Dos reconocidos críticos culturales contemporáneos reflexionan en este libro (La pantalla global. Cultura mediática y cine en la era hipermoderna, Barcelona, Anagrama, 2009, 352 págs.) sobre los avatares del cine en esta época que llaman "hipermoderna", con originalidad terminológica (el término procede de una acuñación anterior de Lipovetsky) que aplican a otros conceptos a lo largo de la obra. Ésta me parece interesante pero ya dejo dicho al comienzo de la reseña que no veo la necesidad que parecen sentir muchos autores de bautizar con términos rebuscados reflexiones que luego tampoco responden por entero a lo que los nuevos conceptos dejan entrever. ¿Qué significa exactamente "hipermodernidad" y cómo diablos se relacionará con "postmodernidad"? Me explico. Parto de la idea kantiana de ilustración y la hago sinónima de modernidad con lo que entiendo que ésta es el proceso de emancipación del ser humano, su dominio sobre sí mismo, su "caminar erguido", su liberación de la superstición. Al mismo tiempo, tengo la peor opinión de la televisión; de la española y de todas. Si resulta que, como dicen los autores, los franceses pasan diariamente tres horas y veinticuatro minutos delante del televisor (más o menos lo mismo que los españoles, según el último EGM), eso equivale a unas 100.000 horas de sus vidas u once años viendo y escuchando una jartá de estupideces. ¿Cómo se puede llamar "hipermoderno" a semejante borregamen?
Los autores sostienen que el cine tiene una gran capacidad para reinventarse ante los nuevos retos de las tecnologías. Dividen su historia en cuatro etapas: a) el cine mudo; b) la "modernidad clásica" (de 1930 a 1950); c) la "modernidad vanguardista y emancipadora" (1950 a q970); d) la "época hipermoderna" (pp. 16-21). Lo hipermoderno es el hipercapitalismo, el hipermedio, el hiperconsumo globalizado cuando comienza la pantalla global (p. 22). Este libro se publicó en francés en 2007, antes de la gran crisis que ahora vivimos. Todos estos discursos suenan hoy algo desafinados.
El cine, dicen los autores, es un arte connaturalmente moderna. Junto a la fotografía es la única nueva en veinticinco siglos (p. 31). También es industria, lo que le ha sido muy criticado y, por supuesto, arte de consumo de masas. Es también un arte colectivo. Elie Faure lo comparaba a la construcción de una catedral por la cantidad de esfuerzos que hay que aunar para hacerlo posible. Ahora se ha hecho super high-tech y con la digitalización se ha revolucionado por entero, sobre todo los efectos especiales. Con ello hay también una espiral de costes de producción. El hipercine es reflejo del hipercapitalismo mundializado, caracterizado por desigualdades espectaculares y un vedetismo triunfante (p. 60). Antes solían hacerse unas 300 copias por película. En 1975, con Tiburón, ya se hicieron 500 y hoy se hacen entre 8.000 y 10.000 copias por cada película de las cuales 4.000 son para los Estados Unidos. El cine se extiende cada vez más y más rápidamente y, sin embargo, cada vez va menos gente a verlo. En los EEUU se calcula que hay 5,4 visitas por persona y año y en Europa menos de la mitad, 2,4. En 1979 iba al cine el 17,8% de la población; en 1992, el 15% (p. 64) y en España, en 2008, menos de 5%. Por lo demás, la producción cinematográfica aparece hegemonizada por los EEUU que producen entre dos tercios y tres cuartos del cine que se ve en Europa (p. 66). Igual que la sociedad hipermoderna se caracteriza por fenómenos hiperbólicos, el hipercine es una huida hacia delante supermultiplicada, una escalada de los elementos que componen su universo (p. 73). La realidad virtual es el extremo de la invención high-tech con un efecto extraordinario en las salas en que puede verse (75). Los rasgos del cine contemporáneo incorporan la velocidad, el ultramovimiento, el ritmo infernal y sobre todo la ultraviolencia. Ya llegó el mensaje con Grupo salvaje, de Sam Peckinpah y Apocalypse now, de Coppola (p. 87). Se practica sexo auténtico ante las cámaras y un lenguaje vulgar, lleno de tacos. Pues se enseña todo, cabe decirlo todo. Un rasgo nuevo es la multiplejidad, el relato multiplex con ruptura de las unidades clásicas, especialmente la de acción y hasta la inteligibilidad tradicional se cuestiona (p. 101). Los géneros se mezclan, ya no hay distinciones, los argumentos tratan de todas las edades de la vida. Hay películas sobre bebés y sobre ancianos de noventa años. Todo es tema (p. 113). Se desestabiliza la dicotomía tradicional de los papeles sexuales (p. 116) y el cine se convierte en objeto del cine. No es solamente que abunden las remakes sino que hay trozos de películas anteriores en otras modernas y hasta se parodian (p. 130).
Uno de los fenómenos más interesantes de hoy es el gran auge del documental que, para los autores aparece como respuesta a la desaparición de los referentes colectivos del bien y del mal (p. 147). El neodocumental expresa el fin de los grandes sueños colectivos y de los profetas de la modernidad triunfante (p. 149). Tiene también un elemento de ficción porque interpreta la realidad, la reconstruye con una mirada militante, íntima, etc. (p. 157). En cuanto a la memoria y el cine histórico, la sociedad hipermoderna está dominada por la categoría del presente y la paradoja es que se vive un movimiento de revitalización del pasado, un frenesí rememorativo, un culto al pasado (p. 163). El cine histórico clásico es un pasado pasado; el cine histórico de hoy es un presente en pasado y el cine de la memoria es un pasado para el presente. Todo esto viene especialmente a cuento del empeño por no olvidar el genocidio, en concreto la Shoah y de ahí películas al estilo de La lista de Schindler (p. 175). Los españoles podemos dar buena fe de esta tendencia a la vista del interés que sigue teniendo todo lo relativo a la guerra civil y el franquismo.
Por lo demás, el cine es también testigo de su época. Nunca se han filmado tantos acontecimientos y problemas políticos y sociales (p. 183). Escojo algunos de los temas sobre los que los autores reflexionan con mejor o peor fortuna: la ecología (p. 184), el mercado, las condiciones de la globalización (p. 190), la época del capitalismo total (p. 192), la apuesta por la democracia (p. 195), la crítica a la democracia y, sobre todo, la crítica al neoconservadurismo reaganiano en los EEUU (p. 198), la crítica al imperialismo y la defensa de los derechos humanos (p. 205). Y, junto a todo esto, nada aventaja en cantidad y calidad al tratamiento de los temas referentes al yo, referentes al individuo (p. 205) porque, dicen los autores: "el culto al hedonismo consumista y el culto a la autonomía subjetiva brotan cuando desaparece la fe en las grandes ideologías de la historia (Nación, Revolución, Progreso)" (p. 206). La verdad, siempre que me encuentro estos diagnósticos tan rotundos, siento desconfianza. ¿Quién ha dicho que ha desaparecido la fe en esas ideologías? ¿En la Nación? ¿Desde cuándo? Nunca ha habido más nacionalismo y más obtuso y fanático, por cierto. La creencia en el Progreso se ha encarnado en la conciencia misma de la contemporaneidad; de desaparecer, nada. Y en cuanto a la Revolución, es cierto que anda algo mohína; pero se puede substituir por un renacimiento de la fe en la Religión.
La última parte de este interesante libro versa sobre las relaciones entre la gran pantalla y la pequeña. Y, dentro de la pequeña pantalla, la reina de todas, la televisión. Hoy se relativiza la distinción entre cine y televisión, se hace un cine de geometría variable, que se mezcla por doquier con la televisión y ésta, a su vez, busca territorios en que imponerse, por ejemplo, el de las series (p. 226). Los programas de hiperrealidad tratan de hacer de la televisión un hipercine (p. 231). A pesar de todo la televisión no puede con el cine y por más que es un espectáculo realmente de masas. Basta con pensar en los telespectáculos deportivos con cientos de millones de espectadores de competiciones, olimpiadas, etc (p. 235). Otra forma de la pantalla es la publicitaria. El cine ha estado siempre ligado a la publicidad y hoy más que nunca, cuando hay un imperio del logotipo y se aprecia sobre todo el llamado product placement, esto es, la capacidad de que ciertas marcas aparezcan en películas (p. 249). La pantalla se ha universalizado al extremo de que, según los autores, el individuo hipermoderno resulta ser un Homo pantalicus que vive en una patallocracia (p. 270). Partiendo de la vieja "sociedad del espectáculo", de Guy Debord se llega a una democracia de vigilancia que Pierre Rosanvallon llama la "contrapolítica" (p. 275). Pantalla es también internet, a la que muchos critican por creer que aisla a las gentes. Y pantalla asimismo el estado de videovigilancia en que nos movemos hoy día. En 2007 se calculaba que había unos 4,2 millones de vídeocámaras en Gran Betaña, el país más vigilado de la tierra (p. 285) . Igualmente cuenta aquí la "pantalla lúdica" con manifestaciones como second life, que permiten la cinematografización de los individuos; y el videoclip. El vídeo abre nuevas fronteras a través del videoarte. Cabe recordar el fenómeno de Youtube, en donde hay más de cien millones de vídeos (p. 307). El uso del vídeo tiene posibilidades inimaginables. Por ejemplo, el caso de los trackers, personas armadas de una vídeocámara que se convierten en la sombra de un político al que filman a todas horas del día o las modalidades de happy slapping (p. 309), consistente en abofetear a alguien por la calle y grabarlo en vídeo. Las posibilidades del vídeo se pueden ver igualmente en las secciones de sucesos de los periódicos.
Concluyen los autores su obra retornando a la consideración del relato. La modernidad se basa en la omnipresencia del relato y éste es asimismo el secreto del éxito del cine estadounidense: que se basa en un relato sencillo, fácil, que todos entienden (p. 317). El cine es el que mejor puede cumplir esta función de relatar. Recojo una cita que incluyen de David Lynch: "El cine es un medio de decir lo que no se puede decir con palabras, exceptuando quizá la poesía. Es un lenguaje consistente en la combinación de varias artes, un lenguaje de belleza y profundidad infinitas que puede contar todas las historias." (p. 318). Charles Lalo tomó de Montaigne el concepto de "artificación" de la vida y el cine es hoy uno de los principales instrumentos de artificación del universo hipermoderno (p. 321).
Para terminar coincido con una apreciación de los autores que me resulta simpática a fuer de voluntarista. Dicen que el único baluarte que queda frente a la invasión universal de la pantalla es el viejo libro (p. 311). Así es y así será pero, a mi entender, como son estas cosas en la acción humana: el triunfo incontestable de la pantalla vendrá acompañado de la supervivencia del libro en círculos restringidos.