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dissabte, 10 de setembre del 2016

Gloria y ocaso del profeta

Setenta años, más o menos, duró el esplendor de Medina Al-Zahara (la ciudad resplandeciente) mandada edificar por Abderramán III, primer Califa omeya andalusí hacia el año 930 a una decena de kilómetros de Córdoba. Según leyendas, se levantó en honor de su favorita Zahara, algo así como el palacio de Púbol, pero en grande. Según opiniones con mayor crédito histórico, lo que el Califa buscaba era la representación de la pompa y circunstancia que se debía a un califato tan potente como el suyo, centro de saber y poder (que, según los baconianos, van juntos), de industria, comercio, riqueza. Era obligado que las frecuentes comitivas procedentes de los poderosos reinos extranjeros, los cristianos, los francos, los bizantinos, el Imperio germánico, vieran cómo, al final de su peregrinar por las parameras cordobesas, al sur de Sierra Morena, los esperaba un lugar de lujo y refinamiento como no habían visto jamás en sus países, regido por un poderoso representante de Alá en la tierra, descendiente del profeta y comendador de los creyentes. 

Y así se hizo. Ciudadela, fortaleza, alcázar, centro administrativo, palacio califal, sede del gobierno, mezquita, viviendas, mercados, plazas, baños, de todo había en aquel lugar de lujo y ensueño. A él llegaban y de él salían vías que comunicaban la Medina con todos los puntos del mundo, empezando por la vecina Córdoba y por las que transitaban séquitos, guarniciones, caravanas de mercaderes. Y así se mantuvo en su gloria y poder durante los reinados de Abderramán III, su hijo al-Hakam II y su nieto Hisham o Hixem II quien realmente no pintó nada en su reinado porque el poder lo ejerció, incluso en forma de dictadura militar, el general Almanzor, temido en todo el orbe cristiano al norte de Córdoba. A la muerte de Almanzor y sus descendientes y tras una guerra civil con la que terminó el califato cordobés, la ciudad fue saqueada por primera vez en 1010 y luego abandonada. Sometida a posteriores saqueos por los almorávides, fue arrasada luego por los almohades, algo así como lo que hicieron los del ISIS con Palmira aunque más a lo bestia. En los siglos posteriores, la ciudad cayó en el olvido y sus fantasmales ruinas sirvieron de cantera para sucesivos expolios que regaron la península y el norte del África de piezas arquitectónicas robadas en este lugar: las hay en la Giralda y la catedral de Sevilla, en Marruecos y Túnez, incluso en las catedrales de Tarragona y Girona. Finalmente, hasta el nombre de la ciudad resplandeciente desapareció de la memoria de las gentes mientras, como hemos visto, sus piezas se encuentran diseminadas all over the place, llegando incluso en Inglaterra. La prueba es un torito visigótico procedente de Medina Azahara y comprado por la Junta de Andalucía hace unos años en una subasta en Londres. 

A propósito de los saqueos, a tiro de piedra de Medina Azahara, se encuentra el precioso monasterio de San Jerónimo de Valparaíso, del siglo XV. Ejemplar único del gótico en Córdoba, en buena medida  se construyó con materiales saqueados de Medina Azahara. Abandonado en 1836, a consecuencia de la desamortización de Mendizabal, fue adquirido en 1912 por los marqueses del Mérito, quienes lo restauraron. Declarado bien de Interés Cultural en los años ochenta, los propietarios actuales sin duda se atienen a lo que determina la ley sobre visitas a estos lugares. Pero lo que la ley determina parece hacer esas visitas imposibles: un cupo anual máximo de 400 personas en visitas guiadas de 25, concertadas solo por correo electrónico y que asignan día (uno de 16 sábados entre septiembre y diciembre) y hora sin posibilidad de cambiar. Y, encima, avisan en la página de que las solicitudes de este año se agotaron en un minuto. Esto de la propiedad privada de los bienes de interés público, cultural, etc es asignatura que hemos de aprobar con mejor nota. Pero la llevamos al revés, a peor: ahora es la mezquita de Córdoba la que, junto a miles de otras propiedades, ha pasado a manos privadas, de la Iglesia católica. Porque, aunque la iglesia es un Estado dentro del Estado por los privilegios con que cuenta, sigue siendo una asociación privada y una que hace pingües negocios con propiedades que, en realidad no son suyas. Propiedades que el beaterío y la estupidez de la gente se ha dejado arrebatar con la bendición de las autoridades empezando por las de la Junta de Andalucía, presidida por la socialista Susana Díaz, católica, sentimental y amante de las corridas de toros.

En fin, en Medina Azahara, un espacio impresionante, se ven ruinas y más ruinas y, aun así, sólo se ha excavado un 10% del total de la construcción. Y lo que hay está reconstruido y, por cierto, bastante bien reconstruido teniendo en cuenta que ha sido necesario levantar fachadas con arcos de herradura, prácticamente de la nada, como la de la magnífica casa del primer ministro de Abderramán, un eunuco que vivía a su vera en unas dependencias verdaderamente lujosas, rodeado de viviendas de servidumbre y guardias. A este no le hacía falta una construcción especial para el harén, como la que, al parecer, tenía Abderramán, cabe su palacio (al que corresponden los arcos de la foto, que tanto recuerdan la mezquita de Córdoba) que no se puede visitar pues se encuentra en restauración.

Estas bellas ruinas por las que hemos paseado con un sol abrasador no inspiran la melancolía de los espacios que tuvieron su esplendor y fueron luego decayendo con el paso de los siglos. En absoluto. Las gran Medina Azahara, cuya fama llegó a todos los puntos del planeta en el siglo X, no aguantó ni cien años. No decayó. Fue destruida, arrasada, pillada, saqueada, olvidada. No es melancolía lo que suscitan sino asombro, fatalismo, resignación ante la ceguera y la brutalidad de los seres humanos.

dissabte, 3 de setembre del 2016

Odio de madre

Entre los crímenes de Stalin hay dos que afectan a España y/o a los españoles. Por supuesto, hay más, pero estos dos son especialmente repugnantes: los asesinatos de Andreu Nin por agentes soviéticos y quizá también españoles en 1937 y el de Leon Davidovich Bronstein (Trotsky) por Ramón Mercader en México D.F., en 1940. Los dos son atroces y demuestran la profunda inmoralidad y perversión del estalinismo y, por extensión del comunismo. Alguien dirá que se trata de una extrapolación injusta y que una cosa era estalinismo y otra muy distinta el comunismo. No discutiré esta distinción en la que no creo. Me limitaré a señalar un dato pertinente. Stalin, principal beneficiario del asesinato de Trotsky, siendo hombre agradecido, concedió la orden de Lenin in absentia a Mercader mientras este cumplía su sentencia de veinte años en México. Parece bastante odioso otorgar una condecoración a un criminal como premio por su inhumano asesinato, por mucho que este haya beneficiado la causa del condecorador. No obstante también se dirá que, al fin y al cabo, Stalin, ya se sabe, era un asesino y estos entre sí se protegen y premian. No es moralmente admisible, pero tiene su lógica. Sin embargo, al cumplimiento de la condena de Mercader, en 1961, la Unión Soviética le confirió el título de héroe de la Unión Soviética. Y ya no era Stalin, que llevaba ocho años muerto. Eran los comunistas para los cuales, como se ve de forma irrefutable, un asesino puede ser un "héroe".

Los dos crímenes mencionados -Nin y Trotsky- son dos de los episodios más siniestros de la historia del comunismo y, por razón de sus respectivas circunstancias tienen una faceta literaria que ha sido muy explotada y, al menos en el caso de Nin (detenido ilegalmente, secuestrado después, torturado, asesinado y enterrado en algún lugar cercano a Alcalá de Henares) hay suficientes incógnitas para seguir alimentando investigaciones. En el caso de Ramón Mercader, por el contrario, casi toda la historia es conocida, pueden faltar matices y toda información posterior será siempre bienvenida pero, en lo que hace a la cuestión en sí, el caso está cerrado: el Partido Comunista y la GPU o policía política soviética, reclutaron a Ramón Mercader, militante del partido español, para que asesinara a Trotsky, cosa que Mercader hizo clavando una piqueta de alpinista en el cráneo del revolucionario ruso en su casa de Coyoacán, hoy convertida en museo.

Así que la película es una versión cinematográfica más de un hecho que ha sido abundantemente investigado, relatado, novelado y filmado, incluso como documental. La obra de Chavarrías (director y guionista) no se aleja del relato canónico y mantiene un tono medio discreto, tratando de casar dos espíritus, ambientes, relaciones muy dispares. De un lado, el fondo del asunto, esto es, la moral comunista bolchevique tradicional que se basa en una anulación absoluta de los factores individuales de la personalidad que ha de someterse ciegamente a las directrices del "partido". Este ente cuasi mítico, cuyo solo nombre era objeto de veneración por sus militantes, verdaderos creyentes fanáticos, no era otra cosa que la habitual asociacion humana en cuyo seno se ventilaban polémicas y conflictos de intereses personales. Resuelta la controversia, generalmente mediante la purga, la expulsión o el simple asesinato, el vencedor elevaba su consigna a categoría universal dogmática que todo militante debía seguir ciegamente incluso al extremo de asesinar a sus seres queridos o hacerse matar él mismo si el "partido" lo ordenaba.

De otro lado, el director  ha querido dar a la peli una factura de thriller, una obra policiaca, de suspense de un preparativo de un atentado mezclado con un relato de amor de final muy amargo. El obvio intento es aligerar la historia, no incidir demasiado en las miserias del mitificado bolchevismo en acción, ya muy depresiva. Consigue trasmitirnos ese agobiante clima moral del comunismo en las relaciones entre los militantes individuales (a los que cabía asesinar, así como a los enemigos) y el ente abtracto del "partido". Todo ello, a su vez, sin heroísmo alguno, sino en una realidad sórdida como sórdido y vulgar era el propio Mercader. Y lo hace con algunos diálogos muy duros sobre todo entre la madre y el hijo o de este con sus superiores de la GPU. Y también con algún episodio que juzgo invención del director, como el del asesinato del viejo compañero del 5º Regimiento en México, especialmente dramático. La historia de amor entre la infeliz trotskysta neoyorquina y Ramón Mercader (alias Jacques Mornard) que la instrumentaliza para sus fines es muy relevante en el episodio en su conjunto, pero está simplificada en exceso, como también están simplificados los personajes de Trotsky y Natalia Sedova, su mujer. En general, la película parece haber contado con pocos medios para su realización y se resiente de ello. Demasiados interiores y poca acción exterior. 

El mayor acierto del director, a mi juicio, es haber subrayado especialmente la importancia de la madre de Ramón, Caridad del Río, que era la verdadera fanática comunista, incondicional del estalinismo y la que convence, prepara y anima a su hijo a cumplir su misión. Ramón Mercader fue solamente el ejecutor material de un designio que, habiendo nacido en el Kremlin, pasó por el cerebro fanatizado de su madre, en el que solo anidaba un culto idolátrico a Stalin y un odio inextinguible al enemigo de este, Lev Davidovich. Aunque la película no recoge esta posibilidad, ni la insinúa, no está muy claro que Caridad estuviera bien de la cabeza. De hecho, su esposo, de quien se separó, consiguió recluirla en algo como una clínica mental. Pero según la interpertación al uso (con probable influencia comunista) esa decisión fue una especie de venganza del marido.

Los demás elementos de la conocida historia están discretamente tratados. Tampoco acaba de verse con claridad la interpretación que el film hace del fracasado atentado previo a cargo del pintor David Alfaro Siqueiros, y su desarrollo es confuso. Las actividades de los comunistas mexicanos en los años treinta siguieron al pie de la letra -como en los demás países del mundo- los zigzags de la política soviética, las depuraciones, las farsas judiciales de Moscú en 1934, 1936 y 1938, la "lucha" contra el trotskismo, etc. También se echa mucho de menos siquiera fuera alguna referencia a la vida de los Trotsky en México que no consistió solamente en vivir enclaustrados en la casa de Coyoacán. Parece mentira que la peli dure dos horas para lo magro de los contenidos. Tanto los preparativos del atentado (con influencia de los films de espías estilo James Bond) como el romance entre Mornard y Ageloff están sobredimensionados.

La que sí queda clara es la naturaleza esencialmente inhumana, inmoral de la cacareada "disciplina revolucionaria" de los comunistas. Solo por esto merece la pena ver El elegido. 

dimecres, 31 d’agost del 2016

Alucinaciones moralizantes

Para atender con fuerzas el discurso del presidente de los sobresueldos, me fui a ver la aportación que el Patrimonio Nacional ha hecho al quinto centenario del Bosco. La parte mayor de esta celebración está en el Prado y ya dimos cuenta de ella en con el Bosco empieza todo. Las piezas que aquí se exhiben, en el museo de el Escorial, son El carro de heno y La coronación de espinas, del taller, así como la famosa crucifixión, de Rogier van der Weyden. El primero y la última, recientemente restaurados, lucen maravillosamente. Junto a estas, varios tapices, algunos sobre cartones de Breughel, con motivos del Bosco. Especialmente las tentaciones de San Antonio, una historia recogida en La leyenda áurea, de Jacopo da Voragine. Un libro que ya no se edita pero que proveyó de motivos sacros y moralizantes a los artistas bajomedievales y posteriores. Solo que en la interpretación del Bosco, las tentaciones eran más que nada pesadillas.

Felipe II era un amante de la pintura. Da fe el fondo del museo del monasterio que fue sede del gobierno del Imperio mayor que vieron los siglos, hasta el punto de identificarse con él. Los enardecidos intelectuales falangistas de la primera hornada de la sublevación militar lo convirtieron en su icono ideológico con la revista Escorial, y Franco se hizo enterrar en otra basílica casi a tiro de piedra para trazar un paralelismo entre el Rey Prudente y él.

Pero la pintura que Felipe II prefería era sacra, moralizante, tenebrosa o de glorias militares. El museo está lleno de escuela española, grave, seria, borgoñona y hay bastantes Grecos. Aunque el Rey acabó mandando al cretense de vuelta a Toledo seguramente porque le fastidiaban sus figuras alargadas y ondulantes. ¿Y cómo explicar la gran afición filipina o felipesca por el Bosco? Sin duda por su carácter ejemplificador y fuertemente moralizante dentro de la imaginería católica. Felipe II viviría atormentado por esa lucha de los católicos con las tentaciones mundanas, especialmente las de la carne, y alimentaría su reconcome paseando por las galería y salas en cuyas paredes se recordaban martirios, pecados capitales, tormentos por la fe, la condenación del infierno. A eso el Bosco ayuda mucho con su representación de la gloria paradisiaca, los vicios de la vida y las penas del infierno. Tengamos en cuenta que, probablemente, Felipe no caminaba por las galerías sino que lo llevaban en andas.

Parte importante de ese arte moralizante, que zahiere vicios, pecados, vanidades de vanidades, hasta el memento mori es la crítica, el ataque a las dignidades mundanas: obispos, reyes, emperadores, papas, glorias mundanas no mejores que el mundo de crueldad, miseria y maldad que rodea el simbólico carro de heno. Eso es patente en el retablo del Bosco, como lo es en la versión en tapiz de Breughel. Y esto era lo que aquel Rey tenía constantemente a la vista a la hora de tomar decisiones, por ejemplo, sobre cómo tratar a los herejes flamencos. Es decir, quienes vivían en los países en que se pintaban las tablas del Bosco.

diumenge, 28 d’agost del 2016

El tarot ilustrado

El diario ABC o el grupo Vocento, que no ando muy cierto en estas cosas, tiene un pequeño museo en la calle Amaniel 29, de Madrid, muy cerca del centro cultural del Ayuntamiento y antiguo cuartel de caballería del Conde Duque. Es un edificio que hace chaflán, último punto en proa de lo que en tiempos fue, si no me equivoco, la primera fábrica de Mahou en la capital que, a su vez, daba a la Plaza de las Comendadoras, por la parte de atrás de la iglesia de los benedictinos de Montserrat. Conozco bien la zona porque en ella trascurrió parte de mi infancia y la adolescencia. Y perdón por la intromisión. Los lugares en los que se ha vivido durante años tienden desvergonzadamente a acaparar recuerdos.

El caso es que el museo del ABC o Vocento o lo que sea, está muy bien, es elegante y espacioso y tiene unas salas de exposición muy agradables. Al menos la que alberga hoy la muestra de Marina Vargas, dentro de un ciclo para difundir el dibujo español actual, al tiempo que algunas piezas de las colecciones del propio ABC y el banco de Santander, si no me equivoco. Tiene mérito. Todo lo que sea dar a conocer nuevo talento, tendencias de vanguardia es de mucho encomio. Marina Vargas no solo es dibujante, también es escultora y pintora y tiene una considerable y muy personal obra. Sobre todo tiene personalidad, originalidad y audacia. Es una de las intervinientes en el interesante Truck Art Project que (¿qué quieren ustedes?), me trae a la memoria el famoso tren bolchevique de agit-prop y los autobuses de las Misiones Pedagógicas o los camiones de La Barraca. Los itinerantes o nómadas formamos una gran familia. Unos, abriendo camino; otros, tomando nota.

La exposición en concreto son nueve ampliaciones y variaciones de otras tantas cartas del Tarot que una santera cubana echó a Vargas en una sesión de la que hay un vídeo en la exposición que no deja de tener su interés. Las nueve cartas, tres sin terminar, están interpretadas con la fantasía casi aplastante y un cromatismo que aun lo es más, característicos de la artista. Los motivos son puras junglas interiores bastante desconcertantes. Son obras de arte de autora superpuestas sobre obras de arte popular. Mayor sincretismo es imposible. Lo popular, lo creativo y lo sacro, con un punto de irreverencia. Algunas de las ilustraciones recuerdan las miniaturas góticas. Vargas tiene, además, una faceta conceptual muy fuerte. 

Cuando uno va a que una santera le eche el tarot, supongo, uno pretende saber algo más sobre uno mismo de lo que ya sabe. De antes, de ahora o de después, tanto da. Supongo también que no va a que le muestren una serie de estampas de las que pueda valerse luego como motivos iniciales para obra propia. Pero, ya que estamos, ¿por qué no? El arte brota en cualquier sitio y se refiere a cualquier cosa. También a los destinos del artista, los novísimos, el árbol de la vida o la representación de Hércules.

Merece la pena la visita a la expo. 

dissabte, 27 d’agost del 2016

El humorista sádico

He visto que esta película de Allen está cosechando críticas mixtas, muchas muy desfavorables. A mí me parece espléndida. Deslumbrante. Lo que llaman una obra maestra en su género y una de madurez. De madurez dentro de la madurez, añado. Al fin y al cabo, el hombre tiene 80 años. A ver qué hacen los críticos negativos cuando lleguen a esa edad.

Década de los treinta, después de los roaring twenties,  época de la gran depresión, de la que aquí no se ve nada. Sí esa del fascismo en Europa y las uvas de la ira en los Estados Unidos. Ubicación:   Los Ángeles (Hollywood) y Nueva York. La recreación, exquisita. Un regalo para la vista. Una ambientación a lo Gran Gatsby. Todo está integrado en una unidad que ilustra visualmente la narración y todo es todo, la dirección de actores, los planos, los movimientos de cámara, los cuidadísimos encuadres, las músicas, la fotografía y hasta los fundidos. Todo cuidado, nada al azar y, sin embargo, la historia es tan fresca y liviana que parece improvisada sobre la marcha. Es un relato visualizado o un espectáculo relatado en una especie de homenaje al celuloide rancio.

La estructura narrativa, rotundamente cinematográfica, es también muy literaria. La historia está narrada en off, punteada por unos diálogos llenos de chispa e ingenio. Esto libera a los actores de un trabajo adicional: el de dar a entender lo que piensan mientras hablan cuando, como suele suceder, ambas cosas no coinciden. Es el relator exterior quien nos cuenta lo que piensan o recuerdan o esperan los personajes y estos pueden concentrarse en lo que dicen, lo cual da a los parlamentos, muy rápidos, una gran fuerza y permite que los actores se luzcan.

Los temas son los habituales en la panoplia de Allen: los judíos (a ser posible, de Brooklyn), Nueva York (mucho Central Park), la música en garitos al sonido del saxo, y el cine dentro del cine, con fotos o trozos de pelis de diversos famosos de la época. Todo administrado con un enfoque definido en un momento de la peli como una historia contada por un humorista sádico. No sé si el término está bien escogido, pero se capta la idea.

La historia tiene un poso muy amargo. La trama se desenvuelve casi por sí sola en un entrecruzarse de vidas (los magnates, los gangsters, la gente del común, los divos, etc) atropellado y circunstancial. Entreverada en ese tumulto hay una profunda historia de amor con un elemento trágico, cuando este se sublima por no realizarse a causa de impedimentos mundanos. 

Ese final magistral, mudo, en modo alguno feliz, resume la historia.

dimecres, 24 d’agost del 2016

Un gesto de desdén

Efectivamente, el gesto tiene un peso, según reza el lema que el comisario, Juliao Sarmiento, ha puesto a esta deslavazada exposición que quiere ser una panorámica sobre el arte contemporáneo en Portugal y España pero no lo consigue por carencias manifiestas. El comisario tuvo, al parecer, manos libress para reunir lo que considerara más representativo del Centro de Arte Contemporáneo de la Fundación Gulbenkian (Liboa) y el Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona y asi, abrió una exposición con esta temática en la capital de Cataluña que ha podido verse en los meses anteriores. Terminada allí, la expo cogió el AVE y se trasladó a Madrid. Pero, por el camino se perdió la mitad de las piezas (esto es, no vinieron a la sede de la Caixa en Madrid), dejando la muestra casi en un acto simbólico, esquelético. La inmensa mayoría de las piezas expuestas son portuguesas. Los catalanes no han cedido gran cosa; prácticamente, nada. La decepción del público es grande sobre todo porque en el catálogo de mano que se entrega a la entrada, la institución presume de exhibir obras que estuvieron en Barcelona, pero no han llegado a Madrid, por ejemplo, unos grafitti de Brasaï. 

Lo que realmente se expone tampoco va muy allá. La entrada, desde luego, es impresionante, con esa curiosa y mistérica escultura de Juan Muñoz. Pero el resto puede verse con cierta pesadumbre pues invita a ver los límites del arte en una era de infinitas posibilidades tecnológicas, lo cual, ciertamente, habla más de las carencias de los artistas que del arte en sí mismo. Y no deja de tener gracia que, igualmente en la entrada, la exposición de arte contemporáneo presuma de un pequeño óleo, un autorretrato, de Degas. Es una ayuda a pensar de dónde venimos cuando hablamos de arte actual y a dónde vamos. 

Las demás piezas están juntas porque los dioses son caritativos ya que el propio comisario se encarga de comentar que no ha seguido ningun criterio objetivo, ni cronológico, ni temático, ni de escuelas. Nada. El visitante se encuentra en cada sala una obra. Suelen ir a pieza por sala, dado que las obras expuestas son muy extensas, aunque no voluminosas. Al contrario, pretenden dar una sensación etérea, liviana, como acabada en si misma. Hay fotos, esculturas, otros volúmenes, trabajos de muy difícil conceptualización y vídeos, varios vídeos que incorporan este nuevo intento de "arte total" en la que lo plástico se mezcla con lo sonoro y los recursos de las nuevas tecnologías.

En fin, que el peso del gesto, incluso en Barcelona, en donde la exposición pudo verse íntegra, es bastante liviano.

dijous, 18 d’agost del 2016

El gore filosófico

Hay diversas maneras de tratar los más densos problemas de la ética y la filosofía moral. Una de ellas es mediante sesudos ensayos académicos, llenos de sutilezas y distingos hasta marear. Otra, mediante la literatura, la novela, el teatro. Otra mediante comics o historietas de aventuras. Esta tercera es la de la película en comentario y el grave tema, la eutanasia. Ya sabemos que se trata de algo muy serio, que toca lo más profundo de las personas y plantea todo tipo de conflictos. Por ello, el director parece haber decidido sacudírselos de encima con una referencia colateral. En uno de los escasísimos diálogos morales se plantea la cuestión de si se trata de sustituir a Dios, que es una de las facetas del problema y no la más interesante. Ese problema ya lo había resuelto el propio Dios en su libro, cuando el arcángel San Miguel lanza el célebre "¿quién como Dios"? La última y más célebre versión hasta hoy es el Frankenstein de Mary Shelley. Todo lo demás es un thriller de lo más visto, persecución de coches por las calles de Nueva York incluida (taquilla segura) y relámpagos de gore con destellos de El resplandor y en la más rancia tradición de los estudios Hammer, actualizados, claro.

Lo habitual es atribuir el intento de suplantar a Dios a la ciencia. El film introduce una variante: el intento corre ahora a cargo de lo paranormal. Tanto los criminales -se trata, ya se sabe, de un asesino en serie, también fórmula segura- como los que los combaten tienen facultades milagrosas, ven el futuro y el pasado. Obviamente, la ciencia no puede padecer así que, al comienzo de la historia, la agente del FBI (son pareja, tipo mayor y joven ambiciosa) dice que no cree en lo paranormal. El doctor que la policía contrata por sus dotes paranormales coincide: es médico, científico, no cree en lo paranormal. Pero él tiene dotes paranormales. O sea, haberlas haylas. Tanto Hollywood para esto.

Con tan absurdo planteamiento, el desarrollo ya es barra libre. Sentimentalismo a raudales, turbulencias, mucha tecnología, disparos, garages, apartamentos, el metro, asaltos, movimiento incesante. La clave del problema moral entre tanto ruido, se nos da al final en un flash back del principio de todo. Claro, si nos lo exponen antes, no hay película.

Y que hay película lo atestigua el almibarado final feliz en la más cursi tradición de Hollywood.

dimarts, 9 d’agost del 2016

Sorpresas del verano

Ayer, y por casualidad, tuve ocasión de ver una película casi desconocida que, sin embargo, merecería mayor notoriedad. Estrenada en 1964, no pudo verse en España hasta 1979 porque trataba precisamente de España y de un episodio de los últimos maquis. No es que sea un relato antifranquista. Casi no tiene ideología ni hay crítica especial al régimen fuera de la que se derivaba de la realidad cotidiana a nada que se tuviera una cámara y se pudiera fotografiar lo que era la realidad del país a comienzos de los sesenta.

El director es Fred Zinnemann, el de Solo ante el peligro, y es claro que la historia había de interesarle porque tiene muchos elementos en común con la gran peli de Gary Cooper: un hombre solo contra todos. La trama está sacada de una novela que no conozco, que dio el título al film en inglés, Behold a pale horse, un verso del Apocalipsis de San Juan (6,7-8), algo así como "He aquí un caballo ceniciento" cuyo jinete se llama muerte. Es el cuarto jinete. Quizá haya algo de desmesura en el título, al dar el tono apocalíptico a una historia de guerrilleros, Guardia Civil, resistencia, franquismo. A lo mejor por eso le cambiaron el nombre en la versión española a este intragable ...Y llegó el día de la venganza. Y, desde luego, se lucieron. Casi hubiera sido mejor que tradujeran del original.

La película es una rareza. Hay muy pocos films sobre la guerra/posguerra de España hechos fuera y, entre estos, menos norteamericanos. No sé si hay alguno además de Por quién doblan las campanas. Yankees, quiero decir. Porque esta es una película indudablemente yankee pero de una calidad más que notable. El trío protagonista, Gregory Peck (un trasunto de Quico Sabaté, el último maquis), Anthony Quinn (un capitán de la Guardia Civil) y Omar Shariff (un cura) bordan sus papeles bajo una dirección muy competente. Sin duda, cualquier casticista señalará los sempiternos fallos (que si el rejoneo de Anthony Quinn al comienzo es un pelín ridículo, que si los guardias civiles no tienen esa pinta de rangers, que si a Gregory Peck le sobra una cuarta para ser español, etc) pero la verdad es que la ambientación y el guión son excelentes. Está rodada en el blanco y negro que se llama "sucio", con lo que se evita que canten algunos colores, por ejemplo, el de los ojos de los protagonistas. La fotografía es excepcional y debe señalarse el trabajo de documentación que han hecho el director y el equipo, reconstruyendo escenarios de la guerra civil y la derrota republicana directamente sacados de fotos famosas de la época, fotos de Capa o de Centelles o de otros no menos característicos. Y cuando digo "sacados", quiero decir "reproducidos". Los planos del gendarme desarmando a los vencidos combatientes de la República trasmiten el espíritu de aquellos tristes momentos.

La historia es sencilla: Manuel Artiguez, un guerrillero solitario, vive en el exilio en un pueblo francés muy cercano a la frontera, desde donde hace incursiones en España en las que mata guardias civiles y roba dinero para la causa, no para sí mismo. El capitán de la GC, Viñolas, la tiende una trampa, aprovechando que su madre (de Artiguez) ha sido hospitalizada y está muriéndose. La intriga se complica porque la madre muere antes de que pueda servir de gancho para la emboscada de su hijo, pero los franquistas querrán ocultárselo a Artigues para hacerlo venir. El guerrillero sabe la verdad mediante los oficios de un cura del lugar quien le avisa de que su madre ha muerto. La película, ya se ha dicho, no es un alegato antifranquista, pero no se anda por las ramas en llamar a todas las cosas pr su nombre. Solo este episodio del cura "bueno" o "comprensivo" desmerece algo de la calidad del fin, al caer en esa trampa en que caen muchos relatos del franquismo, de presentar una Iglesia católica resistente a la dictadura. Nada más falso: la Iglesia católica se fundió con el franquismo, fue complice y beneficiaria de los crímenes de la dictadura, llevaba al dictador bajo palio y su función opositora al régimen (un puñado de curas de los barrios marginados) fue inexistente.

Aun sabiendo que su madre ha muerto, Artiguez cruza la frontera y va a donde lo están esperando para ajustar cuentas. 

Lo dicho: estrenada en 1964, cuando ya la guerra estaba lejana y se abría paso el desarrollo de los tumultuosos años sesenta, no levantó gran atención. Sin embargo, es una estupenda película.

dissabte, 6 d’agost del 2016

Arte de coleccionista

El Caixa Forum de Madrid expone la colección Phillips de Washington. Una ocasión única porque ese afamado museo no se prodiga en viajes. Tampoco está toda, pero sí lo que hay de impresionista y lo que se ha bautizado con el ecléctico "modernos", un cajón en el que hay desde  cubismo hasta expresionismo abstracto, básicamente norteamericano. Se muestran flecos de otros estilos, singularmente clasicismo y romanticismo. Duncan Phillips, quien dio a la colección el empaque que hoy tiene, era un gran admirador de Delacroix, de quien hay varias piezas.

El factor personal es determinante en esta colección, más de lo que es habitual. Descendiente de una  estirpe de banqueros, Duncan Phillips heredó de su padre, prematuramente fallecido, la banca y su afición por el arte, pues fue él quien inició la colección. Además de banquero y coleccionista,  era crítico de arte y estaba casado con una pintora, todas ellas circunstancias que favorecerían una vida dedicada al placer  estético. Como coleccionista, como entendido, amateur, diletantte. Su labor ha sido espléndida, aunque muy desigual y eso se ve en la exposición. Algunas de las explicaciones de las obras acaban con comentarios y citas de Phillips. Y, la verdad, producen mala impresión porque son melonadas y vulgaridades dichas con facundia de experto, con mentalidad de coleccionista que pretende dar un sentido a su muestrario de obras, como un entomólogo clasifica sus insectos en cajas por órdenes siendo así que el arte escapa a todo atisbo de ley u orden.

Pero, olvidándonos de las vanaglorias mundanas, la visita es deslumbradora y algo inquietante. Lo primero porque contemplamos piezas únicas, representataivas, algunas célebres, de artistas afamados. Lo segundo, que uno tarda en identificar, por el carácter mismo de la exposición. No es monográfica de autor o estilo, ni retrospectiva; tampoco es temática. Simplemente se trata de una traslación de unas salas de un museo a otro lugar del planeta. Lo que se expone es un museo. Siendo así ya no se buscan vínculos ni influencias entre unos autores y otros; no se hacen comparaciones; se contempla cada obra en sí misma, como una unidad y se buscan referencias en los recuerdos. Algunos prolificos artistas invitan a ello, por ejemplo, Degas y sus bailarinas; o un retrato picassiano de Dora Maar, que aparece en muchas obras del malagueño; o la montaña Sainte Victoire, de Cézanne, el único motivo capaz de rivalizar con sus manzanas.

El coleccionismo lima las aristas potencialmente revolucionarias del arte. Casi al comienzo de la exposición encontramos obra del corrosivo Daumier y también de Courbet, uno capaz de dinamitar el orden social, pero que cuelga como trofeo de las paredes de la mansión de un banquero. Esa limadura se hace a base de reconocer la capacidad revolucionaria a toda el arte de San Lucas y no solamente la que exprese intencionalidad político-social. Revolucionario y communard fue Courbet (como Daumier), pero no menos reevolucionario fue Juan Gris de quien no consta actividad política alguna, pero metió la matemática en la pintura.

Hay muchas obras, aun siendo relativamente pocas, con gran variedad de temas. Muestras de Bonnard, Sisley, Monet, Utrillo y alguno de Barbizon contribuyen a que uno acreciente y enriquezca su visión del paisaje impresionista, rural y urbano, cosa importante porque era el tema el que determinaba el estilo. 

Se despide el visitante pasando por una serie de cuadros de norteamericanos que empiezan con una sorprendente pieza de Georgia O'Keeffe y en donde se advierte parte del espíritu del coleccionista: comprar obra de artistas que prometen, aunque aún no son en el momento de la compra, en la esperanza de que uno atine y el artista se imponga. Es el arte con mentalidad de inversor, aunque no de dinero sino de la íntima satisfacción del crítico de haber acertado. Por eso, las últimas imágenes que se muestran ya de salida, son de Pollock y Rothko.

dijous, 28 de juliol del 2016

El enclave platónico medieval

Cuando nos disponemos a visitar el conjunto arquitectónico de Sant Pere de Rodes, en el Port de la Selva, en la comarca del Alt Empordà, Girona, podremos leer en todas las guías y folletos que se trata de un lugar en el que se muestran juntos, pero no revueltos, los tres órdenes o estamentos que componían la sociedad medieval. La clasificación en oratores, bellatores y laboratores se debía al obispo y poeta francés, Adalberon de Reims. En realidad con algún cambio, esta triada reproduce la que postulaba Platón en La República como filosofos-reyes, guerreros y artesanos. El fundamento mismo de la polis ideal sobrevive durante casi 1.500 años con la reconversión de los filósofos en monjes, propia de una época en que la filosofía se consideraba "doncella" de la teología. Perdura más, incluso, en realidad unos 2.000 años, si se recuerda que la abolición oficial del ancien régime (nobleza, clero y estado llano) tiene lugar al comienzo de la Revolución francesa, en 1789. Esa abolición proclamada se materializa unos años después, cuando en 1798, los monjes benedictinos de Sant Pere de Rodes abandonan su magnífico monasterio que inicia entonces su decadencia, sometido a diversos saqueos y destrozos hasta que comenzaron los trabajos de reconstrucción en los años treinta del siglo pasado. Como para tomarse en serio las teorías sobre las leyes y épocas de la historia.

Los tres órdenes tienen su lugar en el conjunto en el monasterio de Sant Pere (clero), el castillo de la Verdera (nobleza/guerreros) y el hoy desaparecido pueblo de la Santa Creu (trabajadores), del que solo queda la iglesia de Santa Helena. El paraje es bellísimo, a un lado de la Sierra de Rodes, encarando la bahía del Port de la Selva y dominando un buen trozo del Mediterráneo, lo que daba tiempo suficiente para avistar la llegada de piratas y tomar las medidas pertinentes. Porque este lugar fue siempre punto de las más diversas contiendas desde la Marca Hispanica hasta la guerra de Sucesión y, por supuesto, tiempos posteriores. De hecho, en algún momento de sus más de 700 años de historia, el monasterio fue fortificado y preparado para resistir asedios, como lo estaba el castillo que, en teoría lo protegía, más de 600 metros monte arriba que es preciso trepar como si fuera uno una cabra. 

Última nota sobre los tres estados: en la foto se aprecia la belleza y elegancia del monasterio, su aspecto de fortaleza y se comprueba que el castillo de la Verdera en la cúspide, viene a ser como su cuerpo de guardia. El que no está en la foto -y tampoco en la realidad- es el pueblo de la Santa Creu. Ilustración gráfica de quién protegía a quién y quién quedaba a merced del atacante y acababa por desaparecer.

El monasterio es un ejemplo único del románico catalán. Iniciado hacia el siglo IX, se termina en el XIII y conserva trazas de los estilos anteriores, el carolingio y el prerrománico y, desde luego, de las muchas reformas posteriores. Pero, en lo esencial, aunque expoliado y en parte dañado, se mantiene cual era en el dicho siglo XIII.

Ignoro si tiene razón Alexandre Deulofeu cuando afirma con una punta de orgullo catalán que el monasterio de Sant Pere es el origen del románico. No del románico catalán, sino de todo el románico europeo. La tesis no parece gozar de general aceptación, pero de lo que no cabe duda es de que el monasterio es una pieza original y única, sobre todo por su imponente iglesia cuya nave central se remata en una bóveda de cañón. Su elevación, sin embargo, en dos alturas superpuestas con pilares sobre los que se levantan columnas de capitel corintio que, a su vez, soportan otras columnas sosteniendo los arcos de la bóveda, ya apuntan al espíritu gótico y cuya torre de campanario tiene un aire tardomedieval italianizante.

El monasterio fue poderoso en su tiempo, propietario de grandes extensiones de tierra feraz y con derechos de pesca en la bahía, otorgados por los condes de Empuries que eran quienes habían venido dotando el cenobio desde el principio pero con los cuales las relaciones no siempre fueron buenas a lo largo de los años. De ahí esa sensación que tiene el visitante de encontrarse en un lugar en el que tan pronto se oiría el canto gregoriano como el fragor de la batalla. Un ejemplo: el pozo que hay en el claustro superior, de estilo barroco, se construyó para posibilitar que el monasterio pudiera aguantar asedios ya que, hasta entonces, la fuente de abastecimiento de agua se encontraba fuera de los muros. En donde, por cierto, todavía se encuentra, como fons dels monjos, aunque hoy el agua no es potable. La oración y la guerra, sin duda, aseguraron durante siglos la riqueza del monasterio. Basta ver las dimensiones de la bodega, donde los vinos se conservaban a temperaturas que unos paladares delicados considerarían idóneas.

En el castillo de la Verdera, igualmente una cisterna y una iglesia. Todo de uso militar. Había que pertrechar a la guarnicion de sustento material y espiritual cuando se le pusiera cerco. Ahora está en ruinas, pero sigue dominando la comarca en torno y goza de unas vistas extraordinarias sobre el Mediterráneo y la recortada costa  desde el Cabo de Creus hasta la bahía de Roses. Desde la fortaleza se divisa la casa de Dalí, en Port Lligat.

Del pueblo de Santa Creu no cabe decir nada porque no existe. Quedan algunos cercamientos semienterrados, algún muro y la iglesia también románica de Santa Helena en un estado casi calamitoso. Los trabajadores que sin duda hicieron posibles los prodigios del monasterio y el castillo no han dejado rastro de sí mismos.

dimarts, 26 de juliol del 2016

El genio en su lámpara

Aprovechando nuestra estancia en Palamós nos hemos acercado a Portlligat, a ver la casa en donde Dalí vivió y trabajó la mayor parte de su vida, entre 1930 y 1982, fecha de la muerte de Gala, cuando el pintor abandonó el domicilio para habitar el palacio de Púbol. Como se sabe,  ostentaba el título de Marqués del lugar. Allí está enterrada Gala que era quien hacía verdadero uso de la residencia y solo permitía la entrada del pintor previa invitación por escrito. Una rareza más en esta relación tan peculiar e inexplicable como la del pintor con la ex-esposa de Paul Eluard. Gala se halla en el centro de la obra de Dalí, como ese huevo cósmico que se encuentra siempre en donde él está, producto del ayuntamiento de Zeus y Leda, recogido en ese fastuoso lienzo que representa a Gala en Leda atómica y del que hay alguna reproducción en la casa. Tiene uno la tentación de entender esta convivencia de ambos como una infatuation o como una especie de enajenación mística en la imagen y el símbolo de Gala. Algo así como Dante con Beatriz o Petrarca con Laura. Solo que en Dalí duró toda su vida, incluso superó la muerte del ser amado. Así que deshizo el valor de esa expresión que suele atribuirse a Ortega de que el enamoramiento es un "estadio de imbecilidad felizmente transitoria". Imbecilidad es posible; pero, de transitoria, nada. A lo mejor se trataba de un caso de lo que el mismo Ortega reservaba no para el enamoramiento sino para el amor, como una experiencia mística. Imbecilidad o experiencia mística, a Dalí le duró toda la vida, aparentemente con la misma pasión. Y de la teoría stendhaliana de la "cristalización", que el filósofo español critica, ya no hablemos.

La casa en la que ambos vivieron más de medio siglo es un lugar único en el mundo. En realidad, no parece de este mundo. Y no lo es. Es un producto del espíritu daliniano, trabajado a lo largo de los años hasta conseguir una especie de hormiguero o termitera -las guías, siempre más educadas, hablan de "laberinto"- hecha de estrechas galerías, habitaciones diseminadas de distintas formas, algunas más amplias, otras escuetas, nichos, hornacinas, recovecos, habitáculos que se comunican por pasadizos de distintos niveles, ninguno semejante a otro y todos iluminados con luz natural de la bahía de Portlligat que entra por las más diferentes formas de ventanas. Una de estas está provista de un espejo para que Dalí pudiera ver la salida del sol -Eos, la de los rosados dedos, dice Homero- desde su cama.

En realidad, no es una sola vivienda, ya que Dalí fue comprando las casas de los pescadores adyacentes a la suya y así construyó su increíble palacio del arte enjalbegado por dentro y por fuera. El dato del espejo, que nos proporciona el competente y discreto guía que nos conduce por la fourmilière en español y francés, ya nos pone sobre la pista de un aspecto esencial: en la casa no hay un centímetro cuadrado vacío, sobre el que no se haya proyectado la intención del pintor para darle uno o varios significados, trazos, formas que a él le interesaran, excepción hecha de los suelos (con baldosas de época) y los techos con viguería de madera. De aquí sale esa sensación de abigarramiento en la angostura que muchos señalan y es obvia. No tan obvia resulta la afirmación también muy extendida de que la casa es un monumento al surrealismo y al kitsch entre otras cosas porque uno de los veneros del surrealismo es precisamente lo kitsch.

Otro dato se sigue de la explicación: la visita a la casa está tan solicitada que es preciso sacar las entradas con antelación, se hace en grupo y con tiempos estrictamente tasados: 10 minutos por cada habitáculo de este sancta sanctorum del método paranoico-crítico. Esto hace que la vuelta sea obligada porque en la media hora aproximadamente que dura la visita, apenas tenemos tiempo de indagar en la asombrosa multiplicidad de objetos, adornos, genialidades y quisicosas que la vivienda encierra. Y, encima, hay que hacer compatible esa urgencia con la sensación que tiene uno de estar invadiendo la esfera más íntima de la pareja, ya que nada se nos oculta y vemos todos los espacios, los más públicos y los estrictamente privados, como el dormitorio común, que es una maravilla de grandiosidad napoleónica, la biblioteca, la sala de estar o el cuarto de baño.

Los aficionados a Dalí encontrarán aquí casi todos sus motivos reproducidos, recordados, empleados en usos cotidianos, no representativos, para acompañar la vida del genio y su pareja. El ángelus de Millet, el busto de Nerón, el retrato de Felipe IV por Velázquez, los animales, especialmente los cisnes, disecados, los espejos invertidos, los retratos de Gala, los grandes lienzos, lo muebles antiguos, todo lo original, extraño y de exquisito gusto de que se rodeó el pintor a lo largo de su vida y en lo que envolvió, como una fastuosa tela de araña, a su mujer.

En el exterior de la casa la dictadura del tiempo afloja y el visitante dispone del que quiera para pasear por el olivar, interesarse por el palomar o pasmarse con la piscina daliniana, en la que se mezclan pêle-mêle todo tipo de objetos, una fuente del patio de los leones de la Alhambra con una burla de los toreros, muñecos bibendum de Michelin, anuncios de Pirelli, un sofá-labios (al estilo de la habitación de Mae West en el museo de Figueres que quizá sea lo que la gente encuentre kitsch) y todo ello coronado con una estatua de Artemis con un ciervo.

Cuesta volver al mundo llamado real después de este paseo por el sobrerreal de la mano del genio.

divendres, 15 de juliol del 2016

Una realidad disfrazada de realidad

Este artista, Hiroshi Sugimoto, llega precedido de mucho renombre como creador polifacético, versado en varias artes, singularmente la fotografía, la escultura y la arquitectura. Dentro del proyecto PhotoEspaña 16, la galería Mapfre, del paseo de Recoletos, le ha consagrado una exposición comisariada por Philip Larrat-Smith que permite hacerse una idea bastante ajustada de las virtudes y los vicios de su técnica, a la vez muy original y muy convencional. La muestra consta de unas cincuenta fotografías de gran tamaño, agrupadas en cinco series temáticas: paisajes marinos, cines, campos relampagueantes, retratos y dioramas, de los cuales solo las dos últimas están acabadas y las otras siguen haciéndose. Una ojeada a su página web también es de utilidad. 

Cada serie parte de una idea, un propósito, una intencionalidad creativa generalmente bastante original y de gran belleza plástica. Luego las elabora con una muy depurada técnica fotográfica en blanco y negro que, además, desdeña los recursos digitales y las desarrolla en forma serial, con mayores o menores variaciones. Se produce así una impresiòn  muy curiosa pues, sin dejar de ser fotografías, las imágenes semejan pinturas con el paradójico extremo añadido de que prescinden del color que es el elemento esencial de esta. 

Las cinco ideas tienen rasgos muy propios: los paisajes marinos son imágenes del mar todas ellas divididas por la mitad por la línea del horizonte; los cines, pantallas de proyección en blanco luminoso enmarcadas en la decoración de primera mitad del siglo XX para teatros y conseguidas a base de fotografiar una película entera con cámara inmovil con diafragma abierto al máximo y en una única toma; los campos relampagueantes, centellas en noches de tormenta impresas directamente sobre los negativos, sin cámara; los retratos, fotografías de figuras de cera de tiempos históricos (Enrique VIII, Ana Bolena, etc) o contemporáneos (Fidel Castro, Yasir Arafat), sobre fondo negro uniforme; los dioramas, fotografías de animales disecados en paisajes figurados, que transmiten un sensación hiperrealista de la naturaleza tanto ahora como en tiempos prehistóricos.

Las ideas son fascinantes, la técnica para plasmarlas depuradísima, el resultado por lo general, muy sorprendente y con mucha fuerza por su originalidad y belleza. El hecho de que se conciban en series, sin embargo, resta atractivo al resultado. Es verdad que en algunos casos las variaciones de la gama de grises y las tonalidades (las marinas, por ejemplo) individualizan cada obra y cautivan la vista. Pero en otro casos, como en el de los cines, la repetición tiene algo de catálogo y hace aparecer una punta de rebuscamiento de la obra que la desmerece. En el caso de los dioramas eso es patente. Los relámpagos, sin embargo, crudamente estampados en el negro de la noche son muy impresionantes. 

Es un  arte compleja la de Sugimoto, tiene un elemento filosófico que  impulsa al visitante a interrogar la imagen en busca de una respuesta que esta no puede dar. 

dijous, 14 de juliol del 2016

La niñera y su sombra

¡Qué gran iniciativa la de la Fundación Canal de Madrid con la retrospectiva de Vivian Maier! Y está teniendo mucha aceptación. No es frecuente que una exposición de fotos de una autora desconocida hasta hace muy poco suscite tanto interés. Para que luego digan que la gente no tiene inquietudes.

Porque es un acontecimiento. Vivian Maier (Nueva York, 1926-Chicago, 2009) no solamente es una gran fotógrafa, sino también una metáfora, un símbolo y ya un mito de la condición humana y de nuestro tiempo y eso desde hace menos de 10 años. Antes, nadie sabía nada de ella. Si apuramos, ni ella misma, que murió en la indigencia y la oscuridad sin haber enseñado a nadie el prodigioso, hercúleo trabajo que había hecho a lo largo de su vida y dejó tras de sí en forma de más de 150.000 fotografías. Sobre todo de Nueva York y Chicago, pero también de otras partes del planeta. 150.000 y algunos films que nadie había visto y, de nuevo, ni ella misma, que fotografiaba y fotografiaba y guardaba luego los negativos en cajas, sin positivarlos, quizá sin mirarlos.

La exposición cuenta la biografía de esta desconocida y la explosión mundial de su revelación, por cierto, gracias a las redes, cuando el poseedor de muchísimas de esas fotos (compradas en una subasta por desahucio) las colgó en Flickr y, como se dice, se hicieron virales. Está sabiamente comisariada por Anne Morin y exhibe unas 120 fotografías. Casi todas se encuentran en la web de Vivian Maier pero es un placer verlas aquí juntas con oportunos textos de la comisaria.

Esta niñera con pinta de Mary Poppins, se pasó años caminando por las calles de Nueva York, Chicago y otras ciudades (es totalmente urbana), fotografiándolo todo: personas, parques, edificios, coches, negocios, procesiones. Todo. Primero con una Rolleiflex y luego con una Leica. Hay un consenso general en que esta extensísima y abigarrada obra tiene un estilo que recuerda a los grandes y más o menos consagrados de la fotografía gringa y específicamente neoyorkina. Diane Arbus, Walker Evans, Dorothea Lange, Lisette Model en los tipos humanos y Paul Strand, Hellen Levitt y, sobre todo Weegee y Garry Winogrand en la calles, la ciudad de Nueva York.

Estamos acostumbrados a leer sobre la impresión que Nueva York produce en los extranjeros, especialmente en nosotros, los europeos. Son muchos los escritores, artistas, pintores que viajan a NY y se sienten obligados a hablar, escribir sobre ella, pintarla, musicalizarla. Son miradas de fuera que se mezclan con las nuestras cuando nos pateamos Brooklyn, o el Village, o el Bronx. Pero no son menos intensas e interesantes las visiones de los lugareños. La imagen de NY de Manhattan Transfer es fortísima por cuanto la protagonista es toda la ciudad. Las visiones de Nelson Algren o de Paul Auster la reinterpretan. En pintura siempre hay una escuela de NY funcionando. Y en la fotografía. Y las visiones de los fotógrafos son directas, inmediatas, testimoniales. Todos hemos visto las bocas de riego, las tapas de la conducción subterránea soltando vapor en invierno, las casas con escaleras por las fachadas, los toldos de lujo del West End, el pandemonium lumínico de Times Square.

Bueno, pues al grupo de los fotógrafos neoyorquinos, al de Winogrand, por derecho propio y sin ningún título profesional, se suma Vivian Maier, un continente de imágenes que estaba por descubrir. Casi no se sabe nada de su biografía, oscura y anodina de niñera cumplidora y reservada. Se esgrimen teorías, más basadas en la interpretación de los temas en su obra que en datos fidedignos objetivos. Así se dice que utilizó la cámara para buscar su lugar en el mundo sobre el que no parecía estar segura, como si alguien lo estuviera. Se apoya este juicio en un rumor de que, al parecer, Maier se presentaba a gente distinta simulando nombres y personalidades distintas. Será así. En todo caso, las imágenes que se exhiben son fascinantes en su rotunda y absoluta espontaneidad y cotidianidad. No hay posados (salvo callejeros fugaces), ni estudio, ni iluminación artificial, no hay preparación. Hay, sin embargo, todo tipo de encuadres y perspectivas. Sobre todo, la obra con la Rolleiflex.

Un tema llama la atención y es la cantidad de autorretratos. La explicación, probablemente, es sencilla: soledad. Las gentes solitarias solo pueden hacerse compañía a sí mismas y acaban encontrándose dignos objetos de retrato. En el caso de Maier, las autoimágenes casi siempre se construyen. Siendo inevitable el espejo o, cuando menos, un reflejo, Maier trata de sacarles el mayor partido al conjugarlos con su propia figura. Y todavía hay más. Una gran parte de los autorretratos son su sombra. Aquí ya las interpretaciones y teorías pueden dispararse, y yo me apunto. Porque la sombra en la representación visual introduce un factor inquietante. Con la sombra asociamos terrores ancestrales y leyendas muy variadas. Incluso hay una novela que viene a reinterpretar el Fausto sosteniendo que lo que este vende al diablo no es su alma, sino su sombra. La sombra es como nosotros: nos pertenece y no nos pertenece al mismo tiempo.

Anodina y triste, esta anti-Pandora, metió todos los males de la humanidad, nos metió a todos en unas cajas de cartón, las cerró y se olvidó de ellas.

dissabte, 9 de juliol del 2016

Por el río de la vida

En 2014, ocho fotógrafas, ganadoras del premio Inge Morath, realizaron un viaje a lo largo del Danubio, en recuerdo del que hizo en los años cincuenta del siglo pasado la mujer que da nombre al premio. El viaje, de 6.500 kms, meticulosamente preparado, en un camión-galería, rodado en cine, fue apoyado por la Fundación Telefónica que ahora lo expone en la Gran Vía en Madrid con un documental de 30', comisariada por Celina Lunsford. Son unas 150 fotos, 60 de ellas de la propia Morath, agrupadas por cada autora, todas mujeres de muy diversos países, aproximadamente la misma edad (la de Morath cuando lo hizo) y alguna con su hijo pequeño. Son Olivia Arthur Inglesa), Lurdes Basolí (catalana), Kathryn Cook (estadounidense), Jessica Dimmock (estadunidense), Claudia Guadarrama (mexicana), Claire Martin (australiana), Emily Schiffer (estadounidense) y Ami Vitale (estadounidense).

Muy buena decisión que une tres factores muy atractivos: el río Danubio, la fotógrafa Inge Morath y el viaje en sí mismo. El río y el viaje tienen una relación inmediata, intuitiva. Es un camino, ese que Cristo triplica en el camino, la verdad y la vida y lo identifica con su persona.

El Danubio, con todo, es más que un río cualquiera que solo sirva de apoyo a una metáfora. Es uno de los caminos de la civilización en Europa. El otro, el Rin. El segundo en longitud, después del Volga, atraviesa o delimita multitud de países y toca ciudades que son decisivas en la historia del continente: Regensburg, Passau, Linz, Bratislava, Viena, Belgrado, Budapest, Bucarest. Culturas, lenguas, religiones. La capital de un imperio que lo ha envuelto en leyendas y acompañado en composiciones musicales, un imperio que llegó a llamarse la monarquía del Danubio. Ese río que, por ironías de los nombres, nace en la Selva Negra y desemboca en el Mar Negro, en una desembocadura triste, desolada, que impregna la última poesía de Ovidio Tristes, allí desterrado por Augusto. Seguir y fotografiar mientras tanto este río tiene algo de viaje iniciático, como saben quienes hayan leído el libro de Claudio Magris, otro que hizo el trayecto en los años ochenta. Hacerlo a los treinta años, en los cincuenta, en una Europa dividida por la guerra fría, convierte la iniciación casi en una vocación. Es lo que le pasó a Inge Morath.

Y ya estamos con la fotógrafa, en sí misma otro río de tan largo y variado cauce como el Danubio. Austriaca de Istria, fue una de las primeras (si no la primera) en ingresar en la agencia Magnum, en donde aprendió el oficio con Cartier-Bresson. Con la Magnum recorrió muchos países, China, Rusia, Persia, etc y su fotoperiodismo tuvo gran éxito. Amplió su acción a la fotografía de rodajes y, junto a Cartier-Bresson trabajó con gente como John Huston. En el rodaje de The Misfits, la mítica última película de Marilyn Monroe, Clark Gable y Montgomery Clift, conoció a Arthur Miller y se casó con él, trabajando juntos en muchos proyectos. Morath siguió publicando una abundante producción de fotoperiodismo en monografías.

Precisamente tiene una también de los años cincuenta, llamada Guerre à la tristesse, hecha con motivo de unos sanfermines. El libro es hoy joya de coleccionista pues contiene también ilustraciones de Picasso. Pero sobre todo, es un retrato seco, sin contemplaciones, en un blanco y negro casi como trallazos visuales, de la silenciosa miseria de un país que no nos gusta recordar. Este nos toca de cerca, pero Morath tiene otros libros de impresiones, viajes, ciudades, no menos interesantes: Nueva York, Regensburg; o personajes, creadores y artistas con los que colaboró de diversas formas. Una fotógrafa, periodista, analista, escritora, mujer de muchos merecimientos.

Morath repitió el viaje ya al final de su vida, en los años noventa. Volvió a hacer el camino. Y todo había cambiado.

Las ocho mujeres que reproducen el trayecto son una explosión de vitalidad. La narrativa hace referencia a que ese viaje fue también una experiencia iniciática para ellas. Es fácil imaginarlo: dos meses de convivencia diaria a lo largo del camino. Una aventura sobre la que reflexionan, al margen de la obra que exponen, resultado del ejercicio de su actividad de fotógrafas sin programa prefijado y al azar. Por supuesto, las temáticas y estilos son muy diversas y expresan personalidades muy distintas. Por supuesto también, la calidad es muy alta. Y el resultado en su conjunto, como una sinfonía, un documental hecho de diversas facetas, un estudio etnológico, paisajístico, lúdico, social,  ceremonial. Es la música de una cultura con las imágenes y los colores de ocho visiones distintas y un documental narrativo. Pura sinestesia. Merece la pena la exposición

divendres, 8 de juliol del 2016

El triunfo del amor

En el teatro Cofidis-Alcázar, un histórico lugar en Madrid, representan Trabajos de amor perdidos, de Shakespeare. El espectáculo es de la Fundación Siglo de Oro, que está asociada al Shakespeare Globe's Theatre, bajo la codirección de Tim Hoare y Rodrigo Arribas, ambos merecedores de aplauso, como también el conjunto del elenco por una interpretación soberbia y también la escenografía. Dos horas y pico que dura la representación y sin descanso, pero que se pasan volando, con unos actores y actrices absolutamente entregados a la magia de Shakespeare y un público tambièn entregado a la de los cómicas. Francamente, una delicia de espectáculo, de ingenio y gracia. Gracia por cierto a raudales, viva, chispeante. La gracia del genio.

Los Trabajos de amor perdidos es de las primeras comedias del autor y no suele representarse porque, además, de traer muchas dificultades de adaptación, no se sabe de cierto cómo termina, ya que no hay una versión "canónica" publicada en vida de Shakespeare. Como no la hay de las demás, si bien en este caso, tampoco hay gran acuerdo posterior. Además parece que no gozó de gran aceptación por su carácter burlesco pero en cierto modo indeterminado. El mundo de las cortes y el del pueblo están diferenciados. Cada uno está en su lugar. Pero no se sabe cuál es más ridículo.  La comedia, que es un prodigio de ingenio, parece conducir a un final feliz, como en esta versión se expone. Pero eso, en cierto modo, contradice el título porque, de ser el final feliz, ¿por qué se han perdido los trabajos de amor? Admitido, no es relevante, aunque prejuzga algo que Shakespeare quizá no diera por supuesto. Su fe en la constancia de los seres humanos era escasa.

La historia es muy simple: Enrique, Rey de Navarra (luego Enrique IV), se retira con tres caballeros de su séquito a un lugar apartado para dedicar tres años a la meditación, la sabiduría y con abstinencia carnal tan decidida que se decreta prohibición de entrada en el reino a cualquier mujer. Allí se presenta la princesa de Aquitania (futura Reina de Francia) con tres damas a resolver un contencioso con Enrique a cuenta de sus tierras. El encuentro enciende cuatro hogueras de amor entre los ocho personajes. Los hombres han roto sus juramentos. Recurriendo luego a un ardid femenino, frecuente en el teatro de la época, las mujeres, disfrazadas de hombres, revelan la miseria de los cuatro navarros, los cautivan, los subyugan y, ponen precio a la correspondencia afectiva pidiéndoles que aguanten un año de ausencia y abstinencia (al fin y al cabo, la tercera parte que los bravucones se habían fijado por su disparatado empeño) y si, cumplido este, mantienen su amor, serán recompensados.

La pieza es una afirmación del triunfo del amor sobre la pedantería y la vanagloria de unos varones que, siendo nobles, son simples. Más simples que los otros personajes de la comedia, plebeyos, cortesanos, eruditos a la violeta y puros fantoches. Un contrapunto admirable en diálogos e interacciones. No resisto la malévola observación de que, ya en aquellos años, hacia fines del siglo XVI, el burlón de Shakespeare había tomado la medida a la altanería hispana visible en el español de la obra, don Adriano de Armado. Los rasgos críticos de la prosopopeya española aparecen aquí rebajados al convertir a don Adriano en alguacil, pero están patentes en su comportamiento. Un personaje que ya era real en el siglo XVI y sigue siéndolo hoy. Basta pensar en el actual embajador español en Inglaterra precisamente, un hombre que asegura, con el empaque de su condición de conquistador del islote Perejil, que España no entró en la guerra del Irak. Es decir, las tropas que rapatrió Zapatero al comienzo de su mandato debían de venir de un balneario.

¡Qué grande es Shakespeare! Es fama que en esta obra se pronuncia la palabra más larga de todo el repertorio shakesperiano: honorificabilitudinitas, una sentencia de Costra, el simple. Porque en la obra todo es lo contrario de lo que parece, muy típico de los lances de amor. Por eso, al final, los simples, los plebeyos y el español quieren congraciarse con los nobles mediante la representación teatral (otro truco fantástico, el del teatro dentro del teatro) de los nueve de la fama. Es una leyenda del ciclo artúrico de rabiosa ideología caballeresca que identifica nueve héroes del pasado en tres grupos de tres: la antigüedad (Héctor, Alejandro y César), los judíos (Josué, David y Judas Macabeo) y los cristianos (Arturo, Carlomagno y Godofredo de Bouillon). Pura doctrina que los nobles interrumpen de forma grosera.

La vertiginosa rapidez del enredo, envuelto en unos diálogos que deslumbran, apenas deja tiempo para maliciarse que, en el desarrollo de la trama, Shakespeare vierte una ironía demoledora sobre el super-yo masculino de la época. Y de todas.


dijous, 7 de juliol del 2016

El arte y el género

El festival anual de Photo España, que sigo de modo intermitente, organiza exposiciones individuales o colectivas en distintos puntos del país y en muy diverso tipo de establecimientos e instituciones. Gracias a ese criterio de descentralización, Palinuro ha puesto sus pies por primera vez en su vida en una tienda de Loewe, en concreto, la de la Gran Vía de Madrid, nº 4. El motivo: una exposición retrospectiva de la obra de la fotógrafa Lucia Moholy (Praga, 1894- Zurich 1989). La tienda en sí misma ya es digna de verse por su descarada excentricidad decorativa, hecha de culto al lujo, sublimado como exquisito buen gusto minimalista. Los espacios son de tonalidad cálida y los objetos, bolsos, guantes, maletines, pierden su condición de mercancías, convertidos casi en piezas de museo que combinan la apariencia de originalidad y exclusividad con el hecho de que tienen precio. El interiorismo de Loewe confunde el mercado de la ilusión con la ilusión del mercado. Y el personal que atiende, de trato refinado, parece compuesto por extraterrestres por la indumentaria.

Supongo que Palinuro carece de especial competencia para valorar los méritos estéticos de la empresa. Además, no fue a ver Loewe, sino la obra de Lucia Moholy que allí se expone. Está en el sótano,con una cuidada iluminación, una buena muestra comisariada por María Millán que reúne medio centenar de fotografías de la autora durante unos quince años de su vida y con relativa variedad de temas siendo el más importante la Bauhaus y las personas con las que allí convivió.

La Bauhaus es el episodio decisivo en la vida de Moholy (nacida Lucia Schulz, judía checa germanohablante), el que decidió su destino. Había estudiado Filosofía e Historia del Arte en la Universidad, una de las escasas mujeres con acceso a estudios superiores a primeros de siglo XX. Sin duda, una personalidad. Pronto desarrolló vocación libresca y, aparte de escribir libros (publicando bajo el pseudónimo de Ulrich Steffen), los editaba, trabajando para importantes editoriales como Hyperion o Rowohlt. Su matrimonio con Laszlo Moholy-Nagy le cambió la vida. Contratado el marido en la Bauhaus como maestro, la pareja se instaló en la escuela, primero en Weimar y luego en Dessau. Durante aquellos años, Lucia cursó concienzudos estudios de fotografía, artes plásticas, diseño (lo habitual en la Bauhaus) y se convirtió en la fotógrafa de la institución. Muchas de las fotos en la exposición vienen de esa época: algún autorretrato; uno con su marido y una técnica que no conozco y me recuerda la solarización de Man Ray, aunque sin mucha fuerza; retratos de Kandinsky, de Paul Klee, de Walter Gropius; fotografías del exterior y los interiores de la Bauhaus que, además servían como medios para variar la decoración; objetos creados por los artistas que convivieron en aquella curiosa experiencia de una especie de comunidad, empeñada en fundir el arte con la tecnología y el diseño. Su integración en la vida de la Bauhaus y en la carrera de su marido fue total.

Llegaron los nazis, el matrimonio se separó y ambos emigraron por vías separadas a Inglaterra. Allí, Lucia se establecíó como artista gráfica, crítica de arte, y trabajó en diversos proyectos internacionales como fotógrafa y cineasta, alguno de los cuales, de la UNESCO, le permitió viajar frecuentemente a lugares apartados. Esto abrió mucho su temática sin pérdida de interés ni calidad. La parte de la obra de Moholy que más me gusta, aparte de la iconografía de la Bauhaus, es la de los retratos, unos primeros planos tan nítidos y profundos, que suelen considerarse como unos de los iniciadores de la nueva objetividad, un movimiento revolucionario en su tiempo.

Esta exposición debe contribuir, según palabras de la comisaria, a re-evaluar la obra de una artista injustamente olvidada. Sea. Pero llama la atención esa circunstancia de que haya sido olvidada. Lógico, se dirá, ella misma, al casarse con Moholy-Nagy y sacrificarle su carrera, quedó ensombrecida por el brillo del cónyuge. Sí y no. En primer lugar, tampoco Moholy-Nagy brillaba tanto y, en segundo, ella misma había interiorizado ya antes esa posición de subalternidad. Tal debe de ser la razón por la que firmaba sus libros con pseudónimo masculino. Es una situación que da que pensar acerca de lo mucho que queda para vivir en sociedades con igualdad verdadera de géneros. Si se consigue alguna vez.

dissabte, 2 de juliol del 2016

Cuando las paredes hablan bajo las bombas

Interesante, extraña, original película que innova estilo narrativo cinematográfico. Un curioso experimento que rompe convenciones del relato y fuerza un reacomodo continuo del espectador que no siempre se sigue con agrado porque requiere esfuerzo, como si de bañarse en dos ríos se tratara o de realizar dos actividades radicalmente distintas, por ejemplo volar y nadar. Esto no es una queja. Ninguna obra de arte es fácil ni adormece y, si lo hace, no es arte o no es obra.

Parece que es el estilo del director, Alexander Sokurov, manifiesto en un film anterior, El arca rusa que no he tenido ocasión de ver. Consiste en intercalar estilos, estructuras, personajes distintos y a niveles distintos. El título Francofonía ya preanuncia el contenido compuesto. Los dos motivos principales forman un trenzado: por una parte, un documental, con abundancia de material vintage y otro artificialmente envejecido, acerca de los museos, su función en la historia y, muy especialmente, el del Louvre. Por otra un relato de contenido histórico real pero ficcionalizado bajo la forma de las dos máximas autoridades de conservación del Louvre durante la ocupación alemana, el funcionario francés Jaujard y el jefe del departamento de la Wehrmacht a cargo de las obras de arte, el conde Wolff-Metternich.

Estas dos historias se entreveran asimismo con dos motivos menores, de un lado, unas apariciones de Napoleón Bonaparte hablando de sí mismo ante sus retratos y una Mariana con gorro frigio, proclamando el trío "liberté, égalité, fraternité"; de otro un episodio actual en que un carguero con contenedores repletos de obras de arte amenaza con naufragar en mitad de una tormenta. La pertinencia de este motivo no acaba de entenderse del todo, pero los comentarios del Gran Corso por las galerías del Louvre son magníficos y absolutamente ilustrativos acerca de las relaciones entre el arte y la guerra, haciéndose de paso un homenaje a Tolstoy y Chejov, aunque este último no me resulta tan evidente.

A todo esto, el film entero está narrado en su mayor parte en polaco en voz en off pero también tiene diálogos y parlamentos en francés y alemán. Diálogos por cierto magníficos porque vienen acompañados de explicaciones externas, apostillas esclarecedoras. El oficio de cámara es una permanente filigrana en el juego de planos, contraplanos y todo tipo de técnicas narrativas, algunas nuevas, al menos para mí.

La parte documental es espléndida, un canto al Louvre, centro del arte mundial, obra colectiva de la nación francesa desde el siglo XVI, a través de sus sucesivas ampliaciones. Ahí es donde la monarquía cede el paso a la Mariana de la revlución y esta a Napoleón. Algo se habla del incendio de las Tullerías, pero como de pasada y sin localizarlo. Las Tullerías fueron incendiadas durante la Comuna de 1871 y posteriormente demolidas. Este relativo olvido señala otro de los elementos más característicos de la película, su carácter suave, por así decirlo. La acción trascurre durante una guerra, pero de la guerra no vemos casi nada. Ciertos factores políticos, Pétain, Vichy y de epitafio, De Gaulle, Eisenhower y poco más. Lo que sí vemos son las medidas para poner a salvo los tesoros del museo. Este es el nudo del relato: estamos en guerra, pero los dos bandos reconocemos la necesidad de poner a salvo los tesoros artísticos aun contra nosotros mismos.

Y aquí es donde aparecen nuestros dos protagonistas, el funcionario francés (colaborador, pero resistente) y el oficial de la Wehrmacht (ocupante pero simpatizante) en una compleja, muy contenida relación, llena de significados ocultos y sobreentendidos. Este dueto es frecuente en las historias de nazis. Por lo general son oficiales cultos de la Wehrmacht (no de las SS) admiradores de la cultura y el espíritu del enemigo francés. Además, Wolff Metternich, este oficial, es renano y ya se sabe que Renania-Palatinado es germánica de sangre pero francesa de espíritu. Esto no tiene nada que ver con la banalización del nazismo, aunque algo se le acerque, pero por la vía de la justicia conmutativa: se trata de figuras simbólicas que nos ayudan a comprender que la aportación de Alemania a la humanidad no son los 12 bárbaros años de la Gewalthersschaft.

En fin, la película plantea multitud de otros temas cada cual más complicado pero fascinante. El oficial alemán desobedece las órdenes de sus superiores de proceder al pillaje de las obras de arte. Por ello lo destituyen. Y viene luego el destino posterior de los personajes ya en tiempo de paz. Una noble amistad tramada en el silencio de un tiempo de violencia. Especialmente llamativo el trozo dedicado a explicar que toda la afinidad que los combatientes sentían recíprocamente en el Oeste desaparecía cuando se miraba hacia el Este. El ejército nazi ocupante en Rusia no tenía oficina alguna encargada de cuidar las obras de arte. La consigna era destruirlo todo. El relato del sitio de Leningrado pone los pelos de punta y más porque está narrado en una lengua eslava, la de los Untermenschen.

En fin, me parece una gran película, aunque a veces puede sacar de quicio por su ocasional lentitud.

dijous, 23 de juny del 2016

Con el Bosco empieza todo

Quienes se decidan a visitar la exposición de El Bosco en el museo del Prado, se armen de paciencia porque está todo petado a tope durante todo el día. No tanto como si fuera el metro en hora punta, pero se le acerca. Hay que pasar minutos divisando trozos de sus pinturas más célebres entre cabezas de otros visitantes hasta que, por fin, consigue uno aproximarse al cuadro de que se trate. Por fortuna el Bosco pide que se le contemple desde muy cerca. Si fueran necesarias distancias mayores, sería imposible.

¿Qué tiene este pintor flamenco del siglo XV/XVI, del que no sabemos casi nada y que dejó apenas dos docenas de obras y de la autoría de algunas hay dudas? ¿Por qué es un éxito de público y atrae de este modo a las masas un artista complicado, muy cerrado en sí mismo, nada convencional y de significado generalmente incomprensible? Pues por todo eso. Es decir, en el fondo, no lo sabemos. Casi todos sus cuadros nos son familiares y siempre que hemos tenido ocasión de verlos, en Lisboa, en El Escorial, en El Prado, etc, lo hemos hecho del mismo modo, deteniéndonos en la contemplación, escudriñandolos de cerca, descubriendo generalmente figuras o detalles que se nos habían escapado y matizando nuestro juicio. Una visión de conjunto de sus obras es imposible. Sí puede serlo cada obra completa, sobre todo los retablos más famosos El carro de heno o El jardín de las delicias. ¿Qué diríamos que representan en general? En principio, está claro: un cuadro completísimo de la sociedad centroeuropea bajomedieval. Oficios, profesiones, fiestas, costumbres, usos, muchos de los cuales nos son hoy incompresibles y de imposible acceso. Es asimismo una pintura alegórica y simbólica sobre ese recio fondo realista; y muchos de esos símbolos y alegorías, muy variadas en una época en que que el conocimiento se transmitía, sin duda, por la escritura pero solo en pequeña medida, pues casi nadie sabía leer ni escribir. Los mensajes se transmitían por imágenes y es el contenido significativo de muchas de ellas el que se nos escapa hoy día.

El Bosco es un pintor profundamente moralizante, aunque no religioso, y el contenido de esa moralización es el del cristianismo a punto ya de iniciar la Reforma, el prerrenacentista, el que se ha llamado "humanista" a partir de Erasmo de Rotterdam, buen amigo del Bosco quien, como este, fustigaba los vicios del cristianismo, la vida disipada del clero, la prevalencia de síntomas del pecado y la prevaricación en el mismo solio de San Pedro. Pero ninguno de los dos quería romper con Roma por lo que esta se salvó en su magnificencia, emprendiendo luego la singladura del catolicismo. El Bosco habla un lenguaje que entenderán todos los cristianos, aunque luego no se lo apliquen: sacrificio, penitencia, odio al lujo, el oropel, las vanidades mundanas y un comportamiento humano rígidamente enmarcado en un cuadro ascético de combate de los siete pecados capitales (recuérdese, una obra muy señalada del pintor). Añádase una comprensión metafísica de la esencia humana en los tres momentos decisivos del individuo, como nacimiento, desarrollo y muerte, pasados al terreno filogénético en las imágenes del paraíso terrenal, la vida mundana y el infierno. 

Varias de sus obras, tanto propias como de taller, centran el foco en situaciones o cuestiones concretas y son en sí mismas casi manifiestos. Las tentaciones de San Antonio que, casualmente encabezan el Palinuro de este mes, una de las diversas variantes -y todas muy distintas- que trabajó el artista, son un mundo. Todas ellas. Una, que había sido habitualmente atribuida al mayor discípulo del Bosco, Breughel, es la que inspira el impresionante relato de Flaubert, Las tentaciones de San Antonio, cuya lectura turba de tal modo el ánimo del lector culto que no vuelve a ser el mismo, al menos a mi juicio. Por eso, acercarse a la narración flaubertiana se convierte en una especie de iniciación mística. En el caso de la versión que figura en la entrada de Palinuro hoy, la motivación es la que figura en la casa de la izquierda con el rostro de la mujer, una evidente Celestina en una casa de lenocinio. Las tentaciones de San Antonio solían ser lujuriosas, aunque también hubiera otras.

El Bosco retrata su época en el contexto convencional del día  día, pero lo hace siempre en el terreno distorsionado de la aplicación moralizante: el estado de felicidad del paraíso, la terrible lucha entre la virtud y el vicio del mundo, el demonio y la carne y, por último los sufrimientos eternos de los infelices condenados en l infierno. 

Lo característico de la pintura bosquiana, sin embargo son las composiciones y los productos de la imaginación del autor. Algo insólito, nunca visto antes y nunca visto después. Por supuesto que el Bosco ha dejado un rastro amplísimo de influencia en todas las actividades posteriores de todas las épocas. Nadie medianamente creador ve estas obras y se conforma con la vista. El mencionado Breughel es un ejemplo típico, pero también lo era gran parte de la evolución posterior del arte. Los simbolistas recurrieron con frecuencia a nuestro autor, pero fueron los surrealistas los que lo proclamaron uno de los suyos y Dalí quien produjo una Tentación de San Antonio como una expresión visual y una experiencia mística. 

Innecesario señalar que el Bosco, como buen pintor onírico, podría servir como manual ilustrado para la interpretación de los sueños de Freud, como ya había funcionado en cuanto modelo para algunas d las peripecias de Alicia en el país de las maravillas.En realidad su proyección llega a donde menos se pueda imaginar. Por ejemplo, a Big Sur y las naranjas de Hieronymus Bosch, un libro a su vez desconcertante de Henry Miller.

En definitiva, un arte puesto al servicio de los novísimos con capacidad para reinterpretar el decurso de la vida humana como un combate permanente entre la esencia y la apariencia, la verdad y el engaño, la salvación y la condenación.