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divendres, 15 de juliol del 2016

Una realidad disfrazada de realidad

Este artista, Hiroshi Sugimoto, llega precedido de mucho renombre como creador polifacético, versado en varias artes, singularmente la fotografía, la escultura y la arquitectura. Dentro del proyecto PhotoEspaña 16, la galería Mapfre, del paseo de Recoletos, le ha consagrado una exposición comisariada por Philip Larrat-Smith que permite hacerse una idea bastante ajustada de las virtudes y los vicios de su técnica, a la vez muy original y muy convencional. La muestra consta de unas cincuenta fotografías de gran tamaño, agrupadas en cinco series temáticas: paisajes marinos, cines, campos relampagueantes, retratos y dioramas, de los cuales solo las dos últimas están acabadas y las otras siguen haciéndose. Una ojeada a su página web también es de utilidad. 

Cada serie parte de una idea, un propósito, una intencionalidad creativa generalmente bastante original y de gran belleza plástica. Luego las elabora con una muy depurada técnica fotográfica en blanco y negro que, además, desdeña los recursos digitales y las desarrolla en forma serial, con mayores o menores variaciones. Se produce así una impresiòn  muy curiosa pues, sin dejar de ser fotografías, las imágenes semejan pinturas con el paradójico extremo añadido de que prescinden del color que es el elemento esencial de esta. 

Las cinco ideas tienen rasgos muy propios: los paisajes marinos son imágenes del mar todas ellas divididas por la mitad por la línea del horizonte; los cines, pantallas de proyección en blanco luminoso enmarcadas en la decoración de primera mitad del siglo XX para teatros y conseguidas a base de fotografiar una película entera con cámara inmovil con diafragma abierto al máximo y en una única toma; los campos relampagueantes, centellas en noches de tormenta impresas directamente sobre los negativos, sin cámara; los retratos, fotografías de figuras de cera de tiempos históricos (Enrique VIII, Ana Bolena, etc) o contemporáneos (Fidel Castro, Yasir Arafat), sobre fondo negro uniforme; los dioramas, fotografías de animales disecados en paisajes figurados, que transmiten un sensación hiperrealista de la naturaleza tanto ahora como en tiempos prehistóricos.

Las ideas son fascinantes, la técnica para plasmarlas depuradísima, el resultado por lo general, muy sorprendente y con mucha fuerza por su originalidad y belleza. El hecho de que se conciban en series, sin embargo, resta atractivo al resultado. Es verdad que en algunos casos las variaciones de la gama de grises y las tonalidades (las marinas, por ejemplo) individualizan cada obra y cautivan la vista. Pero en otro casos, como en el de los cines, la repetición tiene algo de catálogo y hace aparecer una punta de rebuscamiento de la obra que la desmerece. En el caso de los dioramas eso es patente. Los relámpagos, sin embargo, crudamente estampados en el negro de la noche son muy impresionantes. 

Es un  arte compleja la de Sugimoto, tiene un elemento filosófico que  impulsa al visitante a interrogar la imagen en busca de una respuesta que esta no puede dar. 

dijous, 14 de juliol del 2016

La niñera y su sombra

¡Qué gran iniciativa la de la Fundación Canal de Madrid con la retrospectiva de Vivian Maier! Y está teniendo mucha aceptación. No es frecuente que una exposición de fotos de una autora desconocida hasta hace muy poco suscite tanto interés. Para que luego digan que la gente no tiene inquietudes.

Porque es un acontecimiento. Vivian Maier (Nueva York, 1926-Chicago, 2009) no solamente es una gran fotógrafa, sino también una metáfora, un símbolo y ya un mito de la condición humana y de nuestro tiempo y eso desde hace menos de 10 años. Antes, nadie sabía nada de ella. Si apuramos, ni ella misma, que murió en la indigencia y la oscuridad sin haber enseñado a nadie el prodigioso, hercúleo trabajo que había hecho a lo largo de su vida y dejó tras de sí en forma de más de 150.000 fotografías. Sobre todo de Nueva York y Chicago, pero también de otras partes del planeta. 150.000 y algunos films que nadie había visto y, de nuevo, ni ella misma, que fotografiaba y fotografiaba y guardaba luego los negativos en cajas, sin positivarlos, quizá sin mirarlos.

La exposición cuenta la biografía de esta desconocida y la explosión mundial de su revelación, por cierto, gracias a las redes, cuando el poseedor de muchísimas de esas fotos (compradas en una subasta por desahucio) las colgó en Flickr y, como se dice, se hicieron virales. Está sabiamente comisariada por Anne Morin y exhibe unas 120 fotografías. Casi todas se encuentran en la web de Vivian Maier pero es un placer verlas aquí juntas con oportunos textos de la comisaria.

Esta niñera con pinta de Mary Poppins, se pasó años caminando por las calles de Nueva York, Chicago y otras ciudades (es totalmente urbana), fotografiándolo todo: personas, parques, edificios, coches, negocios, procesiones. Todo. Primero con una Rolleiflex y luego con una Leica. Hay un consenso general en que esta extensísima y abigarrada obra tiene un estilo que recuerda a los grandes y más o menos consagrados de la fotografía gringa y específicamente neoyorkina. Diane Arbus, Walker Evans, Dorothea Lange, Lisette Model en los tipos humanos y Paul Strand, Hellen Levitt y, sobre todo Weegee y Garry Winogrand en la calles, la ciudad de Nueva York.

Estamos acostumbrados a leer sobre la impresión que Nueva York produce en los extranjeros, especialmente en nosotros, los europeos. Son muchos los escritores, artistas, pintores que viajan a NY y se sienten obligados a hablar, escribir sobre ella, pintarla, musicalizarla. Son miradas de fuera que se mezclan con las nuestras cuando nos pateamos Brooklyn, o el Village, o el Bronx. Pero no son menos intensas e interesantes las visiones de los lugareños. La imagen de NY de Manhattan Transfer es fortísima por cuanto la protagonista es toda la ciudad. Las visiones de Nelson Algren o de Paul Auster la reinterpretan. En pintura siempre hay una escuela de NY funcionando. Y en la fotografía. Y las visiones de los fotógrafos son directas, inmediatas, testimoniales. Todos hemos visto las bocas de riego, las tapas de la conducción subterránea soltando vapor en invierno, las casas con escaleras por las fachadas, los toldos de lujo del West End, el pandemonium lumínico de Times Square.

Bueno, pues al grupo de los fotógrafos neoyorquinos, al de Winogrand, por derecho propio y sin ningún título profesional, se suma Vivian Maier, un continente de imágenes que estaba por descubrir. Casi no se sabe nada de su biografía, oscura y anodina de niñera cumplidora y reservada. Se esgrimen teorías, más basadas en la interpretación de los temas en su obra que en datos fidedignos objetivos. Así se dice que utilizó la cámara para buscar su lugar en el mundo sobre el que no parecía estar segura, como si alguien lo estuviera. Se apoya este juicio en un rumor de que, al parecer, Maier se presentaba a gente distinta simulando nombres y personalidades distintas. Será así. En todo caso, las imágenes que se exhiben son fascinantes en su rotunda y absoluta espontaneidad y cotidianidad. No hay posados (salvo callejeros fugaces), ni estudio, ni iluminación artificial, no hay preparación. Hay, sin embargo, todo tipo de encuadres y perspectivas. Sobre todo, la obra con la Rolleiflex.

Un tema llama la atención y es la cantidad de autorretratos. La explicación, probablemente, es sencilla: soledad. Las gentes solitarias solo pueden hacerse compañía a sí mismas y acaban encontrándose dignos objetos de retrato. En el caso de Maier, las autoimágenes casi siempre se construyen. Siendo inevitable el espejo o, cuando menos, un reflejo, Maier trata de sacarles el mayor partido al conjugarlos con su propia figura. Y todavía hay más. Una gran parte de los autorretratos son su sombra. Aquí ya las interpretaciones y teorías pueden dispararse, y yo me apunto. Porque la sombra en la representación visual introduce un factor inquietante. Con la sombra asociamos terrores ancestrales y leyendas muy variadas. Incluso hay una novela que viene a reinterpretar el Fausto sosteniendo que lo que este vende al diablo no es su alma, sino su sombra. La sombra es como nosotros: nos pertenece y no nos pertenece al mismo tiempo.

Anodina y triste, esta anti-Pandora, metió todos los males de la humanidad, nos metió a todos en unas cajas de cartón, las cerró y se olvidó de ellas.

dissabte, 9 de juliol del 2016

Por el río de la vida

En 2014, ocho fotógrafas, ganadoras del premio Inge Morath, realizaron un viaje a lo largo del Danubio, en recuerdo del que hizo en los años cincuenta del siglo pasado la mujer que da nombre al premio. El viaje, de 6.500 kms, meticulosamente preparado, en un camión-galería, rodado en cine, fue apoyado por la Fundación Telefónica que ahora lo expone en la Gran Vía en Madrid con un documental de 30', comisariada por Celina Lunsford. Son unas 150 fotos, 60 de ellas de la propia Morath, agrupadas por cada autora, todas mujeres de muy diversos países, aproximadamente la misma edad (la de Morath cuando lo hizo) y alguna con su hijo pequeño. Son Olivia Arthur Inglesa), Lurdes Basolí (catalana), Kathryn Cook (estadounidense), Jessica Dimmock (estadunidense), Claudia Guadarrama (mexicana), Claire Martin (australiana), Emily Schiffer (estadounidense) y Ami Vitale (estadounidense).

Muy buena decisión que une tres factores muy atractivos: el río Danubio, la fotógrafa Inge Morath y el viaje en sí mismo. El río y el viaje tienen una relación inmediata, intuitiva. Es un camino, ese que Cristo triplica en el camino, la verdad y la vida y lo identifica con su persona.

El Danubio, con todo, es más que un río cualquiera que solo sirva de apoyo a una metáfora. Es uno de los caminos de la civilización en Europa. El otro, el Rin. El segundo en longitud, después del Volga, atraviesa o delimita multitud de países y toca ciudades que son decisivas en la historia del continente: Regensburg, Passau, Linz, Bratislava, Viena, Belgrado, Budapest, Bucarest. Culturas, lenguas, religiones. La capital de un imperio que lo ha envuelto en leyendas y acompañado en composiciones musicales, un imperio que llegó a llamarse la monarquía del Danubio. Ese río que, por ironías de los nombres, nace en la Selva Negra y desemboca en el Mar Negro, en una desembocadura triste, desolada, que impregna la última poesía de Ovidio Tristes, allí desterrado por Augusto. Seguir y fotografiar mientras tanto este río tiene algo de viaje iniciático, como saben quienes hayan leído el libro de Claudio Magris, otro que hizo el trayecto en los años ochenta. Hacerlo a los treinta años, en los cincuenta, en una Europa dividida por la guerra fría, convierte la iniciación casi en una vocación. Es lo que le pasó a Inge Morath.

Y ya estamos con la fotógrafa, en sí misma otro río de tan largo y variado cauce como el Danubio. Austriaca de Istria, fue una de las primeras (si no la primera) en ingresar en la agencia Magnum, en donde aprendió el oficio con Cartier-Bresson. Con la Magnum recorrió muchos países, China, Rusia, Persia, etc y su fotoperiodismo tuvo gran éxito. Amplió su acción a la fotografía de rodajes y, junto a Cartier-Bresson trabajó con gente como John Huston. En el rodaje de The Misfits, la mítica última película de Marilyn Monroe, Clark Gable y Montgomery Clift, conoció a Arthur Miller y se casó con él, trabajando juntos en muchos proyectos. Morath siguió publicando una abundante producción de fotoperiodismo en monografías.

Precisamente tiene una también de los años cincuenta, llamada Guerre à la tristesse, hecha con motivo de unos sanfermines. El libro es hoy joya de coleccionista pues contiene también ilustraciones de Picasso. Pero sobre todo, es un retrato seco, sin contemplaciones, en un blanco y negro casi como trallazos visuales, de la silenciosa miseria de un país que no nos gusta recordar. Este nos toca de cerca, pero Morath tiene otros libros de impresiones, viajes, ciudades, no menos interesantes: Nueva York, Regensburg; o personajes, creadores y artistas con los que colaboró de diversas formas. Una fotógrafa, periodista, analista, escritora, mujer de muchos merecimientos.

Morath repitió el viaje ya al final de su vida, en los años noventa. Volvió a hacer el camino. Y todo había cambiado.

Las ocho mujeres que reproducen el trayecto son una explosión de vitalidad. La narrativa hace referencia a que ese viaje fue también una experiencia iniciática para ellas. Es fácil imaginarlo: dos meses de convivencia diaria a lo largo del camino. Una aventura sobre la que reflexionan, al margen de la obra que exponen, resultado del ejercicio de su actividad de fotógrafas sin programa prefijado y al azar. Por supuesto, las temáticas y estilos son muy diversas y expresan personalidades muy distintas. Por supuesto también, la calidad es muy alta. Y el resultado en su conjunto, como una sinfonía, un documental hecho de diversas facetas, un estudio etnológico, paisajístico, lúdico, social,  ceremonial. Es la música de una cultura con las imágenes y los colores de ocho visiones distintas y un documental narrativo. Pura sinestesia. Merece la pena la exposición

divendres, 8 de juliol del 2016

El triunfo del amor

En el teatro Cofidis-Alcázar, un histórico lugar en Madrid, representan Trabajos de amor perdidos, de Shakespeare. El espectáculo es de la Fundación Siglo de Oro, que está asociada al Shakespeare Globe's Theatre, bajo la codirección de Tim Hoare y Rodrigo Arribas, ambos merecedores de aplauso, como también el conjunto del elenco por una interpretación soberbia y también la escenografía. Dos horas y pico que dura la representación y sin descanso, pero que se pasan volando, con unos actores y actrices absolutamente entregados a la magia de Shakespeare y un público tambièn entregado a la de los cómicas. Francamente, una delicia de espectáculo, de ingenio y gracia. Gracia por cierto a raudales, viva, chispeante. La gracia del genio.

Los Trabajos de amor perdidos es de las primeras comedias del autor y no suele representarse porque, además, de traer muchas dificultades de adaptación, no se sabe de cierto cómo termina, ya que no hay una versión "canónica" publicada en vida de Shakespeare. Como no la hay de las demás, si bien en este caso, tampoco hay gran acuerdo posterior. Además parece que no gozó de gran aceptación por su carácter burlesco pero en cierto modo indeterminado. El mundo de las cortes y el del pueblo están diferenciados. Cada uno está en su lugar. Pero no se sabe cuál es más ridículo.  La comedia, que es un prodigio de ingenio, parece conducir a un final feliz, como en esta versión se expone. Pero eso, en cierto modo, contradice el título porque, de ser el final feliz, ¿por qué se han perdido los trabajos de amor? Admitido, no es relevante, aunque prejuzga algo que Shakespeare quizá no diera por supuesto. Su fe en la constancia de los seres humanos era escasa.

La historia es muy simple: Enrique, Rey de Navarra (luego Enrique IV), se retira con tres caballeros de su séquito a un lugar apartado para dedicar tres años a la meditación, la sabiduría y con abstinencia carnal tan decidida que se decreta prohibición de entrada en el reino a cualquier mujer. Allí se presenta la princesa de Aquitania (futura Reina de Francia) con tres damas a resolver un contencioso con Enrique a cuenta de sus tierras. El encuentro enciende cuatro hogueras de amor entre los ocho personajes. Los hombres han roto sus juramentos. Recurriendo luego a un ardid femenino, frecuente en el teatro de la época, las mujeres, disfrazadas de hombres, revelan la miseria de los cuatro navarros, los cautivan, los subyugan y, ponen precio a la correspondencia afectiva pidiéndoles que aguanten un año de ausencia y abstinencia (al fin y al cabo, la tercera parte que los bravucones se habían fijado por su disparatado empeño) y si, cumplido este, mantienen su amor, serán recompensados.

La pieza es una afirmación del triunfo del amor sobre la pedantería y la vanagloria de unos varones que, siendo nobles, son simples. Más simples que los otros personajes de la comedia, plebeyos, cortesanos, eruditos a la violeta y puros fantoches. Un contrapunto admirable en diálogos e interacciones. No resisto la malévola observación de que, ya en aquellos años, hacia fines del siglo XVI, el burlón de Shakespeare había tomado la medida a la altanería hispana visible en el español de la obra, don Adriano de Armado. Los rasgos críticos de la prosopopeya española aparecen aquí rebajados al convertir a don Adriano en alguacil, pero están patentes en su comportamiento. Un personaje que ya era real en el siglo XVI y sigue siéndolo hoy. Basta pensar en el actual embajador español en Inglaterra precisamente, un hombre que asegura, con el empaque de su condición de conquistador del islote Perejil, que España no entró en la guerra del Irak. Es decir, las tropas que rapatrió Zapatero al comienzo de su mandato debían de venir de un balneario.

¡Qué grande es Shakespeare! Es fama que en esta obra se pronuncia la palabra más larga de todo el repertorio shakesperiano: honorificabilitudinitas, una sentencia de Costra, el simple. Porque en la obra todo es lo contrario de lo que parece, muy típico de los lances de amor. Por eso, al final, los simples, los plebeyos y el español quieren congraciarse con los nobles mediante la representación teatral (otro truco fantástico, el del teatro dentro del teatro) de los nueve de la fama. Es una leyenda del ciclo artúrico de rabiosa ideología caballeresca que identifica nueve héroes del pasado en tres grupos de tres: la antigüedad (Héctor, Alejandro y César), los judíos (Josué, David y Judas Macabeo) y los cristianos (Arturo, Carlomagno y Godofredo de Bouillon). Pura doctrina que los nobles interrumpen de forma grosera.

La vertiginosa rapidez del enredo, envuelto en unos diálogos que deslumbran, apenas deja tiempo para maliciarse que, en el desarrollo de la trama, Shakespeare vierte una ironía demoledora sobre el super-yo masculino de la época. Y de todas.


dijous, 7 de juliol del 2016

El arte y el género

El festival anual de Photo España, que sigo de modo intermitente, organiza exposiciones individuales o colectivas en distintos puntos del país y en muy diverso tipo de establecimientos e instituciones. Gracias a ese criterio de descentralización, Palinuro ha puesto sus pies por primera vez en su vida en una tienda de Loewe, en concreto, la de la Gran Vía de Madrid, nº 4. El motivo: una exposición retrospectiva de la obra de la fotógrafa Lucia Moholy (Praga, 1894- Zurich 1989). La tienda en sí misma ya es digna de verse por su descarada excentricidad decorativa, hecha de culto al lujo, sublimado como exquisito buen gusto minimalista. Los espacios son de tonalidad cálida y los objetos, bolsos, guantes, maletines, pierden su condición de mercancías, convertidos casi en piezas de museo que combinan la apariencia de originalidad y exclusividad con el hecho de que tienen precio. El interiorismo de Loewe confunde el mercado de la ilusión con la ilusión del mercado. Y el personal que atiende, de trato refinado, parece compuesto por extraterrestres por la indumentaria.

Supongo que Palinuro carece de especial competencia para valorar los méritos estéticos de la empresa. Además, no fue a ver Loewe, sino la obra de Lucia Moholy que allí se expone. Está en el sótano,con una cuidada iluminación, una buena muestra comisariada por María Millán que reúne medio centenar de fotografías de la autora durante unos quince años de su vida y con relativa variedad de temas siendo el más importante la Bauhaus y las personas con las que allí convivió.

La Bauhaus es el episodio decisivo en la vida de Moholy (nacida Lucia Schulz, judía checa germanohablante), el que decidió su destino. Había estudiado Filosofía e Historia del Arte en la Universidad, una de las escasas mujeres con acceso a estudios superiores a primeros de siglo XX. Sin duda, una personalidad. Pronto desarrolló vocación libresca y, aparte de escribir libros (publicando bajo el pseudónimo de Ulrich Steffen), los editaba, trabajando para importantes editoriales como Hyperion o Rowohlt. Su matrimonio con Laszlo Moholy-Nagy le cambió la vida. Contratado el marido en la Bauhaus como maestro, la pareja se instaló en la escuela, primero en Weimar y luego en Dessau. Durante aquellos años, Lucia cursó concienzudos estudios de fotografía, artes plásticas, diseño (lo habitual en la Bauhaus) y se convirtió en la fotógrafa de la institución. Muchas de las fotos en la exposición vienen de esa época: algún autorretrato; uno con su marido y una técnica que no conozco y me recuerda la solarización de Man Ray, aunque sin mucha fuerza; retratos de Kandinsky, de Paul Klee, de Walter Gropius; fotografías del exterior y los interiores de la Bauhaus que, además servían como medios para variar la decoración; objetos creados por los artistas que convivieron en aquella curiosa experiencia de una especie de comunidad, empeñada en fundir el arte con la tecnología y el diseño. Su integración en la vida de la Bauhaus y en la carrera de su marido fue total.

Llegaron los nazis, el matrimonio se separó y ambos emigraron por vías separadas a Inglaterra. Allí, Lucia se establecíó como artista gráfica, crítica de arte, y trabajó en diversos proyectos internacionales como fotógrafa y cineasta, alguno de los cuales, de la UNESCO, le permitió viajar frecuentemente a lugares apartados. Esto abrió mucho su temática sin pérdida de interés ni calidad. La parte de la obra de Moholy que más me gusta, aparte de la iconografía de la Bauhaus, es la de los retratos, unos primeros planos tan nítidos y profundos, que suelen considerarse como unos de los iniciadores de la nueva objetividad, un movimiento revolucionario en su tiempo.

Esta exposición debe contribuir, según palabras de la comisaria, a re-evaluar la obra de una artista injustamente olvidada. Sea. Pero llama la atención esa circunstancia de que haya sido olvidada. Lógico, se dirá, ella misma, al casarse con Moholy-Nagy y sacrificarle su carrera, quedó ensombrecida por el brillo del cónyuge. Sí y no. En primer lugar, tampoco Moholy-Nagy brillaba tanto y, en segundo, ella misma había interiorizado ya antes esa posición de subalternidad. Tal debe de ser la razón por la que firmaba sus libros con pseudónimo masculino. Es una situación que da que pensar acerca de lo mucho que queda para vivir en sociedades con igualdad verdadera de géneros. Si se consigue alguna vez.

dissabte, 2 de juliol del 2016

Cuando las paredes hablan bajo las bombas

Interesante, extraña, original película que innova estilo narrativo cinematográfico. Un curioso experimento que rompe convenciones del relato y fuerza un reacomodo continuo del espectador que no siempre se sigue con agrado porque requiere esfuerzo, como si de bañarse en dos ríos se tratara o de realizar dos actividades radicalmente distintas, por ejemplo volar y nadar. Esto no es una queja. Ninguna obra de arte es fácil ni adormece y, si lo hace, no es arte o no es obra.

Parece que es el estilo del director, Alexander Sokurov, manifiesto en un film anterior, El arca rusa que no he tenido ocasión de ver. Consiste en intercalar estilos, estructuras, personajes distintos y a niveles distintos. El título Francofonía ya preanuncia el contenido compuesto. Los dos motivos principales forman un trenzado: por una parte, un documental, con abundancia de material vintage y otro artificialmente envejecido, acerca de los museos, su función en la historia y, muy especialmente, el del Louvre. Por otra un relato de contenido histórico real pero ficcionalizado bajo la forma de las dos máximas autoridades de conservación del Louvre durante la ocupación alemana, el funcionario francés Jaujard y el jefe del departamento de la Wehrmacht a cargo de las obras de arte, el conde Wolff-Metternich.

Estas dos historias se entreveran asimismo con dos motivos menores, de un lado, unas apariciones de Napoleón Bonaparte hablando de sí mismo ante sus retratos y una Mariana con gorro frigio, proclamando el trío "liberté, égalité, fraternité"; de otro un episodio actual en que un carguero con contenedores repletos de obras de arte amenaza con naufragar en mitad de una tormenta. La pertinencia de este motivo no acaba de entenderse del todo, pero los comentarios del Gran Corso por las galerías del Louvre son magníficos y absolutamente ilustrativos acerca de las relaciones entre el arte y la guerra, haciéndose de paso un homenaje a Tolstoy y Chejov, aunque este último no me resulta tan evidente.

A todo esto, el film entero está narrado en su mayor parte en polaco en voz en off pero también tiene diálogos y parlamentos en francés y alemán. Diálogos por cierto magníficos porque vienen acompañados de explicaciones externas, apostillas esclarecedoras. El oficio de cámara es una permanente filigrana en el juego de planos, contraplanos y todo tipo de técnicas narrativas, algunas nuevas, al menos para mí.

La parte documental es espléndida, un canto al Louvre, centro del arte mundial, obra colectiva de la nación francesa desde el siglo XVI, a través de sus sucesivas ampliaciones. Ahí es donde la monarquía cede el paso a la Mariana de la revlución y esta a Napoleón. Algo se habla del incendio de las Tullerías, pero como de pasada y sin localizarlo. Las Tullerías fueron incendiadas durante la Comuna de 1871 y posteriormente demolidas. Este relativo olvido señala otro de los elementos más característicos de la película, su carácter suave, por así decirlo. La acción trascurre durante una guerra, pero de la guerra no vemos casi nada. Ciertos factores políticos, Pétain, Vichy y de epitafio, De Gaulle, Eisenhower y poco más. Lo que sí vemos son las medidas para poner a salvo los tesoros del museo. Este es el nudo del relato: estamos en guerra, pero los dos bandos reconocemos la necesidad de poner a salvo los tesoros artísticos aun contra nosotros mismos.

Y aquí es donde aparecen nuestros dos protagonistas, el funcionario francés (colaborador, pero resistente) y el oficial de la Wehrmacht (ocupante pero simpatizante) en una compleja, muy contenida relación, llena de significados ocultos y sobreentendidos. Este dueto es frecuente en las historias de nazis. Por lo general son oficiales cultos de la Wehrmacht (no de las SS) admiradores de la cultura y el espíritu del enemigo francés. Además, Wolff Metternich, este oficial, es renano y ya se sabe que Renania-Palatinado es germánica de sangre pero francesa de espíritu. Esto no tiene nada que ver con la banalización del nazismo, aunque algo se le acerque, pero por la vía de la justicia conmutativa: se trata de figuras simbólicas que nos ayudan a comprender que la aportación de Alemania a la humanidad no son los 12 bárbaros años de la Gewalthersschaft.

En fin, la película plantea multitud de otros temas cada cual más complicado pero fascinante. El oficial alemán desobedece las órdenes de sus superiores de proceder al pillaje de las obras de arte. Por ello lo destituyen. Y viene luego el destino posterior de los personajes ya en tiempo de paz. Una noble amistad tramada en el silencio de un tiempo de violencia. Especialmente llamativo el trozo dedicado a explicar que toda la afinidad que los combatientes sentían recíprocamente en el Oeste desaparecía cuando se miraba hacia el Este. El ejército nazi ocupante en Rusia no tenía oficina alguna encargada de cuidar las obras de arte. La consigna era destruirlo todo. El relato del sitio de Leningrado pone los pelos de punta y más porque está narrado en una lengua eslava, la de los Untermenschen.

En fin, me parece una gran película, aunque a veces puede sacar de quicio por su ocasional lentitud.

dijous, 23 de juny del 2016

Con el Bosco empieza todo

Quienes se decidan a visitar la exposición de El Bosco en el museo del Prado, se armen de paciencia porque está todo petado a tope durante todo el día. No tanto como si fuera el metro en hora punta, pero se le acerca. Hay que pasar minutos divisando trozos de sus pinturas más célebres entre cabezas de otros visitantes hasta que, por fin, consigue uno aproximarse al cuadro de que se trate. Por fortuna el Bosco pide que se le contemple desde muy cerca. Si fueran necesarias distancias mayores, sería imposible.

¿Qué tiene este pintor flamenco del siglo XV/XVI, del que no sabemos casi nada y que dejó apenas dos docenas de obras y de la autoría de algunas hay dudas? ¿Por qué es un éxito de público y atrae de este modo a las masas un artista complicado, muy cerrado en sí mismo, nada convencional y de significado generalmente incomprensible? Pues por todo eso. Es decir, en el fondo, no lo sabemos. Casi todos sus cuadros nos son familiares y siempre que hemos tenido ocasión de verlos, en Lisboa, en El Escorial, en El Prado, etc, lo hemos hecho del mismo modo, deteniéndonos en la contemplación, escudriñandolos de cerca, descubriendo generalmente figuras o detalles que se nos habían escapado y matizando nuestro juicio. Una visión de conjunto de sus obras es imposible. Sí puede serlo cada obra completa, sobre todo los retablos más famosos El carro de heno o El jardín de las delicias. ¿Qué diríamos que representan en general? En principio, está claro: un cuadro completísimo de la sociedad centroeuropea bajomedieval. Oficios, profesiones, fiestas, costumbres, usos, muchos de los cuales nos son hoy incompresibles y de imposible acceso. Es asimismo una pintura alegórica y simbólica sobre ese recio fondo realista; y muchos de esos símbolos y alegorías, muy variadas en una época en que que el conocimiento se transmitía, sin duda, por la escritura pero solo en pequeña medida, pues casi nadie sabía leer ni escribir. Los mensajes se transmitían por imágenes y es el contenido significativo de muchas de ellas el que se nos escapa hoy día.

El Bosco es un pintor profundamente moralizante, aunque no religioso, y el contenido de esa moralización es el del cristianismo a punto ya de iniciar la Reforma, el prerrenacentista, el que se ha llamado "humanista" a partir de Erasmo de Rotterdam, buen amigo del Bosco quien, como este, fustigaba los vicios del cristianismo, la vida disipada del clero, la prevalencia de síntomas del pecado y la prevaricación en el mismo solio de San Pedro. Pero ninguno de los dos quería romper con Roma por lo que esta se salvó en su magnificencia, emprendiendo luego la singladura del catolicismo. El Bosco habla un lenguaje que entenderán todos los cristianos, aunque luego no se lo apliquen: sacrificio, penitencia, odio al lujo, el oropel, las vanidades mundanas y un comportamiento humano rígidamente enmarcado en un cuadro ascético de combate de los siete pecados capitales (recuérdese, una obra muy señalada del pintor). Añádase una comprensión metafísica de la esencia humana en los tres momentos decisivos del individuo, como nacimiento, desarrollo y muerte, pasados al terreno filogénético en las imágenes del paraíso terrenal, la vida mundana y el infierno. 

Varias de sus obras, tanto propias como de taller, centran el foco en situaciones o cuestiones concretas y son en sí mismas casi manifiestos. Las tentaciones de San Antonio que, casualmente encabezan el Palinuro de este mes, una de las diversas variantes -y todas muy distintas- que trabajó el artista, son un mundo. Todas ellas. Una, que había sido habitualmente atribuida al mayor discípulo del Bosco, Breughel, es la que inspira el impresionante relato de Flaubert, Las tentaciones de San Antonio, cuya lectura turba de tal modo el ánimo del lector culto que no vuelve a ser el mismo, al menos a mi juicio. Por eso, acercarse a la narración flaubertiana se convierte en una especie de iniciación mística. En el caso de la versión que figura en la entrada de Palinuro hoy, la motivación es la que figura en la casa de la izquierda con el rostro de la mujer, una evidente Celestina en una casa de lenocinio. Las tentaciones de San Antonio solían ser lujuriosas, aunque también hubiera otras.

El Bosco retrata su época en el contexto convencional del día  día, pero lo hace siempre en el terreno distorsionado de la aplicación moralizante: el estado de felicidad del paraíso, la terrible lucha entre la virtud y el vicio del mundo, el demonio y la carne y, por último los sufrimientos eternos de los infelices condenados en l infierno. 

Lo característico de la pintura bosquiana, sin embargo son las composiciones y los productos de la imaginación del autor. Algo insólito, nunca visto antes y nunca visto después. Por supuesto que el Bosco ha dejado un rastro amplísimo de influencia en todas las actividades posteriores de todas las épocas. Nadie medianamente creador ve estas obras y se conforma con la vista. El mencionado Breughel es un ejemplo típico, pero también lo era gran parte de la evolución posterior del arte. Los simbolistas recurrieron con frecuencia a nuestro autor, pero fueron los surrealistas los que lo proclamaron uno de los suyos y Dalí quien produjo una Tentación de San Antonio como una expresión visual y una experiencia mística. 

Innecesario señalar que el Bosco, como buen pintor onírico, podría servir como manual ilustrado para la interpretación de los sueños de Freud, como ya había funcionado en cuanto modelo para algunas d las peripecias de Alicia en el país de las maravillas.En realidad su proyección llega a donde menos se pueda imaginar. Por ejemplo, a Big Sur y las naranjas de Hieronymus Bosch, un libro a su vez desconcertante de Henry Miller.

En definitiva, un arte puesto al servicio de los novísimos con capacidad para reinterpretar el decurso de la vida humana como un combate permanente entre la esencia y la apariencia, la verdad y el engaño, la salvación y la condenación.    

dilluns, 20 de juny del 2016

Wyeth, padre e hijo

La pintura es un arte difícil. Es raro que se consiga dominar de forma autodidacta. Normalmente requiere mucho aprendizaje y tesón, aunque a veces se den casos de pintores que han dominado el oficio sin aprendizaje formal. Es en gran medida el de los Wyeth, abuelo, padre e hijo, todos ellos autodidactas, con la peculiaridad añadida de ser una saga en la que los padres enseñaron a los hijos los secretos del oficio. Cosa tampoco frecuente en la pintura, aunque también se haya dado, como se ve en el caso de los Holbein, los Breughel, los Madrazo, etc. En el de los Wyeth, la saga abarca tres generaciones: el abuelo N. C. Wyeth, pintor y, sobre todo, ilustrador de publicaciones, Andrew y Jamie Wyeth, que son el objeto de la actual exposición del Thyssen-Bornemisza. No conozco caso igual en la pintura norteamericana salvo el del pintor Charles Willson Peale, que bautizó a sus hijos con los nombres de los más famosos artistas de su oficio y, como tuvo muchos y de los dos sexos, hubo Rembrandt y Tiziano Peale (que siguieron los pasos del padre)  y también Sofonisba o Angelica Kauffmann Peale, que no los siguieron.

La exposición del Thyssen, sin embargo, es de poca monta para el precio de la entrada. Cada vez es más evidente que este museo está concebido más como un negocio que como un verdadero museo. No es un abuso pedirle que, cuando las exposiciones exhiban tan escaso material, pongan precios más bajos. En este caso, de ambos pintores no solamente faltan algunas de las obras más representativas (como el mundo de Cristina), de Andre Wyeth o el retrato de Kennedy, de Jamie Wyeth, sino también otros muestras de su producción, muy representativas, como las pinturas de Helga, de Wyeth padre.

Fuertemente influido por Winslow Homer y Edward Hopper, Wyeth, alcanzó gran reconocimiento en vida, si bien no exento de crítica. En realidad, el conjunto de su obra es campo de controversia precisamente por su fuerte carácter realista y naturalista. En verdad, es mucho más que eso, pero es difícil que la crítica, lastrada por su escaso aprecio por los materiales de Wyeth, básicamente acuarelas y temple, llegue más al fondo de la cuestión. A primera vista, Wyeth es un pintor de colorido local: tipos familiares, paisajes no menos familiares, animales domésticos y peripecias de la vida cotidiana. Pero todos esos temas están engarzados en una filosofía de la existencia casi oriental, una integración de la vida humana en los ritmos de la naturaleza y un sentido de esta que lo impregna todo de armonia. En casa de los Wyeth se veneraba la memoria de Henry David Thoreau y no solo por la desobediencia civil sino, sobre todo, por Walden Two. El propio Andrew se lo repetía a su hijo al enseñarle: hay que pintar aquello que uno ve, lo que rodea a uno y uno ama. También decía que, en el fondo, él era un pintor abstracto y no le falta cierta razón, bastante de su obra (y hay algunos ejemplos ene la exposición) se acercan al expresionismo abstracto.

La gama de temas de Wyeth senior fue la misma a lo largo de su vida pero, en algún momento, ya avanzada esta, amplió el abanico para acoger otros asuntos, singularmente desnudos. No obstante, por apartada que fuera está temática de su obra de siempre, también está impregnada de esa visión de equilibrio natural quizá a punto de romperse, pero captado antes de hacerlo.

La otra parte de la exposición, la dedicada al hijo, Jamie Wyeth, tan autodidacta como el padre presenta un especial interés porque permite detectar los elementos de continuidad y los de ruptura, la tradición y la innovación. El punto central de este juicio se concentra en el famoso retrato de su padre, una obra sorprendente en la que se reflejan dos mundos: el que mira al hijo que pinta y el que mira al padre modelo. Jamie Wyeth no solamente amplía la gama temática sino también los recursos. Hay en él una predilección por el óleo combinado con otros materiales. 

En cuanto a la temática, parece como si Jamie Wyeth tratara de ahogar las fuertes raíces regionales, en el fondo campesinas, que lo unen a su pasado, con una apropiación de todos los demás estilos a mano, singularmente cosmopolitas. El resultado es una gran variedad temática, con importancia grande del dibujo y una relativa heterogeneidad. Jamie tiene igualmente una vena política. Fue el encargado de pintar un retrato de John F. Kennedy  post-mortem que la familia no aceptó al final y ha sido el retratista de Jimmy Carter. 

La tradición de la América profunda parece diluirse en el último eslabón de esta saga de artistas.


diumenge, 19 de juny del 2016

¿Quién como Dios?

Excelente idea la de la Fundación telefónica de Madrid con su exposición Terror en el laboratorio, comisariada por María Santoyo y Miguel A. Delgado. Con motivo del doscientos aniversario de la noche en que se concibió la novela de Mary Shelley, Frankenstein o el moderno Prometeo, la exhibición se centra en seis figuras fantásticas que han dejado poderosa huella en la imaginación de los seres humanos, de la que también habían nacido: El hombre de arena (1816), de E. T. A. Hoffmann, Dr. Frankenstein (1818), de Mary Shelley, La Eva futura (1886), de Auguste Villiers de l'Isle-Adam, El extraño caso del Dr. Jeckyll y Mr. Hyde (1886), de Robert Louis Stevenson, La isla del Dr. Moreau (1896) y El hombre invisible (1897), ambas de H. G. Wells. No es que la exposición sea gran cosa desde el punto de vista de las piezas exhibidas, sino más bien pobre. Pero al remitir su contenido al mundo fabuloso de seis narraciones extraordinarias, su alcance es infinito, sobre todo para quien, como Palinuro, es aficionado a este género y está especialmente familiarizado con algunos de los personajes, como el de Hoffmann y los de Stevenson.

Antes de nada, por amor a la justicia, debe recordarse que aquella noche al borde del lago Leman que esta exposición conmemora y en la que los cuatro amigos que tomaron refugio de la tormenta (Mary Shelley, su marido Percy, el poeta Byron y su médico, John Polidori) no solo vio el nacimiento de esa figura extraordinaria, el monstruo de Frankenstein, sino el de otra no menos poderosa, legendaria y difundida en Occidente: el vampiro. Shelley terminó su novela, que causó un gran impacto. No estamos muy seguros de quién redactó la del vampiro, si Byron o Polidori. Al día siguiente amaneció bueno y, mientras Mary Shelley seguía escribiendo su historia, el que hubiera redactado la del vampiro, la interrumpió y no volvió  ocuparse de ella, quedando fragmentaria. Aparecería publicada algo más tarde bajo el nombre de Byron, pero hay buenos argumentos para sostener que el autor fue Polidori quien, probablemente por despecho o disgusto, se suicidó después, sin sospechar que sería el comienzo de la historia de Drácula.

No obstante, es lógico que la exposición no trate del vampiro porque su elemento central es el ser humano fantástico creado por otro ser humano en un claro reto al Dios creador. Eso es lo que tienen en común nuestros seis héroes, por llamarlos de alguna manera, figuras inquietantes que pueblan nuestros recuerdos infantiles y nuestras fantasías y miedos de adultos.

El más explícitamente dirigido al onirismo de la infancia (y, de paso, el que más fascinante y de mayor calidad me parece) es el hombre de arena, de Hoffmann, Der Sandmann, que arranca de una superstición infantil alemana que aquí traduciríamos con pleno acierto como "el Sacamantecas" y se usa para asustar a los niños. Hoffmann tenía esa temible capacidad de enredar en una sola bola de misterio, angustia y terror todas las edades de la vida, las actividades, las épocas, los estilos, las referencias literarias y, cómo no, las musicales porque él mismo era Kapellmeister. El hombre de arena, como se sabe, es la segunda pieza de los Cuentos de Hoffmann, de Hoffmanstahl. Tengo por imposible resumir el relato de Hoffmann, por sus múltiples referencias al pasado, al presente, a las ciencias, las artes, la psicología. El objeto del relato, Olimpia, la falsa hija de un falso científico de la que se enamora el héroe (retorcidamente bautizado como Natanael) y por la que enloquece, es una autómata, una muñeca animada en la tradición, por entonces, de las leyendas del Golem y el homúnculo de San Alberto Magno. Pero ¿qué decir cuando el amigo del contrahéroe le explica que su obsesión con Olimpia es producto de sus fantasías subconscientes un siglo antes de que Freud expusiera sus doctrinas?

Hay poco de El hombre de arena en la exposición por razones evidentes: es la trama más literaria, compleja y difícil de todas (aunque La Eva futura no se quede atrás, el menos por razones formales), perteneciente, además, el subgénero epistolar. En cambio, Frankenstein es casi omnipresente. También por motivos fáciles de entender porque, aunque el subtítulo remite al mito prometeico, la historia escrita por la hija de Mary Wollstonecraft es la más lineal y también la más clara (que no unilateral) en el planteamiento de las cuestiones filosóficas y morales de estas obras. ¿Puede el hombre sustituir al Creador, al gran demiurgo? ¿En dónde están los límites entre el bien el mal? Y asuntos similares. Por la trama urdida, tan vistosa, la novela de Shelley se haría mundialmente famosa a partir del cine. Frankenstein ha dado lugar a docenas de versiones, más o menos fieles a la novela, empezando por la más famosa de todas, el Dr. Frankenstein (1931), de James Whale, con el fabuloso Boris Karloff, que no fue, ni mucho menos la primera y llegan hasta hoy mismo, con la última versión, Frankenstein (2015), narrada desde el punto de vista de la propia criatura con ánimo de exponer las miserias, cueldades y barbaridades de nuestro mundo. Precisamente hoy estaba viendo de nuevo la versión de 1994, dirigida en interpretada por Kenneth Branagh, que hace hincapié en una secuela de la novela. Otras versiones lo han hecho en otros aspectos, como La novia de Frankenstein, pues debe recordarse que lo que convierte al monstruo en enemigo de la humanidad es que Frankenstein se niegue a darle una pareja, algo que emparenta más la historia con el Génesis que con la mitología griega.

A la entrada de la exposición se proyecta una concatenación de trailers de películas de Frankenstein a lo largo del tiempo. Es una buena idea, aunque algo fatigosa, porque permite ver a qué extremos de delirio lleva el cine una historia con tal de sacarle provecho comercial. Hay trozos de la película de Whale, pero también otros disparatados en los que Hollywood mezcla a Frankenstein con el hombre-lobo (y no es lo peor, esta cinta la salva la interpretación de Lon Chaney) o con Drácula, sin permiso de Polidori, claro. Y llega a auténticas estupideces como las películas de la pareja Abbott y Costello, unas miserables caricaturas de los geniales Laurel y Hardy.

El periodo intermedio, por asi decirlo, es el ocupado por La Eva futura, de Villiers de l'Isle-Adam y el Dr. Jeckyll y Mr. Hyde, de Stevenson. De nuevo se manifiesta aquí una curiosa dualidad: mientras que la historia de Jeckyll y Hyde ha pasado muchas veces al cine y al teatro, apenas hay versiones -si no son indirectas- de La Eva futura, de forma que, para mucha gente, es una desconocida. Y me atrevo a decir que por la misma razón por la que casi nadie conoce El hombre de arena y todo el mundo ha visto Frankenstein: por la accesibilidad del relato y su carácter popular. Villiers de l'Isle-Adam, un aristócrata venido a muy menos, cuyo radicalismo lo llevó a luchar del lado de los Communards de 1871, era un hombre difícil, de trato dificil y estilo y prosa difíciles, como debe esperarse de alguien influido por Baudelaire y Mallarmé y representante del modernismo y el simbolismo en la literatura. Sus Cuentos crueles, la única obra, creo, que ha alcanzado el favor del público, se siguen editando y leyendo hoy día porque su brevedad, originalidad y estilo menos alambicado así lo permiten. La Eva futura ya es otra cosa. Hay quien la encuentra intragable. No es mi caso, pero reconozco que ese denso diálogo entre dos personajes requiere aguante. Su trama enlaza directamente con Hoffmann porque también aquí se trata de una mujer autómata, creada por Edison para resolver un problema de un gran amigo suyo a punto de suicidarse. Pero la similitud se acaba ahí. Lo que interesa a Villiers es cargar contra las mujeres, a las que tiene en gran aborrecimiento en un paroxismo de misoginia. Es la idea de la mujer vaso del mal y origen de la desgracia de los hombres. De hecho, la exposición relaciona con tino esta criatura con la falsa María que crea el odioso capitalismo en la película de Fritz Lang, Metrópoli (1927) para engañar a la clase obrera. La obra de Villiers, a pesar de todo, tiene puntos de grandísimo interés y no solo formales. El autor llama a la autómata Andreida y pasa por ser el inventor del término hoy ubicuo de androide.

Es poco lo que puede decirse de Jeckyll y Hyde, universalmente conocidos a través de películas y reediciones del libro que nunca está descatalogado. Hasta los políticos, que no suelen saber nada de nada, los ponen de ejemplos del bien y del mal, el amigo/enemigo schmittiano, el maniqueísmo de la especie. Parece mentira que una novela tan corta, tan sucinta y sencilla, tenga ese impacto sobre la dualidad moral de la humanidad. Pero así es. Stevenson la escribió en un acceso de febril creatividad, mientras guardaba cama por la tuberculosis que acabaría matándolo, en ocho días. Terminada la obra, la releyó entera y, asustado por su contenido, la arrojó al fuego, sin que quedara nada de ella. Luego, la reescribió de memoria. Siempre he jugado con la pregunta de ¿quién obligó a Stevenson a reescribir esta genialidad?

Los otros dos puntos de la exposición se apartan por razones distintas de los modelos anteriores. La isla del Dr. Moreau, (1896), de H. G. Wells, que cuenta también con numerosas adaptaciones cinematográficas, es mucho menos popular que Frankenstein o Jeckyll, muy probablemente porque no hay un monstruo singular y concreto, sino muchos e indiferenciados; porque no hay posibilidad de empatizar por vía alguna con el científico que experimenta en los límites de lo convencional y moralmente aceptable ni con sus monstruos; y porque genera una sensación de desagrado e incomodidad que hunde sus raíces en esos oscuros estratos que compartimos con los animales. La novela se escribió en pleno debate sobre la necesidad de prohibir la vivisección, debate que se mantiene un siglo y pico después y en el comienzo de un movimiento que todavía encuentra muchos obstáculos, esto es, el de los derechos de los animales. El Dr. Moreau mezcla seres humanos con animales en un fantástico empeño por inculcar en las especies irracionales las pautas del entendimiento humano. El resultado es terrorífico, por descontado. Y algo de esto alienta en los avances de la genética, los experimentos de clonación y las pruebas transgénicas.

Al lado de lo anterior, la historia de El hombre invisible tiene mucho menos fondo, si bien cuenta igualmente con una larga serie de adaptaciones cinematográficas porque el problema formal que plantea, esto es, cómo hacer invisible a una persona en la pantalla (o en un escenario de teatro) es un reto al que los cineastas y dramaturgos se resisten con dificultad. Todos ellos, del primero al último, llevan en el fondo de su corazón unas gotitas de Georges Méliès; todos ellos esconden en su interior un  aficionado a la magia, la prestidigitación, el espectáculo fantástico. Por supuesto, la novela de Wells, que era un socialista convencido, apunta cuestiones filosóficas y morales (delito, traición, afán de dominación mundial, reino del terror, etc), pero su fuerte está en el aspecto mágico de la peripecia. En realidad, El hombre invisible arranca de un espíritu y un propósito cercanos a La máquina del tiempo y también de Jeckyll, en la medida en que el científico es incapaz de revertir el resultado de sus experimentos. Es un relato de aventuras. 

En fin, la exposición está muy bien. Sirve para que se dispare la imaginación y se visiten regiones repletas de memorias. Merece la pena.

dilluns, 13 de juny del 2016

Campo sepultado

En el museo Reina Sofía, una magnífica exposición sobre el contenido del título: Arte y poder en la posguerra española, 1939-1953. Nada menos. Todo el arte, todas las artes en aquellos años aciagos que nos parecen hoy tan lejanos como la época de la peste negra y, sin embargo, sigue siendo muy cercana, incluso actual. No exagero: todos sus artefactos están presentes: cientos de ellos en esta muestra ejemplarmente comisariada por Mª Dolores Jiménez-Blanco Carrillo de Albornoz. Y, sí, cientos de artefactos: cuadros, tallas, documentos de todo tipo, maquetas, fotos, películas, grabados, indumentaria, objetos, decoraciones, proyectos, guines, ediciones. Un trabajo ímprobo para hacernos vivir la atmósfera de una época sórdida, salido el país de la guerra civil y sumergido en una docena de años de cruel y arbitraria represión, de miseria, hambre, aislamiento internacional corrupción, intentos de reconstrucción, mediados por la formidable corrupción que caracterizaba al régimen. Casi como por casualidad, pero muy significativa, la exposición abarca desde 1939 hasta 1953, prácticamente los que estuvieron vigentes las cartillas de racionamiento, que se abolieron en 1952. Una exposición que trata de transmitirnos un país entero, con todas las complejidades y matices de las relaciones entre la realidad y su transfiguración artística, literaria, pictórica, musical, escultórica, etc.

Los artefactos están presentes, hasta el punto de que ha sido necesario promulgar una ley de la memoria histórica para deshacernos de muchos de ellos y resulta que no es tan facil. Parecen estar incrustados en la rugosa piel de este país. A ver qué hacemos con el Arco de la Victoria de la La Moncloa; qué con Cuelgamuros, el Valle de los Caídos. Hace días, Tortosa, una villa catalana ha votado en referéndum mantener un monumento que los franquistas mandaron erigir en mitad del Ebro para conmemorar su victoria. Suma y sigue.

Los artefactos están presentes. Y muchos de sus autores, pintores, escultures, escritores, músicos. Algunos representan o han representado hasta hace poco tendencias artísticas de primera, pero ya producían entonces, Dalí, Tàpies, Saura, la gente del Dau al Set, Sánchez Mazas, Ridruejo, Laforet, Chillida, etc. Presentes, por tanto, están jirones de estilos, visiones, ideas y también, cómo no, memoria. Esa memoria sumergida, reprimida, refoulée, que acompaña al franquismo en general y sus comienzos en particular. Memoria secuestrada, negada, renunciada y fuente de la actual neurosis colectiva de los españoles que los lleva a auténticas aberraciones. Que haya historiadores que recomienden olvidarse del pasado a la vista de la dificultad de encararlo con ecuanimidad, sin revivir conflictos, es una pista de la peculiaridad de este fenómeno. Que los historiadores nos recomienden olvidarnos del pasado aproxima la situación a un grado de absurdo cercano a la fiesta del no-cumpleaños en Alicia en país de las maravillas.

El arte tiene voluntad de permanencia y por eso, esta exhibición es sobre el pasado pero también sobre el presente. Y se le añade otro factor en el título: el poder. Se delimita así la producción a aquello que se hizo en relación directa con el poder político franquista. El régimen traía una gestión de la cultura encargada al ejército durante la guerra civil pero, al concluir esta, confió la tarea a unos órganos de propaganda dependientes de la Falange. El franquismo había aprendido de sus primos hermanos, el nazismo y el fascismo que el Estado debe cuidar el frente ideológico y artístico por su poderosa fuerza legitimatoria. Pero, por las peculiaridades de la dictadura de Franco, parcialmente militar, parcialmente falangista y parcialmente clerical, los centros de producción ideológica y legitimatoria eran diversos. En manos de la Falange y de los intelectuales falangistas de la primera época, Ridruejo, Tovar, Laín Entralgo, etc, estaba la revista Escorial, como centro no solo de recuperación retórica de las letras imperiales, sino también de control de las manifestaciones artísticas externas. Otro hombre adicto al régimen, Eugenio D'Ors, con su "Academia breve de crítica de arte", en funcionamiento desde 1942 a 1954 amparó todo tipo de manifestaciones artísticas, estilos y trayectorias. En los salones de la Academia breve expusieron Maria Blanchard, Eduardo Vicente, Pere Pruna, Modesto Cuixart, Antoni Tàpies, Benjamín Palencia, Ignacio Zuloaga, Rafael Zabaleta, Álvaro Delgado, Salvador Dalí, Joan Miró, Guinovart, Caballero, etc, etc. 

Junto a estos centros de imputación de la creatividad del primer franquismo (falangistas y Eugenio D'Ors) hay que situar los eclesiásticos y religiosos en general. La dictadura confiaba la "formación del espíritu nacional" a la Falange (canalizada a través de las pinturas de valerosos camaradas de Sáenz de Tejada), a la que el general, en realidad, despreciaba. La formación del espíritu religioso, sin embargo, a la que dan máxima importancia los fascistas, se encomendó a la Iglesia. Esta fue la rasponsable de la censura en todos los ámbitos de la existencia, no solo los espectáculos y ejerció igualmente funciones de propaganda, si bien con mayor sentido académico, a través, por ejemplo, de la revista Arbor, del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, todo ello territorio del Opus Dei, siempre muy enfrentado a la Falange. El régimen franquista se cuidó mucho de garantizarse su legitimación y justificación, pero lo hizo de una forma menos sistemática que los nazis, por ejemplo, que enseguida concentraron tan nobles funciones en un Reichsministerium für Volksaufklärung und Propaganda (Ministerio del Reich para la Ilustración Popular y la Propaganda). De hecho el correspondiente departamento español, Ministerio de Información y Turismo, se creó en 1951 y sus dos primeros titulares fueron Gabriel Arias-Salgado (un cristiano de tenebroso porte y auténtico fanatismo censor) y Manuel Fraga Iribarne, por entonces, en realidad un falangista.

El aparato de propaganda se hacía presente en la producción arquitectónica del periodo de la reconstrucción. La Dirección General de Regiones Devastadas y Reparaciones y el Instituto Nacional de Colonización se encargaron en aquellos años y posteriores de llenar España de construcciones útiles, de pueblos modelos enteros o barrios completos de viviendas protgidas que mostraban al mundo la imagen edulcorada que la dictadura quería transmitir. Algunos de estos pueblos de colonización también ha conseguido pasar a la historia al haber rechazado hace poco los vecinos en referéndum cambiar el nombre del poblado: Llanos del Caudillo

Por supuesto, en muchas de estas obras públicas (pantanos, industrias, puertos) intervinieron prisioneros republicanos en condiciones sumamente penosas o de franca esclavitud. De esa circunstancia y el arte producido en las atestadas prisiones de la época apenas hay testimonio. Salvo el curioso folleto en inglés y castellano con una docena de dibujos e ilustraciones de diversos autores y el poema de Stephen Spender sobre la caída de Madrid, el fin de la guerra. Spender, el poeta que combatió en las brigadas internacionales. Más relieve tiene los Hijos de la ira (1944), de Dámaso Alonso (Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres (según las últimas estadísticas). Hay algunos dibujos de presos políticos. Poca cosa. Lo cual es lógico porque la exposición es del arte oficial o, cuando menos, tolerado del franquismo. 

Para prestar atención a otras manifestaciones, hay que ir a mirar el arte del exilio, el de los españoles del éxodo y el llanto, de León Felipe. Y, además, hay que viajar, sobre todo a México, para ver obra de Buñuel en cine; de pintura con dos extraordinarias pintoras españolas, Maruja Mallo y Remedios Varo, poco conocidas en su propio país; o de literatura, Max Aub, por ejemplo, una de cuyas novelas, por cierto, proporciona el título  a la exposición, Campo cerrado, la primera de la saga del Laberinto Mágico, cuya ambición era explicarse a sí mismo y explicarnos la guerra civil y sus consecuencias. O bien diversificar los destinos, ir a Inglaterra, a Puerto Rico, a Roma, a Ginebra, a saber de Luis Cernuda, de Juan Ramón Jiménez, María Zambrano, Mercè Rodoreda, Rivas Cheriff. La exposición dedica una sección a este presencia. Mínimo, pero suficiente, testimonio de una escisión de la que la cultura española no se ha recuperado: los intelectuales, artistas y escritores exiliados, del exterior y los del interior (tanto los que señoreaban con gajes y privilegios el régimen como quienes lo vivieron en el llamado "exilio interior). Un drama, un diálogo o conflicto muy difícil de entender y explicar, una situación que empieza con la decisión de Ridruejo de publicar a Antonio Machado en Escorial a comienzos de los cuarente y se cierra en los setenta, cuando Javier Marías, hijo de Julián Marías, ejemplo de "exilio interior", arremetió contra los intelectuales del régimen que supieron reinventarse después como "arrepentidos", al estilo de Tovar y Laín o como "gurús" de la nueva izquierda, al estilo de López Aranguren.

En términos más concretos, la exposición está repleta de noticias y muestras de sumo interés. Ya aviso de que no es posible visitarla en un solo día porque verla entera es agotador. La sección dedicada a la influencia del arte italiano en la España de la posguerra está muy conseguida. Por razones obvias, había continuidad con el arte italiano de la anteguerra, que ahora se evidencia en manifestaciones surrealistas, entre las que destaca un insólito Parafraragamus de Tàpies (1949) y obras de José Caballero y Luis Castellanos que revelan la influencia directa de la pintura metafísica de Chirico. Precisamente algo tiene que ver con ello una exposición de arte italiano de 1948 de la que hay una reseña de José Camón Aznar. Lo más característico de esta influencia quizá sean los muestras del postismo que se exhiben, poemas de Carlos Edmundo de Ory, una carta de Eduardo Cirlot, cuadros de Francisco Nieva, Aurelio Suárez o Benjamín Palencia, una reproducción del primer (y único) número de la revista teórica del movimiento, La cerbatana y, por supuesto , el famoso manifiesto de 1945, Marinetti ha muerto. Viva el postismo. Queda claro, entra por los ojos, el hecho de que, aun habiendo sido un movimiento tan efímero, haya tenido una influencia tan extraordinaria en la estética posterior de las años 50 y 60, a través de publicaciones como La codorniz, o el teatro de Miguel Mihura o Jardiel Poncela. En realidad, el postismo, como negación de todas las vanguardias, venía a ser la traducción a la creación artística de la recomendación franquista de que la gente no se metiera en política.

Por supuesto, paso obligado, lo que la exposición misma llama "españolada, folklore y flamenco". Así dicho, suena liviano. Vivido es atroz, atosigante, asfixiante. Falta además el elemento religioso por la sempiterna razón de que los españoles se niegan a reconocer esa omnipresencia clerical en todas sus obras espirituales. ¿Cabe concebir una "españolada" sin curas? Y la realidad de la vida cotidiana, por cierto, en esta sección como en todas las demás, magníficamente retratada en las fotos de Martín Santos Yubero. Solo por esa de unas jóvenes veinteañeras españolas ataviadas de negro riguroso, con peineta alta y mantilla pero sonrientes de catorce en fondo en 1940 debiera colgarse en ese museo de la memoria que algún día habrá que edificar. Encapuchados, nazarenos, Cristos, custodias, campesinos arrugados y curtidos portando crucifijos: la España real que rodea el mundo ilusorio, de fábula ridícula e imperial en que la Sección Femenina de la Falage, al mando de Pilar Primo de Rivera, hermana del ausente, tenía a las jóvenes en unos cursos de adoctrinamiento en el histórico castillo de la Mota, oficios de mujer cristiana y futuras madres por las sendas imperiales en unos reportajes de la revista del Sindicato (obligatorio) de Estudiantes Universitarios (SEU), llamada Haz, no el imperativo del verbo hacer, sino el haz de flechas. Jóvenes educadas en los panfletos del psiquiatra del régimen Dr. Antonio Vallejo-Nágera que, en realidad, era una especie de psicópata de proclividades nazis.

El capítulo del cine franquista ofrece normalmente los pasajes más hilarantes de estos repasos históricos. La exposición hace hincapié en La aldea maldita, una peli de Florián Rey, que había sido director durante la República y siguió siéndolo con el franquismo porque sus productos se adaptaban perfectamente al modelo patriótico español, cuya versión más sublimada había producido el propio Franco al guionizar para cine su inenarrable novela Raza. Junto a estas cuestiones cinematográficas, no está de más que el visitante pueda echar una ojeada a las "Instrucciones y normas para la censura moral  de espectáculos", aprobadas por la Comisión Episcopal de ortodoxia y moralidad en 1950, solo para ver lo que los curas permitían que se viera y lo que no. Algo así deja huella para siempre.

Llega un momento en que, tras años y años de adocenamiento, mediocridad, censura, estupidez parece que se ha instalado la resignación. Es lo que la exposición llama "Años de penitencia", con el título del primer tomo de las memorias de Carlos Barral, que trata de ellos, estremecedoramente retratados por Santos Yubero y, en literatura, ya se sabe, son los años de celebrar (y lamentar al tiempo) La familia de Pacual Duarte, Nada, Las industrias y aventuras de Alfanhui, La colmena. 


Apunta, sin embargo, una recuperación, con la que se acaba este ciclo, esta visión del arte en la época oscura. Comienza con una especie de paso atrás, como para coger impulso y se afirma la radicalidad de las corrientes primitivistas. Los juicios estéticos y reflexiones de Juan Eduardo Cirlot, Sebastià Gasch, Carlos Edmundo de Ory, llevan sin más la conferencia de Ricardo Gullón, Algunas ideas sobre Altamira y el arte moderno, dictada en la propia  cueva de Altamira en un congreso en 1950. Lo podía haber redactado Picasso: ¿querían ustedes purificarse en un primitivismo original? Ahí lo tienen, en el paleolítico de Altamira. Y de aquí arranca la recuperación de la libre creación artística por el ardid de excluir de su comprensión al espectador malintencionado, esto es, la irrupción del arte abstracto, en el fondo, la primera oposición artística a la dictadura. Obra de Miró, Eusebio Sempere, Antonio Saura, Chillida, Millares. Esto ya no hay quien lo pare y solo ocho o diez años después de los espantosos retratos hagiográficos del falangista Pancho Cossío.  

Merece la pena echar unas horas contemplando cómo lucha el espíritu creador contra la opresión del oscurantismo y la estulticia.

dilluns, 6 de juny del 2016

Carmen, mito de España

En el Matadero de Madrid hay una fabulosa exposición sobre Carmen, la heroína de la novela de Mérimée y la ópera de Bizet; la Carmen de España, el genio de la raza: gitanos, toreros, bandoleros, contrabandistas, flamenco, amor loco, celos, navajas, crimen pasional: todos los rasgos (o sea, los topicazos) de la imagen de España desde el siglo XIX. Y la famosa habanera que Bizet le medio robó a Sebastián Iradier, El amor es un pájaro rebelde...

La expo está comisariada por Luis F. Martínez Montiel y José Luis Rodríguez Gordillo y tiene un contenido amplísimo. Hay objetos: facas, abanicos, capotes, cigarros, máquinas de liarlos (no se olvide que Carmen es una trabajadora de la fábrica de tabaco de Sevilla). vestidos de faralaes, peinetas, crucifijos, etc. Hay abundancia de obra gráfica: muchísimas fotos, fotogramas de infinidad de películas, figurines para las representaciones operísticas, dibujos, bocetos, acuarelas, grabados, pinturas. Hay cuadros de Lucas Velázquez, Jenaro Villaamil, Raimundo de Madrazo, por supuesto, Julio Romero de Torres, etc y contemporáneos como Juan Gris, Francis Picabia, Eduardo Arroyo, dibujos de Antonio Saura, ilustraciones dee Picasso (y otras del propio Mérimée y de Sáez de Tejada) y obra exprofesso para la exposición de Luis Gordillo.

El impacto de la historia en el cine es enorme. ¿Quién no ha visto alguna versión cinematográfica de Carmen? Las actrices más famosas probaron su mano: las "fatales" Theda Bara y Pola Negri, Dolores del Río, Rita Hayworth (con Glenn Ford de don José), Imperio Argentina, Carmen Amaya, Sara Montiel y hasta una Carmen negra en la versión que hizo Otto Preminger de Carmen Jones (Dorothy Dandrige) con el relamido Harry Belafonte de don José y hasta una burla de Charles Chaplin. Por supuesto, en ópera y artes escénicas en general, aluvión de versiones de Carlos Saura, Martín Patino, Vicente Aranda, Antonio Gades, por no hablar de los históricos Florián Rey, Quintero-León y Quiroga y Federico García Lorca.

Todo en loor de Carmen, mito de España. Mujer bravía, amor desgarrado, pasión y muerte.

Vale. Pero obsérvese un hecho curioso: es un mito español fabricado por dos extranjeros, dos franceses; de un lado Prosper Mérimée, publicó la novela corta Carmen en 1845, que no encontró buena acogida hasta que Georges Bizet compuso la ópera de igual nombre en 1875 con libreto de Ludovic Halévy y Henri Meilhac sobre la novelita de Mérimée. Tampoco aquí sonrió la fortuna; Carmen aguantó poco en el escenario y Bizet murió ese año a los 30 de edad. Fue el posterior estreno en Viena el que marcó el comienzo de la fama mundial: Carmen, revolucionaba el género operístico, abría paso a la ópera italiana, recordaba al mundo que al sur de Europa había un exótico y fascinante país que tiempo ha había sido un imperio y ahora era un lugar de aventura y misterio y su símbolo era ese, Carmen.

El mito de España se forjaba fuera de ella y como uno de los primeros ejemplos de lo que Edward Saïd ha calificado después como Orientalismo. España era en sí misma un poco oriental, tierra extraña y atormentada de gente pasional, fanática, clima extremo y costumbres semi bárbaras. Victor Hugo, Borrow, Manet, Washington Irving y otros viajeros por estas agrestes latitudes, puerta al aun más misterioso Oriente a través del África, dejaban este testimonio que aparecía condensado en la obra de Mérimée y se convertía en tema mundial, con la ópera de Bizet. Esta sigue el relato del novelista, pero introduce cambios substanciales que han facilitado el simbolismo de Carmen-amor-toreros-pasión como genuinamente español en detrimento de otro que está en la novela de Mérimée pero en la ópera se esfuma. Un tema interesantísimo sobre el que volveré al final del post. Paciencia.

Dícese que Mérimée se inspiró para tan rotundo tema en un poema de Puchkin, Los gitanos que él mismo tradujo del ruso. Cierto, algo ayudaría: Carmen de Triana es gitana, rumí, bohemia. Pero el antecedente real del personaje está en otra novela anterior de Mérimée, publicada en 1840, Colomba, una historia de pasión, venganza y muerte situada en Córcega con una protagonista, Colomba della Robbia, mujer temperamental que busca a toda costa vengar el asesinato de su padre. Carmen tiene mucho de Colomba.

Reiteremos: el mito de España no es autóctono. Autóctono sería, y es, el Cid Campeador, el Gran Capitán, Roger de Llúria o, si de mujeres vamos, Agustina de Aragón. Carmen refleja una mirada extranjera: la del civilizado europeo que viaja por la Andalucia de los bandoleros y queda prendado del exotismo y, claro, primitivismo, de este pueblo noble, feroz, sanguinario. Es un mito foráneo impuesto a una sociedad como la española del XIX desestructurada, acosada por guerras civiles, incapaz entonces (y ahora) de elaborar un relato propio de su "ser" colectivo, si tal cosa existe. Es decir, en el siglo XIX, cuando las naciones europeas se vuelven sobre sí mismas y buscan en ellas su esencias, su Volksgeist y ensalzan sus héroes/heroínas patrios en muchos y muy diversos órdenes (Nelson, Wellington, Wellesley, Napoleón, Garibaldi), en España nos fabrican una heroína de folklore que no solo no es símbolo de nación alguna sino que, por ser gitana, carece de ella, es, en realidad, apátrida.

Aquí quedaría mi interpretación de Carmen, mito de de España, pero no nacional, si acaso reiterando las variantes entre el libreto de la ópera y la novela de Mérimée. En aquella, la protagonista absoluta es, desde luego, Carmen, pero su contraparte es el torero Escamillo, mucho más importante que don José. En la novela, sin embargo, es al revés: la heroína es, sí, Carmen (aunque a veces entren dudas porque la narración es un relato en primera persona que hace don José antes de que lo ejecuten, al viajero/arqueólogo, francés que ha venido buscando unas excavaciones de Munda, de las que nadie parece saber nada), pero su antagonista es, definitivamente, don José y el drama es pasión, celos, muerte. O sea un caso de violencia de género como los vemos hoy.

Pero hay más. Hay otro elemento decisivo en la novela que apenas se menciona en la ópera y ha desaparecido de la leyenda posterior: Carmen, siendo gitana, no es española... y don José, a pesar de su nombre, tampoco. Es vasco, navarro, de Elizondo, en el valle del Baztán. Y habla euskera. 

Colomba era de ambiente corso y el relato enfrenta la minoría corsa, con brava conciencia nacional, con Francia. Mérimée había encontrado un filón en esos pueblos fieros y orgullosos de su personalidad que se resisten a ser integrados en el mainstream del nacionalismo dominante decimonónico. Y eso es Carmen. Don José lo tiene muy claro: es soldado del ejército español, pero no es español. Es vasco y, precisamente, lo que le hace faltar a su deber y liberar a Carmen a la que lleva prisionera, lo cual desencadena toda la tragedia, es que ella dice ser gitana, pero haber nacido cerca de Elizondo y llamarse Carmen de Etxalar. Sea ello cierto o no pues Carmen no es personaje que pare mientes en verdades o mentiras cuando se trata de asuntos graves, sí lo es que habla algo de euskera y, al hacerlo, acaba de abrir el corazón de don José y el cierre de sus grilletes. Los dos son miembros de minorías que luchan por su existencia.

O sea, Carmen,  es el mito de España, pero no por ser español sino, precisamente, por no serlo.

dissabte, 4 de juny del 2016

Un cine médico

Esta es la segunda película del médico francés Thomas Lilti. La primera, Hipócrates de hace unos años, fue un éxito en Francia y esta otra parece haberlo sido más. Un millón y medio de espectadores o algo así. Un éxito bien merecido. Aquí debiera serlo también, pero no estoy seguro. Hay dos factores que debieran ayudar: en primer lugar, es una película francesa. Se espera un mínimo alto de calidad y, de ahí, para arriba. Será, y es, un film realista, que habla a la gente de su vida, de la vida cotidiana, de una forma que la inmensa mayoría siente como propia. No hay peleas a puñetazos, ni edificios de 100 plantas convertidos en teas, ni persecuciones de bulldozers, ni hombres que vomitan rayos verdes, ni ciudades invadidas por dragones voladores metálicos. Una historia normal, con algún tipo de interés literario (pero de eso, luego) con gente normal, que conduce coches con abolladuras, calienta el café en el microondas, va a su trabajo y tiene una vida familiar y asiste a los festejos municipales.

En segundo lugar, es una película hecha por un médico que quiere hablar de su profesión y hace casi un documental sobre un médico rural. Obvios, todos los subtemas de esa realidad: la relación médico-paciente es cercana, humana y con muchos matices; el contraste con la medicina hospitalaria es agudo y conflictivo; el médico rural no tiene horarios ni guardias, no ejerce la medicina sino que la vive y más cosas, por supuesto. Tiene, pues, corte realista, muy directo, casi seco... Pero es también una historia de ficción, un relato inventado, con sus claves y su ilusión. En cierto modo, este cine es literario, en la tradición de esa mezcla de mundos, el médico y el literario, que se ha dado desde siempre en la historia. De hecho, Jean-Pierre, el protagonista, recomienda a Nathalie, una joven doctora que se le incorpora como refuerzo, alguno de los Relatos del joven médico, de Mijail Bulgakov, el de El maestro y Margarita.

Desde siempre ha habido médicos literatos, tantos que los muy meritorios esfuerzos críticos por encontrar alguna motivación o vinculación específica entre la vocación médica y la literatura tienen jardines enteros para solazarse. Médicos fueron Rabelais, Schiller, Chejov, Conan Doyle, Axel Munthe, Carlo Levi, Pío Baroja, Somerset Maugham y el innombrable Louis-Ferdinand Céline, así, por citar los más conocidos y seguro que se me escapan otros no menos eminentes. Pero todos los géneros, los estilos, los temas, específicos y no específicos. Los médicos son moradores permanentes del universo creador, de ficción, de la Dichtung que dicen los alemanes. Y ya no hablemos de la filosofía y, por supuesto, la teoría política; solo el nombre de Locke es timbre de gloria para la profesión.

Pero la película, muy elegante y discretamente narrada, con un notable buen gusto a la hora de mostrar la cruda realidad del ser humano como paciente sin regodeos gore, se mueve en esa dimensión puramente literaria. Echa mano de dos elementos narrativos con cierta prosapia, que funcionan como dos subrelatos: el tumor cerebral inoperable que le diagnostican al protagonista al comienzo del relato y el desarrollo de una relación maestro-discípulo a lo largo de toda la historia.

El primer subrelato, el tumor cerebral, introduce un elemento de incertidumbre y angustia que el espectador comparte en secreto con el protagonista porque este decide no contar su enfermedad a nadie, ni a su ayudante. Eso condiciona su vida y también nuestra visión de ella, pues "estamos en el ajo". Que yo recuerde, es la situación de Blaise Meredith, el cura de la novela de Morris West, El abogado del diablo, con un cáncer incurable al comienzo del proceso; o la del abuelo de la novela de José Luis Sampedro, La sonrisa etrusca. Cómo encara la vida alguien que debe compartirla con un enemigo interno que terminará por vencerlo. Hay diálogos en la película que se entienden en esa clave.

El segundo, el maestro y la discípula, da también mucho juego. Es una relación compleja, entre dos adultos inteligentes, apasionados de su profesión y que, además, tratan de entenderse el uno al otro y varían sutilmente su respectivos conceptos en una filigrana de estudio psicológico de los personajes que es de quitarse el sombrero. Y, además, relación discipular: el maestro que ilumina el camino del discípulo, una relación cuyo origen es remotísimo pues viene de Oriente, pasa por todos los estadios de la civilización y llega al día de hoy. Rousseau con el Emilio sienta cátedra en Francia de un género que en la literatura serán las llamadas "novelas de formación", (Bildungsromane). Función que también es la del guía que muestra y explica al pupilo el mundo en que se encuentran: la Divina Comedia, por ejemplo. Prácticamente todas las utopías tienen el mismo plantemiento: un guía que familiariza al recién llegado con el lugar en el que está y los seres que lo habitan, con sus usos y costumbres.Como Jean-Pierre a Nathalie.

En resumen, que me parece una gran película, una película encantadora. Un bálsamo.

divendres, 3 de juny del 2016

Solo el genio se ríe de sí mismo

Matadero de Madrid. Sueño de una noche de verano. Magnífico montaje, magnífica dirección, magnìfica interpretación. Quizá un poquito sobreactuada. Pero eso seguramente será inevitable con este torrente de genialidad, farsa, bromas, veras, risas, fantasía, enredos y burlas. Shakespeare riéndose de Shakespeare a todo trapo y, con él, del mundo entero, de la tradición, de la ley, del amor, del teatro, de todo.

De pocas obras debe de haber más y más alambicadas interpretaciones que de esta. Sociólogos, filósofos, lingüistas, críticos literarios, mitólogos, freudianos, marxistas, estructuralistas, feministas, gays, transexuales, todos han aportado versiones, hipótesis, teorías. Por supuesto, Palinuro también. El Sueño de una noche de verano son dos comedias en una. De un lado, una de enredo amoroso con muchas puntas de feminismo y antitradicionalismo shakespeariano y, de otro, otra comedia, comedia dentro de la comedia, una representación de la tragedia de Píramo y Tisbe, para celebrar la boda del Duque de Atenas, Teseo, con la bella Hipólita. Esto del teatro dentro del teatro es un recurso lleno de posibilidades. Es, por ejemplo, un momento esencial en Hamlet. Aquí sirve para que Shakespeare se ría de él mismo o, más concretamente, de su propia obra, Romeo y Julieta. Escrita, según mis noticias, más o menos en la misma fecha que la tragedia de los Montescos y los Capuletos, El sueño...constituye una burla feroz de la tragedia de Píramo y Tisbe en la que Romeo y Julieta está basada.

Hasta aquí, todo normal. Pero conviene retroceder cinco siglos, cuando el mundo se veía de otro modo. La tragedia de Píramo y Tisbe aparece en Ovidio, quien nutrió de fábulas y temas literarios a occidente durante siglos y traída, según leyendas, de Babilonia. Reaparece en el Decamerón y la vuelve a narrar Chaucer: la tragedia de un amor ardiente que perece por la incomprensión circundante, el principio de autoridad, la tradición y el orden patriarcal. Nadie se había atrevido a reírse de ella.

Hasta que lo hizo Shakespeare. Y lo hizo tras haber escrito Romeo y Julieta completamente en serio. Así, el Sueño de una noche de verano es un anticlimax.  La sátira del drama de amor imposible. El don Quijote de las historias trágicas de amor. La burla de un elemento casi sacrosanto.

Luego está la obra en sí misma, que mezcla tres mundos absolutamente distintos, el de la realidad, el de la fantasía y el de la farsa. El de la realidad está poblado por personajes habituales en los dramas shakesperianos, con sus nombres tan pronto clásicos como modernos: Teseo, Egeo, Hipólita, Demetrio, Lisandro, Hermia, Helena y Filóstrato. El de la fantasía se puebla con seres fabulosos, extraordinarios, sacados del magín del dramaturgo y, por cierto, inolvidables: Titania, Oberón y Puck. Quien los haya visto alguna vez, no los olvidará por muchos años que pasen, como tampoco se pueden olvidar los personajes de La flauta mágica, Tamino, Pamina, etc. Y, por supuesto, el que nadie olvidará será Píramo con cabeza de burro por encanto travieso de Puck. Por último, el terreno burlesco, los toscos, rudos, simpáticos plebeyos también muy frecuentes en la obra shakesperiana, aquí llamados (en buena traducción) Nicolas Trasero (Bottom), Francisco Flauta (Flute), Tomasa Morros (Snout, en el original un hombre), que hacen una interpretación desternillante de Píramo y Tisbe.

Y los tres mundos están interrelacionados, las convenciones sociales saltan por los aires: todo se mezcla con todo, la realidad con la fantasía, los aristócratas con los plebeyos, los hombres con las mujeres. Durante siglos, en especial en el predominio del clasicismo, se relegó a Shakespeare a las tinieblas del goticismo (incluso antes de inventarse el nombre) gracias, entre otras cosas a obras como ésta, La tempestad, etc. Además el hecho de que la acción transcurra en un bosque parecía dar la razón a quienes más que como un dramaturgo, lo tenían como una especie de bárbaro druida de la tradición celta. De hecho, los primeros en rescatarlo, los románticos, lo hacen precisamente por estos temas. 

La obra es tan audaz y falta de todo freno y respeto que Shakespeare manda a Puck al final a explicar al público que lo que ha sucedido no ha sucedido; que es un fantasía en la profundidad mágica de un bosque; que, en fin, es un sueño. El sueño de una noche de verano.

Por entonces, Calderón de la Barca aún no había nacido.

diumenge, 29 de maig del 2016

Alicia hace las Américas

Confieso no haber visto la versión que hizo Tim Burton de Alicia en el país de las maravillas en 2010 y, como, según parece, fue un éxito, ignoro cuál sea la base de este. Esta versión de A través del espejo ya no está dirigida por Burton, sino producida por él y dirigida por James Bobin e interpretada por Mia Wasikowska (a quien vi hace poco de Madame Bovary) como Alicia, Johnny Depp como el Sombrerero Loco, Helene Bonham-Carter como la reina roja. Los tres repiten papeles de Alicia en el país de las maravillas. El film es trepidante, literalmente saturado de efectos especiales, rodado para 3D, muy abigarrado, original y divertido y probablemente será un éxito también... pero no tiene nada que ver con la segunda parte de la novela de Lewis Carroll. Y cuando digo "nada" quiero decir "nada". Cierto, aparecen prácticamente todos los personajes de Alicia en el país de las maravillas, aunque sin justificación alguna salvo Alicia, claro está, el sombrerero loco y la reina de corazones, que tienen unos papeles sobredimensionados respecto a la obra.  La trama, la historia, el relato, los diálogos, todo, absolutamente todo están inventados para la ocasión y, aunque la tramoya sea, como digo, muy vistosa, la invención es bastante lineal, predecible y de escasa relevancia. En definitiva, un poquito tostón. Ya desde el comienzo, la escenografía y ambientación recuerdan mucho Piratas del Caribe, también con Johnny Depp y, en punto a simplicidad de la narrativa, tiene poco que envidiarla. En definitiva, un producto de los estudios de Walt Disney, típicamente americano. Hasta tiene dos finales, uno el que la lógica y el guión exigen y otro, sobrepuesto, el final feliz que los estudios sostienen siempre que es el que gusta a la gente. Y tendrán razón.

Insisto en que no me parece mal. Cada uno adapta las novelas al cine como le da la gana y, si se le juzga, el juicio de ajuste a la obra original es secundario. Lo importante es el valor del producto final. Tal valor, en este caso, no me parece menudo; al contrario, probablemente fascinará a un público muy numeroso e infantil, adolescente y juvenil no demasiado exigente. Eso está bien. Tiene que haber historias para todas la edades. El film es muy animado, colorido y lleno de trucos vistosos. Si acaso objeto a algunas caracterizaciones. La del Sombrero Loco está lograda, aunque algo historiada. La liebre de marzo no me parece de recibo. Tweedledum y Tweedledee son un auténtico insulto y Sir John Tenniel, el ilustrador primero de Alicia se hubiera muerto del digusto al ver en que se han convertido sus dos mozalbetes; la reina de corazones está lograda en el outfit, pero falla en que Helene Bonham-Carter es demasiado guapa. Tenniel la representó fea, copiando directamente el modelo de la Duquesa fea, de Quentin Massys. Y del famoso gato de Cheshire, mejor es no hablar.

Tiene su lógica que el guión se aparte del texto porque este es más complicado aun que la primera parte, prácticamente intraducible a cualquier otro idioma, cinematográfico o teatral. A través del espejo vuelve a jugar con la ironía del significado del nombre de Alicia ("Verdad") en un mundo en el que todo es falso, mentira, realidad distinta o invertida. ¿Qué hay al otro lado del espejo? Pues eso, un mundo al revés. Cuando Alicia encuentra el celebérrimo poema Jabberwocky, ve que no puede leerlo salvo que lo ponga frente a un espejo porque la escritura es invertida. Aun así tampoco entiende su significado. Bueno, ni ella ni nadie ya que Jabberwocky está hecho con palabras inventadas por Carroll. Nada de extraño que los surrealistas lo tomaran como modelo. Pero, ¿como poner Jabberwocky en cine? Igual que el inenarrable diálogo con Humpty Dumpty con la feliz invención de las palabras portmanteau. O el poema, La morsa y el carpintero que le recitan Tweedledum y Tweedledee.

En fin, hasta la vuelta a la realidad sigue mostrando una diferencia cualitativa importante a favor de la novela sobre la película. En esta, las aventuras de Alicia se entienden como resultado de una locura pasajera; en la novela, el retorno es el despertar de un sueño.
Porque la vida es sueño.