dimecres, 17 d’agost del 2016

El testamento de Chirbes

Rafael Chirbes (2016) París-Austerlitz. Barcelona: Anagrama.
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Hace un año aproximadamente murió Rafael Chirbes. Dejó dos textos que han visto la luz póstumamente. Uno es el discurso que había preparado para recoger el Premio Nacional de Narrativa de 2015 publicado por los cuidados de su sobrina, quien también recogió el premio en junio pasado. Un discurso brillantísimo, por cierto, quintaesencia de un Chirbes ya en el último recodo del camino. Un parlamento claro, conciso, duro y repleto de cariño. El otro texto es esta su última novela que terminó, no llegó a ver publicada, pero a la que dedicó veinte intermitentes años de su vida, según su propia confesión. Muchas coincidencias y casualidades que contribuyen a desvelar un Chirbes que se fue prematuramente, dejando tras de sí mucha admiración y un punto de inquietud sobre si se hará realidad el deseo que siempre lo animó, el deseo de hacerse notar, de dejar huella, de quedar, de perpetuarse. No el deseo de ser célebre, que no lo tenía, sino el de ocupar un puesto en una sucesión de modelos, un lugar en el canon, como diría Harold Bloom, aunque fuera un canon menor.

Por azares del destino, esta novela póstuma, como el discurso del premio, son casi sus testamentos ológrafos y nunca mejor dicho. Unos testamentos literarios que remiten, la novela al menos, a los orígenes literarios del autor. Así, París-Austerlitz es el contrapunto de Mimoun, su primera novela, publicada hace casi treinta años, que gozó desde el principio del apoyo de Carmen Martín Gaite, uno de los modelos de Chirbes en todos los sentidos. Martín Gaite se hizo lenguas de Mimoun, que fue finalista del premio Anagrama y entusiasmó a Jorge Herralde hasta el punto de sellar con Chirbes una gran amistad y colaboración editorial. El escritor las respetó escrupulosamente, manteniendo su fidelidad a la editorial, a pesar de recibir ofertas tentadoras de otras casas. 

De Mimoun debió impresionar a Martín Gaite su exotismo, la densidad de su por lo demás intrascendente trama y la indefinición e inocente promiscuidad de los personajes. Incluido el autor, pues la novela es autobiográfica. Como autobiográfica es París-Austerlitz. El bucle se cierra treinta y tantos años más tarde. La promiscuidad se mantiene, pero la indefinición ha desaparecido. París Austerlitz es casi una crónica. Chirbes se había pasado toda la vida escribiendo para encontrarse a sí mismo. Y, según lo hace, misterios de la literatura, descubre que su obra le oculta aquello que busca. Él mismo lo dice con su habitual sencillez en alguno de sus ensayos literarios (pues Chirbes, además de un gran novelista, era un excelente crítico), que escribe para vivir vidas ajenas, que no podía permitirse vivir. Conclusión: la suya no le gustaba. Por eso tardó tanto tiempo en aceptarse como era.

Su obra intermedia, de altura, se ve hoy como una especie de fresco de la sociedad española desde la Transición (con juicio muy negativo sobre esta) hasta la crisis y concomitancias. Y tiene muy encendidos partidarios entre las nuevas izquierdas que buscan en un típico representante del "antiguo régimen" argumentos estéticos contra ese "antiguo régimen".  Lo convierten en un estandarte, cosa que lo irritaría profundamente y no caen en la cuenta de que el hombre es dinamita pura de cualesquiera ideologías, incluidas estas de la seudoliberación. Su voz quiere ser (por implícito deseo del autor) una de las de quienes llama "autores pesimistas del siglo XX", Céline, Drieu, Jünger. 

En efecto, después de La buena letra, comienza la serie de novelas más ambiciosas. La buena letra, es como una hermosa metáfora de su propósito: una mujer cuenta a su hijo en los retazos de una carta cómo era la vida en la posguerra. Va a dar comienzo un relato alternativo a la versión oficial a través de un personaje femenino, especie de testigo pasivo de un acontecer tumultuoso en el que las cosas cambian drásticamente Dar voz a una mujer, hacerla reveladora de una verdad escamoteada es situarse en una punto de vista dificil, de realismo, resignación rebeldía. Porque ella no actúa sobre los acontecimientos, eso es cosa de los hombres, pero los padece. Esa es una de los sutiles habilidades narrativas de Chirbes, la de reflejar la realidad a través de un juego de prismas, como un periscopio.

Una precisión más. La estructura de las novelas de Chirbes es complicada y variada. Nunca convencional. El narrador cambia, a veces en una misma novela, las estructuras narrativas son muy diferentes y los tiempos, todo. Con respecto al narrador, una preocupación esencial para alguien tan creyente en la función de sinceridad de la literatura, queda claro desde el principio que no es de fiar. Los disparos del cazador, su siguiente obra, vuelve a ser un relato por escrito que un hombre, ya próximo a la muerte, confinado en una silla de ruedas, hace a su nieto con el fin de que este conozca otra visión de lo que fue la historia de su familia. Otro periscopio, ya desde la puerta de salida y en un relato cargado, como siempre, de referencias literarias. Por supuesto, esa historia familiar es muy densa y tiene facetas políticas  y de clase social muy relevantes, todas relacionadas con las preocupaciones de Chirbes. Pero el caso es que, como argumenta Gustavo Muñoz, el presentador de la novela, esta debe leerse teniendo presente la influencia de Ford Madox Ford (El buen soldado)   y Kazuo Ishiguro (Un artista del mundo flotante). El propio Chirbes se remite frecuentemente a Ford Madox Ford. Se trata de dos historias contadas por narradores no fiables. Y eso es lo que se considera Chirbes, un narrador no fiable, lo opuesto al omnisciente en quien el lector debe confiar como el creyente en la palabra de Dios, con su fe íntegra. Este narrador incierto plantea crudamente la razón de ser de la novela (cuya persistencia defiende Chirbes frente a un momento pesimista de Eduardo Mondoza) al mostrar que la realidad no existe sino que solo lo hacen los relatos sobre la realidad. Y, en concreto, el suyo obsesionado con su tema preferido: los destrozos que el paso del tiempo revela en nosotros, tanto en lo físico como en lo espiritual. Chirbes proyectaba su descontento con su propia vida sobre todo lo demás. Y eso revela un ánimo depresivo, pesimista, incluso fatalista. El entusiasmo que sus lectores de la nueva izquierda sienten por él debe de nacer de sus fantasías juveniles. Los otros modelos que actúan en el fondo de la saga posterior de Chirbes, explican bien lo que el autor pretendía: Galdós (por quien tenía gran admiración), Dos Passos, Aub, cuya serie sobre la guerra civil, El laberinto mágico, alienta en la obra del valenciano.

La trilogía sobre la postguerra, La larga marcha, La caída de Madrid, Los viejos amigos tres textos densos, con estructuras complicadas, muy bien armados y equilibrados y absorbentes. Los tres tienen influencia de Dos Passos pero especialmente el primero, La larga marcha, recuerda Manhattan Transfer. Multitud de protagonistas de multitud de historias de muy diferentes ambientaciones que se entrecruzan (algunas) incluso en sus descendientes y se prolongan luego en parte en la siguiente novela. Junto a la colectividad como protagonista, la técnica narrativa del stream of consciuosness aun complica más la trama, pues vemos los acontecimientos comunes desde diferentes subjetividades, alimentadas por experiencias distintas y sintetizadas en discursos independientes. Sin olvidar que muchos de esos acontecimientos implican ascensos o descensos sociales y todo tipo de conflictos. En algún lugar, Chirbes se felicita de haber tenido una formación marxista por algún motivo que he olvidado, pero esa formación aflora en su permanente dibujar personaes sobre trasfondos de clase social. La clase en sí misma -una hendidura moral fuerte en la personalidad del autor- no suele aparecer, pero lo hace su superestructura. La larga marcha es el oscuro ayer y el no menos oscuro hoy. La caída de Madrid, una especie de oculto homenaje a Joyce, pues ocurre en un solo día, el de la víspera de la muerte de Franco, un periodo intermedio pero de máxima lucidez porque coincide con un momento de plenitud juvenil, donde se arman los castillos de ilusiones que luego se desmoronarán irremediablemente. Un periodo de atrevimiento, de la poesía como provocación (Baudelaire) o la pintura (Bacon) como descubrimiento. Los viejos amigos, de nuevo una compleja relación entrelazada en la que se contraponen las promesas que fuimos y que nos hicimos (el autor vive en varios de los personajes que acaban convertidos en lo contrario de lo que pretendían) y lo que somos en el desolador panorama de la crisis y el estallido de la burbuja inmobiliaria que viene a ser como la metáfora del estallido de las esperanzas de una generación.

La crisis se apoderó de él en sus últimos años: esa sensación de un país hundido, desmoralizado, corrompido, sin esperanza es la que se respira en sus dos últimas novelas en vida, Crematorio y En la orilla. Crematorio vuelve a ser una novela colectiva al estilo Dos Passos y su tiempo, un día joyceano, el de la muere de Matias Bertomeu, el menor de dos hermanos, supuestamente acuadalados, aunque el negociante es el mayor. Matías quintaesencia la evolución de la generación: de ideólogo de la revolución en su etapa universitaria, se retira amargado a su finca de Misent, a cultivar su huerto, como recomendaba el Cándido de Voltaire. En la orilla es casi un alambicado epitafio del héroe, del propio autor, del país. Cuenta en primera persona la historia de una ruina de empresa que retrata la de esta sociedad que ha sustituido los árboles por las torres de las grúas y se ha quedado sin grúas y sin árboles. Seguramente, por estos rasgos tan negativos con que aparece pintado un presente sin esperanza, las dos novelas han conocido un gran éxito y cosechado varios premios.

Así que cuando Chirbes termina París-Austerlitz, ya está todo claro, ha vivido cientos de vidas, ha ascendido y descendido varias veces de clase, ha destripado una sociedad primero aterrorizada, luego acobardada, después conformada y por último corrupta. Cuando Esteban se sumerge en el pantano, ha puesto punto final a la historia. Paris-Austerlitz es una coda y un resumen. Concentra todos los elementos, todas las facetas de Chirbes, hasta las más anodinas, como las culinarias que él respetaba mucho sin embargo, a fuer de lector de Vázquez Montalbán y de redactor de una revista de cocina, la de vagabundo de las ciudades, de algunas de las cuales ha dejado descripciones muy curiosas en El viajero sedentario que a veces trae a la memoria otra pieza algo más oculta de su modelo, Blasco Ibáñez. En su íltimo libro encontramos los cruces de clases sociales, la reticente admiración por la clase alta, la obsesión con el deterioro físico y la muerte, una sexualidad turbulenta, que está hecha de angustia, desesperación, entrega e instrumentalización, una angustia por la realización de los anhelos propios, una necesidad de reconciliación consigo mismo y un espíritu crítico corrosivo que debio de verse corroborado con la aparición del SIDA como la plaga del siglo, espina dorsal de esta novela póstuma. Y así el Chirbes proyecto de pintor en París resulta ser el Manuel de Mimoun, profesor de español en Fez. 

Al poner el punto final a París-Austerlitz, Chirbes ponía involuntariamente punto final a su propia vida. Su muerte fue prematura. En un libro de viajes se había concedido a sí mismo cuando menos hasta 2021. No llegó.