¡Qué gran iniciativa la de la Fundación Canal de Madrid con la retrospectiva de Vivian Maier! Y está teniendo mucha aceptación. No es frecuente que una exposición de fotos de una autora desconocida hasta hace muy poco suscite tanto interés. Para que luego digan que la gente no tiene inquietudes.
Porque es un acontecimiento. Vivian Maier (Nueva York, 1926-Chicago, 2009) no solamente es una gran fotógrafa, sino también una metáfora, un símbolo y ya un mito de la condición humana y de nuestro tiempo y eso desde hace menos de 10 años. Antes, nadie sabía nada de ella. Si apuramos, ni ella misma, que murió en la indigencia y la oscuridad sin haber enseñado a nadie el prodigioso, hercúleo trabajo que había hecho a lo largo de su vida y dejó tras de sí en forma de más de 150.000 fotografías. Sobre todo de Nueva York y Chicago, pero también de otras partes del planeta. 150.000 y algunos films que nadie había visto y, de nuevo, ni ella misma, que fotografiaba y fotografiaba y guardaba luego los negativos en cajas, sin positivarlos, quizá sin mirarlos.
La exposición cuenta la biografía de esta desconocida y la explosión mundial de su revelación, por cierto, gracias a las redes, cuando el poseedor de muchísimas de esas fotos (compradas en una subasta por desahucio) las colgó en Flickr y, como se dice, se hicieron virales. Está sabiamente comisariada por Anne Morin y exhibe unas 120 fotografías. Casi todas se encuentran en la web de Vivian Maier pero es un placer verlas aquí juntas con oportunos textos de la comisaria.
Esta niñera con pinta de Mary Poppins, se pasó años caminando por las calles de Nueva York, Chicago y otras ciudades (es totalmente urbana), fotografiándolo todo: personas, parques, edificios, coches, negocios, procesiones. Todo. Primero con una Rolleiflex y luego con una Leica. Hay un consenso general en que esta extensísima y abigarrada obra tiene un estilo que recuerda a los grandes y más o menos consagrados de la fotografía gringa y específicamente neoyorkina. Diane Arbus, Walker Evans, Dorothea Lange, Lisette Model en los tipos humanos y Paul Strand, Hellen Levitt y, sobre todo Weegee y Garry Winogrand en la calles, la ciudad de Nueva York.
Estamos acostumbrados a leer sobre la impresión que Nueva York produce en los extranjeros, especialmente en nosotros, los europeos. Son muchos los escritores, artistas, pintores que viajan a NY y se sienten obligados a hablar, escribir sobre ella, pintarla, musicalizarla. Son miradas de fuera que se mezclan con las nuestras cuando nos pateamos Brooklyn, o el Village, o el Bronx. Pero no son menos intensas e interesantes las visiones de los lugareños. La imagen de NY de Manhattan Transfer es fortísima por cuanto la protagonista es toda la ciudad. Las visiones de Nelson Algren o de Paul Auster la reinterpretan. En pintura siempre hay una escuela de NY funcionando. Y en la fotografía. Y las visiones de los fotógrafos son directas, inmediatas, testimoniales. Todos hemos visto las bocas de riego, las tapas de la conducción subterránea soltando vapor en invierno, las casas con escaleras por las fachadas, los toldos de lujo del West End, el pandemonium lumínico de Times Square.
Bueno, pues al grupo de los fotógrafos neoyorquinos, al de Winogrand, por derecho propio y sin ningún título profesional, se suma Vivian Maier, un continente de imágenes que estaba por descubrir. Casi no se sabe nada de su biografía, oscura y anodina de niñera cumplidora y reservada. Se esgrimen teorías, más basadas en la interpretación de los temas en su obra que en datos fidedignos objetivos. Así se dice que utilizó la cámara para buscar su lugar en el mundo sobre el que no parecía estar segura, como si alguien lo estuviera. Se apoya este juicio en un rumor de que, al parecer, Maier se presentaba a gente distinta simulando nombres y personalidades distintas. Será así. En todo caso, las imágenes que se exhiben son fascinantes en su rotunda y absoluta espontaneidad y cotidianidad. No hay posados (salvo callejeros fugaces), ni estudio, ni iluminación artificial, no hay preparación. Hay, sin embargo, todo tipo de encuadres y perspectivas. Sobre todo, la obra con la Rolleiflex.
Un tema llama la atención y es la cantidad de autorretratos. La explicación, probablemente, es sencilla: soledad. Las gentes solitarias solo pueden hacerse compañía a sí mismas y acaban encontrándose dignos objetos de retrato. En el caso de Maier, las autoimágenes casi siempre se construyen. Siendo inevitable el espejo o, cuando menos, un reflejo, Maier trata de sacarles el mayor partido al conjugarlos con su propia figura. Y todavía hay más. Una gran parte de los autorretratos son su sombra. Aquí ya las interpretaciones y teorías pueden dispararse, y yo me apunto. Porque la sombra en la representación visual introduce un factor inquietante. Con la sombra asociamos terrores ancestrales y leyendas muy variadas. Incluso hay una novela que viene a reinterpretar el Fausto sosteniendo que lo que este vende al diablo no es su alma, sino su sombra. La sombra es como nosotros: nos pertenece y no nos pertenece al mismo tiempo.
Anodina y triste, esta anti-Pandora, metió todos los males de la humanidad, nos metió a todos en unas cajas de cartón, las cerró y se olvidó de ellas.