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dilluns, 11 de maig del 2009

El hombre a caballo.

Onfray debe de ser uno de los autores más frecuentemente reseñados en este blog. Su decidida propuesta a favor de una filosofía no académica, hecha en el libre trato con las gentes, de una ética hedonista y su sistemático ataque a las religiones, especialmente la cristiana a la que, en consonancia con su maestro Nietzsche, considera culpable de la degradación del espíritu en Occidente lo hacen particularmente interesante para Palinuro.

En este libro (La escultura de sí. Por una moral estética., Madrid, Errata naturae, 2009, 221 págs), escrito a raíz de un viaje a Venecia, parte, entiendo de un periplo mayor a Sils Maria en pos de la memoria de Nietzsche, Onfray concentra su atención en la famosa estatua del condotiero Colleoni, de Verrochio y toma pie en ella para desarrollar una serie de interesantes reflexiones que él agrupa en una ética, una estética, una económica y una patética.

En la Ética Onfray se manifiesta fascinado por la fabulosa estatua ecuestre del condotiero que, dice, no gustará a "los aficionados a tibiezas éticas o revendedores de viejas virtudes bajo oropeles pordioseros" porque muestra demasiado narcisismo y orgullo, demasiada vanidad, arrogancia y hedonismo (p. 26). El condotiero de quien también habla Maquiavelo (Castruccio Castracani) es una fuerza de la naturaleza, un discípulo de Baco, Venus y las divinidades de la elegancia (p. 28). Es un individualista radical, un taumaturgo que tiene fuerza pero no ejerce la violencia que es más cosa de Tánatos (p. 35). Es un hedonista y un virtuoso en el sentido de la virtú clásica. Pero no en el sentido que le da Maquiavelo al decir que el hombre virtuoso ha de combinar las facultades del zorro y el león o en el de Gracián, que entendió el virtuosismo como el arte de la apariencia, la máscara, el falso pretexto (p. 40). Onfray prefiere los animales de Zaratustra, el águila y la serpiente porque el condotiero es un individualista como quería Nietzsche, es decir, alguien completamente ajeno a las estrategias sociales.Y así, frente al cinismo vulgar de Maquiavelo y Gracián se alza el cinismo filosófico de Nietzsche (p. 41). El condotiero es también el doble del artista así como un conductor (está en el nombre) que lleva a los demás fuera de los caminos trillados (pp. 45-46). He aquí un inconveniente que suele manifestarse cuando se alaba el individualismo más radical, más solipsista: que siempre se propone como ejemplo, luz y guía de los demás, lo que demuestra que tampoco el individualismo era tan radical. El condotiero también es ateo, ajeno a toda religión, que es un religare, en el fondo un gregarismo, el comienzo de todo contrato social (p. 47). Nada de contrato: si el hombre es un lobo para el hombre todo lo que invente irá en incremento de su naturaleza carnicera. Hay que evitar igualmente las religiones del siglo: Dios, Estado, Raza, Proletariado, Dinero (p. 48). El condotiero es esencialmente libertario y nominalista que "dispensa de amar la idea que uno se hace de lo real para preferir lo real mismo (p. 50). "La historia es para él (para el condotiero) una reserva de afinidades electivas fuera de las cuales prefiere la soledad" (p. 53). El rebelde es único y Onfray encuentra los paralelismos en el dandi baudelairiano, el único de Stirner, el Hagakure japonés, el anarco de Jünger (p. 56). El condotiero representa la desconfianza más absoluta frente al poder (p. 59) y constituye una "bella individualidad".

En la Estética se manifiesta el artista de sí, el que quiere hacer de su vida una obra de arte, el filósofo-artista de Nietzsche (p. 71). Se trata de la figura del esteta, trazada según el modelo de Des Esseintes (A rebours) y otros cuyos ejemplos serían Nerón, Alcibíades, Dorian Gray o Swann. Frente al burgués precavido Onfray prefiere al esteta porque algunos triunfan con sus fracasos y fracasan con sus triunfos (p. 73). A su vez, un paso más allá, contrapone el esteta al artista. El esteta necesita del público, depende de él; el artista se libera de la contingencia histórica y hace que su época se pliegue a su vara de medir (p. 75). La misión del artista es la creación, en la que es de mucha ayuda la mayéutica y el desarrollo de un estilo (p. 80). El estilo es unicidad e individualidad y por eso es lo contrario de la religión. El estilo fragmenta y divide; la religión sintetiza y asocia (p. 83). El arte contemporáneo en su componente escultórica es el lugar de una reactualización singular de la gesta cínica antigua (p. 93). Con la evolución de las vanguardias, en el centro del teatro de la crueldad se encuentra el condotiero, artista, actor, autor y obervador del espectáculo que ofrece él mismo (p.101).

En la económica Onfray sienta los principios de una ética que llama dispendiosa, a favor del hombre del gasto, el que cultiva el placer de dilapidar. El artista dispendioso es lo contrario del burgués parmenídeo al que encanta echar raíces (p. 109), el burgués aburrido (entendiendo por aburrimiento"una voluntad sin objeto") (p. 112). El ejemplo del dispendioso lo tenemos en Heliogábalo (p. 116). La magnificencia del condotiero va de consuno con el solipsismo. Está solo y las modas no lo afectan (p. 133). Su reflexión es muy clara: tenemos el tiempo contado, la muerte espera y ganara de todas formas; sepamos, pues, hacer del tiempo un instrumento para pulir y hacer brillar nuestra existencia (p. 139). En la gestión dispendiosa del tiempo hay que dejar de lado la costumbre (p. 140). El reloj nacerá de las voluntades deseosas de pulverizar el principio del placer en aras del de la realidad (p. 142).

En patética predica el hedonismo porque es gozoso (p. 146). El amor propio es lo que queda de animal en el hombre después de siglos de domesticación ética (p. 155). El amor propio nos hace desear el placer aun a costa del dolor de otros, transformándonos en animales de presa (p. 156). Dedica buenas páginas al concepto de lo sublime, que es el tema de los románticos. Lo sublime es aquello que, por su grandeza, empequeñece lo que no es él (p. 161). Onfray defiende una concepción aristocrática de la relación con el otro, una ética aristocrática estructurada mediante las afinidades electivas (p. 167). Es curioso cuántos anclajes en la cultura alemana tiene este filósofo francés. Por descontado, lo que menos vale es el mandato del amor al prójimo que le parece un disparate y un imposible porque el prójimo puede ser cualquiera, por ejemplo, un asesino, un torturador (p. 168) a los que Onfray encuentra imposible de amar. Lo que sucede es que el carácter provocador del mensaje de Cristo es precisamente ese: que hay que amar incluso a quienes nos asesinen. El principio aristocrático obliga a la consideración, virtud cardinal de una ética hedonista. Su valor es sublime. Aprecia la cortesía; no la desfigurada por la burguesía sino la que Nietzsche llamaba el "pathos de la distancia", la que formula Schopenhauer con su fábula del erizo (p. 173). La cortesía bien llevada conduce a la presciencia del placer del otro (p. 175). Es un utilitarismo bien entendido, una eumetría en cuya cima coloca Onfray la amistad, "soberana, viril y afirmativa" (p. 176). Viril es lo que manifiesta la esencia del hombre como espacio tendido hacia lo sublime; es el gesto andróforo, un neologismo similar al psicopompo (p. 181). El lenguaje es el medio más seguro de ir hacia el otro y por lo tanto hay que cuidarlo. La delincuencia lingüística sirve a los fines de la dominación (p. 183). De nada vale que las palabras se las lleve el viento. El hedonista tiene que hacer lo que dice y decir lo que hace (p. 184). Cabe aquí la ironía como complicidad con el otro; porque las relaciones con el otro, mediadas por palabras, suponen un mínimo de destreza y talento en ambos (p.187)

La escultura de sí es en resumen un manual de ética hedonista estupendamente expuesta por el autor con motivo de las reflexiones que le suscita la contemplación de la estatua ecuestre de Colleoni, el hombre virtuoso y el héroe.

dimarts, 5 de maig del 2009

Las máscaras de la democracia.

Quien quiera tener una idea del estado de la filosofía política contemporánea, brillantemente expuesto y actualizado, así como acceder a sus puntos neurálgicos de debate, deberá hacerse con este libro de Félix Ovejero, Incluso un pueblo de demonios: democracia, liberalismo, republicanismo, Madrid, Katz, 2008, 357 pags. Al mismo tiempo hará bien en transitar por él con precaución porque, aunque el título haría pensar en otra cosa, el contenido no está estructurado en una unidad discursiva con un desarrollo coherente sino que se compone de partes separadas, muy bien ensambladas (tanto que casi parece una obra unitaria) pero que no soslayan del todo los inconvenientes de este tipo de empeños que, al mismo tiempo, son los testigos de su verdadera naturaleza, en concreto, las reiteraciones o simples repeticiones que no son aquí muy abundantes pero sí muy llamativas. Asimismo, al tratarse de un ensamblamiento de textos autónomos escritos en distintos momentos del desarrollo intelectual del autor, hay alguna inconsistencia que puede inducir a error, por ejemplo, el distinto peso atribuido a la deliberación como arquitectura misma de la democracia que si, al principio del libro, aparece como una variante de la democracia liberal, con sólo un mínimo de virtud como necesidad (p. 56) se muestra al final firmemente anclada en la democracia republicana y como epítome mismo casi demiúrgico de la virtud (p. 334). A este cuidado debe añadir el lector algo de paciencia para enfrentarse a un texto complejo, a veces abstruso y no muy felizmente organizado sobre todo por lo que hace a la relación entre el cuerpo principal del relato y el discurso agazapado en las notas a pie de página que, muchas veces, se convierte en un segundo texto por necesidad fragmentario pero que asimismo fragmenta el relato principal hasta la exasperación porque no siempre esas notas están justificadas.

El título remite al famoso pasaje de Kant en su Proyecto de paz perpetua en que afirma que hasta un pueblo de demonios, siempre que sean inteligentes, será capaz de dotarse de un sistema de normas, un Estado, para garantizar su convivencia. Por cierto que este es aspecto nada desdeñable en la obra. Ovejero la adorna con un abanico de citas todas muy pertinentes y de amplio espectro, testimonio de la gran cultura y el buen gusto del autor.

La obra arranca levantando constancia de una situación poco satisfactoria en la teoría política contemporánea. Se asiste a un evidente deterioro de la cultura cívica cuya causa y síntoma más evidentes son el individualismo y la abstención y ante el cual lo único que se escucha son lamentaciones (p. 23). La calidad misma de los ciudadanos deja mucho que desear pues son ignorantes, inconsistentes (inconsistencia que el autor tipifica por referencia al teorema de Arrow y la paradoja de Condorcet), egoístas e irracionales ya que tienen evidentes sesgos y hacen inferencias frecuentemente erróneas (pp. 28/35). Resumiendo (y simplificando bastante) diríamos que el problema es que el liberalismo nunca ha confiado mucho en los ciudadanos, que hay una tensión entre democracia y liberalismo (p. 39).

A la citada tensión consagra Ovejero la primera parte de su admirable obra, esto es, al estudio de la "democracia liberal", construcción muy extendida y nada exenta de problemas. Supone el autor que el meollo del liberalismo (del político, se entiende; en ningún momento hace Ovejero la habitual distinción entre liberalismo político y económico, pues los considera juntos) es la protección de la libertad negativa que queda garantizada en la dicha democracia liberal a través de tres provisiones: 1) la profesionalización de la actividad política; 2) la neutralidad del Estado; 3) un catálogo de derechos que impone límites a lo que los ciudadanos pueden votar, o sea, a la democracia (p. 50). Esta última provisión, en cuyo enunciado se encierra la típica tensión entre liberalismo y democracia o, para expresarlo en términos más clarificadores, entre Estado de derecho y democracia tiene, obviamente, una importancia capital. Por ello es uno de los temas más reiterados a lo largo de la obra, pero sólo en su mero enunciado, sin que el autor haya profundizado en él, salvo alguna pasajera referencia a la obra de Dworkin. Para los constitucionalistas (obviamente), como para Kelsen, que fue quien introdujo en Europa la jurisdicción constitucional, ésta es la clave del arco del problema de la defensa de la democracia y, por ende, de la democracia misma. Para los demócratas, como muy acertadamente señala Ovejero, ese por así decirlo encroachment de la jurisdicción constitucional (no representativa) sobre el legislativo representativo está lejos de ser enteramente compatible con un sentido pleno de la democracia como soberanía popular. El problema es que tenemos ejemplos para los dos casos y ejemplos no teóricos sino bien prácticos: es difícil negar que los EEUU, patria de la jurisdicción constitucional, sea una democracia; pero no menos lo son aquellos países en que tal jurisdicción no existe (por ejemplo, Gran Bretaña y su descendencia, Australia, Canadá, Nueva Zelanda o los países nórdicos) o incluso en donde está expresamente prohibida, como en los Países Bajos. Lo que puede querer decir que quizá el problema, si es que hay uno, no esté ahí.

La democracia liberal, sigue diciendo Ovejero, no requiere virtud ciudadana para funcionar y en eso se parece al mercado (p. 51) Y aquí entramos en un mundo de consideraciones del autor algunas francamente brillantes por moverse en un terreno económico que domina especialmente; pero no todas son convincentes por igual. Empieza por advertir que nos encontramos con dos tipos de democracia liberal: la democracia liberal de mercado y la de deliberación. La primera funciona sin virtud y la segunda sólo requiere un mínimo de ésta (p. 56). La democracia liberal de mercado se entiende a través de la venerable teoría económica de la democracia que parte de cuatro principios que se toman como guías heurísticas: 1) el individualismo metodológico; 2) la racionalidad individual; c) la presunción del equilibrio; y 4) el egoísmo humano (p. 60). Para complementar: de acuerdo con el teorema de la imposibilidad de la función única del bienestar social de Arrow no hay ningún sistema de decisión que pueda satisfacer a la vez los cinco razonables requisitos siguientes: a) racionalidad (consistencia y transitividad); b) ausencia de dictadura; c) soberanía individual o ciudadana; d) unanimidad; e) independencia de las alternativas irrelevantes (pp. 63/64). Las implicaciones de esto para la teoría de la democracia son: 1ª) la inestabilidad; 2ª) la injusticia; 3ª) la arbitrariedad de los resultados; 4ª) la manipulación de la voluntad general (pp. 65/66). Añade el autor la consideración del mercado político a través de la teoría espacial (p. 69) y las distintas reglas de elección, incluido el logrolling (p. 73). Algunos teóricos sostienen que esta teoría (económica) es falsa y no explica nada y otros que es verdadera pero insatisfactoria y conviene sustituirla por algún tipo de democracia deliberativa (p. 76), entre ellos, presumo, el propio Ovejero.

La fundamentación de esta última por medio del liberalismo no es aceptable ya que el liberalismo no es una teoría normativa y no puede fundamentar nada. Es el propio autor quien realiza una brillante tarea de distintas fundamentaciones según tres criterios: a) grado de autogobierno; b) de participación; y c) mecanismo de toma de decisiones. Emerge así con ocho posibilidades (p. 83), según se ve en el cuadro de la derecha, de las cuales escoge dos específicas, las ya consabidas democracia liberal de mercado y democracia liberal deliberativa (la que él quiere construir) según se ve a su vez en el cuadro de la izquierda en el que se evidencian sus respectivos caracteres.

Luego, la tesis de la bondad de la democracia liberal deliberativa se apoya en varias premisas: a) epistémica (la consecución de las decisiones más justas); b) pragmática (compromiso con los intereses públicos); c) aristocrático-antropológica (división entre ciudadanos virtuosos y los otros); d) identificación de la virtud (p. 95).

Hay un interesante apartado a continuación dedicado a las relaciones entre democracia liberal y mercado que es donde encuentro mis discrepancias con el autor que probablemente sean más de forma que de fondo y desde luego debidas a mi falta de comprensión cabal de la materia. Estas relaciones son curiosamente asimétricas. Es decir, que lejos de postular el famoso: "No hay socialismo sin democracia ni democracia sin socialismo", de Oskar Negt, Ovejero sostiene que así como el mercado necesita de la democracia, a la democracia no le conviene el mercado. Concretamente: el mercado precisa de la democracia pero tiende a socavarla y más aun en aquellas democracias que requieren mayor compromiso cívico (p. 111). Pero esto es dudoso y no se deduce de la definición ni de la realidad de ambos (democracia y mercado). La afirmación de que el mercado es incapaz de generar las normas que precisa para su supervivencia, aparte de identificar a estas normas con la democracia -que está lejos de ser el caso y también podrían identicarse con el Estado de derecho o aquella parte de la democracia menos "democrática") contradice la experiencia histórica antigua, media y moderna desde Babilonia hasta el Chile de Pinochet y la China contemporánea que prueban que el mercado es compatible con todas las formas posibles de organización política excepto, obviamente, con aquella que esté basada en una abolición expresa del mercado, que, por cierto, bien puede ser el resultado de una deliberación democrática. El razonamiento de que nadie en el mercado está interesado en la producción de bienes públicos (y la ley es el primero de ellos) ya que no hay modo de cobrar a los individuos que los consumen suena a escolástico y contradice la experiencia histórica y una de las más palpables realidades contemporáneas a través de internet. El ejemplo que pone (p. 113), que es un caso de juego bipersonal de suma no cero, variante del dilema del prisionero, en el que hay dos empresas A y B, ambas interesadas en la financión de un faro pero cada una de ellas obviamente más interesada en que sea la otra la que lo financie y cuya matriz de pagos aparece en el cuadro de la derecha solamente es válido para sostener su punto de vista en el caso de que, como en el dilema del prisionero, sólo se juegue una vez e incomunicado; si existe comunicación, como es de suponer al tratarse de una decisión que afecta a ambas empresas en un contexto de publicidad, lo más normal es que el mismo mercado genere la norma de la cooperación y maximice los beneficios de ambas empresas. Supongo, aunque puedo estar equivocado. Añade Ovejero que a la democracia no le conviene el mercado (p. 116) hasta el punto de que funcionamiento se ve erosionado por ese mercado dado que la democracia no funciona sino hay una trama de normas que el mercado no produce (p. 117) . No me parece convincente por un motivo que es doble: porque todos los órdenes políticos en cuyo seno ha vivido el mercado a lo largo de la historia han producido las normas precisas para el funcionamiento de ambos entes, orden y mercado, incluido el orden político democrático que no sería verdaderamente tal (de acuerdo con la propia teoría del autor) si no fuera autónomo y sólo fuera heterónomo. Podría admitirse (y no necesariamente) que el mercado erosione las tales normas (por ejemplo, todo mercado tratará siempre de soslayar la legislación antimopolio) pero no que éstas no puedan ser producidas por el orden político. El resto de las consideraciones sobre esta supuestamente difícil relación entre el mercado y la democracia como que las desigualdades generadas en el mercado dificultan el reconocimiento de la voluntad general (p. 118) o que el mercado hace improbable la igualdad política a través de la siempre posible compra-venta de voluntades (p. 121) me parecen variantes de la famosa correlación entre democracia y desarrollo económico (más que propiamente mercado) que ya planteara en su día Seymour M. Lipset y a la que ha contestado no solamente el comportamiento teórico de la democracia sino el práctico a través de ejemplos que no cabe soslayar como los casos de Irlanda o la India. Entiendo el punto de vista del autor cuando afirma que "una sociedad donde la distribución (se entiende, la económica) no se percibe como, en algún sentido, justa, no favorece el compromiso entre los ciudadanos", lo entiendo y me parece plausible; pero ya no me lo parece tanto que el autor concluya diciendo que "...sin éste (sin el mencionado compromiso) los derechos son papel mojado" (p. 122). Es más, me parece un non sequitur puesto que esos derechos pueden servir como cauce e instrumento para articular una protesta (voz) de los ciudadanos descontentos que, unas veces más otras menos, pueden acabar resolviendo problemas como se prueba considerando, por ejemplo, la lucha por los derechos civiles en los Estados Unidos en los años sesenta del siglo pasado.

La segunda parte del libro versa sobre el republicanismo, una construcción teórica o tradición política, como él la llama, por la que el autor siente mayor simpatía que por el liberalismo. El enfrentamiento entre liberalismo y republicanismo puede sintetizarse en una feliz fórmula triádica al contraponerse delegación a participación, derechos a mayorías y negociación a deliberación (p. 130). No hace falta decir que los primeros términos de los binomios son los correspondientes al liberalismo. Frente a la hipóstasis liberal de la libertad negativa el republicanismo postula la igualdad de poder, el autogobierno y la libertad como no dominación (p. 131) y se recurre de nuevo a acentuar la discrepancia entre mayorías y derechos amparados en los tribunales constitucionales que ya se trató más arriba. En varias partes de la obra Ovejero tiene la honradez de reconocer que, a veces, los puntos de vista de liberales y republcanos se entreveran (muy claramente en el caso de Rawls, al que dedica un par de capítulos), cosa que ya empieza por suceder incluso con los criterios distintivos reseñados, singularmente el de autogobierno.

La parte más señera del republicanismo es la deliberación. No puede haber en el mundo, dice el autor, ley justa ni por ende libertad, sin deliberación (p. 157). He aquí un ejemplo claro del paso del tiempo en las convicciones morales (a ejemplo de las variaciones en las científicas) desde que ya en épocas pasadas se haya venido especulando sobre la ley justa e injusta sin tomar en cuenta deliberación alguna. Trae a cuento Ovejero una interesante contraposición entre negociación (liberal) y deliberación (republicana) que abre el camino a una definición de esta última como "un procedimiento de toma de decisiones basado en una discusión pública en la que priman criterios de racionalidad e imparcialidad" (p. 163). Cuando la vena de realismo político que llevamos muchos de los que nos dedicamos a esto está a punto de sublevarse, reconoce el autor que está enunciando un tipo ideal (p. 166). Ancha es Castilla. Los valores que aduce en defensa de su tipo ideal son la autonomía, el potencial humano, la legitimidad y el consenso (pp. 167/169). Parece razonable. A la deliberación ayuda mucho la participación (un término este con una connotación orondamente positiva que habría que cuestionar con intensidad y rigor a mi modesto entender pero no necesariamente ahora) consiguiendo algunas ventajas como la corrección de los sesgos cognitivos, la disminución de la asimetría informativa y el incremento de la "producción" de virtud (pp. 177/178). Opina que la deliberación requiere la honestidad de las opiniones, cosa que se consigue (p. 179). Nada que objetar, ya que estamos en un territorio de tipos ideales.

La tercera parte de la obra es un agudo diálogo con John Rawls (en la Teoría y el Liberalismo político) que, por extraño que parezca aporta puntos de vista frescos y nuevos al tratar con el autor al que más ha manoseado la filosofía política contemporánea. Interroga al gran filósofo sobre las motivaciones de los ciudadanos desde el punto de vista liberal (motivaciones que, según Rawls, pueden ser abstractas, egoístas y comprometidas normativamente, funcionales para reproducir las condiciones de producción (p. 216) y detecta una contradicción en el autor de Teoría de la justicia entre su liberalismo y su admisión de cierto republicanismo al aceptar que sólo podemos disfrutar de la máxima libertad individual si no la anteponemos a la búsqueda del bien común (p. 223). Tras repasar la confrontación entre republicanismo y liberalismo en el tratamiento del bien público por excelencia, la libertad , sin olvidarnos de los free riders (p. 224) establece cuatro modelos de relación entre la participación y la democracia que vienen de la clasificacón de la primera parte: 1) el liberal puro; 2) el republicanismo comunitario; 3) el republicanismo autorrealizador; y 4) el republicanismo virtuoso (pp. 230/232).

La cuarta parte, dedicada a las fundamentaciones de las democracias, tiene un carácter todavía más abstracto y filosófico, como el mismo autor avisa y, de hecho, aunque el único capitulo de que consta se titula Tres miradas sobre tres democracias, no se trata de tres democracias en el sentido de realidades materiales sino de tres concepciones de la democracia. Contrapone así tres enfoques de fundamentación, que son el instrumental, el histórico y el epistémico (p. 282) que es el que él favorece. La fundamentación instrumental le parece insuficiente porque: a) relaciona tautológicamente la democracia con el valor que sirve para fundamentarla; b) debilita la fuerza de la democracia al considerar la posibilidad de su superación; c) desprovee a las decisiones políticas de calidad normativa y recala en un "relativismo incondicional que deja sin razones a las decisiones" (p. 299). Como buen partidario de la concepción instrumental de la democracia, estas objeciones no me parecen satisfactorias. Un instrumentalista honrado huiría horrorizado de toda acusación de tautología (sospechando, además que esa se encuentra en otra parte) al recordar que lo que el instrumento democracia persigue no es que se tomen unas u otras decisiones sino que se tomen decisiones a secas ya que, ciertamente, despoja a las decisiones políticas de toda "calidad normativa" e incurre gustosamente en ese "relativismo incondicional" contra el que últimamente cargan todas las fuerzas del cielo y de la tierra. La crítica que aquí enuncia Ovejero recuerda mucho a la de los comunitaristas que, entiendo, tiene rancia prosapia pero no me resulta convincente en un mundo ancho y ajeno al que no renuncio a comprender y querer en toda su abigarrada y contradictoria complejidad, aunque sea al precio de quedarme sin cuadrilla. La segunda objeción no reza en modo alguno para quienes hemos hecho del instrumento democracia puro un fin en sí mismo que nos permite relativizar alegremente todo lo demás. Somos los relativizadores quienes sospechamos de los no relativizadores (por no llamarlos esencialistas) la proclividad a encontrar algo en cuya ara pueda sacrificarse la democracia como Agamenón hizo con Ifigenia.

Ciertamente, la fundamentación de carácter histórico no es aceptable sin más y Ovejero muy atinadamente entiende que si la democracia es modo de vida, la tarea intelectualmente correcta es descriptiva (p. 304) y que los límites fundamentales de la fundamentación histórica son: 1) la historia explica, pero no justifica; 2) no hay vinculación fuerte entre democracia y moralidad; 3) la confianza en los valores no arranca de una consideración rezonada que juzga imposible, sino del cobijo afectivo y referencial que proporcionan (p. 309).

Por último, la brillante explicitación del punto de vista del autor en defensa de la superioridad de la fundamentación epistémica sobre las otras dos. La argumentación epistémica, razona, parte de la idea de que sin democracia no podríamos concebir la idea de elegir sobre la vida colectiva (p. 319). Estoy de acuerdo con esto, pero no veo cómo puede el autor evitar en esta perspectiva el defecto que señaló al comiezo de su capítulo al afirmar que para fundamentar la democracia necesitamos saber qué sea una democracia y, por lo tanto, una teoría de la democracia (p. 295) pero ¿cómo se puede tener una teoría de la democracia sin su correspondiente fundamentación? Para aclarar esta cuestión, el autor indaga por detrás (y, es de suponer, "antes") de las razones epistémicas y ahí encuentra un "núcleo compartido que equipara -las condiciones de- la democracia a la buena formación de los juicios morales" (p. 320). Es decir, no hay un "antes" ni un "después" pues son coincidentes, simultáneas, en el fondo la misma cosa: democracia y formacion de juicios morales; esto es, la deliberación, que era lo que se quería demostrar. "Sencillamente, no hay un modo independiente de determinar la voluntad general que la voluntad de todos formada desde las buenas razones" (p. 323). Si alguien empieza sentirse incómodo en este territorio rousseauniano y algo inefable que se haga cargo de que la fundamentación epistémica "hace de la democracia la gramática colectiva del ejercicio de la racionalidad práctica" (p. 324). Entiendo aquí el término gramática no metafóricamente sino en el sentido de la gramática generativa, lo que no está mal si se tiene en cuenta que seguimos sin saber qué sea la democracia como se deriva del hecho de que el autor considera inadmisibles formas de fundamentación de ésta que otros autores tienen por plausibles.

En resumen, un gran libro, minuciosa y rigurosamente argumentado de esa materia viva y palpitante que es la teoría política que otros daban por muerta hace ya años. El mejor de la materia que yo haya leído en los últimos tiempos.

dilluns, 6 d’abril del 2009

La arrogancia de los intelectuales.

Tecnos acaba de reeditar una obra que había desaparecido de las librerías por estar descatalogada desde 1985 y de nuestras memorias por todo lo que ha llovido desde entonces; una serie de artículos y conferencias de Paul K. Feyerabend (¿Por qué no Platón, Madrid, Tecnos, 2009 (1ª edición, 1985), 188 págs.), el padre de la doctrina del anarquismo epistemológico. Feyerabend fallecido entre tanto, en 1994, alcanzó merecida celebridad en los años setenta del siglo pasado al abanderar una posición relativista y anarquista en la filosofía de la ciencia y polemizar acerbamente con la corriente entonces -y hoy en buena medida- dominante del racionalismo crítico, concretamente en la formulación popperiana del falsificacionismo, sosteniendo de forma provocativa que tales concepciones eran puras ideologías y que en lo relativo a la búsqueda metodológica la única verdad a la que cabía adherirse era la de anything goes, esto es, "todo vale".

El libro reeditado por Tecnos contiene varios trabajos sueltos, ensayos y alguna conferencia de aquellos años que, al hacerlo de forma sintetizada, permiten captar una idea aceptable de las audaces posiciones de Feyerabend, de sus aciertos y de lo que me parecen sus errores. En el primer trabajo, Tesis a favor del anarquismo aclara que el anarquista rechaza las normas generales, las leyes universales, las concepciones absolutas sobre cosas como la "Verdad", la "Justicia", etc y en materia de metodología, "todo vale" especialmente en un momento como el siglo XX en el que la ciencia ha renunciado a toda pretensión filosófica y se ha convertido en un gran negocio.

En el trabajo De cómo la filosofía echa a perder el pensamiento y el cine lo estimula afirma que no hay líneas de demarcación entre la filosofía y la ciencia. Necesitamos una filosofía que dé a los hombres el poder y la motivación para hacer una ciencia más culta en lugar de más supereficaz o superverdadera pero tan bárbara que degrada a los seres humanos. Y aquí aparece ya su propuesta concreta, de carácter positivo: la filosofía debe mostrar y probar todas las consecuencias de una existencia exigente, incluidas las que no pueden expresarse con palabras (p. 27), que es una premonición de su conocida tesis de la asimilación de la filosofía y la ciencia con el arte.

En Expertos en una sociedad libre dice tener una gran opinión de la ciencia y muy pobre de los expertos que son quienes determinan el 95 por ciento de lo que pasa por ciencia (31).Ya Aristóteles había avisado del carácter pernicioso de los expertos. Estos son hoy útiles e irremplazables pero la mayoría se ha convertido en unos esclavos desagradables atentos a la competencia y pusilánimes y no hay que permitir que los esclavos organicen la vida de los hombres libres (p. 42-43). La creencia esencial de los expertos es que el progreso y el éxito sólo pueden alcanzarse mediante métodos especiales y en concreto uno, que es el que se lleva la palma: el de la experiencia. La historia, sin embargo, muestra que la ciencia ha avanzado por métodos muy diferentes y que el único método que ha funcionado en la práctica es el de "todo vale" (p. 49). Cualquier método, hasta el más necio, puede conducir a algunos resultados (p. 52), La historia prueba que la ciencia ha avanzado a golpe de catástrofes y revoluciones y no hay una sola teoría científica libre de dificultades (p. 53). Los expertos quieren monopolizar el juicio pero la ciencia está al servicio de los ciudadanos y son éstos quienes deben enjuiciarla; además, no es raro que los expertos discrepen en cuestiones esenciales (p. 55). Entiendo que gran parte de lo que Feyerabend expone como filosofía de la ciencia es más sociología y entiendo, asimismo, que su crítica a la pretensión de unicidad metodológica, que comparto (y que, por cierto, convierte a Feyerabend en un adelantado de la posmodernidad) supone una defensa del pluralismo metodológico, pero no una negación de la necesidad de un método, el que sea, hasta "el más necio", pero método al fin y al cabo.

El trabajo En camino hacia una teoría del conocimiento dadaísta, el más consistente de la recopilación, sostiene que la supremacía de la ciencia es hoy artículo de fe y que la ciencia se ha convertido en parte esencial de la estructura de la democracia, igual que antes lo era la Iglesia con otras formas políticas y así como hoy Estado e Iglesia están separados, Estado y ciencia van juntos (p.59). Sin embargo no hay nada en la ciencia ni en ninguna otra ideología que haga de ella algo liberador (p. 61). El predominio de la ciencia hoy es en realidad una amenaza para la democracia ya que no admite la libertad de expresión de doctrinas distintas a ella misma (p. 65). Una sociedad libre puede existir sin una única verdad y moral. La única idea general compatible con una sociedad libre es el relativismo (pp. 66-67). Incidentalmente, se entiende por qué los curas atacan el relativismo con tanta saña. No obstante, entiendo que Feyerabend no resuelve el famoso problema de la indecibilidad de ciertos enunciados: afirmar que la única idea general válida es el relativismo remite al eterno problema de Epiménides el cretense. Una sociedad verdaderamente libre es "amoral" (p. 71). El juicio democrático no tiene en consideración la verdad ni la opinión de los expertos y todo discurso sobre la "verdad" no pasa de ser una construcción de intelectuales (p. 75). A menudo la opinión de los expertos está sujeta a prejuicios, no es digna de confianza y precisa de control externo (p. 78). Y no hablemos ya de la utilización políticamente interesada de ese juicio de expertos. Dos casos muy recientes y frescos en España: los juicios del experto Polaino sobre la homosexualidad y los recientemente vertidos por la catedrática de bioética que calificó de "enfermos" a los gays. Coincido por entero con Feyerabend en que los profanos deben y pueden vigilar a la ciencia pero debo reconocer que el ejemplo que pone me desconcierta aunque, a la larga, creo que adoptaría la misma actitud que él. Sostiene que no está claro que la teoría de la evolución esté tan fundamentada como dicen los científicos y que, por lo tanto, también deben enseñarse otras doctrinas en las escuelas (v. gr., el creacionismo) (p. 90). Puede parecer excesivo si se plantea en términos estrictamente metodológicos o epistemológicos pero si lo llevamos al terreno del control democrático de la ciencia no lo es tanto: en las escuelas debe enseñarse lo que los contribuyentes (que son los que las pagan) decidan. Otra cuestión posterior es el de la calidad de la formación de los alumnos. Pero, en efecto, es otra cuestión. Los argumentos extraídos de la metodología no demuestran las superioridad de la ciencia y la idea de un método universal y estable es tan realista como la de un único instrumento de medición con independencia de circunstancias externas (p. 93). Distingue el autor las cuatro escuelas en filosofía de la ciencia de su tiempo: a) racionalismo "anacrónico" (Descartes, Kant, Popper, Lakatos); b) racionalismo contextual (marxismo, mucha etnología); c) anarquismo ingenuo; d) su propia posición, de anarquismo metodológico (p. 99). Los verdaderos científicos intentarán aprender tantas reglas como puedan y luego las aplicarán o no (p. 103). La ciencia tampoco es preferible por sus resultados ya que, si hubiera que alabar a la ciencia por sus conquistas, también habría que alabar al mito pues sus conquistas fueron aun mayores (p. 117). La ciencia es una de las numerosas formas de pensamiento que el hombre ha desarrollado y no necesariamente la mejor (p. 119). Cualquiera que profese un escepticismo medianamente sano estará de acuerdo con este enunciado, reconociendo en él que la parte provocativa no empece el fondo del asunto y éste es que ningún científico negará la posibilidad que en él se dibuja. La superioridad de la ciencia no viene de ninguna fuente ajena a ella misma y se mantiene en permanente y abierta competencia con otras formas de pensamiento. Sobre lo que se puede hablar, el lenguaje que vale es el científico, aunque haya polifonía. Sobre lo que no se puede hablar, tanto da.

En Grandes palabras en una breve charla Feyerabend hace una fuerte crítica a los intelectuales, esos que pretenden crear una "concepción", un "sistema". En cambio, lo que a él le interesa es crear las condiciones necesarias para que pueda vivir toda concepción, toda tradición, todo sistema (p. 149). La verdad, se me hace difícil imaginar que alguien pueda negar tan nobles propósitos con una única salvedad: que pueda existir toda tradición y todo sistema no quiere decir que deba existir. ¿Qué es un intelectual? Alguien sentado en una biblioteca, leyendo a Marx, Lenin o Popper y desarrollando una "concepción" para discutir después con otros intelectuales (p. 153). Hasta aquí de acuerdo. Mi perplejidad llega al límite, sin embargo, cuando leo: "Mi lucha encierra también un monton de propuestas de solución que han hecho de Hitler una basura. Esto es precisamente lo que a mí me rebela, esa arrogancia de los intelectuales que desde arriba se dedican a desarrollar teorías acerca de todo" (p. 161). ¿Alucino o de ese párrafo se colige que para Feyerabend Hitler entra dentro de su categoría de intelectual?

Por último, ¿de dónde viene el título? De una breve charla imaginaria, una especie de diálogo platónico llamado precisamente ¿Por qué no Platón? en el que anima a volver al filósofo, el único verdadero que ha habido debido en especial a su "inteligencia y talento artísticos" (p. 179).

diumenge, 29 de març del 2009

El relativismo.

Cada vez que escucho al Papa, a sus obispos, a los curas en general tronar en contra del relativismo de nuestra época me quedo perplejo preguntándome por el alcance exacto de sus palabras y más aun por el hecho de que nadie las conteste como se merecen. En otras ocasiones son políticos o dirigentes de la derecha quienes creen oportuno advertir en contra de esta plaga. ¡Cuidado con el relativismo! No tengo duda de que los clérigos saben perfectamente de lo que están hablando; dudo sin embargo de que también lo sepan los políticos de la derecha que más me dan la impresión de hablar así porque es lo que dicen los curas que para ellos es dogma de fe.

En la tradición filosófica occidental suele distinguirse entre un relativismo cognitivo y otro moral. Según el primero nada es absolutamente cierto o absolutamente falso ya que lo que se considera verdadero o falso depende de una serie de factores hasta llegar al extremo de que algo pueda ser verdadero en ciertas circunstancias y falso en otras, especialmente en todas aquellas materias que son socialmente construidas. Lo mismo sucede con el relativismo moral que sostiene que no hay un bien o un mal absolutos sino que bondad o maldad, como lo verdadero o lo falso, son criterios determinados por una serie de condiciones culturales, cronológicas, religiosas, etc. Unas personas creen que comer carne está bien; otras lo consideran abominable y otras, en fin, opinan que se puede -y debe- comer carne pero no, bajo ningún concepto, la de cerdo.

Cabe asimismo distinguir entre un relativismo individual y otro social. El individual será el de quienes reputan imposible atenerse a un único sistema de valores y los tienen alternativos o, simplemente, no tienen ninguno. Y el social implica la idea de que en una sociedad compleja no cabe imponer un único sistema de valores a todo el mundo y debe respetarse el derecho de los sistemas distintos a convivir en igualdad de condiciones, mediando un grado mínimo de acuerdo que haga viable dicha convivencia.

Tengo poco que decir del individual salvo aquello tan sabio de "a quien Dios se la da...". El social, que es el que está aquí en juego parece una actitud bastante razonable para sociedades democrática pues permite que convivan gentes de distintas convicciones morales sin intentar imponerse sus creencias unas a otras. El relativismo es hijo del escepticismo, esa actitud que Montaigne hizo triunfar en Europa y que ha influido en muchos genios, como Cervantes o Shakespeare. Considero que el discurso de la pastora Marcela en el entierro de Crisostomo en El Quijote y el de Shylock en el juicio en El Mercader de Venecia son los más grandes alegatos en favor del escepticismo y el relativismo, de la necesidad de entender y respetar a quienes tienen opiniones y criterios distintos de los dominantes y que, por serlo, pretenden imponerse de forma absoluta. El relativismo y su pariente mayor el escepticismo llevan su precaución frente a toda imposición al extremo de la indecibilidad como se sigue del famoso dicho escéptico según el cual toda generalización es falsa, incluida ésta. Y ambos dos, escepticismo y relativismo, desembocan en la ilustración (no en toda, pues también hay una Ilustración fanática) y ésta en la modernidad.

En consecuencia, cuando los curas arremeten contra el relativismo contemporáneo refiriéndose sin duda al social y moral quieren decir que todos hemos de aceptar la existencia objetiva, independiente de nuestras creencias personales, de una idea del bien y del mal: la suya, que está basada en la revelación de un Dios en el que hay que creer por obligación. Es decir, al condenar el relativismo, los clérigos no solamente niegan la validez de otros principios morales que no sean los suyos (cosa a la que no cabe objetar) sino que niegan asimismo la práctica social de amparar el derecho de quienes los profesan a hacerlo. El condenar el relativismo lo que los curas quieren es que se prohiban las creencias morales distintas a las suyas, que se extermine a quienes las profesan. En su forma más extrema, que es la más obtusa, o sea seguramente la representada por el Papa actual, la condena del relativismo implica la obligatoriedad de profesar una u otra convicción moral, sea la que sea. Esta última es la que hermana a los curas católicos con los integristas de cualesquiera otras confesiones.

Siguen siendo lo de siempre: un peligro para la libertad y la tolerancia, una amenaza para la humanidad. Si de ellos dependiera la Inquisición seguiría funcionando.

(La imagen es un cuadro de Georges de la Tour La buena fortuna, 1632-1635, que se encuentra en el Metropolitan Museum of Art, en Nueva York).

dilluns, 23 de març del 2009

Los pueblos del Libro.

Cordobés de nacimiento, jurista de formación, sociólogo de vocación, germanófilo de afición, Carlos Moya orientó hace unos años su poderosa capacidad y su incansable curiosidad intelectuales a las otras dos religiones que, con la cristiana, son conocidas como las religiones del libro, esto es, la musulmana y la mosaica lo cual demuestra una vez más que el lugar en el que se nace puede ser más determinante en la vida del hombre que aquel en el que se pace. El propio Moya reconoce al comienzo de este brillante ensayo que su interés por el islamismo y el judaísmo se le despertó tempranamente al deambular de niño por la mezquita de Córdoba y en este trabajo actualiza unos escritos de hace unos años al respecto. Las tres religiones aceptan expresamente la validez de los cinco primeros libros del Antiguo Testamento, el llamado Pentateuco, la Torá de los judíos. Y sobre esta base se erigen luego otros elementos comunes a las tres confesiones monoteístas que son las que Moya indaga en esta obra compuesta por dos ensayos independientes, Mahoma, Dar-El Islam, Maimónides. Dos ensayos sobre el monoteísmo semita (Huerga-Fierro editores, Madrid, 2008, 149 págs.).

A diferencia de Cristo, Mahoma, que considera a aquel no el hijo de Dios y Dios mismo según los cristianos, pero sí un profeta, no hace milagros. Lo milagroso en el Islam es el Corán ya que Mahoma no sabe leer y el ángel que se le aparece y le pide que recite lo que le muestra escrito en letras de oro, le aprieta el libro contra la nariz para que se impregne de él (p. 30). Dios instruye al hombre por medio de la pluma en el Corán (p. 31) e igual que el libro es siempre el mismo libro lo es también Dios puesto que Alá es YHWH (p. 35). Señala así el autor que el hecho de que el Corán esté escrito en árabe da aliento a la invención mesiánica de la nación árabe, de la Ummah (p. 36). En efecto es muy importante la versión del texto sacro en una lengua para que surja una conciencia nacional más o menos articulada como pueblo. Sucedió con la versión de la Biblia en cirílico para los pueblos eslavos y la versión al alemán de Lutero para el pueblo germano. Con la escritura en árabe adviene la ley capaz de articular soberana, estatalmente a una emergente comunidad político-religiosa hasta entonces trabada por vínculos de parentesco (p. 37).

Hace a continuación el autor una breve síntesis del comienzo de la historia del islamismo, la huida de Mahoma a Medina en 622, el año de la Hégira y la conquista luego de La Meca por el ejército del profeta junto a su suegro Abú Bakr (p. 40). A la muerte de Mahoma, sin embargo, se abrió un período de desconcierto y caos, retratado en un hadiz de Aixa, su esposa: "Cuando murió el profeta, los beduinos apostataron. Los judíos y los cristianos levantaron la cabeza. La incredulidad, que se había ocultado, se manifestó. Los musulmanes fueron como un rebaño de corderos sobresaltados por la lluvia de una noche de invierno. Su profeta ya no estaba allí. Por fin Alá los reunió alrededor de Abú Bakr" (que era su padre) (p. 41). No obstante, ya al comienzo del primer califato, el enfrentamiento entre Aixa y Alí (primo y yerno de Mahoma) abre una guerra civil que dura hasta hoy (p. 45). Los hijos de Alí (Hassán y Hussein) siguieron la guerra y, a raíz de la muerte del segundo, se produce la gran división del mundo musulmán entre los sunnitas (ortodoxos) y los chiítas (disidentes) (p. 54).

En su repaso sobre los fundamentos del Islam, Moya recuerda que descansa sobre cinco pilares: la profesión de Fe, el cumplimiento de la plegaria ritual, la prestación de la limosna, la peregrinación y el ayuno en Ramadán, que considera con algún detenimiento; igual que valora con mucha prudencia el relato que hace el Génesis de la división originaria entre los dos pueblos en la historia de Abraham, la esclava Agar y el hijo de ambos, Ismael, abandonados en el desierto por los celos de la esposa legítima del patriarca cuando ya septuagenaria, da a luz a Isaac y Dios se ocupa sin embargo de aquellos (p. 60). Aquí está el meollo, el origen de un conflicto entre la rama "legítima", los descendientes de Isaac y la "bastarda", los ismailitas o "agarenos", como eran conocidos en España en recuerdo de la infeliz Agar. Incidentalmente no puedo pasar por alto que siempre me ha parecido que esta leyenda, que trasmite una aplastante conciencia patriarcal, deja muy clara la ínfima calaña moral de Abraham que abandona al hijo que tuvo con la esclava por imposición de su esposa cuando ésta cambia de parecer al convertirse en madre.

La política de Mahoma, la guerra santa, es como la del Antiguo Testamento, Alá equivale al Dios judío de los ejércitos, Yahvé Sebaot (p. 63) y, a partir de aquí, el relato de nuestro autor es el de una permanente coincidencia: el Islam significa "sumisión" al imperialismo universal del monoteísmo a través de la expansión de la asabiyya, esto es, los vínculos de consanguinidad, la comunidad de la sangre (p. 67) que se expande por medio de un caudillaje clánico-tribal.(p.69)

Esa unidad de la comunidad viene dada por la lengua. Según un viejo proverbio árabe, "La sabiduría se ha posado sobre tres cosas: en el cerebro de los francos, en las manos de los chinos y en la lengua de los árabes" (p. 72). Es la comunidad lingüística la que fundamenta la nación de forma que la historia anterior a la Hégira es lo que se llama la Jahiliyah o época de la barbarie. Esa nación se rige por la Sharía, la suma del Corán y la Sunna, sujeta a la interpretación de Ulemas y faquíes ya que la religión musulmana es cosa de letrados en las sagradas escrituras, juristas, pero no teólogos y sacerdotes (p. 89), lo cual hermana grandemente a los musulmanes con los judíos y distingue a los dos de los cristianos (p. 96). La predicación de Mahoma es la más alta expresión del monoteísmo, directamente administrado por los creyentes sin mediación sacerdotal (p. 90). Todo el Corán es decididamente apocalíptico y divide el mundo en dos sectores: Dar-El Islam, la casa del Islam, en la que caben todos los creyentes de las más diversas etnias unidos en la Ummah y lo que hay fuera que es Dar-El Harb, la Casa de la Guerra (algo obligado a los musulmanes para la extensión del monoteísmo) que ocasionalmente puede ser Dar-El Sulk o Casa de la Tregua, pero esto es algo transitorio. (p.103).

En el segundo ensayo, la Aproximación a Maimónides, Moya detecta el momento más glorioso de la relación civilizada entre judíos, cristianos y musulmanes a través de la amistad entre Averroes y Maimónides (p. 109). Ambas familias escapan de Córdoba huyendo de la intolerancia y buscando cobijo en Marruecos, en donde asalta a Maimónides una interpretación rabínica ultrarradical que entiende que "Todo judío que reconozca públicamente a Mahoma como profeta es hereje y traidor a la fe" (p. 111), un pronunciamiento contra el que Maimónides escribió la Epístola sobre la conversión forzada (p. 112) en el entendimiento de que la aceptación de las condiciones impuestas por los musulmanes a los judíos que vivían entre ellos no podía hacerles perder su condición judía (p. 112) .

La confluencia filosófica de los tres monoteísmos (islámico, judío, cristiano) se da a través de la interpretación de Aristóteles por Averroes que es la clave del "Islam cristianizado" en célebre expresión de Asín Palacios que Ortega respalda. Y de Averroes (escolástica más failasifa) (p. 115) a Maimónides cuya Guía de perplejos es la obra cumbre de la escolástica rabínica (p. 116). El Dios único se manifiesta en los tres libros (Torá, Biblia y Corán) y la filosofía se entiende como la vía hacia el conocimiento de Dios (p. 118). La Guía traza el camino individual a la salvación que conjuga además un sentido alegórico y simbólico ya señalado por Filón de Alejandría (p. 121). "Para Maimónides", dice Moya, "para Averroes, para Ghazali, para Tomás de Aquino, la Filosofía sólo tiene sentido como pasión de Dios: como iluminada razón consagrada al conocimiento/amor de Dios" (p. 126). Con Averroes el árabe coránico se convierte en el nuevo vehículo semiótico de la metamorfosis monoteísta del logos helénico (p. 128). A su vez, también Maimónides intenta su camino hacia el conocimiento de Dios por medio de la episteme aristotélica pero su Dios no es el Zeus aristotélico sino el YHWH de la Torá (p. 131). Así pues, el hilo conductor que lleva del islamismo al tomismo pasando por el judaísmo es la razón aristotélica aplicada al conocimiento de la realidad de Dios (p. 134). Concluye Moya su ensayo sobre Maimónides aventurando que la Guía de perplejos es un paso inexcusable para entender la universalización del racionalismo que juzga como "la máxima contribución de la diáspora judía a la historia humana".

Parece bastante claro que en las complejas y seculares relaciones entre los pueblos del libro hay un terreno nutricio para un diálogo de civilizaciones en el sentido religioso de Huntington.

dilluns, 16 de febrer del 2009

Otra historia de la filosofía.

Con este tercer volumen (Los libertinos barrocos. Contrahistoria de la filosofía III, Anagrama, Barcelona, 2009, 312 págs.) continúa Onfray su proyecto de escribir una historia alternativa de la filosofía; alternativa a las historias consagradas, académicas, al uso de las sucesivas generaciones, que le parecen falseadas y sesgadas y cuyos dos primeros volúmenes fueron Las sabidurías de la antigüedad, Anagrama, Barcelona, 2007, 330 págs. y El cristianismo hedonista, Anagrama, Barcelona, 2007, 339 págs.

Para Onfray la escritura de la historia de la filosofía ha sido siempre platónica, lo cual es obvio. Basta recordar el famoso dicho de Whitehead de que la historia de la filosofía no es más que una serie de glosas a los diálogos de Platón. La cuestión consiste en enfrentarse a la filosofía idealista en su triple fórmula platónica, cristiana y alemana contraponiendo la historia de una filosofía hedonista (que él, Onfray, defiende), materialista, atea, existencialista, pragmática y corporal. Merced al triunfo de Platón y sus herederos, los estoicos y los cristianos, se ha impuesto la lógica del odio al mundo terrenal, la aversión a las pasiones, y al cuerpo, todo sacrificado a las pulsiones de la muerte. Pues bien, de lo que se trata es de dibujar otra historia de la filosofía, la del pensamiento contrario al anterior, silenciado, vencido, muchas veces perseguido y eliminado en las hogueras de la inquisición.

En el primer volumen (Las sabidurías de la antigüedad) Onfray atribuía el comienzo de esta otra corriente al materialismo abderita y, en concreto, a la obra de Leucipo y, sobre todo, del gran Demócrito al que las historias al uso consideran "presocrático" cuando es un estricto contemporáneo de Sócrates y de quien corrimos el riesgo de no saber nada si se hubiera cumplido el deseo que , según cuenta Aristoxeno en sus Memorias históricas, abrigaba Platón de quemar todas sus obras; un Platón que no se digna mencionar a Demócrito ni una sola vez en las dos mil páginas de sus diálogos (p.59). De Demócrito resalta Onfray en especial su teoría relativista del conocimiento, su ateísmo (un tema especialmente querido para el autor) y la dietética de los deseos (p. 70).

Este primer volumen repasaba asimismo brevemente las obras de Hiparco, Anaxarco, Antifón (predecesor del psicoanálisis y teórico del hedonismo libertario y el principio de igualdad de los seres humanos) (p. 102), Aristipo de Cirene, los cínicos (Diógenes, Filebo, Eudoxio, Pródico), y el epicureísmo grecolatino.

Dentro de éste especial atención, claro, a Epicuro, cuya doctrina puede resumirse en cuatro puntos: 1) no hay nada que temer de los dioses; 2) ni de la muerte; 3) se puede soportar el dolor; 4) y lograr la felicidad (p. 183). La ataraxia epicúrea es similar a la felicidad ascética con la diferencia del rechazo del dolor (199). Define Onfray el jardín de Epicuro como la anti-república de Platón (p. 211). El paso a Roma, en el llamado epicureísmo de Campania, se hace de la mano de Filodemo de Gadara quien complementa a Epicuro añadiendo a su doctrina una estética y una política hedonistas (240).

Otro punto fuerte de la contrahistoria en Roma es el De rerum natura de Lucrecio, caracterizado por su materialismo radical, su odio a la religión y los sacerdotes y la deconstrucción de los mundos del más allá, todo lo cual fue causa de que San Jerónimo se dedicara a calumniarlo y a tratar de ocultarlo (p. 246). De Lucrecio es la idea de que las religiones nacen de la incultura de la gente lo que, entre otras cosas, explica por qué el poeta se ganó el odio de las masas, los sacerdotes y los príncipes (p. 253).

El segundo volumen, El cristianismo hedonista, daba cuenta asimismo de una larga serie de pensadores normalmente ausentes en las historias ad usum y trataba otros que sí aparecen de forma original. Empezaba reflexionando sobre los gnósticos que no son cristianos, como dice Renan, sino filósofos que caminan por el mismo sendero que Jesús pero con resultados metafísicos contrarios (p. 44), entre ellos Simón "el mago", Basílides, Valentín, Carpócrates, Cerinto, Marcos y Nicolás.

No todo en la Edad Media es oscuridad: Boecio sostiene que la filosofía puede valerse por sí misma, sin necesidad de la teología, Roger Bacon propone una ciencia experimental y Dante y Marsilio de Padua separan lo espiritual de lo temporal (p. 79). La corriente llamada del espíritu libre, relacionada con el milenarismo de Joachim de Fiore recoge casos como el panteísmo de Amaury de Bene o el de Heilwige de Bratislava y las beguinas libertinas (p. 109), entre otros casos, muchos de ellos víctimas de la intransigencia eclesiástica.

El territorio humanista es especialmente rico en hedonistas, que tampoco suelen aparecer en las historias ordinarias. El primero en proponer un cristianismo epicúreo (fórmula a la que se acogerán los otros) fue Lorenzo Valla con variantes como un cristianismo hedonista (p. 150). Tras los pasos de Valla, Marsilio Ficino y Erasmo de Rotterdam, otro cristiano epicúreo.

Casi la tercera parte de este segundo volumen estaba consagrada a los Ensayos de Montaigne y al propio Montaigne, con respeto a la tradición que ve en él un pensador en tres etapas: estoico, escéptico y epicúreo (p. 212), si bien Onfray matiza que el escepticismo del señor de Montaigne no es el de Sexto Empírico sino el de Sócrates (p. 215). Como es bien sabido, los Ensayos son un pozo de todo. Subrayo que Onfray atribuye al autor el descubrimiento del inconsciente y el ser predecesor de Freud (p. 246) y algo más allá y sin que sea necesario decir a quién precede, la idea de que el hombre es un ser para la muerte y la conciencia de no ser sino para la muerte (p. 247).

Lo anterior era necesario como prolegómenos a este tercer volumen de Los libertinos barrocos que versa sobre los autores del Grand siècle francés. Quizá sea esa la mayor crítica que quepa hacer a esta contrahistoria de la filosofía: que es casi exclusivamente francesa. Se queja de que la historiografía, dominada por Le siècle de Louis XIV, de Voltaire, reseñe la obra de Descartes, Corneille, Racine, Pascal, Bossuet, Boileau, Mme. de Sévigné, Molière, La Bruyère y La Rochefoucauld, pero deje fuera a Pierre Charron, De la Mothe Le Vayer, Pierre Gassendi, Cyrano de Bergerac y Spinoza, que son a los que dedica el volumen Onfray bajo la consideracón genérica de "libertinos barrocos" caracterizados por: a) una genealogía montaigneana; b) un método de deconstrucción escéptica; c) una ética radicalmente inmanente; d) una creencia religiosa fideísta (p. 29); o sea, los antecesores del siglo de las luces.

Pierre Charron, el de la "voluptuosidad prudente" fue víctima de la estrategia que señala Diógenes Laercio en la Vida de Epicuro, la de calumniar al hombre para no hablar de la obra. En este caso las calumnias y las infamias fueron a cargo del jesuita François Garasse, en Doctrina curiosa de los espíritus refinados.... Amigo de Montaigne, Charron elabora una obra (un gigantesco De la sabiduría) con una teología inmanente, una ontología monista y una metafísica laica. Dios existe pero, como dicen Epicuro y Lucrecio, no es una amenaza para la vida cotidiana (p. 67). De Charron es la idea revolucionaria (atribuida a Pierre Bayle, que fue posterior) de que se puede ser impío, incrédulo y hasta ateo y virtuoso (p. 74)¡Cuánto está costando liberar al ser humano de las garras de los curas!

De La Mothe Le Vayer dice Onfray que es una mezcla de Pirrón y Jesús, que no está mal (p. 83). Mantiene el criterio de la justa medida, la prudencia, la acatalepsia. Su obra El banquete escéptico es un batiburrillo que recuerda los gabinetes de curiosidades tan de moda entonces: allí se trata de la antropofagia, la homofagia, la cropofagia, la zoofilia, la homosexualidad, el incesto, la masturbación, etc bajo criterio relativista y culturalista (p. 94) y como las cosas obedecen a la relatividad de lugar y tiempo, el sentido se encuentra en la suspensión escéptica del juicio, la epojé (p. 109).

La existencia de Saint-Évremond transcurre entre los campos de batalla y los salones mundanos de parís y Londres, en donde pasó la mayor parte de su vida en el exilio. Un típico autor al que los filósofos consideran un literato y los literatos un filósofo y nadie acaba de conocerlo bien. Su obra es fragmentaria y está dispersa por su actitud contraria a la publicación de trabajos definitivos: "aprecio más una hora de vida bien vivida que el interés por una mediocre reputación" (p. 136). Es un escéptico , también partidario de la epojé (p. 140), un epicúreo pero de influencia de los poetas elegíacos latinos (p. 144), fideísta, libertino, cristiano, epicúreo y católico cabal (p. 153). Una mezcla muy matizada.

Pierre Gassendi tiene la curiosa condición de ser un sacerdote prototipo del libertino (p. 156) cuya divisa es nada menos que sapere aude (p. 160). Polemiza con Descartes hasta que éste abandona la controversia; pero Onfray señala por mor de la justicia que mientras que la Iglesia lanza a los jesuitas contra el autor del Discurso del método hasta incluirlo en el Índice, no hará nada parecido con Gassendi quien siempre fue católico y que, a semejanza de Valla, Erasmo o Montaigne, quiere conciliar el materialismo atomista antiguo y el espiritualismo cristiano, la ética hedonista epicúrea y el ideal ascético paulino, Epicuro y Cristo (p. 183). El cristianismo lo echó a perder, como dice Nietzsche que sucedió con Pascal (p. 193).

Cyrano de Bergerac, uno de mis autores preferidos, sí que no es visitante habitual en las historias de la filosofía que seguramente lo encuentran excesivamente fantasioso. Su vida, presidida por el percance de su nariz, es oscura en todo lo demás. No se sabe si era bisexual u homosexual, si padeció sífilis; ni siquiera se sabe si murió por accidente o asesinado. Su obra, tan desigual como su vida, cubre varios campos pero la principal es ese prodigio (indebidamente ignorado) de literatura utópica que se titula El otro mundo o los Estados e Imperios de la Luna y los Estados e Imperios del Sol. Onfray le atribuye la paternidad de lo que acertadamente llama el "panteísmo encantado" (p. 210) que hace un desmontaje de lo religioso a través de lo cómico. Un ejemplo en relación con la cuestión de la resurrección de la carne: la hipótesis de que nos demos un festín caníbal y nos comamos a un mahometano, ¿qué sucede el día de la resurrección de la carne? (p. 222) Cyrano anticipa varios inventos contemporáneos, como la bombilla eléctrica o el magnetófono. En punto a ética sigue el espíritu de Etienne de la Boétie en su Discurso sobre la servidumbre voluntaria, con la conclusión que siempre me ha parecido certera: pensar es vivir en libertad (p. 227).

Finalmente, Onfray dedica certeras páginas al único filósofo no francés en la obra y que sí aparece en las historias ordinarias, si bien en ellas se subrayan otros aspectos de su vida y pensamiento. La vida de Spinoza es epicúrea a lo que curiosamente ayuda el hecho de que viviendo en un país protestante, es maldecido por "hereje" y excluido de la comunidad judía. Su lema (que no se encuentra en la Ética, sino en una carta a Oldenburg) es "ni reír ni llorar sino comprender" (p. 240). La epistemología es la condición previa de la ética hedonista y hay tres formas de conocimiento (en otras partes, el filósofo dirá que son cuatro): el que nos viene de la experiencia ajena en forma de relato de otros, el de la razón discursiva y el intuitivo (pp. 250/251). La fórmula Deus sive natura encierra el panteísmo espinozista, igual que la dialéctica entre natura naturans y natura naturata. El libre albedrío es una ilusión. Si los hombres supiéramos qué es lo que nos mueve, dejaríamos de recurrir a esta fórmula. Dios es la naturaleza igual que el cuerpo es el alma y el alma el cuerpo. Nada de extraño que Spinoza aparezca como materialista, racionalista y ateo. Por lo demás, su evidente republicanismo y su oposición a la monarquía (del Tratado Teológico-Político) lo convierte en un pensador muy actual. Conocida es su doctrina acerca de la diversidad de sentimientos que procede de la combinación de tres de ellos: deseo, alegría y tristeza. El deseo es el apetito acompañado de la conciencia de sí mismo; la alegría, la pasión por la que el espíritu pasa a mayor perfección; y la tristeza a una menor perfección. Para terminar: relación de pasiones tristes: la vergüenza, el odio, el desprecio, el dolor, la melancolía, el horror, la aversión, la burla, la desesperación, el desdén, el miedo, la humildad, la decepción, el acatamiento, la piedad, la aprensión, la indignación, el pudor, la envidia, el estupor, la cólera, la venganza, la censura, la crueldad, el arrepentimiento, el desprecio de uno mismo y los celos (p. 262). ¿Cómo no iban a odiarlo los curas de todas las confesiones?

Onfray resume este siglo diciendo que en él se da el uso metódico y experimental de la razón y la crítica a la religión como obstáculo al ejercicio de la inteligencia (p. 268). No es un siglo ateo, pero sí conduce al ateísmo (p. 270) que, dentro del programa filosófico de Onfray viene a ser como el fin de la emancipación filosófica del ser humano.

Es de esperar que los tomos que faltan (tiene tres más anunciados) sean tan interesantes como estos. No obstante me queda una duda y ella es si cabe en propiedad llamar a esta obra una contrahistoria de la filosofía; no porque no sea contra sino porque no es historia. Claro que siempre se puede argumentar que nadie sabe qué sea la historia de la filosofía y hasta habrá quien diga que la filosofía carece de historia. Pero, al margen de esto, la cuestión es si el magnífico trabajo de desenterramiento de Onfray es una historia o, antes bien, un relato temático de la sucesión de los filósofos. El tema es el hedonismo y de lo que obviamente se trata es de ir descubriendo aquellos pensadores que, por predicarlo y/o practicarlo, quedaron marginados de las historias "ortodoxas". Pero, al ser un relato tematico, es monocorde, se abordan siempre las mismas cuestiones, siglo tras siglo, y no estoy seguro de que quepa llamar historia (contra o no contra) a esto. ¿La prueba? Que también aparecen arrimados a los pensadores directa o indirectamente hedonistas o epicúreos otros que, no siéndolo, tratan temas que puedan ser tangenciales y que, de paso, recuerden las historias tradicionales de la filosofía. Esa es, me parece, la razón por la que, a veces, emergen autores como La Boétie, Bacon, Marsilio o Dante que no son hedonistas ni epicúreos. Más que de una contrahistoria de la filosofía que implicaría, supongo, una lectura alternativa de los filósofos que la han hecho, se trata de investigar una línea complementaria, aunque suprimida u oculta, de la historia tradicional. Ello no resta mérito a la obra; sólo la resitúa.

divendres, 13 de febrer del 2009

Razón y pasión.

Hemos dado un salto al Teatro Español a ver la obra de Jean-Claude Brisville, El encuentro de Descartes con Pascal joven en versión y dirección de Josep-Maria Flotats sobre traducción de Mauro Armiño. Descartes es Flotats y el joven Pascal, Albert Triola. Está teniendo tanto éxito que prolongan las representaciones hasta el 1º de marzo. Con llenos diarios. Una vez más se prueba que no hay crisis del teatro sino crisis de talento en el teatro que no es lo mismo. Cuando hay algo bueno hecho por alguien bueno, los patios se llenan. No tanto como si fuera una final de liga de futbol pero téngase en cuenta que eso ha pasado siempre. El teatro no es cosa de masas, ni siquiera en donde era cosa de masas, como en Grecia. Tuve que sacar palco, traté de parecer una figura de Manet, pero no creo haberlo conseguido.

Está muy bien la idea. Es un bizcocho en la obra de Brisville, que ya había escrito Le souper, otro encuentro en 1815 (el de Descartes/Pascal es de 1647) entre Talleyrand y Fouché. El de estos dos es más de política, de realismo político y hasta trata del asesinato del Duque de Enghien. El de Descartes y Pascal es un diálogo en el Grand siècle de contenido filosófico y teológico, ¿por qué no? Se sabe que el 24 de septiembre de 1647 Descartes y Pascal estuvieron hablando juntos por única vez en su vida; lo que no se sabe es de qué. ¿Por qué no de filosofía y teología? Parece lo más probable.

La obra está estupendamente escenificada con una sobriedad y sencillez muy del siglo XVII y los dos actores, casi sin moverse en toda la representación, sentados a una mesa con dos velas y una frasca de buen vino, hacen una interpretación soberbia, dan vida a dos personajes que, sobre ser personas individuales concretas con sus caracteres, son también dos símbolos, dos principios filosóficos así como teológicos, el racionalismo católico cartesiano en el que la razón impera independiente en su propio campo y el jansenismo pascaliano que no admite que haya campo alguno en donde la razón pueda imperar independientemente de Dios.

El diálogo es una refinada filigrana en la que el hombre maduro y el joven abordan diferentes asuntos prácticos y teóricos: lo que les gusta y disgusta, cómo ven el tiempo, cuestiones de ética, los fines de la vida, qué nos sea dado esperar, qué hemos de hacer con la ciencia, a qué aspiramos en la vida, a qué renunciamos, cómo nos vemos a nosotros mismos, cuánto queremos saber, a qué nos atrevemos, etc, etc. Y el intercambio que también es como una esgrima de conceptos, de brillanteces, de sobreentendidos y malentendidos con explicaciones, tiene altos y bajos, momentos en que Descartes pasa al ataque y Pascal se defiende y momentos (los más frecuentes porque es el más joven y fogoso) en que Pascal ataca y el autor del Discurso del método se defiende. Descartes cree que la razón está en situación de explicar por entero el mundo de modo exacto, a través de conceptos matemáticos sin necesidad de la hipótesis de Dios que, de todos modos habla con números. Pero ahí está y el hecho de que sea él precisamente lo único que la razón no puede explicar no afecta al de que ésta sí puede explicar toda su obra. Dios se mantiene pero, como el de Epicuro, se hace a un lado y no se ocupa de los asuntos humanos.

Para Pascal esto es insatisfactorio puesto que si la razón es insuficiente para explicar a Dios, debemos olvidarnos de la razón, como Descartes de Dios, y preguntar a éste cómo podemos llegar a entenderlo, a explicárnoslo, a identificarnos con él. Es a Dios a quien hay que comprender porque, comprendido él, estará comprendida su obra que sólo tiene sentido a través de él y más concretamente, de Jesucristo.

Descartes no entiende que un hombre que ha llegado tan alto en el conocimiento matemático lo abandone por algo que es imposible, mientras que Pascal no entiende que Descartes no entienda que lo que él ambiciona no es el conocimiento del mundo, que está muerto sino el de Dios porque eso es conocer el sentido de la vida humana. No podían entenderse y el encuentro tenía que quedar en tablas.

Hay un momento muy significativo de lo que llamaríamos razón práctica o política de razón práctica en que Pascal pide a Descartes que estampe su firma junta a la suya (de Pascal) en un manifiesto de abajofirmantes en defensa de Antoine Arnauld, el jansenista perseguido por los jesuitas que trataban de que la Sorbona condenara sus obras, sobre todo, claro es, las contrarias a la Compañía de Jesús. Descartes, antiguo alumno de los jesuitas, se niega a hacerlo con razones nada convincentes aunque me equivoco mucho o tampoco suenan convincentes las razones esgrimidas por Pascal por las que se debiera firmar el manifiesto. De hecho el propio Pascal se pasó luego los siguientes veinte años escribiendo Les provinciales en defensa del jansenismo y atacando a los jesuitas.

La tensión dialéctica es alta y se mantiene la atención del público toda la obra. En fin que es muy interesante ver lo que Brisville piensa que se hubieran dicho Descartes y Pascal.

dilluns, 9 de febrer del 2009

El ingenio filosófico.

¿Qué es un bufón? En el sentido más tradicional del término un gracioso que hacía reír a los reyes ya sólo con su contrahecha apariencia física pero, sobre todo, con su ingenio que muchas veces rayaba en la insolencia. Un bufón es el que puede decir las verdades más incómodas a los poderosos amparado en la inmunidad de que va revestida su situación. Eso es algo que, según ha descubierto González Calero (La sonrisa de Voltaire. Más filosofía para bufones Ariel, Madrid, 2008, con ilustraciones de Anthony Garner, 175 págs) pueden hacer también los filósofos y con mayor competencia pues no en balde tienen más profundo saber. Así que éste es el segundo libro que el autor dedica a presentar la filosofía en esta, por así decirlo, bufonesca forma, como un torrente de chispas e impertinencias muy ingeniosas.

Como viene pasando con los últimos libros de filosofía que se han reseñado en Palinuro, La sonrisa de Voltaire tampoco es una historia de la filosofía sino una especie de antología de ocurrencias, frases, anécdotas simpáticas, respuestas perspicaces; algo así como la vieja recopilación a cargo de Bertoldo, Bertoldino y Cacaseno, pero atribuida a los filósofos en las más diversas circunstancias a lo largo de los tiempos y ordenadas, sí, en sentido cronológico. El autor las agrupa en cuatro grandes órdenes: la filosofía antigua, la oriental, la cristiana, la moderna y la contemporánea. El jardín es muy variado y hay muestras de gran diversidad. Unas son más conocidas (algunas son célebres) que otras pero de casi todas ellas pueden extraerse enseñanzas provechosas.

Se entiende por lo demás que es casi imposible reseñar una antología como no sea proporcionando a su vez una muestra de lo que el reseñante, Palinuro en este caso, considera más digno de guardar en la memoria.

Así por ejemplo, es oportuno el conocidísimo apotegma de Gorgias: "Nada existe; si algo existiera no podría ser conocido; y si pudiera ser conocido no podría ser comunicado" (p. 14), el origen mismo de aquella obra radical del español Francisco Sánchez, Que nada se sabe.

En otro punto ilumina la doctrina platónica del conocimiento como reminiscencia con una leyenda hasídica según la cual los niños vienen al mundo sabiéndolo todo pero, en el momento de nacer, un ángel los invita a guardar silencio. (p. 23).

Muy en la línea de Onfray Calero defiende a Lucrecio, objeto de la maledicencia y el desprestigio de San Jerónimo, quien fabuló la leyenda de que el romano epicúreo había tomado un bebedizo que lo hizo enloquecer de amor hasta la muerte (p. 42).

Del capítulo de la filosofía oriental me quedo con la idea confuciana de que las normas de conducta que rigen en el seno de la familia han de tomarse como modelo para el ámbito de la convivencia social y política (p. 53) porque demuestra que la humanidad comparte dos o tres ideas fundamentales en todo tiempo y lugar. Está de la traslación de la familia al orden político o, si se quiere, de la fundación del orden político en el familiar es tópica en Occidente como se puede ver, entre muchos otros ejemplos, en la obra de Sir Robert Filmer (el punching ball de Locke) y la Ciudad antigua de Fustel de Coulanges.

Del capítulo de la filosofía cristiana, resalto la convicción de Tertuliano de que la filosofía es la cuna de la herejía, lo que es una verdad como un templo o, por lo menos, como una hoguera para quemar filósofos.

Igualmente de reseñar la idea gnóstica de que el mundo es la obra de un dios maligno, cosa que siempre me ha parecido una idea sorprendente y, según cuándo y dónde, francamente peligrosa pero que no se me alcanza qué resuelve. Un dios maligno no deja de ser un dios y en Oriente cuentan con varios de esos.

Tiene mucha gracia la crítica de Roger Bacon a los grandes escolásticos, San Alberto Magno y Santo Tomás, de los que decía que querían enseñar "antes de haber aprendido" (p. 72). No sé, por lo demás, si esa no es una idea que tienen todos los profesores a poco pundonorosos que sean. Y en todo caso está claro que este primer Bacon hizo bien en andarse con tiento.

Según parece, atraído por la fama del místico y filósofo Jakob Böhme, Carlos I de Inglaterra envió a un sabio de su corte a conocerlo a Görliz y dice Heine con su habitual elegancia que si bien Carlos I perdió la cabeza en Whitehall, su sabio sólo perdió el entendimiento en Görliz (p.78).

Muy curioso el anagrama de Renatus Cartesius que publicó Chauvin en 1692: Tu scis res naturae; sorprendente el malévolo de Leibniz: Cartesius = Sectarius (p. 84).

Hablando de cómo Kant había despertado de su "sueño dogmático" al leer a Hume pero viendo que siguió postulando la existencia de Dios y la inmortalidad del alma, Bertrand Russell decía que debió de tomar otro somnífero (p. 110).

Schopenhauer pensaba que la filosofía de Hegel no es más que una sarta de disparates propia de un chiflado. Hay muchos positivistas que piensan lo mismo hoy día. Pero Schopenhauer no tiene razón del todo cuando dice que quien sostiene que "el ser es la nada" debiera estar en un manicomio (p. 124) pues eso sólo es admisible si hacemos al manicomio coincidente con el ser. Y por supuesto que éste es la nada como puede probarse hoy perfectamente preguntando en dónde esté Schopenhauer.

Por último es un consuelo la opinión de Nietzsche de que "hay pensadores que necesitan que nadie los refute. Ellos mismos, sin darse cuenta, se encargan de hacerlo" (p. 136). A poco que hayan vivido y escrito, casi todos.

divendres, 6 de febrer del 2009

Muertes filosóficas.

Si hace unos días Palinuro reseñaba un curioso libro que contaba la historia de la filosofía a base de chistes éste no le va en zaga en cuanto a originalidad, si bien no solamente no es tan divertido sino que, por el contrario, tiene aspectos estremecedores. La obra de Simon Critchley (El libro de los filósofos muertos, Taurus, Madrid, 2008, 362 págs.) es, como dice el autor, "una historia de los filósofos más que una historia de la filosofía. Es una historia sobre cómo afrontaron sus últimos momentos una larga serie de criaturas morales, materiales y limitadas, y si lo hicieron con dignidad o con delirio, con nobleza o con sudores fríos." (p. 42) Porque, en definitiva y después de una breve disquisición sobre el inevitable ejemplo de la muerte de Sócrates, el autor repite una idea que cualquier aficionado a la filosofía ha encontrado aquí y allá, esto es, que ser filósofo "es aprender a morir: es empezar a cultivar la actitud adecuada frente a la muerte." (p. 27).

¿La actitud adecuada frente a la muerte? Y ¿cuál es ésta? ¿La resignada, la alegre, la rabiosa, la melancólica, la negativa, la...? ¿Acaso no hemos quedado en que los filósofos pueden haber muerto con dignidad o con delirio, etc? Ciertamente este asunto apunta a la principal insuficiencia de la obra y la que, además, la hace de muy difícil comentario. En efecto, se trata de una historia y de una historia bastante completa. Se habla de unos ciento noventa filósofos, de primera, de segunda y hasta de tercera fila y, en sí mismas, las historias son difíciles de reseñar ya que lo único que cabe decir es si el relato hace justicia a los hechos, si están escogidos y resaltados los más importantes y si no hay lagunas u olvidos que, desde luego, no los hay.

Se da una segunda dificultad, ésta más difícil de salvar: que al tratarse de una historia no hay ni puede haber un tratamiento homogéneo y sistemático del objeto. No es cierto que el libro verse sobre "como afrontaron sus últimos momentos, etc". Eso es así en unos casos (los menos) y no lo es en otros. A veces se narra cómo murió tal o cual filósofo (o filósofa, que uno de los méritos de la obra es dar voz a las pocas mujeres que han descollado en la historia de la filosofía), a veces se examinan sus ideas sobre la muerte y factores concomitantes como la eternidad o no del alma, la resurrección en diversas formas, etc. Y otras veces no se hace ninguna de las dos cosas sino que se dibuja un sucinto tratamiento de la doctrina de algún filósofo concreto.

Siendo esto así la reseña tiene que seguir un ritmo sin ritmo similar, de forma que se limitará a ser una especie de antología de algunos, muy pocos, de los casos que por algún motivo, parezcan dignos de atención o, cuando menos, se lo parezcan a Palinuro.

De Epiménides el cretense cuenta Diógenes Laercio que, habiéndolo enviado su padre a cuidar un rebaño, se quedó cincuenta y siete años dormido en una cueva y, al despertarse y volver a la ciudad ya puede imaginarse la situación de anacronismo que se produjo. La historia, que tiene muchos antecedentes literarios en China, la India, etc es la misma que el famoso cuento de Washington irving, Rip van Winkle. También Diógenes Laercio aporta una tercera versión a la historia de la muerte de Heráclito, que falleció cubierto con boñigas de vaca (p. 57).

Sostiene Critchley, en consonancia con Onfray, que Epicuro es el filósofo mas importante de la antigüedad porque combina una visión científica con una actitud ética. No hace falta recordar cuál es su celebérrima posición ante la muerte, a la que, por cierto, se ajustó la suya (p. 94).

De Séneca, cuya muerte es también de conocimiento general, recoge la idea, nada desdeñable y de la que se hará eco Goethe muchos siglos después, de que la única inmortalidad que nos da la filosofía es permitirnos habitar en el presente, sin preocuparnos por el futuro.(p. 117)

El capítulo feminista trae aquí a la famosa filósofa Hipatia, la sucesora de Plotino al frente de la escuela platónica, con una reflexión de extraordinaria fuerza pero que, al mismo tiempo, predeterminaba su espantoso fin: "Enseñar la superstición como si fuera verdad es la cosa más horrible." (p. 127) Tenía que acabar muerta a manos de las turbas cristianas, fanáticas defensoras de la superstición hasta el día de hoy, que la desollaron con trozos de macetas, trocearon su cuerpo y lo cremaron.

Francis Bacon, por quien siempre he sentido una simpatía mezclada con cierta prevención, murió víctima de su espíritu empírico, por empeñarse en demostrar que la carne podía conservarse en hielo igual que en sal, para lo cual compró una gallina en Highgate y la rellenó de nieve pero, en el ínterin, se resfrió y falleció de las complicaciones posteriores (p. 185).

El autor recala en un filósofo italiano de segundo orden, el conde Alberto Radicati de Passerano (1698-1737) que, en su obra principal, Una disertación filosófica sobre la muerte aborda la cuestión del suicidio que ya había tratado Montesquieu en Las cartas persas y desarrollaría Hume posteriormente. Radicati piensa que el suicidio es un derecho porque los individuos son libres de elegir su propia muerte (p. 222). Su examen saca mucho partido de un opúsculo anónimo publicado en los años de 1690 con el título de Traité des trois imposteurs en el que los tres impostores son Moisés, Jesucristo y Mahoma. No sé si hoy podría publicarse tranquilamente que Mahoma era un impostor sin mayores consecuencias.

Como se decía, Hume piensa que no debiera penarse el suicidio por cuanto es una respuesta razonable a un dolor intolerable (p. 228) No tengo duda alguna de que el cardenal Tarcisio Bertone, un ilustrado jefe de las turbas cristianas mencionadas más arriba, no coincide con el filósofo escocés.

En parcial sintonía con Séneca, como se decía antes, Goethe creía imposible que un ser pensante piense en su propia no existencia, en la terminación de su pensamiento y su vida y esta imposibilidad era la base de la inmortalidad personal (p. 244). Creo recordar que una de las más provocativas obras de Damien Hirst, la de un tiburón en formol, se titula algo así como "La imposibilidad de que los vivos puedan comprender la idea de la muerte". Pero tanto en el caso de Goethe como en el de Hirst, más que de filósofos se trata de artistas.

En Schopenauer la vida no es otra cosa que la expiación del delito de haber nacido (p. 253), una idea con ecos calderonianos y que recorre como un rayo toda la especulación filosófica y la creación poética del mundo.

Es muy interesante el tratamiento del tema en el contexto de la filosofía contemporánea, pero sería prolijo exponerlo. Se cierra la reseña demostrando que si la filosofía no se cuestionara siempre y de raíz a sí misma dejaría de ser filosofía. Al efecto es aleccionador seguir a Derrida cuando rechaza la visión ciceroniana de que filosofar sea "aprender a morir", sustituyéndola por la propuesta, muy sugestiva, de que filosofar sea "aprender a vivir." (p. 334) Y, en definitiva, como muchos filósofos han dicho, ¿no es la muerte parte de la vida?

dilluns, 2 de febrer del 2009

Filosofía risible.

Este curioso libro de Cathcart y Klein (Platón y un ornitorrinco entran en un bar... La filosofía explicada con humor, Planeta, Barcelona, 2008, 220 págs.) parte de una idea sencilla, audaz y muy cierta: la de que los chistes y la filosofía están hechos de la misma materia, que ambos juegan con la mente de la misma forma y que los dos ponen de relieve verdades que a veces son incómodas sobre la vida y otras cuestiones de no menos enjundia. La idea es que cabe explicar los conceptos filosóficos a través de los chistes y que estos están cargados de un fascinante contenido filosófico (p. 12). Por supuesto, depende de la calidad del chiste; pero lo mismo puede decirse de las filosofías, que depende de su calidad. Un buen chiste -y este libro trae muchos- es normalmente una revelación; como una buena filosofía.

La compleja estructura del chiste ya había quedado clara en la interesante obra de Freud, El chiste y su relación con el inconsciente y Bergson, en su célebre ensayo sobre la risa había aportado una visión filosófica a este aspecto de lo cómico, lo risible, lo chistoso, normalmente abandonado en el terreno de las graves preocupaciones del intelecto. Pero hasta ahora nadie, que yo sepa, había llevado la audacia a exponer -en tono liviano, por supuesto- la historia de la filosofía a través de chistes y, aunque reputo la idea muy buena, no creo que tenga muchos partidarios entre filósofos y gentes con escaso sentido del humor. Los propios autores, resignados, ya reconocen en el capítulo de agradecimientos que: "No conocemos a nadie, aparte de nosotros mismos, que esté dispuesto a responsabilizarse de la idea de este libro..." (p. 219). Pero la gente lo lee con gusto. Véase si no: cuatro ediciones (imagino que quiere decir impresiones) en un año.

El caso es que, efectivamente, es posible repasar un poco a grandes rasgos y vuelapluma la historia de la filosofía, concebida como la sucesión de los temas más conocidos que han preocupado siempre a los filósofos (el telos, la ética, la epistemología, la lógica, el libre albedrío, la muerte, la razón, la política, etc) y hacerlo a través de los "filochistes", como los llaman los autores. La verdad es que casi todos son buenos y, en definitiva, el libro viene a ser como una antología de chistes que tienen interpretación filosófica. Por cierto, como los autores son judíos, hay una gran cantidad de chistes de judíos. Hablando de la virtud platónica, que es la sabiduría:

"En un encuentro que se está celebrando en la universidad, se aparece de pronto un ángel y le dice al jefe del departamento de filosofía:

- Te concedo uno de estos tres dones: sabiduría, belleza o diez millones de dólares.

Inmediatamente el profesor opta por la sabiduría.

Envuelto en un halo de luz, el profesor aparece transformado. Pero sigue ahí sentado, contemplando la mesa y uno de sus colegas le susurra:

- Di algo.

El profesor responde:

- Debería haber pedido el dinero." (p. 92)

Hablando de la existencia, la muerte y Heidegger:

PINTOR: ¿Qué tal van mis ventas?

PROPIETARIO DE LA GALERÍA: Bueno, pues tengo buenas y malas noticias. Vino un hombre y me preguntó si eras un pintor que se revalorizaría al morir. Cuando le dije que pensaba que sí compró todo lo que tenía tuyo en la galería.

PINTOR: ¡Vaya! ¡Es maravilloso! ¿Y las malas noticias?

PROPIETARIO: El comprador era tu médico." (p. 137).