facticidad) comulgaba, era una, anticipaba el pensamiento nazi. En todo caso, Agamben no lo defiende sino que se limita a señalar la última paradoja de que el filósofo más importante del siglo XX fuera un nazi.
El resto de los trabajos contenidos en el libro son igualmente interesantes, pero destaca el de La obra del hombre en el que el autor vuelve sobre un tema acerca del que ha reflexionado mucho a partir de la ya citada cuestión de Aristóteles sobre el "hacer" propio del hombre en la Ética a Nicómaco (p.375) para llegar a su conocida conclusión de que la obra del hombre es su propia vida (p. 378). Sin embargo en Aristóteles la racionalidad del hombre es su carácter potencial, contingente y discontinuo, por lo cual Agamben echa mano del concepto marxiano del hombre como "ser de especie" (Gattungswesen) para visualizarlo, por así decirlo, en la historia. La prueba, dice, de que hay que proceder de este modo es lo difícil (o imposible) que resulta a Marx especificar cuál haya de ser el cometido del hombre en la sociedad sin clases (p. 381). Muy cierto y por eso, no teniendo ya mucho que esperar del concepto de clases, aparece aquí, el típico de los postfoucaultianos de "multitud", el mismo que Toni Negri deriva de Spinoza y Agamben extrae de Santo Tomás y Dante (pp. 384/385).
No quiero dejar pasar sin mención el trabajo final acerca de los últimos (póstumos) de Deleuze y Foucault que, curiosamente, versaban sobre la vida, concepto fundamental en la filosofía política contemporánea, el campo de la inmanencia absoluta.