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dijous, 8 de setembre del 2016

El misterio del lenguaje

Josep-Lluís Navarro Lluch (2016) Teoria lul.liana de la comunicació. L'edifici de les Llengües, 1. Argentona: Voliana edicions. 346 págs.
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A raíz de un comentario de Palinuro sobre una exposición reciente de Ramon Llull en Barcelona (El primer panopticón: Ramon Llull), el autor de esta interesante obra se puso en contacto conmigo y me la hizo llegar. No es de lectura fácil y se aparta algo de los terrenos por los que suelo transitar, pero se trata de un trabajo de gran interés y que incide sobre un asunto de actualidad en el campo de los fundamentos filosóficos y lingüísticos de la comunicación. Hoy prosperan los comunicadores políticos, que casi han monopolizado el terreno y se impone la comunicación política como subdisciplina hegemónica y de la que muchos obtienen grandes rendimientos y pingües beneficios. Pero la comunicación política no es sino una subdivisión de la comunicación en general como aquello que nos hace propiamente humanos y es contenido a su vez de la lingüística, cuyas repercusiones en la filosofía son de sobra conocidas. Recuérdese que todavía no somos capaces de dilucidar la cuestión de qué dependa de qué, si el pensar del hablar o el hablar del pensar.

Navarro Lluch encaja su teoría lluliana de la comunicación dentro de un proyecto mucho más ambicioso que pretende ser una teoría lingüística sistemática y cuyo nombre general es el edificio de las lenguas, una obra que, al parecer, tendrá cinco volúmenes, de los que este es el primero. Su proyecto no es menudo: formular un nuevo paradigma o matriz epistémica para enfocar de forma nueva el estudio del lenguaje, partiendo de una concepción que llamaríamos sistémica o holista por cuanto toda la vida humana está hecha de redes de conversaciones. La red humana es lingüística  y todo fenómeno lingüístico es básicamente social. En paralelo con ello hay una permanente referencia a un fundamento filosófico budista al que el autor dice ser aficionado desde la adolescencia y que parece bastante puesto en razón precisamente por esa perspectiva global que adopta.

La novedad del paradigma no implica que no se reconozcan antecedentes y, en concreto, dos de diferente valor y uso en el ensayo: el "modelo global de la realidad" (o Globàlium) de Lluís Maria Xirinacs y la obra no tan conocida como debiera de Michael Polany. En su conjunto es un plan de combate en contra de lo que llama el "lenguajismo", una especie de charlatanería que considera disfrazada de "lingüística científica", "moderna", "ciencia del lenguaje". Se trata de un elemento esencial de la obra que define su construcción propositiva sobre un trasfondo de crítica mantenida a la deriva de la lingüística contemporánea, muy en especial la lingüística generativa de Chomsky, considerado por muchos como "el padre de la lingüística moderna".

El lenguajismo es un reduccionismo confusionista que olvida la tradicional distinción entre hablar y decir, el papel central de la persona, la ambigüedad de la gramática, la imbricación entre palabras y cosas, la noción instrumental e integradora de las lenguas, la dependencia entre lengua y sociedad y la noción instrumental de la lengua, concepción milenaria mucho más útil que la del "sistema de comunicación". Ya desde el comienzo, se baten las defensas chomskyanas, a causa de sus planteamientos innatistas, idealistas y reduccionistas porque el lenguaje es un fenómeno social, inventado (sobre una base de lenguaje prehumano) transmitido de boca en boca por nuestra especie que es más homo loquens que homo sapiens u homo faber.  Sin duda este punto de vista lleva a la ciencia del lenguaje a intentar constituirse en una especie de metaconocimiento que, a través de teorías como la de los actos de palabra, (Searle) y otras quiere dar una respuesta filosófica pragmática a las gran cuestión de lo humano del ser humano. Pero uno tiene la impresión -que luego se confirma a lo largo del libro, ya que los postulados antichomskyanos se reiteran mucho- de que  en buena medida, hay algo de exageración en ese ajuste de cuentas, entre otras cosas porque tampoco están tan claras las diferencias entre el enfoque sistémico y el generativista chomskyano que, además de la competencia innata del habla de las persona, reconoce la formación del lenguaje como actividad social.

Aborda a continuación el autor la teoría lulliana del "sexto sentido"  que a su juicio no solo es una concepción o teoría nueva de la comunicación, sino un salto cualitativo en la historia del pensamiento, un descubrimiento que permite tener una nueva forma de entender la lengua y la comunicación. Conecta el esquema de Llull (Dins-fora-dins) con la obra de Comte (teórico social que no suele aparecer en estos ámbitos de la reflexión) para quien el lenguaje es el conjunto de medios propios para transmitir fuera de nosotros nuestras impresiones de dentro, porque solo enlazando así el fuera y el dentro podemos garantizar a nuestra existencia cerebral la consistencia y regularidad que caracterizan el orden exterior. Recurre el autor a los trabajos de Jacob y Thure von Uexküll que hablan del "mundo interior" y el "mundo circundante" (Umwelt) de cada organismo y su referencia muy apreciativa al Feed-back loop lo sitúa en los umbrales de la teoría general de sistemas de la que sin embargo, no hace mención aunque, obviamente, su planteamiento del lenguaje como expresión y comunicación exterior le lleva a ello. Sí menciona en un par de ocasiones los trabajo de Varela y Maturana, que están en esa dirección, aunque de nuevo, no maneja el concepto fundamental en estos de la "autopoiesis", que resulta decisivo para entender un mundo hecho de mónadas leibnizianas en permanente comunicación. Desde esta posición que parte de la complejidad como factor determinante, el autor  critica e incluso ridiculiza el "lenguajismo" y las teorías formales la comunicación a las que llama "telefonismo" y considera basadas en la simplificación de la teoría matemática de la comunicación de Shannon. Y no se hable ya de los esquemas emisor - mensaje - receptor o el estímulo - respuesta, característico del conductismo. El acuerdo que concita esta crítica a los enfoques simplificados no acaba de disipar la sospecha de que la misma crítica adolece de lo que critica y se lo hace relativamente fácil. La idea de que la realidad es siempre más compleja que cualesquiera modelos está ya templada por la ley de la variedad requerida de Ross Ashby, siempre tan preocupado con la homeostasis de los sistemas.  Está bien y es acertado que Navarro Lluch contraponga le modelo cartesiano y newtoniano que sostiene Chomsky al leibniziano y pascaliano, opuestos a él. Pero de nuevo se percibe una polarización excesiva. Pascal defendió el jansenismo de Port Royal, con su gramática y lógica (a la que, al parecer, hizo importantes aportaciones) ambas bajo la influencia de Descartes. El propio Chomsky habla de su lingüística cartesiana atendiendo a la gramática de Port Royal. Por lo demás, en otro orden de cosas, cierto es que el sexto sentido lluliano es la actividad conceptual intencional e interpretativa de las personas en su contexto social e histórico. La comunicación lingüística es un acto creador continuo y creativo del hablante y el que escucha que así hacen y rehacen el mundo.

El capítulo en el que se traza el arco desde Llull a Polanyi contiene el  corazón del libro. El punto de partida es el Libro del habla de los ángeles, de Llull. El esquema del sabio mallorquín conecta a través de la comunicación tres órdenes distintos: los angeles con las personas (a través de la palabra mental), las personas con las personas por medio de la palabra verbal (todo ello agrupado en Locutio) y las personas con los animales a través de la comunicación prelingüística (todo ella agrupado en el Affatus) (p. 174). Los hombres fabrican su Lebenswelt por medio del lenguaje. Así también aparece en el Globàlium Lluís Maria Xirinacs y, desde luego en la concepción del Meaning, de Michael Polanyi. Frente a la ilusión de conocimiento científico, Polanyi sostiene que todo conocimiento es personal porque todo conocimiento presupone la participación de las personas en su "ser ahí" (in dwelling) y conocimiento tácito, focal o subsidiario y todo conocimiento explícito (focal) está basado en el tácito, que surge para explicarlo, de los hábitos (el habitus en Bourdieu). Cuanto mayor es este conocimiento tácito, mayor también nuestra competencia. Descubre Navarro en García Calvo, por cuyas aportaciones tiene verdadera veneración, el esquema de estructura triádica del conocimiento que también se da en Polanyi (p. 200). Así se consigue lo mismo que hacen el budismo y el taoísmo: superar la dualidad sujeto/objeto a través de la coincidentia oppositorum de que habla Llull. Polanyi no conoció a Llull, pero sí habla del seguidor de Llull, Nicolás de Cusa, que eleva la unión de incompatibles a principio teológico general. El esquema de la relación entre Conocimiento Explícito (CE) y Conocimiento Tácito (CT) es circular: CE/CE - CE/CT - CT/CT - CT/CE. No hace falta recurrir a Heráclito (aunque Navarro lo haga con acierto) para entender que en todo cuanto decimos hay siempre más de lo que decimos o creemos decir, al punto de que incluso tengamos difícil a veces admitir lo que hemos dicho dadas sus implicaciones. Sobre este fondo sobre el que el autor valora la importancia que el budismo da al silencio. Y no solo el budismo. También en Occidente es antiguo adagio el de Aut tace aut loquere meliora silentio. 

Una vez llegados aquí, la realidad luce por sí misma: las personas hablamos con palabras sobre las cosas. Son los elementos básicos del hablar. El triángulo llulliano de la significación (contemplación - referente - cosas) se identifica setecientos años después con el de Polanyi (persona, hablante - palabras subsidiarias - objeto, sentido, foco). Imposible exagerar la importancia de las cosas (temas) porque de las cosas depende el habla: Rem tene, verba sequentur, según se atribuye a Catón el censor. Esta relación entre las palabras y la realidad en Wittgenstein y en Chomsky, es rebuscada y sofista porque reduce a aquellas a ser puro producto de la realidad. Por contra, de acuerdo con la acertada expresión del poeta Joan Brossa, el lenguaje no refleja el mundo, sino que en buena media, lo crea. La triada de Polanyi es el sense-giving, verbalización de la experiencia, el 6º sentido llulliano, el affatus todo lo cual ayuda a resolver nada menos que el problema de los universales. Con una sola palabra el ser humano designa multiplicidad de manifestaciones a base de echar mano al conocimiento tácito: las incontables experiencias de diferentes objetos concretos. 

En el último capítulo sobre la "molécula de la comunicación" que originará el "tetraedro de la comunicación" el autor inicia el estudio de la acción social a través de la concepción pragmática de Peirce con sus tres tipos de signos (indicios, iconos o señales y símbolos) y la vertiente funcional y hermenéutica de Karl Bühler con su doctrina del lenguaje como un organon manifiesto en una triple función a través de: 1) la expresión (relacionada con el hablante y la consolidación de la interioridad); 2) la apelación (pensada para el destinatario, cuya conducta pretende guiar); 3) la representación (que apunta al mundo que quiere describirse, o sea, interpretarse). Bühler coincide con Polanyi en el paralelismo entre la actividad lingüística (o interpretativa) y la percepción o las habilidades tácita Otros autores posteriores han reformulado esta clasificación de las funciones del lenguaje- Jacobson, por ejemplo, las llama emotiva (hablante), conativa (oyente) y referencial (las cosas) y añade la función mágica o "encantatoria", que tiene que ver con el "poder" de las palabras. Todo esto se asimila aa la PNL (programación neurolingüística), esto es, un modelo de comunicación y de la conducta humana que integra tres elementos: 1) establecimiento de una "relación" (sintonía, empatía) que mejore la comunicación con el otro; 2) formas eficaces de recaptar información sobre el universo mental de la otra persona; y 3) estrategias para producir cambios en la conducta y hacer más efectiva la comunicación. Algo análogo, dice el autor al esquema de A. García Calvo en Lalia: 1) personas que hablan y se entienden; 2) cosas sobre las que hablan las personas; 3) una sociedad que resulta de esa relación lingüística entre las personas a propósito de las cosas; 4) el instrumento por el que todo esto se produce, o sea, el lenguaje y el sistema o código que lo rige. Con todos estos elementos y manipulando los del "tetraedro de la comunicación" a base de agruparlos de formas diferentes, Navarro Lluch dibuja los cuatro tipos ideales siguientes: a) la fusión de cada persona con el mundo (una mente que conversa consigo misma, reflexión sobre el mundo, la naturaleza, el experimento científico); b) la fusión de nuevo de cada persona con el mundo pero por la otra parte (cuando un relato, una novela nos absorben por entero); c) la fusión de las personas entre ellas (el amor o la amistad profunda); y d) la fusión de los cuatro elementos en uno solo (fusión definitiva con el mundo y con los otros, la superación de la dualidad y la caída de las barreras del ego). Y así llegamos al "silencio del Buda", cosa que, para un ensayo de lingüística, tiene un punto de provocación filosófica.

Termina Navarro Lluch este primer volumen de su opus en su actitud batalladora contra la lingüística cartesiana, que considera una de las mayores imposturas intelectuales del siglo XX (p. 344). Su empeño será en los volúmenes siguientes construir una alternativa, una lingüística leibniziana o pascaliana para el siglo XXI que rescaten el paradigma jerárquico y la sabiduría antigua y ofrezcan una renovada matriz epistémica que dé cuenta de las lenguas humanas y su complejidad en su misterio y en sus múltiples conexiones con todo lo que es mental y social. El programa no carece de ambición, pero no habría conocimiento sin ambición. Los fundamentos están echados, aunque a veces no muy ordenados. Es de esperar que fructifiquen en la obra posterior y disipen la intuición de que la rebelión frente al intento de someter a análisis científico el origen mismo de la creación termina descubriendo en esta un factor de irracionalidad sobre el que no cabe decir nada. 

dimarts, 6 de setembre del 2016

La República catalana

Estando servidor de exámenes de la UNED en Córdoba, Ara Llibres me ha hecho llegar algunos ejemplares de mi último libro, La República catalana. Es una imagen muy sobada la que asimila la alegría del autor al ver y poder tocar su libro con la de un padre que por fin ve el careto de su rorro y lo puede achuchar. Muy sobada, pero muy cierta aunque, la verdad, una niña y un libro no tienen gran cosa que ver. Los libros no precisan pañales y a las niñas no se las puede subrayar. Además, un niño es un bien exclusivo, único, y no admiten "tiradas" como con los libros. Quizá algún día alguien los clone pero, de momento, son irrepetibles mientras que los libros se hacen por ediciones y si se reimprimen y reeditan mucho es porque tienen éxito. Hay más semejanzas y desemejanzas. Entre la madre y el hijo se crea una relación también única, profunda, intransferible. Como la que surge entre el libro y el lector, sobre todo si este lo lee y no lo quiere para adornar(se).

En fin, que estoy muy contento viendo y manoseando mis escasos ejemplares de La República catalana que, según mis editoras, estará en las librerías el 12 de septiembre, al día siguiente del Día. Molt, molt simbòlic, oi? Además, va dedicado als meus amics catalans porque, en realidad, ha surgido de la experiencia de mis andanzas por Cataluña y las enseñanzas que las catalanas me han aportado. En él he tratado de explicar en mi lengua el sentir y las razones de los que hablan y viven otra. Sin anteojeras, sin prejuicios y con la mejor intención del mundo. Me gustaría que España y Cataluña se entendieran pero tengo para mí que eso solo sería posible de igual a igual, y me temo que España no reconocerá tal igualdad, ganada a pulso por esos toçudos catalans y, en consecuencia, entre una España que siga sometiendo a Cataluña y una Cataluña independiente, prefiero la segunda opción, la de la república catalana que está por nacer.

Con esa última oración (en sentido gramatical) se cierra el libro.

divendres, 26 d’agost del 2016

En busca de la nación catalana

Enric Pujol Casademont (2015) Tres imprescindibles. F. Soldevila, J. Vicens Vives i P. Vilar Barcelona: Publicacions de l'Abadia de Montserrat (137 págs).
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Este trabajo sobre tres ilustres historiadores catalanes pretende un doble objetivo. Uno historiográfico académico, aunque no directo, sino indirecto, ya que es un estudio de un historiador sobre otros historiadores. Otro político con una clara orientación nacionalista catalana. Los tres autores escogidos (que cubren un siglo y pico) lo son por ser grandes historiadores pero, ante todo, por ser catalanes y hablar de Cataluña. El ensayo es un intento de probar el carácter nacional de Cataluña como conclusión de la obra de quienes han escrito su historia. El trabajo historiográfico de Pujol viene recorrido por el hilo de oro político de postular una nación catalana de pleno derecho.

En un par de ocasiones, el autor niega que las ciencias sociales puedan alcanzar un estatus de objetividad como el que soñaba Weber. Pero eso no implica un demérito siempre que el científico-social (el historiador en este caso) explicite desde el comienzo su enfoque metodológico e ideológico. En el caso del nacionalismo esto es patente desde el origen de los tiempos. Sospecho que no debe de haber muchos historiadores (si es que hay alguno) que haya escrito historia al margen de todo presupuesto nacional. Pero eso no es decisivo: el elenco de grandes historiadores en la humanidad se caracteriza por su categoría y no por su nación. Pero la nación cuenta y ese es el acierto de Pujol, advertirlo desde el principio.

Es más, el autor cree que corresponde a la historiografía una misión trascendental en la configuración de una conciencia nacional de un pueblo a base de estudiar su pasado y traerlo al presente. Es una tarea de investigación y de creación al mismo tiempo. Probablemente por esto toma prestado el término canon resucitado hace relativamente poco por el crítico literario Harold Bloom en su Canon occidental en el que figura una treintena de autores de todos los tiempos. En su inmensa mayoría, literatos (novelistas, poetas, dramaturgos) con algunos ensayistas como Montaigne, Johnson, Emerson, Freud. No tengo especial afición por ninguna idea canónica en donde sea. Todo canon es un ejecicio de autoridad, basado en una opinión subjetiva que, como admite el propio Bloom, puede cambiar con el tiempo y, de hecho, cambia. Shakespeare ocupa la cúspide del canon, pero en el continente europeo eso es a partir de su redescubrimiento en el siglo XIX. No obstante, los cánones son útiles; orientan, dan garantía, informan. 

Y por esas bondades, seguramente, se ha valido Pujol de la idea. Un canon de la historiografía catalana. Si el ámbito cultural es angosto en comparación con el de Bloom, su justificación de contenido es muy digna. Los tres historiadores son, además, ensayistas y, en el fondo, teóricos políticos, aparte, por supuesto de su condición de padres intelectuales de la patria. Vicens parece haber sido el que más categoría literaria ha alcanzado por la brillantez de su prosa, por más que Soldevila haya cultivado otros géneros, como la poesía. Es una tradición en la historiografia construir sus relatos con estilo literario. En el caso de los tres del libro, esa vertiente solía tomar forma de ensayos de divulgación con la evidente intención de llegar a un público más amplio.

El libro pasa revista pormenorizada a los tres historiadores, centrándose en análisis de sus obras principales así como su impacto y sus circunstancias biográficas. Es decir es un libro de historia de la historia y de biografías. Ferran Soldevila, de quien Pujol es biógrafo destacado, aparece como el clásico canónico. Un precursor. Su obra principal, La Historia de Cataluña es una pieza emblemática que guarda distancia y relación con la Historia Nacional de Cataluña de Rovira i Virgili, pero se plantea ya en otro terreno metodológico moderno. Y también político por cuanto se  concibe como un proyecto "normalizador" consistente en hacer del catalán un "pueblo normal". La primera edición es de 1934-35 y la segunda, de 1962-63, en pleno franquismo. Otra obra publicada en 1960, la Historia de España, permite al autor hacer oportunas observaciones acerca del ánimo con que se recibían estas y otras posteriores obras de historiadores catalanes en Cataluña y en España.

La orientación política de Soldevila -izquierda nacionalista- no varió a lo largo de su vida. La Historia de Cataluña tuvo el mecenazgo de Francesc Cambó, pero eso no condicionó la independencia del autor. Al fin y al cabo, también Cambó tenía un proyecto para España y Cataluña, aunque luego lo abandonara. Soldevila se exilió al final de la guerra, pero regresó en los años cuarenta, integrándose en los círculos de la oposición catalanista. El autor analiza sus relaciones con sus contemporáneos, de las que las más interesantes son las de su seguidor y contradictor Jaume Vicens Vives.

Vicens Vives, el clásico "anticanónico". Tiene un papel de pionero. La obra del Vicens maduro se gesta después de la guerra civil y consistió en dar mayor peso a la historia socioeconomica. Su libro sobre la Cataluña del siglo XIX, Industrials i polítics (1958) se considera fundamental en la historiografía catalana. Sufrió una leve depuración administrativa después de la guerra para congraciarse con el régimen de Franco y consiguió la cátedra universitaria. Su Aproximación a la historia de España (1952) causó un fuerte impacto en la historiografía española. Apareció dos años antes que la Notìcia de Catalunya que, según Joan Fuster tenía más color local y era más entrañable. Durante aquellos años, en la oposición democrática había una orientación claramente soberanista que Vicens no aceptaba y sus maniobras para estar a bien con los franquistas no gustaban nada. Ni a Soldevila. Para la historiografía catalana, Vicens solía aparecer como defensor de la vía autonomista, ya superada. Hasta Jordi Pujol, reconociéndose seguidor suyo, dice que no hay encaje de Cataluña en España. 

Sin embargo, su obra abierta y crítica con el franquismo consagró su método, aunque no fuera muy conocida por el gran público. Su prematura muerte (1960) imposibilita saber en qué dirección evolucionaría. Rechaza el marxismo, y estuvo influido por la escuela de los Annales que, siendo investigación socioeconómica, tampoco se atiene a preceptos marxistas. Notícia de Catalunya contiene su proyecto político, consistente en la modernización de España, un poco a lo Cambó. Recomienda domeñar el Minotauro, que es el Poder, que otros pueblos han sabido dominar pero Cataluña no. La iconografía del Minotauro remite siempre a la sospecha de quién sea el subconsciente Teseo que libere a Atenas del doloroso tributo. En la segunda edición del libro, 1960, se hace más explícita su posición: critica en la historiografía anterior su carácter romántico y propugna infiltrarse en el Estado español para modernizarlo. Para lo cual le interesaba llevarse bien con la gente del Opus. Con todo y, a pesar del reconocimiento institucional que tiene en España, la obra de Vicens es poco conocida y poco apreciada su visión plurinacional de la realidad hispánica por el elemento del doble impacto de estas obras en el ámbito catalán y en el español.

El último historiador, Pierre Vilar es muy significativo. Su aportación aquí es catalana porque, siendo occitano y nacido muy cerca de la frontera de los Pirineos orientales, es un francés catalán. El propio Pujol titula el capítulo Pierre Vilar o la aportación foránea. Pero, en el fondo, no es foránea y desde luego, resulta inestimable para la historiografía catalana en los tiempos más duros del franquismo. Su revolución metodológica fue un marxismo peculiar que él llamaba "historia total". Vio siempre su misión como "parlar de Catalunya als catalans" y prefirió el nombre de "espai català" en lugar de "països catalans". Su obra magna es La Catalogne dans l'Espagne moderne. Recherches sur les fondements économiques des structures nationales (1962), Catalunya dins la Espanya moderna, en catalán en 1964. Hubo una recepción catalana y otra española, como siempre. La historiografía española, como la francesa, reconociendo su mérito, lo reducían a la dimensión de un historiador regional. 

Vilar postulaba la condición nacional de Cataluña, a pesar de la pérdida de su Estado en 1714. Una nación lo es, aunque no tenga Estado. Tuvo una polémica sobre esto con Eric Hobsbawn con su concepto de Estado nación. Hobsbawn acusa a Vilar de haberse inventado una nación. En su respuesta en 1988, el occitano distingue entre "patria imaginada" e "imaginario de la patria. No sé si conocía la obra de Benedict Anderson sobre las Comunidades imaginadas, que es de 1983. Pero no hay colisión. Para Vilar, por el imaginario, Cataluña se convierte en nación y España pasa a ser el Estado. Esa distinción histórica, objetiva, canónica, sostenida en una obra voluminosa y clásica ha encarnado en la conciencia catalana contemporánea. Y constituye una base sólida del independentismo catalán.

El mérito del libro de Pujol es probar que ese independentismo no es flor de un día, ni un tumulto populista que quiera poner caprichoso fin a una historia común (ya que tiene su propia historia), ni el aprovechamiento oportunista de una contingencia de crisis europea y española. Hace ya muchos años que ese independentismo apunta a la gestación de un Estado.

dimarts, 23 d’agost del 2016

El saber del no saber

Miquel Seguró (2015) Sendas de finitud. Analogía y diferencia. Barcelona: Herder, 218 págs.
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Es célebre la inquina de Platón hacia la retórica y la poética. En  La República, los poetas quedan extramuros de la ciudad bien ordenada. Sus objeciones al género y sus cultivadores se extienden a otros diálogos, como el Ión, Gorgias y, sobre todo, Fedro. Al mismo tiempo y para general perplejidad, resulta que no solamente mostraba un profundo conocimiento no solo de la poesía que ya en su tiempo era clásica, sino de toda ella. Y aún más: el suyo es el sistema filosófico más poéticamente expuesto que quepa imaginar. Para ganarle habría que acudir a la misma forma poética, como Lucrecio. Y aún así... ¿Por qué, pues tanta inquina? Probablemente porque es la que hay entre dos competidores en el mismo género, celos, competencia, rivalidad. Y así siguen ambos empeños y lo harán hasta el fin de los tiempos. La filosofía tiende a ocuparse de lo inefable y lo indecible, diga lo que diga Wittgenstein. Y lo mismo la poesía. Muchas veces son inseparables, imposibles de distinguir. Algo de esto ocurre con el libro de Seguró, un sucinto tratado de metafísica, la parte de la filosofía que más se entrega al estro poético. Su título ya es casi como el de un poemario y el subtítulo apunta a una de esas inefables dicotomías que adornan la condición humana. En su prólogo, el autor avisa de que va a abordar el misterio de la unidad y la diferencia que ya intrigó a Parménides y Heráclito o, si queremos ampliar el angular de la toma, que cristaliza en la unidad de los contrarios, en el bloque autárquico del Yin y el Yang, principio de todo, senda de perfección, la dualidad del ser, dualismo esencial en el que sobrenada el humano.

Seguró recoge en esta densa obra ocho ensayos independientes pero concatenados con una misma peocupación: la contraposición entre la analogía y la diferencia en el campo metafísico y, más concretamente en la sempiterna pregunta por los accesos al conocimiento de Dios, pivote de toda la metafísica cristiana. ¿Somos análogos o somos diferentes al Creador? ¿Podemos conocerlo o hemos de resignarnos a saber que es imposible saber algo sobre él? Y eso presuponiendo su existencia en cualquiera de las formas que los hombres hemos imaginado. ¿Se quiere algo más etéreo y poético? Sobre todo cuando, después de doscientas páginas de arduas disquisiciones, el autor concluye que la metafísica solo puede ser laica (p. 208). Entre medias, sutiles análisis sobre sutiles concepciones y discrepancias de los filósofos cristianos todos en busca de una forma de relación entre la filosofía y la teología, que viene a ser como la poética de esta rama del raciocinio. Y ello expresado, a su vez, en un lenguaje que, sin abandono del rigor filosófico, tiene resonancias poéticas. Tanto en lo uno como en lo otro, el pobre Palinuro se ve con escasas fuerzas por falta de competencia. Y todavía, cuando Seguró dialoga con los grandes, Platón, Tomás de Aquino, Suárez, Jaspers, puede seguir el ritmo; pero cuando la indagación considera otros especialistas y comentaristas, y el texto se convierte en glosa de la glosa, la aventura se hace más insegura.

En Alma, ciudad y analogía. Preguntando por "Platón". Seguró se ocupa de la interpretación que hace Ferrari de la analogía y la correspondencia  en Platón entre el alma y ciudad. De la mano del mito de la caverna de La República confronta el pragmatismo de El Político, que postula "la justa medida" como un principio ontológico nuevo, la pura medida y así aisla las dos formas de la analogía platónica, atribución y proporción. Echando mano del guerrero Leo Strauss, se pregunta cuál sea el verdadero Platón, el de La República o El Político para concluir que ninguno de ellos y los dos, algo esperable y que se ha repetido a la largo de la historia porque la metafísica es esencialmente ambigua en la medida en que, al postular dualidades absolutas y opuestas descubre algo elemental, que son complementarias, como sabía muy bien el "otro yo" de Machado, poeta,  de Juan de Mairena.

En La hermenéutica del ad unum tomasiano: el conflicto de las interpretaciones Seguró sostiene que  Tomás muestra tres formas de reducir lo múltiple a unidad, según su principio de necesidad del ser que es el ad unum, con lo que se da una triple vía de acceso de la criatura al Creador : la platónica (el Uno), la aristotélica (lo perfecto) y la aviceniana (la plenitud del ser). Todas ellas convergen en la unidad de la causa primera. La cuestión es si para Tomás hay una continuidad en la creación y si la participación es o no directa, ¿hay un criterio unívoco de su pensamiento? La historia del tomismo, apeado al cabo de los siglos de su ilusión dogmática, es la mucho más modestamente hermenéutica de sus interpretaciones. Es intranquilizador para los buscadores de certidumbres, pero un consuelo para los filósofos y los teólogos, que seguirán por los siglos de los siglos su instructivo diálogo. Porque, como señala Seguró, la pregunta por el ser y Dios son las dos caras de la misma moneda, lo que hace la metafísica compatible con el Kerygma bíblico, al menos en principio.

En la senda de la modernidad. La Disputatio XXIX de F. Suárez, Seguró aprovecha las excogitaciones del teólogo español para calibrar hasta qué punto llega el pensamiento analógico en explicitar el conocimiento de Dios racionalmente. Al fin y al cabo, el albor de la modernidad, aunque visto desde una época que no solamente es postmoderna sino que, como nos dice al autor, quizá sea ya post-postmoderna. Tras los puntos expresos de Suárez (la aseidad, la razón natural, la metafísica como vía de acceso a Dios, la unidad del ser y posible pluralidad de mundos), se afirma que la función de la analogía en el ente de Suárez es establecer un punto de encuentro entre filosofía y teología. Al identificar a Dios con la noción fundamental de ente, Suárez opta por el ad unum tomasiano en su visión de la analogía y, al hacerlo, provoca la crisis del discurso analógico por cuanto la ontología pasa a imponerse más como "prima philosophia" que como "principium entium causa". Esto explica la furiosa reacción reformada a la idea del jesuita Suárez por cuanto, la analogia entis pasa a entenderse como diferencia, destruyendo la ilusión trascendental de una unidad objetiva e inmediata. De ahí que, para  el teólogo protestante, Karl Barth, la analogia entis  fuera una invención del Anticristo. La metafísica suele tener resonancias apocalípticas.

Antes de llevar la metafísica al campo hermenéutico, Seguró dedica un capítulo al intento de Jaspers de encontrar una respuesta a la pregunta de la relación existencial del "fondo sin fondo"  a que lleva la reducción kantiana de la metafísica a la experiencia existencial. Un capítulo dedicado a dilucidar la experiencia mística expuesta por un filósofo que era también psiquiatra, cuyo sentido de la trascendencia tiene poco que ver con la idea de Dios y más con la experiencia del "fracaso"que se origina en la incertidumbre de toda fe y la propia trascendencia que es una permanente suspensión respecto al ser. Porque esa experiencia mística es contraria a la metafísica onto(teo)lógica (p. 133).

En el Ser como mediación. Ontología, estética y analogía en H. U. von Balthasar,  Seguró busca el contrapunto de Jaspers en von Balthasar, un teólogo católico que vuelve a los temas del aquinatense, en concreto la relación entre filosofía y teología, que necesita de aquella para no incurrir en positivismo de lo meramente revelado. Lo determinante en la obra de este es su intento de sincretismo: de Tomás recoge y elabora la importancia de la diferencia, que tiene cuatro caras: diferencia óntica, ontólogica, entre el ser y Dios y entre Dios y el mundo (p. 143). Su propuesta del ser como mediación se profundiza y explica en su consideración del "ser como semejanza de Dios", lo cual lo lleva de nuevo a la analogía y a la proporcional (Aristóteles). Acepta en principio la crítica de Barth a la analogia entis para abrazar la analogia fidei. Pero esta segunda se integra en la primera a través de la estética que von Balthasar deriva directamente del aquinatense.

Hay dos capítulos más en los que ya reconoce la necesidad de entender la metafísica como una hermenéutica. En uno, acogiendo la diferencia. Suárez, Cayetano y la hermenéutica analógica (Mauricio Beuchot) en el que repasa  la teoría suareciana de la analogía (atribución) y la de Cayetano (de proporcionalidad) para explicar las intuiciones de Beuchot para ver la analogía como metafísica de la diferencia, lo que requiere la hermenéutica, que es dialógica porque se basa en la intersubjetividad (y esto sí que es contrario a la mística jaspersiana), lo cual desemboca en el azaroso mundo de la heurística. El otro capítulo de este son, la circularidad hermenéutica: analogia fidei y analogia entis, contrapone dos moderados teólogos protestantes (Paul Tillich  y Wolfhart Pannenberg) con un jesuita contemporáneo, Erich Przwara, en torno a la controvertida cuestión de las dos formas de analogía. Los dos evangélicos apuntalan la analogia fidei mediante aportaciones originales y moderadas en la forma, aunque rigurosas en el fondo: el método de la correlación en Tillich, que hace de la teología una "teología de respuesta" a la cuestiones existenciales y el concepto de Pannenberg de la historia como manifestatio Dei. Dios  es importante para que el ser humano se entienda a sí mismo, pero no es posible aportar pruebas racionales de su existencia. El jesuita Przywara, apegado a una tradición que se remonta al IV concilio de Letrán, postula una metafísica más allá de los límites trascendentales del pensamiento. A través de un proceso dialéctico, la analogia entis se restablece en su dominio porque, cuando la analogia fidei la hace inviable también resulta inviable ella mism, ya que solo es posible en donde hay una base de analogia entis.

Concluye Seguró su ensayo sosteniendo que el círculo dialéctico de la analogia fidei y la analogia entis es un reflejo de la interacción de la reflexión. El discurso sobre lo divino, la teología, es un saber que sabe que no sabe porque sabe que Dios no puede ser objeto de conocimiento humano. Obviamente, la postmodernidad no está tan superada cuando uno revierte sobre la perplejidad del filósofo que sostenía que nada se sabe.

dimecres, 17 d’agost del 2016

El testamento de Chirbes

Rafael Chirbes (2016) París-Austerlitz. Barcelona: Anagrama.
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Hace un año aproximadamente murió Rafael Chirbes. Dejó dos textos que han visto la luz póstumamente. Uno es el discurso que había preparado para recoger el Premio Nacional de Narrativa de 2015 publicado por los cuidados de su sobrina, quien también recogió el premio en junio pasado. Un discurso brillantísimo, por cierto, quintaesencia de un Chirbes ya en el último recodo del camino. Un parlamento claro, conciso, duro y repleto de cariño. El otro texto es esta su última novela que terminó, no llegó a ver publicada, pero a la que dedicó veinte intermitentes años de su vida, según su propia confesión. Muchas coincidencias y casualidades que contribuyen a desvelar un Chirbes que se fue prematuramente, dejando tras de sí mucha admiración y un punto de inquietud sobre si se hará realidad el deseo que siempre lo animó, el deseo de hacerse notar, de dejar huella, de quedar, de perpetuarse. No el deseo de ser célebre, que no lo tenía, sino el de ocupar un puesto en una sucesión de modelos, un lugar en el canon, como diría Harold Bloom, aunque fuera un canon menor.

Por azares del destino, esta novela póstuma, como el discurso del premio, son casi sus testamentos ológrafos y nunca mejor dicho. Unos testamentos literarios que remiten, la novela al menos, a los orígenes literarios del autor. Así, París-Austerlitz es el contrapunto de Mimoun, su primera novela, publicada hace casi treinta años, que gozó desde el principio del apoyo de Carmen Martín Gaite, uno de los modelos de Chirbes en todos los sentidos. Martín Gaite se hizo lenguas de Mimoun, que fue finalista del premio Anagrama y entusiasmó a Jorge Herralde hasta el punto de sellar con Chirbes una gran amistad y colaboración editorial. El escritor las respetó escrupulosamente, manteniendo su fidelidad a la editorial, a pesar de recibir ofertas tentadoras de otras casas. 

De Mimoun debió impresionar a Martín Gaite su exotismo, la densidad de su por lo demás intrascendente trama y la indefinición e inocente promiscuidad de los personajes. Incluido el autor, pues la novela es autobiográfica. Como autobiográfica es París-Austerlitz. El bucle se cierra treinta y tantos años más tarde. La promiscuidad se mantiene, pero la indefinición ha desaparecido. París Austerlitz es casi una crónica. Chirbes se había pasado toda la vida escribiendo para encontrarse a sí mismo. Y, según lo hace, misterios de la literatura, descubre que su obra le oculta aquello que busca. Él mismo lo dice con su habitual sencillez en alguno de sus ensayos literarios (pues Chirbes, además de un gran novelista, era un excelente crítico), que escribe para vivir vidas ajenas, que no podía permitirse vivir. Conclusión: la suya no le gustaba. Por eso tardó tanto tiempo en aceptarse como era.

Su obra intermedia, de altura, se ve hoy como una especie de fresco de la sociedad española desde la Transición (con juicio muy negativo sobre esta) hasta la crisis y concomitancias. Y tiene muy encendidos partidarios entre las nuevas izquierdas que buscan en un típico representante del "antiguo régimen" argumentos estéticos contra ese "antiguo régimen".  Lo convierten en un estandarte, cosa que lo irritaría profundamente y no caen en la cuenta de que el hombre es dinamita pura de cualesquiera ideologías, incluidas estas de la seudoliberación. Su voz quiere ser (por implícito deseo del autor) una de las de quienes llama "autores pesimistas del siglo XX", Céline, Drieu, Jünger. 

En efecto, después de La buena letra, comienza la serie de novelas más ambiciosas. La buena letra, es como una hermosa metáfora de su propósito: una mujer cuenta a su hijo en los retazos de una carta cómo era la vida en la posguerra. Va a dar comienzo un relato alternativo a la versión oficial a través de un personaje femenino, especie de testigo pasivo de un acontecer tumultuoso en el que las cosas cambian drásticamente Dar voz a una mujer, hacerla reveladora de una verdad escamoteada es situarse en una punto de vista dificil, de realismo, resignación rebeldía. Porque ella no actúa sobre los acontecimientos, eso es cosa de los hombres, pero los padece. Esa es una de los sutiles habilidades narrativas de Chirbes, la de reflejar la realidad a través de un juego de prismas, como un periscopio.

Una precisión más. La estructura de las novelas de Chirbes es complicada y variada. Nunca convencional. El narrador cambia, a veces en una misma novela, las estructuras narrativas son muy diferentes y los tiempos, todo. Con respecto al narrador, una preocupación esencial para alguien tan creyente en la función de sinceridad de la literatura, queda claro desde el principio que no es de fiar. Los disparos del cazador, su siguiente obra, vuelve a ser un relato por escrito que un hombre, ya próximo a la muerte, confinado en una silla de ruedas, hace a su nieto con el fin de que este conozca otra visión de lo que fue la historia de su familia. Otro periscopio, ya desde la puerta de salida y en un relato cargado, como siempre, de referencias literarias. Por supuesto, esa historia familiar es muy densa y tiene facetas políticas  y de clase social muy relevantes, todas relacionadas con las preocupaciones de Chirbes. Pero el caso es que, como argumenta Gustavo Muñoz, el presentador de la novela, esta debe leerse teniendo presente la influencia de Ford Madox Ford (El buen soldado)   y Kazuo Ishiguro (Un artista del mundo flotante). El propio Chirbes se remite frecuentemente a Ford Madox Ford. Se trata de dos historias contadas por narradores no fiables. Y eso es lo que se considera Chirbes, un narrador no fiable, lo opuesto al omnisciente en quien el lector debe confiar como el creyente en la palabra de Dios, con su fe íntegra. Este narrador incierto plantea crudamente la razón de ser de la novela (cuya persistencia defiende Chirbes frente a un momento pesimista de Eduardo Mondoza) al mostrar que la realidad no existe sino que solo lo hacen los relatos sobre la realidad. Y, en concreto, el suyo obsesionado con su tema preferido: los destrozos que el paso del tiempo revela en nosotros, tanto en lo físico como en lo espiritual. Chirbes proyectaba su descontento con su propia vida sobre todo lo demás. Y eso revela un ánimo depresivo, pesimista, incluso fatalista. El entusiasmo que sus lectores de la nueva izquierda sienten por él debe de nacer de sus fantasías juveniles. Los otros modelos que actúan en el fondo de la saga posterior de Chirbes, explican bien lo que el autor pretendía: Galdós (por quien tenía gran admiración), Dos Passos, Aub, cuya serie sobre la guerra civil, El laberinto mágico, alienta en la obra del valenciano.

La trilogía sobre la postguerra, La larga marcha, La caída de Madrid, Los viejos amigos tres textos densos, con estructuras complicadas, muy bien armados y equilibrados y absorbentes. Los tres tienen influencia de Dos Passos pero especialmente el primero, La larga marcha, recuerda Manhattan Transfer. Multitud de protagonistas de multitud de historias de muy diferentes ambientaciones que se entrecruzan (algunas) incluso en sus descendientes y se prolongan luego en parte en la siguiente novela. Junto a la colectividad como protagonista, la técnica narrativa del stream of consciuosness aun complica más la trama, pues vemos los acontecimientos comunes desde diferentes subjetividades, alimentadas por experiencias distintas y sintetizadas en discursos independientes. Sin olvidar que muchos de esos acontecimientos implican ascensos o descensos sociales y todo tipo de conflictos. En algún lugar, Chirbes se felicita de haber tenido una formación marxista por algún motivo que he olvidado, pero esa formación aflora en su permanente dibujar personaes sobre trasfondos de clase social. La clase en sí misma -una hendidura moral fuerte en la personalidad del autor- no suele aparecer, pero lo hace su superestructura. La larga marcha es el oscuro ayer y el no menos oscuro hoy. La caída de Madrid, una especie de oculto homenaje a Joyce, pues ocurre en un solo día, el de la víspera de la muerte de Franco, un periodo intermedio pero de máxima lucidez porque coincide con un momento de plenitud juvenil, donde se arman los castillos de ilusiones que luego se desmoronarán irremediablemente. Un periodo de atrevimiento, de la poesía como provocación (Baudelaire) o la pintura (Bacon) como descubrimiento. Los viejos amigos, de nuevo una compleja relación entrelazada en la que se contraponen las promesas que fuimos y que nos hicimos (el autor vive en varios de los personajes que acaban convertidos en lo contrario de lo que pretendían) y lo que somos en el desolador panorama de la crisis y el estallido de la burbuja inmobiliaria que viene a ser como la metáfora del estallido de las esperanzas de una generación.

La crisis se apoderó de él en sus últimos años: esa sensación de un país hundido, desmoralizado, corrompido, sin esperanza es la que se respira en sus dos últimas novelas en vida, Crematorio y En la orilla. Crematorio vuelve a ser una novela colectiva al estilo Dos Passos y su tiempo, un día joyceano, el de la muere de Matias Bertomeu, el menor de dos hermanos, supuestamente acuadalados, aunque el negociante es el mayor. Matías quintaesencia la evolución de la generación: de ideólogo de la revolución en su etapa universitaria, se retira amargado a su finca de Misent, a cultivar su huerto, como recomendaba el Cándido de Voltaire. En la orilla es casi un alambicado epitafio del héroe, del propio autor, del país. Cuenta en primera persona la historia de una ruina de empresa que retrata la de esta sociedad que ha sustituido los árboles por las torres de las grúas y se ha quedado sin grúas y sin árboles. Seguramente, por estos rasgos tan negativos con que aparece pintado un presente sin esperanza, las dos novelas han conocido un gran éxito y cosechado varios premios.

Así que cuando Chirbes termina París-Austerlitz, ya está todo claro, ha vivido cientos de vidas, ha ascendido y descendido varias veces de clase, ha destripado una sociedad primero aterrorizada, luego acobardada, después conformada y por último corrupta. Cuando Esteban se sumerge en el pantano, ha puesto punto final a la historia. Paris-Austerlitz es una coda y un resumen. Concentra todos los elementos, todas las facetas de Chirbes, hasta las más anodinas, como las culinarias que él respetaba mucho sin embargo, a fuer de lector de Vázquez Montalbán y de redactor de una revista de cocina, la de vagabundo de las ciudades, de algunas de las cuales ha dejado descripciones muy curiosas en El viajero sedentario que a veces trae a la memoria otra pieza algo más oculta de su modelo, Blasco Ibáñez. En su íltimo libro encontramos los cruces de clases sociales, la reticente admiración por la clase alta, la obsesión con el deterioro físico y la muerte, una sexualidad turbulenta, que está hecha de angustia, desesperación, entrega e instrumentalización, una angustia por la realización de los anhelos propios, una necesidad de reconciliación consigo mismo y un espíritu crítico corrosivo que debio de verse corroborado con la aparición del SIDA como la plaga del siglo, espina dorsal de esta novela póstuma. Y así el Chirbes proyecto de pintor en París resulta ser el Manuel de Mimoun, profesor de español en Fez. 

Al poner el punto final a París-Austerlitz, Chirbes ponía involuntariamente punto final a su propia vida. Su muerte fue prematura. En un libro de viajes se había concedido a sí mismo cuando menos hasta 2021. No llegó.

divendres, 1 de juliol del 2016

El pesimismo del mundo

André Glucksmann (2016) Voltaire contraataca. Barcelona: Galaxia Gutenberg.
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Es el último libro de Glucksmann, que murió a fines del año pasado; una obra muy representativa del estilo y las preocupaciones, incluso obsesiones, del autor. Pero no una obra "final" o de esas de las que suele decirse que "recapitulan" una vida. Al contrario, es un trabajo más de combate de este combativo filósofo que todavía contaba sin duda con librar otras batallas.

Glucksmann tuvo una existencia muy agitada, condicionada por los grandes problemas y conflictos de su tiempo... y algo más. En los comienzos de su carrera, aparece como un militante maoísta, de extrema izquierda y como tal vive el mayo del 68. Posteriormente daría un giro de 180º para integrarse en el grupo de los "nuevos filósofos", todos ellos prounciadamente de derechas. Glucksmann, que ya había abandonado el Partido Comunista francés, se convierte en una especie de "sesentayochero" arrepentido o "reintegrado", como les sucedería  a otros. Sin embargo, su circunstancias biográficas lo muestran como un caso muy especial. Era el tercero de los hijos de un matrimonio judío que fue primero sionista y se hizo luego comunista. El padre trabajó para el servicio secreto militar de la URSS y murió prematuramente en un naufragio. La madre siguió siendo fiel a los principios del comunismo hasta su muerte en los años setenta. De este modo, la rotunda ruptura de Glucksmann con el marxismo, al que equipara con el totalitarismo, no implicaba tan solo un dato histórico sino una actitud vital que, a su vez, lo enfrentaría con los usos de la nueva familia que se estableció cuando la madre casó en segundas nupcias con un comunista austríaco.

La obra de Glucksmann no es sistemática, sino más bien fragmentaria y muy vinculada a los acontecimientos sociales y políticos de su tiempo, desde la primera, El discurso de la guerra (1967), en la que reflexionaba sobre el fenómeno bélico en el contexto de la guerra fría hasta la época actual, con especial detenimiento en la obra de Mao Tse-tung, pasando por una variada serie de ensayos que han tenido siempre bastante repercusión. Con especial agrado se recuerdan Los maestros pensadores en el que ajusta cuentas con Fichte, Hegel, Marx y Nietzsche, La cocinera y el devorador de hombres en el que rompe abruptamente con el marxismo, equiparándolo al totalitarismo o La estupidez, obra que tendría mucha difusión y en la que critica en especial el papel de los intelectuales, de la gente como él, a los que atribuye un complejo "napoleónico".

Voltaire contraataca es una reflexión sobre las circunstancias del mundo contemporáneo hecha a base de aplicarle la lente de la célebre novela del filósofo ilustrado, Cándido o el optimismo, una obra que comienza con una especie de recomendación ("Lee Cándido y conócete a ti mismo") que, en cierto modo, es paralela a aquella otra con la que termina la novela volteriana, "cultivemos nuestro huerto".

 Cándido nace de la experiencia del terremoto de Lisboa y Glucksmann le contrapone otra novela de Voltaire, Zadig o el destino. Zadig tiene dos ventajas: una revelación (del ángel Jesrad) y un destino que luego irá reproduciéndose en la historia del pensamiento, en la idea leibniziana del mejor de los mundos; en la del fin de la historia, de Hegel; en la de la sociedad sin clases de Marx; o en la "revelación"  heideggeriana. A diferencia de él, Cándido no ha tenido esas iluminaciones. Viene a un mundo que, como el de hoy con la globalización, conoce la libre circulación de personas, bienes e ideas. Un mundo confuso y atropellado.

Tenemos mucho que aprender de Voltaire. En nuestro tiempo todo está lleno de refugiados, de los déracinés de Barrés: El ejemplo más típico, los gitanos, los zíngaros, romaníes, capaces de desencadenar una histeria general en Francia, a pesar de que en este país hay muchos menos que en otros de centroeuropa. Y ¿cómo no vamos a dejarnos atrapar por esa histeria frente al peligro imaginario del "otro" que nos invade si somos el resultado de una cultura que ha glorificado la muerte y el asesinato desde los orígenes (Edipo asesina a su padre; Orestes a su madre y al amante de esta; Rodrigo Díaz de Vivar al padre de Jimena) hasta los tiempos modernos, los de la guerra de los 7 años, de los 30 años; tiempos pródigos en carnicerías, quemas de judíos, anabaptistas, cátaros, protestantes, que  anuncian las hecatombes que llegarán más tarde. Hoy, las estadísticas muestran que las víctimas civiles en las guerras son siempre más numerosas que las militares.

En su tragedia, Mahoma, el profeta, Voltaire ataca el integrismo en nombre de la tolerancia. La justicia humana solo puede basarse en el derecho natural de “no perjudicar”. No puede tener mayor proyección. Cándido no ambiciona colgar el último rey con las tripas del último cura, como quería el abate Meslier, pero Voltaire se hace eco de la incredulidad absoluta del abate, en un momento que Glucksmann bautiza con expresión feliz como "el filósofo contra la filosofía". Voltaire es el filósofo de la finitud actual. A Cándido le da igual la existencia o no existencia de Dios. Lo que el relato de sus peripecias muestra es su no intervención permanente. Hay que tener un espíritu templado para oponerse al integrismo desde la tolerancia y el escepticismo. Tal es la finalidad de que, en su Diccionario filosófico, Voltaire reproduzca íntegro el célebre texto de Lactancio en que Epicuro considera las cuatro posibilidades en relación con la existencia del mal en el mundo, algo más complicado que el ingenuo optimismo que predica el doctor Pangloss.

La continuidad del espíritu de tolerancia ilustrada de Voltaire lleva a Glucksmann a hacer una defensa que él llama "anacrónica" de los derechos del hombre pero con un fuerte sesgo pesimista. Así, deja constancia de que hoy llamamos “lucidez” a la reticencia a resistir. “No puede hacerse nada”, decimos y, así, no se denuncia del Gulag, ni el caso del boat people vietnamita (por cuya causa es sabido que Glücksmann movilizó a Sartre y Bernard-Henry Levy). Tampoco se apoya el movimiento polaco de Solidaridad, ni la lucha de los argelinos contra el integrismo o la de los caucasianos por su emancipación y hasta admitimos el genocidio de los tutsis en Ruanda. Es impresionante el momento en que el autor contrapone esta indiferencia, este abandono contemporáneo a la implicación personal de Voltaire por la tolerancia en los tres conocidos casos de Calas, Sirven y el caballero de la Barre. 

Sin duda, con la caída del muro de Berlín, epílogo de la guerra fría, el optimismo panglossiano invadió todo, desde los palacios a las chozas y, en el colmo de la ingenuidad, llegó a especularse con el fin de la historia.

Glucksmann cree que la construcción europea es la alternativa que ofrece el siglo XXI al renacimiento del patriotismo y el nacionalismo. Seguramente tendría algo que decir con la brexit. En esta Europa, dirigida por Alemania, el "ángel" de Angela Merkel, resulta ser el país más popular del mundo. Se siente uno inclinado a gastar la broma de si, al final, Merkel no será la personificación de la Cunegunda que Cándido busca tan desesperadamente.  Porque, al fin y al cabo, el  sueño europeo aparece ensombrecido por esos fenómenos que ya se denunciaban al comienzo: los desplazados, exiliados, expulsados; por las matanzas, los troceamientos de gente.  Glucksmann se hace eco del dictamen de Khodorkovsky, el millonario ruso que ha pasado diez años en Siberia recientemente como en los viejos y sempiternos tiempos: la locura, la violencia y la corrupción, son males peores que la bomba atómica. 

En definitiva, Glucksmann viene a decir que, en paralelo con Goethe (Fausto), Marx (el Manifiesto) Voltaire explora el acceso de la modernidad a ella misma. Ya no hay imperios, todos han caído y los EEUU no quieren o no pueden serlo.  La misma noción romana de Imperio está obsoleta, cosa que no sé cómo sonará a los oídos de Hardt y Negri. En su lugar observa una reaparición y difusión del espíritu de la “renardie” esto es, un compuesto de picardía, extralimitación, demasía, indiferencia, etc frente a lo cual suena la recomendación del partidario de "aplastar la infame", esto es, cultivar nuestro huerto.

Un libro que contiene una mirada escéptica, tolerante, pero también indignada sobre el mundo contemporáneo, desgarrado entre el conformismo y la indiferencia. Si alguna objeción se le puede poner se encuentra en el hecho de que el examen no menciona ni una vez el fenómeno del terrorismo actual, que proyecta una sombra inquietante sobre las posibilidades de encontrar respuestas moralmente válidas a la cuestión de los refugiados.

diumenge, 26 de juny del 2016

Vida de mujer

Kate Bolick (2016)Solterona. La construcción de una vida propia. Barcelona: Malpaso editorial (340 págs.)
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Soy feminista de todos los feminismos, el de la primera ola, la segunda y las que vengan, el feminismo de la igualdad y el de la diferencia, el burgués y el revolucionario, el pacífico y el violento, el heterosexual, homosexual o transexual. De todos. Así que, cuando tropecé con este curioso libro de Kate Bolick, lo leí de un tirón, completamente entregado a la causa que la autora propugna: el derecho a ser una solterona, una spinster, en el lenguaje coloquial inglés. En realidad, el derecho de las mujeres a configurar sus vidas de modo autónomo, sin perspectiva matrimonial ni maternal, sin tener que organizarla en torno a un marido, unos hijos, una familia. Por eso celebra el título de una obra de Chambers-Schiller que recoge una expresión de la célebre novelista Louisa May Alcott, La libertad es el mejor marido. 

El libro de Bolick es una especie de crónica en la que se entrelazan dos hilos narrativos: su experiencia tratando de construir su vida, básicamente en Nueva York, en Brooklyn, de acuerdo con sus convicciones y su paulatino descubrimiento de que este espíritu de voluntaria soltería femenina fue el que animó a cinco notables mujeres, todas ellas escritoras, intelectuales y a las que considera las responsables de haber "despertado" a su profunda intención. Son sus cinco "despertadoras: la poeta Edna Millay (1892-1950), la ensayista Maeve Brennan (1917-1993), la columnista Neith Boyce (1872-1951), la novelista Edith Wharton (1862-1937) y la activista social Charlotte Perkins Gilman (1860-1935).

Nacida en Newburyport, Massachussetts, en los 70, en el seno de una familia de clase media, su  padre es abogado y su madre, tras criar a dos hijos, quiso volver a una actividad profesional que se vio truncada por el cáncer. En esa peripecia se consolida la determinación de Bolick de abrirse paso en la vida. Con una licenciatura en estudios culturales, o sea, básicamente, inglés y literatura, trabaja en una revista Atlantic, diversifica mucho sus tareas en otras publicaciones y hoy en día es una columnista muy cotizada en diversas publicaciones, entre ellas el Wall Street Journal y con apariciones muy frecuentes en los medios audiovisuales. Según como se mire, cabe decir que ha triunfado. Su libro se ha vendido muy bien y se ha traducido al español, entre otras lenguas.

Bolick da el feminismo por supuesto y su decisión de vivir sin ajustarse a los patrones de vida femeninos es compatible con una vida amorosa y sexual ciertamente intensa. Precisamente, su primera pareja estable la encuentra en dicha revista, Atlantic, fundada en 1857 por un grupo de intelectuales progresistas, WASP decorum y con una referencia a los bostonianos de Henry James, presencia indiscutible en la literatura estadounidense a la vuelta del siglo XX. Cuando decide irse a vivir con su pareja, lo primero que hace es comunicarselo a su jefa. La respuesta de esta da el tono del ambiente de trabajo y los círculos que frecuenta Bolick:  "Me da igual con tal de que no folléis en mi mesa de despacho".

La solterona se lee, en parte, como unas memorias, un reportaje, una obra de iniciación y en trabajo de investigación biográfica, todo en uno, en un estilo muy vivo y poético. Claro testimonio de una firme voluntad de llegar a ser una escritora. Es también una obra de una intelectual sobre intelectuales, más o menos localizada entre Brooklyn y Greenwich Village, los centros de la intelectualidad progresista estadounidense desde la mitad del siglo XIX. Especial relevancia tiene Washington Square, como símbolo de ese movimiento, que viene a ser como un Bloomsbury británico trasplantado al otro lado del océano, aunque con muy otro talante, dentro de las pautas victorianas, vehículo de identificación anglosajona.

A medida que va averiguando detalles y datos de sus cinco "despertadoras", Bolick también va adaptando su vida a las pautas que encuentra en ellas y con las que tiende a identificarse. La más característica de todas, a la que llama la "ensayista", es la irlandesa Maeve Brennan, una escritora de fuerte carácter y acusada personalidad, que llegó a ser muy influyente en la vida social de su época y de la que, en el fondo, da la impresión de que Bolick llega a enamorarse a través del tiempo. Leer a autores/as a las que uno admira tiene esa función que es una experiencia inefable, cuando parece que el autor (o autora) estuviera no solo dirigiéndose a la lectora personalmente, sino orientándola en la vida. En un texto de memorias de Brennan, Writing a Woman's Life se pregunta Bolick si lo que en él se dice es lo que pasa con ella: que está escribiendo su propia vida antes de vivirla.

Brennan vivió años en un hotel Art Deco en Washington Square que entonces se llamaba Hotel Earle y en cuya habitación 305 también vivieron Bob Dylan y Joan Baez, que lo menciona en su preciosa canción Diamonds and Rust. Más tarde, el hotel sería reformado y ahora se llama Washington Square Hotel. La investigación de la vida de Brennan lleva a Bolick a abordar la cuestión de si la irlandesa, que murió en una residencia, sola y abandonada de todos, era esquizofrénica y, aunque el resultado de sus indagaciones no es conluyente, termina de perfilar una figura interesante y muy atractiva.

Es lo que sucede también con la "columnista" Neith Boyce quien, en sus años de juventud, participó en la proclamación de la "República Libre e Independiente de Washigton Square". Sus apasionadas lecturas sobre las confesiones de Boyce, su propósito de vivir sola y soltera, se entrelazan con su vida personal y su ruptura con su pareja, que antecede a una temporada de intensa vida sexual con multiplicidad de relaciones de no mucha consecuencia, eso que los estadounidenses conocen como dating.

El cambio de ritmo de vida coincide con sus investigaciones sobre la muy interesante y en su tiempo reconocida poeta, Edna St,. Vicent Millay, Premio Pulitzer de literatura y autora de ese extraordinario poema, Renascence en el que se lee: The world stands out on either side/No wider than the heart is wide;/Above the world is stretched the sky,/No higher than the soul is high. Millay era una ferviente feminista y una persona extraordinariamente seductora. Fue la musa promiscua y bisexual de Greenwich Village.

Las dos "despertadoras" con las que Bolick parece congeniar más y en ello coincide con este crítico, son la visionaria social, Charlotte Perkins Gilman y la novelista Edith Wharton. Nuevo episodio en cierto modo pirandelliano en el que la autora y su personaje (que tampoco es personaje, pues se trata de una persona de existencia real) entrecruzan sus destinos o peripecias.  En enero de 2009, el editor de Atlantic anuncia que la revista está muerta a causa de la crisis. Bolick tiene que volver al free lance y reinicia una temporada de nomadismo, cambiando frecuentemente de vivienda. Todas sus despertadoras habían sido espíritus inquietos y Gilman, que era sobrina nieta de Harriet Beecher Stowe, la autora de La cabaña del tío Tom, prescindió incluso del afán de tener una casa, una vivienda permanente. Si bien llegó a casarse dos veces. Incidentalmente, cabe advertir que las cinco mujeres, Brennan, Boyce, Millay, Gilman y Wharton, que Bolick ha escogido como ejemplos de  independencia y soltería, todas se casaron y alguna, incluso, como Gilman, dos veces. Bien es cierto que todos los matrimonios naufragaron de un modo u otro, excepto, de nuevo, el segundo de Gilman. Puede parecer contradictorio y, en parte, lo es, pero esos fracasos prueban la verosimiltud del oxímoron "solterona casada". 

Por último, mi coincidencia con Bolick es completa en el caso de la novelista, Edith Wharton, también premio Pulitzer por La edad de la inocencia.  El modelo de vida que se había fijado Wharton era el comprendido en el anagrama LAT (Living Apart Together), que es lo que, según Bolick, también hicieron la expatriada Mary Cassat y Simone de Beauvoir. La autora de esa fantástica novela que es Etham Fromme, mujer de la alta sociedad neoyorquina, casada con un hombre bisexual y bisexual ella misma, pasó la mayor parte de su vida también expatriada en París, y constituye una especie de puente tendido entre Henry James y la generación perdida, Hemingway, Scott-Fitzgerald o Gertrude Stein y, como ellos, tomó partido en la primera guerra mundial y visitó los frentes, alineada con el bando francés. Justamente, la investigación de Wharton, cuando ya Bolick cuenta treinta y tres años coincide con la definitiva sensación de que ser free lancer en Nuev York, vivir sola y soltera es muy difícil en esta sociedad que sigue siendo patriarcal. Pero es la culminación de su periplo y, como ella misma dice, mientras Brennan la había puesto en marcha, Boyce le había dado las palabras, el relato para pesar críticamente sobre el matrimonio y establecerse por su cuenta, Millay le había enseñado a vivir como una persona sola, Edith le mostraba que, para vivir sola, una tiene que tener un pensamiento muy intencional.
  
¿Son gente las mujeres? se pregunta al terminar  Bolick. Hay que acabar con la imagen de la "mujer ambigua". Redondea la autora sus consideraciones sobre las mujeres con derecho a tener sus propias vidas y resistirse a la presión social para que sean madres. Cree que es una tarea en la que se ha avanzado mucho en los Estados Unidos, pero queda camino por recorrer. Desde la mujer del Código Napoleón hasta Kate Bolick la situación ha cambiado más que en todos los siglos anteriores. Y probablemente quede otro tanto, o más, por hacer. Aunque no sé si se llegará a una sociedad que se reproduzca por partenogénesis, como se expone en la curiosa utopía escrita por Charlotte Gilman, Herland, con la que simpatiza la solterona si alguna vez decide ceder a la presión social que hace de la maternidad el destino de las mujeres.

diumenge, 19 de juny del 2016

¿Quién como Dios?

Excelente idea la de la Fundación telefónica de Madrid con su exposición Terror en el laboratorio, comisariada por María Santoyo y Miguel A. Delgado. Con motivo del doscientos aniversario de la noche en que se concibió la novela de Mary Shelley, Frankenstein o el moderno Prometeo, la exhibición se centra en seis figuras fantásticas que han dejado poderosa huella en la imaginación de los seres humanos, de la que también habían nacido: El hombre de arena (1816), de E. T. A. Hoffmann, Dr. Frankenstein (1818), de Mary Shelley, La Eva futura (1886), de Auguste Villiers de l'Isle-Adam, El extraño caso del Dr. Jeckyll y Mr. Hyde (1886), de Robert Louis Stevenson, La isla del Dr. Moreau (1896) y El hombre invisible (1897), ambas de H. G. Wells. No es que la exposición sea gran cosa desde el punto de vista de las piezas exhibidas, sino más bien pobre. Pero al remitir su contenido al mundo fabuloso de seis narraciones extraordinarias, su alcance es infinito, sobre todo para quien, como Palinuro, es aficionado a este género y está especialmente familiarizado con algunos de los personajes, como el de Hoffmann y los de Stevenson.

Antes de nada, por amor a la justicia, debe recordarse que aquella noche al borde del lago Leman que esta exposición conmemora y en la que los cuatro amigos que tomaron refugio de la tormenta (Mary Shelley, su marido Percy, el poeta Byron y su médico, John Polidori) no solo vio el nacimiento de esa figura extraordinaria, el monstruo de Frankenstein, sino el de otra no menos poderosa, legendaria y difundida en Occidente: el vampiro. Shelley terminó su novela, que causó un gran impacto. No estamos muy seguros de quién redactó la del vampiro, si Byron o Polidori. Al día siguiente amaneció bueno y, mientras Mary Shelley seguía escribiendo su historia, el que hubiera redactado la del vampiro, la interrumpió y no volvió  ocuparse de ella, quedando fragmentaria. Aparecería publicada algo más tarde bajo el nombre de Byron, pero hay buenos argumentos para sostener que el autor fue Polidori quien, probablemente por despecho o disgusto, se suicidó después, sin sospechar que sería el comienzo de la historia de Drácula.

No obstante, es lógico que la exposición no trate del vampiro porque su elemento central es el ser humano fantástico creado por otro ser humano en un claro reto al Dios creador. Eso es lo que tienen en común nuestros seis héroes, por llamarlos de alguna manera, figuras inquietantes que pueblan nuestros recuerdos infantiles y nuestras fantasías y miedos de adultos.

El más explícitamente dirigido al onirismo de la infancia (y, de paso, el que más fascinante y de mayor calidad me parece) es el hombre de arena, de Hoffmann, Der Sandmann, que arranca de una superstición infantil alemana que aquí traduciríamos con pleno acierto como "el Sacamantecas" y se usa para asustar a los niños. Hoffmann tenía esa temible capacidad de enredar en una sola bola de misterio, angustia y terror todas las edades de la vida, las actividades, las épocas, los estilos, las referencias literarias y, cómo no, las musicales porque él mismo era Kapellmeister. El hombre de arena, como se sabe, es la segunda pieza de los Cuentos de Hoffmann, de Hoffmanstahl. Tengo por imposible resumir el relato de Hoffmann, por sus múltiples referencias al pasado, al presente, a las ciencias, las artes, la psicología. El objeto del relato, Olimpia, la falsa hija de un falso científico de la que se enamora el héroe (retorcidamente bautizado como Natanael) y por la que enloquece, es una autómata, una muñeca animada en la tradición, por entonces, de las leyendas del Golem y el homúnculo de San Alberto Magno. Pero ¿qué decir cuando el amigo del contrahéroe le explica que su obsesión con Olimpia es producto de sus fantasías subconscientes un siglo antes de que Freud expusiera sus doctrinas?

Hay poco de El hombre de arena en la exposición por razones evidentes: es la trama más literaria, compleja y difícil de todas (aunque La Eva futura no se quede atrás, el menos por razones formales), perteneciente, además, el subgénero epistolar. En cambio, Frankenstein es casi omnipresente. También por motivos fáciles de entender porque, aunque el subtítulo remite al mito prometeico, la historia escrita por la hija de Mary Wollstonecraft es la más lineal y también la más clara (que no unilateral) en el planteamiento de las cuestiones filosóficas y morales de estas obras. ¿Puede el hombre sustituir al Creador, al gran demiurgo? ¿En dónde están los límites entre el bien el mal? Y asuntos similares. Por la trama urdida, tan vistosa, la novela de Shelley se haría mundialmente famosa a partir del cine. Frankenstein ha dado lugar a docenas de versiones, más o menos fieles a la novela, empezando por la más famosa de todas, el Dr. Frankenstein (1931), de James Whale, con el fabuloso Boris Karloff, que no fue, ni mucho menos la primera y llegan hasta hoy mismo, con la última versión, Frankenstein (2015), narrada desde el punto de vista de la propia criatura con ánimo de exponer las miserias, cueldades y barbaridades de nuestro mundo. Precisamente hoy estaba viendo de nuevo la versión de 1994, dirigida en interpretada por Kenneth Branagh, que hace hincapié en una secuela de la novela. Otras versiones lo han hecho en otros aspectos, como La novia de Frankenstein, pues debe recordarse que lo que convierte al monstruo en enemigo de la humanidad es que Frankenstein se niegue a darle una pareja, algo que emparenta más la historia con el Génesis que con la mitología griega.

A la entrada de la exposición se proyecta una concatenación de trailers de películas de Frankenstein a lo largo del tiempo. Es una buena idea, aunque algo fatigosa, porque permite ver a qué extremos de delirio lleva el cine una historia con tal de sacarle provecho comercial. Hay trozos de la película de Whale, pero también otros disparatados en los que Hollywood mezcla a Frankenstein con el hombre-lobo (y no es lo peor, esta cinta la salva la interpretación de Lon Chaney) o con Drácula, sin permiso de Polidori, claro. Y llega a auténticas estupideces como las películas de la pareja Abbott y Costello, unas miserables caricaturas de los geniales Laurel y Hardy.

El periodo intermedio, por asi decirlo, es el ocupado por La Eva futura, de Villiers de l'Isle-Adam y el Dr. Jeckyll y Mr. Hyde, de Stevenson. De nuevo se manifiesta aquí una curiosa dualidad: mientras que la historia de Jeckyll y Hyde ha pasado muchas veces al cine y al teatro, apenas hay versiones -si no son indirectas- de La Eva futura, de forma que, para mucha gente, es una desconocida. Y me atrevo a decir que por la misma razón por la que casi nadie conoce El hombre de arena y todo el mundo ha visto Frankenstein: por la accesibilidad del relato y su carácter popular. Villiers de l'Isle-Adam, un aristócrata venido a muy menos, cuyo radicalismo lo llevó a luchar del lado de los Communards de 1871, era un hombre difícil, de trato dificil y estilo y prosa difíciles, como debe esperarse de alguien influido por Baudelaire y Mallarmé y representante del modernismo y el simbolismo en la literatura. Sus Cuentos crueles, la única obra, creo, que ha alcanzado el favor del público, se siguen editando y leyendo hoy día porque su brevedad, originalidad y estilo menos alambicado así lo permiten. La Eva futura ya es otra cosa. Hay quien la encuentra intragable. No es mi caso, pero reconozco que ese denso diálogo entre dos personajes requiere aguante. Su trama enlaza directamente con Hoffmann porque también aquí se trata de una mujer autómata, creada por Edison para resolver un problema de un gran amigo suyo a punto de suicidarse. Pero la similitud se acaba ahí. Lo que interesa a Villiers es cargar contra las mujeres, a las que tiene en gran aborrecimiento en un paroxismo de misoginia. Es la idea de la mujer vaso del mal y origen de la desgracia de los hombres. De hecho, la exposición relaciona con tino esta criatura con la falsa María que crea el odioso capitalismo en la película de Fritz Lang, Metrópoli (1927) para engañar a la clase obrera. La obra de Villiers, a pesar de todo, tiene puntos de grandísimo interés y no solo formales. El autor llama a la autómata Andreida y pasa por ser el inventor del término hoy ubicuo de androide.

Es poco lo que puede decirse de Jeckyll y Hyde, universalmente conocidos a través de películas y reediciones del libro que nunca está descatalogado. Hasta los políticos, que no suelen saber nada de nada, los ponen de ejemplos del bien y del mal, el amigo/enemigo schmittiano, el maniqueísmo de la especie. Parece mentira que una novela tan corta, tan sucinta y sencilla, tenga ese impacto sobre la dualidad moral de la humanidad. Pero así es. Stevenson la escribió en un acceso de febril creatividad, mientras guardaba cama por la tuberculosis que acabaría matándolo, en ocho días. Terminada la obra, la releyó entera y, asustado por su contenido, la arrojó al fuego, sin que quedara nada de ella. Luego, la reescribió de memoria. Siempre he jugado con la pregunta de ¿quién obligó a Stevenson a reescribir esta genialidad?

Los otros dos puntos de la exposición se apartan por razones distintas de los modelos anteriores. La isla del Dr. Moreau, (1896), de H. G. Wells, que cuenta también con numerosas adaptaciones cinematográficas, es mucho menos popular que Frankenstein o Jeckyll, muy probablemente porque no hay un monstruo singular y concreto, sino muchos e indiferenciados; porque no hay posibilidad de empatizar por vía alguna con el científico que experimenta en los límites de lo convencional y moralmente aceptable ni con sus monstruos; y porque genera una sensación de desagrado e incomodidad que hunde sus raíces en esos oscuros estratos que compartimos con los animales. La novela se escribió en pleno debate sobre la necesidad de prohibir la vivisección, debate que se mantiene un siglo y pico después y en el comienzo de un movimiento que todavía encuentra muchos obstáculos, esto es, el de los derechos de los animales. El Dr. Moreau mezcla seres humanos con animales en un fantástico empeño por inculcar en las especies irracionales las pautas del entendimiento humano. El resultado es terrorífico, por descontado. Y algo de esto alienta en los avances de la genética, los experimentos de clonación y las pruebas transgénicas.

Al lado de lo anterior, la historia de El hombre invisible tiene mucho menos fondo, si bien cuenta igualmente con una larga serie de adaptaciones cinematográficas porque el problema formal que plantea, esto es, cómo hacer invisible a una persona en la pantalla (o en un escenario de teatro) es un reto al que los cineastas y dramaturgos se resisten con dificultad. Todos ellos, del primero al último, llevan en el fondo de su corazón unas gotitas de Georges Méliès; todos ellos esconden en su interior un  aficionado a la magia, la prestidigitación, el espectáculo fantástico. Por supuesto, la novela de Wells, que era un socialista convencido, apunta cuestiones filosóficas y morales (delito, traición, afán de dominación mundial, reino del terror, etc), pero su fuerte está en el aspecto mágico de la peripecia. En realidad, El hombre invisible arranca de un espíritu y un propósito cercanos a La máquina del tiempo y también de Jeckyll, en la medida en que el científico es incapaz de revertir el resultado de sus experimentos. Es un relato de aventuras. 

En fin, la exposición está muy bien. Sirve para que se dispare la imaginación y se visiten regiones repletas de memorias. Merece la pena.

dilluns, 13 de juny del 2016

Dos convocatorias interesantes

La primera es a la presentación del libro de Juli Gutiérrez Deulofeu sobre la obra de su abuelo, Alexandre Deulofeu, La matemática de la historia. Ya reseñé el libro en un post anterior, titulado La humanidad no progresa y ahora, tanto el autor como el editor, me hacen el honor de pedirme una presentación en la ya mítica sala Blanquerna, de Madrid. Mítica para mí porque, al ser catalana y ser yo una especie de embajador político-cultural de Cataluña en Madrid, debo de ser de los madrileños que más veces hayan estado en ella para estos gratos menesteres. En esta ocasión, la presentación va a grabarse porque algunas partes se emplearán para un documental que está haciendo Visiona TV para TV3 en Cataluña sobre la interesante figura de Alexandre Deulofeu.

Espero que el acto tenga miga. Juli Gutiérrez, lo conozco, es hombre empapado en la filosofía deulofeuliana de la historia y tendremos un interesante debate. Por mi parte, para quien haya leído algo mío, no hace falta decir que no comparto historicismo alguno y de ningún tipo pues ya he descubierto que uno de los trucos que usan algunos historicistas consiste en liar de tal modo las cosas que nadie acabe por enterarse de qué quiera decir "historicismo". Por eso me curo en salud, me abstengo de cualquier historicismo y me atengo al dictum shakesperiano de que la historia es, como la vida, "un cuento lleno de ruido y de furia, contado por un idiota y que no significa nada".

Lo cual no quiere decir que Alexandre Deulofeu no sea un personaje fascinante. Al contrario. Lo es y mucho porque esta teoría de la matemática de la historia es solo una faceta de su muy compleja y atractiva personalidad. Y porque, además, a diferencia del filósofo, cuando trato con un amigo a quien aprecio, lo pongo, como a Platón, por encima de mi amor por la verdad.

El acto en Blanquerna, el día 16, jueves, a las 19:00. Allí nos vemos.

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La segunda convocatoria tiene carácter académico y no es a un solo acto, sino a una serie o concatenación de ellos, esto es, a una especie de congreso en el que nos reunimos con cierta periodicidad los aficionados y especialistas en estas quisicosas de la política e internet en sus múltiples, proteicas y a veces misteriosas relaciones. Las llamamos Jornadas de ciberpolítica porque somos modestos en la forma aunque, como buenos académicos, muy orgullosos en el fondo. Pero se nos nota poco porque, al manejarnos con soltura en esto de las redes, el ciberespacio, la política 2.0 o 3.0, vamos dando el pego de ser gente tratable. Ni hablar. Solo nos soportamos a nosotros mismos y entre nosotros mismos y si hay promesa de intercambio estrictamente igualitario. El ciberespacio no tolera explotación ni abuso.

No pretendo explicar de qué van las jornadas porque es imposible. Son 16 mesas distintas con casi cien ponencias sobre los asuntos que consideramos más candentes hoy en el estudio, análisis y uso de las articulaciones entre ciberprocesos y realidades sociales, económicas y políticas, fundamentalmente. Un mundo hecho de redes encierra una promesa de cambio radical, revolucionario de relaciones sociales. Piensen un minuto en algo de una extraordinaria vulgaridad: ¿cuándo fue la última vez que pusieron un telegrama? ¿La última que escribieron un carta? ¿Llegaron a poner un fax, que aseguraba ser la revolución de los siglos? ¿Cuántos periódicos impresos en papel han leído en los últimos meses? Pues eso.

Y de eso, de las nuevas formas de consumo y producción, la comunicación, las campañas, las cuestiones de género, el análisis y explotación y minería de datos, de todo es de lo que vamos a hablar estos dos días y estaremos encantados de escuchar lo que se nos quiera decir. Hay donde dar y coger y también un catering para no desfallecer y tomar unas pastas con café.

Las jornadas tienen lugar los días 16 y 17 en dos edificios relativamente cercanos pero distintos: la escuelas Pías de la UNED en Madrid, calle de Tribulete y el Instituto Nacional de Administración Pública en la calle Atocha. No exagero si afirmo que son de interés para profesores y alumnos de las facultades de Sociología, Políticas, Historia, Periodismo, Derecho y Económicas. A los de Filosofía también les interesaría grandemente.

Habrá todo el streaming que podamos conseguir, pero no es seguro del todo. Habrá lagunas.

diumenge, 5 de juny del 2016

La humanidad no progresa

Juli Gutiérrez (2015) La matemàtica de la història. Alexandre Deulofeu o el pensador global. Lapislàtzuli (233 págs)
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Hay peripecias curiosas en la vida. Hace algo más de un mes, un cineasta, David de Montserrat, me contactó para pedirme que presentara un libro en Blanquerna sobre un sabio historiador catalán hoy olvidado, Alexandre Deulofeu. En el siglo pasado y, gracias a su filosofía de la historia, Deulofeu había profetizado el fin del imperio español para el año 2029. Eso daba morbo a la cuestión. El libro es obra de un  nieto de Deulofeu, Juli Gutíérrez quien, fascinado por la personalidad de su abuelo, había decidido seguir sus pasos. Así pues, plantó su puesto de trabajo en una sucursal bancaria, se retiró a practicar el cultivo ecológico en su huerto y a estudiar y dar a conocer la obra de su venerable antepasado, cuya vasta teoría de filosofía de la historia, llamada la Matemática de la historia, abarcaba nueve volúmenes y eso sin contar otros estudios del autor de otros temas. singularmente de filosofía del arte, en concreto el románico. Y no solamente se dedicó Gutiérrez a rescatar del olvido a su abuelo sino que prácticamente se identificó con él, como si fuera su alter ego o su sosias. Las dos contrasolapas del libro, la primera y la última atestiguan lo que digo. En la primera se ve a Deulofeu en su huerto allá por los ños 30 o 40, portando un cubo y una lechera. En la última se ve al nieto en idéntica posición, con los dos consabidos cubos.

La presentación del libro venía a ser como una especie de pretexto porque lo que De Monserrat está haciendo es un programa de televisión sobre la vida y el impacto de Deufoleu. El productor, Ferrán Cera, se puso en contacto conmigo, confirmándome este extremo y mandándome un guión para que cumpla lo que se espera de mí. Se supone que he de tener un gesto de escepticismo e incredulidad durante la presentación. No me será difícil ya que soy escéptico por naturaleza y mucho más ante la pretensión de Deulofeu de elaborar una filosofía sistemática de la historia, nítidamente dividida en fases de idéntica duración, que le permitirá hacer profecías (por ejemplo, la citada del fin del imperio español en 2029) y predecir el curso de los acontecimientos. 

Respeto mucho estos vastos frescos del proceso civilizatorio (como lo llamaba Norbert Elias) típicos del historicismo y valoro el trabajo que sus autores suelen darse para realizarlos. El de Deufoleu se parece bastante al de la evolución propuesto por Fourier para el establecimiento de sus falansterios. Pero, en todo caso, aun siendo cómplice de los autores del reportaje y el propio Gutiérrez, que me parecen personas encantadoras, mi escepticismo es absolutamente pirrónico. Creo que el devenir de la especie humana es imprecedible por definición y esencia, ya que el ser humano es libre y ni él mismo sabe lo que hará en las próximas dos horas. Todo y nada es posible en la historia. Si el porvenir de los seres humanos fuera predecible, los seres humanos no seríamos seres humanos, sino hormigas o abejas o cualquier otro insecto social sometido al instinto. 

Esto no quiere decir que tenga en menos los trabajos de Deulofeu y mucho menos la figura de su autor, por quien siento viva simpatía: farmacéutico de un pueblo del Ampurdán, químico igualmente, fue alcalde republicano y en el 39 hubo de cruzar la frontera para que no lo asesinaran los que hicieron la guerra en nombre de Dios. Regresó en 1947, recuperó su profesión y se dedicó a cultivar su obra espiritual y la material en forma de huerto. La obra espiritual, como digo, tiene dos puntos esenciales: el macrocuadro de la matemática de la historia y el interés de nuestro hombre por demostrar que el románico es un arte autóctono del Ampurdán, que no lo importó de la Lombardía como se ha dicho y cuya manifestación más acabada es el monasterio de San Pedro de Roda (p. 171), al que Deufoleu dedicó un interesante estudio. La Edad Media, muy maltratada durante el Romanticismo, era un momento de extraordinario vigor en Europa y de altísima espiritualidad. No se daba entonces, según Gutiérrez la "absurda" idea del arte por el arte. Es posible que no, pero de absurda la idea no tiene nada. Fue, si no estoy equivocado, Baudelaire quien la acuñó para defender el arte de las interpretaciones que  instrumentalizaban las manifestaciones artísticas en pro de unos u otros objetivos ajenos al arte  (p. 169).

En realidad, todas las grandes filosofías de la historia son complicadas construcciones que suelen agradar el oído del señor terrenal al que se le recitan: Vico, Hegel, Marx, Morgan. Spencer, Comte, Maine, Spengler, Toynbee, etc, que han trazado el decurso de la historia, lo han hecho con un punto teleológico de probar que la contemporaneidad de que se tratara era el estadio superior de la civilización humana: el Estado prusiano en Hegel, la sociedad sin clases en Marx, el estadio industrial en Spencer, el positivo en Comte, etc. Deulofeu no iba a ser distinto, así que, según su concepción, Cataluña era el origen de la cultura europea, y eso que aseguraba que ninguna cultura es superior a otra (p. 152)  

Según Deulofeu en el gran examen que hace Gutiérrez, las civilizaciones son procesos biológicos que duran 5.100 años repartidos en 1.700 años cada uno, con tres épocas: aristocracia feudal-sacerdotal, aristocracia de la riqueza y democracia (p. 89). Cada época, a su vez, tres fases: la fragmentación demográfica, la fase de unificación  demográfica, los procesos imperiales y la evolución del espíritu creador (p. 92-94). Como se ve, un cuadro de la evolución del espíritu humano muy impregnado del positivismo europeo décimononico. 

Se habla continuamente de leyes  históricas comprendidas dentro de una también reiterada matemática de la historia. Pero, para ser matemática, no hay una sola fórmula, ni un mero número, con lo cual el escepticismo de Palinuro alcanza regiones sublimes. Europa, decía Deulofeu, crecerá a la sombra de Alemania. Se trata de una ley histórica. La verdad, mis convicciones ecológicas me impiden aceptar ley histórica alguna y más bien creo que podría hablarse de una evolución cíclica si no queremos hablar del eterno retorno como filosofía frecuente.  Como todo historicismo, el de Deufoleu solo admite un curso civil del mundo si este sigue sus leyes, pero, si no lo hace pude haber algún baño de sangre que otro (p. 46).

Hay un capítulo titulado "la lucha de los imperios", en el que se vierten juicios muy perspicaces sobre los distintos imperios a día de hoy: los EEUU, Rusia, el Japón y la China, a la que el autor considera un imperio jovencísimo (p. 99) porque, obviamente, sitúa su origen en la victoria de Mao Tse Tung sobre Chang Kai Chek, pero si nos remontamos a los tiempos de las primeras dinastías, el imperio es antiquísimo

Gutiérrez cita y repite una creencia de Deufoleu en el sentido de que "la humanidad no progresa" (pp., 100, 168, 217). Es de suponer que espiritualmente porque técnica y materialmente, el progreso es apabullante. Tanto que, cuando llegue el año 2029, es posible que no haya Estados en Europa. En varias ocasiones señala Gutiérrez que Europa se organizará políticamente por imperativo alemán, con Francia e Inglaterra pasando a segundo término y de España ni hablamos. 

Pero hay algo que el historiador, el filósofo de la historia, el joven político o el perroflauta deben tener en consideración: tanto Inglaterra como Francia tienen la bomba atómica. Alemania, no. Y eso tiene consecuencias.