Con este tercer volumen (Los libertinos barrocos. Contrahistoria de la filosofía III, Anagrama, Barcelona, 2009, 312 págs.) continúa Onfray su proyecto de escribir una historia alternativa de la filosofía; alternativa a las historias consagradas, académicas, al uso de las sucesivas generaciones, que le parecen falseadas y sesgadas y cuyos dos primeros volúmenes fueron Las sabidurías de la antigüedad, Anagrama, Barcelona, 2007, 330 págs. y El cristianismo hedonista, Anagrama, Barcelona, 2007, 339 págs.
Para Onfray la escritura de la historia de la filosofía ha sido siempre platónica, lo cual es obvio. Basta recordar el famoso dicho de Whitehead de que la historia de la filosofía no es más que una serie de glosas a los diálogos de Platón. La cuestión consiste en enfrentarse a la filosofía idealista en su triple fórmula platónica, cristiana y alemana contraponiendo la historia de una filosofía hedonista (que él, Onfray, defiende), materialista, atea, existencialista, pragmática y corporal. Merced al triunfo de Platón y sus herederos, los estoicos y los cristianos, se ha impuesto la lógica del odio al mundo terrenal, la aversión a las pasiones, y al cuerpo, todo sacrificado a las pulsiones de la muerte. Pues bien, de lo que se trata es de dibujar otra historia de la filosofía, la del pensamiento contrario al anterior, silenciado, vencido, muchas veces perseguido y eliminado en las hogueras de la inquisición.
En el primer volumen (Las sabidurías de la antigüedad) Onfray atribuía el comienzo de esta otra corriente al materialismo abderita y, en concreto, a la obra de Leucipo y, sobre todo, del gran Demócrito al que las historias al uso consideran "presocrático" cuando es un estricto contemporáneo de Sócrates y de quien corrimos el riesgo de no saber nada si se hubiera cumplido el deseo que , según cuenta Aristoxeno en sus Memorias históricas, abrigaba Platón de quemar todas sus obras; un Platón que no se digna mencionar a Demócrito ni una sola vez en las dos mil páginas de sus diálogos (p.59). De Demócrito resalta Onfray en especial su teoría relativista del conocimiento, su ateísmo (un tema especialmente querido para el autor) y la dietética de los deseos (p. 70).
Este primer volumen repasaba asimismo brevemente las obras de Hiparco, Anaxarco, Antifón (predecesor del psicoanálisis y teórico del hedonismo libertario y el principio de igualdad de los seres humanos) (p. 102), Aristipo de Cirene, los cínicos (Diógenes, Filebo, Eudoxio, Pródico), y el epicureísmo grecolatino.
Dentro de éste especial atención, claro, a Epicuro, cuya doctrina puede resumirse en cuatro puntos: 1) no hay nada que temer de los dioses; 2) ni de la muerte; 3) se puede soportar el dolor; 4) y lograr la felicidad (p. 183). La ataraxia epicúrea es similar a la felicidad ascética con la diferencia del rechazo del dolor (199). Define Onfray el jardín de Epicuro como la anti-república de Platón (p. 211). El paso a Roma, en el llamado epicureísmo de Campania, se hace de la mano de Filodemo de Gadara quien complementa a Epicuro añadiendo a su doctrina una estética y una política hedonistas (240).
Otro punto fuerte de la contrahistoria en Roma es el De rerum natura de Lucrecio, caracterizado por su materialismo radical, su odio a la religión y los sacerdotes y la deconstrucción de los mundos del más allá, todo lo cual fue causa de que San Jerónimo se dedicara a calumniarlo y a tratar de ocultarlo (p. 246). De Lucrecio es la idea de que las religiones nacen de la incultura de la gente lo que, entre otras cosas, explica por qué el poeta se ganó el odio de las masas, los sacerdotes y los príncipes (p. 253).
El segundo volumen, El cristianismo hedonista, daba cuenta asimismo de una larga serie de pensadores normalmente ausentes en las historias ad usum y trataba otros que sí aparecen de forma original. Empezaba reflexionando sobre los gnósticos que no son cristianos, como dice Renan, sino filósofos que caminan por el mismo sendero que Jesús pero con resultados metafísicos contrarios (p. 44), entre ellos Simón "el mago", Basílides, Valentín, Carpócrates, Cerinto, Marcos y Nicolás.
No todo en la Edad Media es oscuridad: Boecio sostiene que la filosofía puede valerse por sí misma, sin necesidad de la teología, Roger Bacon propone una ciencia experimental y Dante y Marsilio de Padua separan lo espiritual de lo temporal (p. 79). La corriente llamada del espíritu libre, relacionada con el milenarismo de Joachim de Fiore recoge casos como el panteísmo de Amaury de Bene o el de Heilwige de Bratislava y las beguinas libertinas (p. 109), entre otros casos, muchos de ellos víctimas de la intransigencia eclesiástica.
El territorio humanista es especialmente rico en hedonistas, que tampoco suelen aparecer en las historias ordinarias. El primero en proponer un cristianismo epicúreo (fórmula a la que se acogerán los otros) fue Lorenzo Valla con variantes como un cristianismo hedonista (p. 150). Tras los pasos de Valla, Marsilio Ficino y Erasmo de Rotterdam, otro cristiano epicúreo.
Casi la tercera parte de este segundo volumen estaba consagrada a los Ensayos de Montaigne y al propio Montaigne, con respeto a la tradición que ve en él un pensador en tres etapas: estoico, escéptico y epicúreo (p. 212), si bien Onfray matiza que el escepticismo del señor de Montaigne no es el de Sexto Empírico sino el de Sócrates (p. 215). Como es bien sabido, los Ensayos son un pozo de todo. Subrayo que Onfray atribuye al autor el descubrimiento del inconsciente y el ser predecesor de Freud (p. 246) y algo más allá y sin que sea necesario decir a quién precede, la idea de que el hombre es un ser para la muerte y la conciencia de no ser sino para la muerte (p. 247).
Lo anterior era necesario como prolegómenos a este tercer volumen de Los libertinos barrocos que versa sobre los autores del Grand siècle francés. Quizá sea esa la mayor crítica que quepa hacer a esta contrahistoria de la filosofía: que es casi exclusivamente francesa. Se queja de que la historiografía, dominada por Le siècle de Louis XIV, de Voltaire, reseñe la obra de Descartes, Corneille, Racine, Pascal, Bossuet, Boileau, Mme. de Sévigné, Molière, La Bruyère y La Rochefoucauld, pero deje fuera a Pierre Charron, De la Mothe Le Vayer, Pierre Gassendi, Cyrano de Bergerac y Spinoza, que son a los que dedica el volumen Onfray bajo la consideracón genérica de "libertinos barrocos" caracterizados por: a) una genealogía montaigneana; b) un método de deconstrucción escéptica; c) una ética radicalmente inmanente; d) una creencia religiosa fideísta (p. 29); o sea, los antecesores del siglo de las luces.
Pierre Charron, el de la "voluptuosidad prudente" fue víctima de la estrategia que señala Diógenes Laercio en la Vida de Epicuro, la de calumniar al hombre para no hablar de la obra. En este caso las calumnias y las infamias fueron a cargo del jesuita François Garasse, en Doctrina curiosa de los espíritus refinados.... Amigo de Montaigne, Charron elabora una obra (un gigantesco De la sabiduría) con una teología inmanente, una ontología monista y una metafísica laica. Dios existe pero, como dicen Epicuro y Lucrecio, no es una amenaza para la vida cotidiana (p. 67). De Charron es la idea revolucionaria (atribuida a Pierre Bayle, que fue posterior) de que se puede ser impío, incrédulo y hasta ateo y virtuoso (p. 74)¡Cuánto está costando liberar al ser humano de las garras de los curas!
De La Mothe Le Vayer dice Onfray que es una mezcla de Pirrón y Jesús, que no está mal (p. 83). Mantiene el criterio de la justa medida, la prudencia, la acatalepsia. Su obra El banquete escéptico es un batiburrillo que recuerda los gabinetes de curiosidades tan de moda entonces: allí se trata de la antropofagia, la homofagia, la cropofagia, la zoofilia, la homosexualidad, el incesto, la masturbación, etc bajo criterio relativista y culturalista (p. 94) y como las cosas obedecen a la relatividad de lugar y tiempo, el sentido se encuentra en la suspensión escéptica del juicio, la epojé (p. 109).
La existencia de Saint-Évremond transcurre entre los campos de batalla y los salones mundanos de parís y Londres, en donde pasó la mayor parte de su vida en el exilio. Un típico autor al que los filósofos consideran un literato y los literatos un filósofo y nadie acaba de conocerlo bien. Su obra es fragmentaria y está dispersa por su actitud contraria a la publicación de trabajos definitivos: "aprecio más una hora de vida bien vivida que el interés por una mediocre reputación" (p. 136). Es un escéptico , también partidario de la epojé (p. 140), un epicúreo pero de influencia de los poetas elegíacos latinos (p. 144), fideísta, libertino, cristiano, epicúreo y católico cabal (p. 153). Una mezcla muy matizada.
Pierre Gassendi tiene la curiosa condición de ser un sacerdote prototipo del libertino (p. 156) cuya divisa es nada menos que sapere aude (p. 160). Polemiza con Descartes hasta que éste abandona la controversia; pero Onfray señala por mor de la justicia que mientras que la Iglesia lanza a los jesuitas contra el autor del Discurso del método hasta incluirlo en el Índice, no hará nada parecido con Gassendi quien siempre fue católico y que, a semejanza de Valla, Erasmo o Montaigne, quiere conciliar el materialismo atomista antiguo y el espiritualismo cristiano, la ética hedonista epicúrea y el ideal ascético paulino, Epicuro y Cristo (p. 183). El cristianismo lo echó a perder, como dice Nietzsche que sucedió con Pascal (p. 193).
Cyrano de Bergerac, uno de mis autores preferidos, sí que no es visitante habitual en las historias de la filosofía que seguramente lo encuentran excesivamente fantasioso. Su vida, presidida por el percance de su nariz, es oscura en todo lo demás. No se sabe si era bisexual u homosexual, si padeció sífilis; ni siquiera se sabe si murió por accidente o asesinado. Su obra, tan desigual como su vida, cubre varios campos pero la principal es ese prodigio (indebidamente ignorado) de literatura utópica que se titula El otro mundo o los Estados e Imperios de la Luna y los Estados e Imperios del Sol. Onfray le atribuye la paternidad de lo que acertadamente llama el "panteísmo encantado" (p. 210) que hace un desmontaje de lo religioso a través de lo cómico. Un ejemplo en relación con la cuestión de la resurrección de la carne: la hipótesis de que nos demos un festín caníbal y nos comamos a un mahometano, ¿qué sucede el día de la resurrección de la carne? (p. 222) Cyrano anticipa varios inventos contemporáneos, como la bombilla eléctrica o el magnetófono. En punto a ética sigue el espíritu de Etienne de la Boétie en su Discurso sobre la servidumbre voluntaria, con la conclusión que siempre me ha parecido certera: pensar es vivir en libertad (p. 227).
Finalmente, Onfray dedica certeras páginas al único filósofo no francés en la obra y que sí aparece en las historias ordinarias, si bien en ellas se subrayan otros aspectos de su vida y pensamiento. La vida de Spinoza es epicúrea a lo que curiosamente ayuda el hecho de que viviendo en un país protestante, es maldecido por "hereje" y excluido de la comunidad judía. Su lema (que no se encuentra en la Ética, sino en una carta a Oldenburg) es "ni reír ni llorar sino comprender" (p. 240). La epistemología es la condición previa de la ética hedonista y hay tres formas de conocimiento (en otras partes, el filósofo dirá que son cuatro): el que nos viene de la experiencia ajena en forma de relato de otros, el de la razón discursiva y el intuitivo (pp. 250/251). La fórmula Deus sive natura encierra el panteísmo espinozista, igual que la dialéctica entre natura naturans y natura naturata. El libre albedrío es una ilusión. Si los hombres supiéramos qué es lo que nos mueve, dejaríamos de recurrir a esta fórmula. Dios es la naturaleza igual que el cuerpo es el alma y el alma el cuerpo. Nada de extraño que Spinoza aparezca como materialista, racionalista y ateo. Por lo demás, su evidente republicanismo y su oposición a la monarquía (del Tratado Teológico-Político) lo convierte en un pensador muy actual. Conocida es su doctrina acerca de la diversidad de sentimientos que procede de la combinación de tres de ellos: deseo, alegría y tristeza. El deseo es el apetito acompañado de la conciencia de sí mismo; la alegría, la pasión por la que el espíritu pasa a mayor perfección; y la tristeza a una menor perfección. Para terminar: relación de pasiones tristes: la vergüenza, el odio, el desprecio, el dolor, la melancolía, el horror, la aversión, la burla, la desesperación, el desdén, el miedo, la humildad, la decepción, el acatamiento, la piedad, la aprensión, la indignación, el pudor, la envidia, el estupor, la cólera, la venganza, la censura, la crueldad, el arrepentimiento, el desprecio de uno mismo y los celos (p. 262). ¿Cómo no iban a odiarlo los curas de todas las confesiones?
Onfray resume este siglo diciendo que en él se da el uso metódico y experimental de la razón y la crítica a la religión como obstáculo al ejercicio de la inteligencia (p. 268). No es un siglo ateo, pero sí conduce al ateísmo (p. 270) que, dentro del programa filosófico de Onfray viene a ser como el fin de la emancipación filosófica del ser humano.
Es de esperar que los tomos que faltan (tiene tres más anunciados) sean tan interesantes como estos. No obstante me queda una duda y ella es si cabe en propiedad llamar a esta obra una contrahistoria de la filosofía; no porque no sea contra sino porque no es historia. Claro que siempre se puede argumentar que nadie sabe qué sea la historia de la filosofía y hasta habrá quien diga que la filosofía carece de historia. Pero, al margen de esto, la cuestión es si el magnífico trabajo de desenterramiento de Onfray es una historia o, antes bien, un relato temático de la sucesión de los filósofos. El tema es el hedonismo y de lo que obviamente se trata es de ir descubriendo aquellos pensadores que, por predicarlo y/o practicarlo, quedaron marginados de las historias "ortodoxas". Pero, al ser un relato tematico, es monocorde, se abordan siempre las mismas cuestiones, siglo tras siglo, y no estoy seguro de que quepa llamar historia (contra o no contra) a esto. ¿La prueba? Que también aparecen arrimados a los pensadores directa o indirectamente hedonistas o epicúreos otros que, no siéndolo, tratan temas que puedan ser tangenciales y que, de paso, recuerden las historias tradicionales de la filosofía. Esa es, me parece, la razón por la que, a veces, emergen autores como La Boétie, Bacon, Marsilio o Dante que no son hedonistas ni epicúreos. Más que de una contrahistoria de la filosofía que implicaría, supongo, una lectura alternativa de los filósofos que la han hecho, se trata de investigar una línea complementaria, aunque suprimida u oculta, de la historia tradicional. Ello no resta mérito a la obra; sólo la resitúa.