En 2014, ocho fotógrafas, ganadoras del premio Inge Morath, realizaron un viaje a lo largo del Danubio, en recuerdo del que hizo en los años cincuenta del siglo pasado la mujer que da nombre al premio. El viaje, de 6.500 kms, meticulosamente preparado, en un camión-galería, rodado en cine, fue apoyado por la Fundación Telefónica que ahora lo expone en la Gran Vía en Madrid con un documental de 30', comisariada por Celina Lunsford. Son unas 150 fotos, 60 de ellas de la propia Morath, agrupadas por cada autora, todas mujeres de muy diversos países, aproximadamente la misma edad (la de Morath cuando lo hizo) y alguna con su hijo pequeño. Son Olivia Arthur Inglesa), Lurdes Basolí (catalana), Kathryn Cook (estadounidense), Jessica Dimmock (estadunidense), Claudia Guadarrama (mexicana), Claire Martin (australiana), Emily Schiffer (estadounidense) y Ami Vitale (estadounidense).
Muy buena decisión que une tres factores muy atractivos: el río Danubio, la fotógrafa Inge Morath y el viaje en sí mismo. El río y el viaje tienen una relación inmediata, intuitiva. Es un camino, ese que Cristo triplica en el camino, la verdad y la vida y lo identifica con su persona.
El Danubio, con todo, es más que un río cualquiera que solo sirva de apoyo a una metáfora. Es uno de los caminos de la civilización en Europa. El otro, el Rin. El segundo en longitud, después del Volga, atraviesa o delimita multitud de países y toca ciudades que son decisivas en la historia del continente: Regensburg, Passau, Linz, Bratislava, Viena, Belgrado, Budapest, Bucarest. Culturas, lenguas, religiones. La capital de un imperio que lo ha envuelto en leyendas y acompañado en composiciones musicales, un imperio que llegó a llamarse la monarquía del Danubio. Ese río que, por ironías de los nombres, nace en la Selva Negra y desemboca en el Mar Negro, en una desembocadura triste, desolada, que impregna la última poesía de Ovidio Tristes, allí desterrado por Augusto. Seguir y fotografiar mientras tanto este río tiene algo de viaje iniciático, como saben quienes hayan leído el libro de Claudio Magris, otro que hizo el trayecto en los años ochenta. Hacerlo a los treinta años, en los cincuenta, en una Europa dividida por la guerra fría, convierte la iniciación casi en una vocación. Es lo que le pasó a Inge Morath.
Y ya estamos con la fotógrafa, en sí misma otro río de tan largo y variado cauce como el Danubio. Austriaca de Istria, fue una de las primeras (si no la primera) en ingresar en la agencia Magnum, en donde aprendió el oficio con Cartier-Bresson. Con la Magnum recorrió muchos países, China, Rusia, Persia, etc y su fotoperiodismo tuvo gran éxito. Amplió su acción a la fotografía de rodajes y, junto a Cartier-Bresson trabajó con gente como John Huston. En el rodaje de The Misfits, la mítica última película de Marilyn Monroe, Clark Gable y Montgomery Clift, conoció a Arthur Miller y se casó con él, trabajando juntos en muchos proyectos. Morath siguió publicando una abundante producción de fotoperiodismo en monografías.
Precisamente tiene una también de los años cincuenta, llamada Guerre à la tristesse, hecha con motivo de unos sanfermines. El libro es hoy joya de coleccionista pues contiene también ilustraciones de Picasso. Pero sobre todo, es un retrato seco, sin contemplaciones, en un blanco y negro casi como trallazos visuales, de la silenciosa miseria de un país que no nos gusta recordar. Este nos toca de cerca, pero Morath tiene otros libros de impresiones, viajes, ciudades, no menos interesantes: Nueva York, Regensburg; o personajes, creadores y artistas con los que colaboró de diversas formas. Una fotógrafa, periodista, analista, escritora, mujer de muchos merecimientos.
Morath repitió el viaje ya al final de su vida, en los años noventa. Volvió a hacer el camino. Y todo había cambiado.
Las ocho mujeres que reproducen el trayecto son una explosión de vitalidad. La narrativa hace referencia a que ese viaje fue también una experiencia iniciática para ellas. Es fácil imaginarlo: dos meses de convivencia diaria a lo largo del camino. Una aventura sobre la que reflexionan, al margen de la obra que exponen, resultado del ejercicio de su actividad de fotógrafas sin programa prefijado y al azar. Por supuesto, las temáticas y estilos son muy diversas y expresan personalidades muy distintas. Por supuesto también, la calidad es muy alta. Y el resultado en su conjunto, como una sinfonía, un documental hecho de diversas facetas, un estudio etnológico, paisajístico, lúdico, social, ceremonial. Es la música de una cultura con las imágenes y los colores de ocho visiones distintas y un documental narrativo. Pura sinestesia. Merece la pena la exposición