divendres, 6 de febrer del 2009

Muertes filosóficas.

Si hace unos días Palinuro reseñaba un curioso libro que contaba la historia de la filosofía a base de chistes éste no le va en zaga en cuanto a originalidad, si bien no solamente no es tan divertido sino que, por el contrario, tiene aspectos estremecedores. La obra de Simon Critchley (El libro de los filósofos muertos, Taurus, Madrid, 2008, 362 págs.) es, como dice el autor, "una historia de los filósofos más que una historia de la filosofía. Es una historia sobre cómo afrontaron sus últimos momentos una larga serie de criaturas morales, materiales y limitadas, y si lo hicieron con dignidad o con delirio, con nobleza o con sudores fríos." (p. 42) Porque, en definitiva y después de una breve disquisición sobre el inevitable ejemplo de la muerte de Sócrates, el autor repite una idea que cualquier aficionado a la filosofía ha encontrado aquí y allá, esto es, que ser filósofo "es aprender a morir: es empezar a cultivar la actitud adecuada frente a la muerte." (p. 27).

¿La actitud adecuada frente a la muerte? Y ¿cuál es ésta? ¿La resignada, la alegre, la rabiosa, la melancólica, la negativa, la...? ¿Acaso no hemos quedado en que los filósofos pueden haber muerto con dignidad o con delirio, etc? Ciertamente este asunto apunta a la principal insuficiencia de la obra y la que, además, la hace de muy difícil comentario. En efecto, se trata de una historia y de una historia bastante completa. Se habla de unos ciento noventa filósofos, de primera, de segunda y hasta de tercera fila y, en sí mismas, las historias son difíciles de reseñar ya que lo único que cabe decir es si el relato hace justicia a los hechos, si están escogidos y resaltados los más importantes y si no hay lagunas u olvidos que, desde luego, no los hay.

Se da una segunda dificultad, ésta más difícil de salvar: que al tratarse de una historia no hay ni puede haber un tratamiento homogéneo y sistemático del objeto. No es cierto que el libro verse sobre "como afrontaron sus últimos momentos, etc". Eso es así en unos casos (los menos) y no lo es en otros. A veces se narra cómo murió tal o cual filósofo (o filósofa, que uno de los méritos de la obra es dar voz a las pocas mujeres que han descollado en la historia de la filosofía), a veces se examinan sus ideas sobre la muerte y factores concomitantes como la eternidad o no del alma, la resurrección en diversas formas, etc. Y otras veces no se hace ninguna de las dos cosas sino que se dibuja un sucinto tratamiento de la doctrina de algún filósofo concreto.

Siendo esto así la reseña tiene que seguir un ritmo sin ritmo similar, de forma que se limitará a ser una especie de antología de algunos, muy pocos, de los casos que por algún motivo, parezcan dignos de atención o, cuando menos, se lo parezcan a Palinuro.

De Epiménides el cretense cuenta Diógenes Laercio que, habiéndolo enviado su padre a cuidar un rebaño, se quedó cincuenta y siete años dormido en una cueva y, al despertarse y volver a la ciudad ya puede imaginarse la situación de anacronismo que se produjo. La historia, que tiene muchos antecedentes literarios en China, la India, etc es la misma que el famoso cuento de Washington irving, Rip van Winkle. También Diógenes Laercio aporta una tercera versión a la historia de la muerte de Heráclito, que falleció cubierto con boñigas de vaca (p. 57).

Sostiene Critchley, en consonancia con Onfray, que Epicuro es el filósofo mas importante de la antigüedad porque combina una visión científica con una actitud ética. No hace falta recordar cuál es su celebérrima posición ante la muerte, a la que, por cierto, se ajustó la suya (p. 94).

De Séneca, cuya muerte es también de conocimiento general, recoge la idea, nada desdeñable y de la que se hará eco Goethe muchos siglos después, de que la única inmortalidad que nos da la filosofía es permitirnos habitar en el presente, sin preocuparnos por el futuro.(p. 117)

El capítulo feminista trae aquí a la famosa filósofa Hipatia, la sucesora de Plotino al frente de la escuela platónica, con una reflexión de extraordinaria fuerza pero que, al mismo tiempo, predeterminaba su espantoso fin: "Enseñar la superstición como si fuera verdad es la cosa más horrible." (p. 127) Tenía que acabar muerta a manos de las turbas cristianas, fanáticas defensoras de la superstición hasta el día de hoy, que la desollaron con trozos de macetas, trocearon su cuerpo y lo cremaron.

Francis Bacon, por quien siempre he sentido una simpatía mezclada con cierta prevención, murió víctima de su espíritu empírico, por empeñarse en demostrar que la carne podía conservarse en hielo igual que en sal, para lo cual compró una gallina en Highgate y la rellenó de nieve pero, en el ínterin, se resfrió y falleció de las complicaciones posteriores (p. 185).

El autor recala en un filósofo italiano de segundo orden, el conde Alberto Radicati de Passerano (1698-1737) que, en su obra principal, Una disertación filosófica sobre la muerte aborda la cuestión del suicidio que ya había tratado Montesquieu en Las cartas persas y desarrollaría Hume posteriormente. Radicati piensa que el suicidio es un derecho porque los individuos son libres de elegir su propia muerte (p. 222). Su examen saca mucho partido de un opúsculo anónimo publicado en los años de 1690 con el título de Traité des trois imposteurs en el que los tres impostores son Moisés, Jesucristo y Mahoma. No sé si hoy podría publicarse tranquilamente que Mahoma era un impostor sin mayores consecuencias.

Como se decía, Hume piensa que no debiera penarse el suicidio por cuanto es una respuesta razonable a un dolor intolerable (p. 228) No tengo duda alguna de que el cardenal Tarcisio Bertone, un ilustrado jefe de las turbas cristianas mencionadas más arriba, no coincide con el filósofo escocés.

En parcial sintonía con Séneca, como se decía antes, Goethe creía imposible que un ser pensante piense en su propia no existencia, en la terminación de su pensamiento y su vida y esta imposibilidad era la base de la inmortalidad personal (p. 244). Creo recordar que una de las más provocativas obras de Damien Hirst, la de un tiburón en formol, se titula algo así como "La imposibilidad de que los vivos puedan comprender la idea de la muerte". Pero tanto en el caso de Goethe como en el de Hirst, más que de filósofos se trata de artistas.

En Schopenauer la vida no es otra cosa que la expiación del delito de haber nacido (p. 253), una idea con ecos calderonianos y que recorre como un rayo toda la especulación filosófica y la creación poética del mundo.

Es muy interesante el tratamiento del tema en el contexto de la filosofía contemporánea, pero sería prolijo exponerlo. Se cierra la reseña demostrando que si la filosofía no se cuestionara siempre y de raíz a sí misma dejaría de ser filosofía. Al efecto es aleccionador seguir a Derrida cuando rechaza la visión ciceroniana de que filosofar sea "aprender a morir", sustituyéndola por la propuesta, muy sugestiva, de que filosofar sea "aprender a vivir." (p. 334) Y, en definitiva, como muchos filósofos han dicho, ¿no es la muerte parte de la vida?