No para, no se está quieto, no calla. Dice pasar el setenta por ciento de su tiempo en el extranjero (y supongo que lo dice con tono de desprecio) pero el treinta por ciento que pasa en España cunde por el ciento por ciento de los demás. No hay asunto sobre el que no se pronuncie en público, siempre vaticinando lo peor, siempre diciendo lo más radical, lo más agresivo y lo más desagradable posible. Las cosas tienen que ser como él diga y nadie puede entenderlas de otra forma, empezando por su propio partido cuyo dirigente no puede articular política propia alguna porque ya tiene al señor Aznar marcando los límites del juego siempre puestos en la propia puerta del adversario.
Esta ubicuidad, esta verborragia del personaje apunta a las medidas de su acción. Su estrategia es la muy carpetovetónica "de qué se trata que me opongo" y su justificación es la unidad de acción de su campo y él personificando esa unidad de acción de modo autoritario, poniendo en evidencia cómo el adversario lo odia. Un odio del que suele quejarse alegremente levantando constancia de que si algunos lo odian es porque están obsesionados con él y con lo que él puede hacer.
Y ¿qué puede hacer? Pues lo que dice en su libro: sacar a España de la crisis. Este tipo de libros de recetas de crecepelos suele prosperar en época de vacas gordas; en la de las flacas, cuando se mide sobre las costillas la eficacia de las recetas que proponen, la cosa está más chunga. En este caso concreto el error básico del recetario es que se hace en el orden nacional para una crisis que es básicamente internacional y sólo admite tratamientos internacionalizados.
En fin, ¿a qué razonar con alguien que sólo habla desde el rencor? Este hombre está marcado a fuego por su ignominiosa salida de la política, entre la sangre y la abyección de haber intentado mentir sobre un asunto tan grave como los atentados del 11-M y sólo para tener que reconocer asimismo que también mintió al hablar de armas de destrucción masiva para justificar la aventura iraquí de España, que la mentira es su norma de vida. Y sólo desde el rencor puede llegarse al extremo inverosímil de culpar al Gobierno de España por la pitada y la bronca al himno en el Mestalla con el añadido esperpéntico de sostener que con él y con los suyos eso no pasará ¿Pues qué piensan hacer? ¿Meter la Acorazada Brunete en el estadio? Está claro que todo en la vida tiene un límite excepto la estupidez.
(La imagen es una foto de 20 Minutos, bajo licencia de Creative Commons).