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dilluns, 20 de juny del 2016

Wyeth, padre e hijo

La pintura es un arte difícil. Es raro que se consiga dominar de forma autodidacta. Normalmente requiere mucho aprendizaje y tesón, aunque a veces se den casos de pintores que han dominado el oficio sin aprendizaje formal. Es en gran medida el de los Wyeth, abuelo, padre e hijo, todos ellos autodidactas, con la peculiaridad añadida de ser una saga en la que los padres enseñaron a los hijos los secretos del oficio. Cosa tampoco frecuente en la pintura, aunque también se haya dado, como se ve en el caso de los Holbein, los Breughel, los Madrazo, etc. En el de los Wyeth, la saga abarca tres generaciones: el abuelo N. C. Wyeth, pintor y, sobre todo, ilustrador de publicaciones, Andrew y Jamie Wyeth, que son el objeto de la actual exposición del Thyssen-Bornemisza. No conozco caso igual en la pintura norteamericana salvo el del pintor Charles Willson Peale, que bautizó a sus hijos con los nombres de los más famosos artistas de su oficio y, como tuvo muchos y de los dos sexos, hubo Rembrandt y Tiziano Peale (que siguieron los pasos del padre)  y también Sofonisba o Angelica Kauffmann Peale, que no los siguieron.

La exposición del Thyssen, sin embargo, es de poca monta para el precio de la entrada. Cada vez es más evidente que este museo está concebido más como un negocio que como un verdadero museo. No es un abuso pedirle que, cuando las exposiciones exhiban tan escaso material, pongan precios más bajos. En este caso, de ambos pintores no solamente faltan algunas de las obras más representativas (como el mundo de Cristina), de Andre Wyeth o el retrato de Kennedy, de Jamie Wyeth, sino también otros muestras de su producción, muy representativas, como las pinturas de Helga, de Wyeth padre.

Fuertemente influido por Winslow Homer y Edward Hopper, Wyeth, alcanzó gran reconocimiento en vida, si bien no exento de crítica. En realidad, el conjunto de su obra es campo de controversia precisamente por su fuerte carácter realista y naturalista. En verdad, es mucho más que eso, pero es difícil que la crítica, lastrada por su escaso aprecio por los materiales de Wyeth, básicamente acuarelas y temple, llegue más al fondo de la cuestión. A primera vista, Wyeth es un pintor de colorido local: tipos familiares, paisajes no menos familiares, animales domésticos y peripecias de la vida cotidiana. Pero todos esos temas están engarzados en una filosofía de la existencia casi oriental, una integración de la vida humana en los ritmos de la naturaleza y un sentido de esta que lo impregna todo de armonia. En casa de los Wyeth se veneraba la memoria de Henry David Thoreau y no solo por la desobediencia civil sino, sobre todo, por Walden Two. El propio Andrew se lo repetía a su hijo al enseñarle: hay que pintar aquello que uno ve, lo que rodea a uno y uno ama. También decía que, en el fondo, él era un pintor abstracto y no le falta cierta razón, bastante de su obra (y hay algunos ejemplos ene la exposición) se acercan al expresionismo abstracto.

La gama de temas de Wyeth senior fue la misma a lo largo de su vida pero, en algún momento, ya avanzada esta, amplió el abanico para acoger otros asuntos, singularmente desnudos. No obstante, por apartada que fuera está temática de su obra de siempre, también está impregnada de esa visión de equilibrio natural quizá a punto de romperse, pero captado antes de hacerlo.

La otra parte de la exposición, la dedicada al hijo, Jamie Wyeth, tan autodidacta como el padre presenta un especial interés porque permite detectar los elementos de continuidad y los de ruptura, la tradición y la innovación. El punto central de este juicio se concentra en el famoso retrato de su padre, una obra sorprendente en la que se reflejan dos mundos: el que mira al hijo que pinta y el que mira al padre modelo. Jamie Wyeth no solamente amplía la gama temática sino también los recursos. Hay en él una predilección por el óleo combinado con otros materiales. 

En cuanto a la temática, parece como si Jamie Wyeth tratara de ahogar las fuertes raíces regionales, en el fondo campesinas, que lo unen a su pasado, con una apropiación de todos los demás estilos a mano, singularmente cosmopolitas. El resultado es una gran variedad temática, con importancia grande del dibujo y una relativa heterogeneidad. Jamie tiene igualmente una vena política. Fue el encargado de pintar un retrato de John F. Kennedy  post-mortem que la familia no aceptó al final y ha sido el retratista de Jimmy Carter. 

La tradición de la América profunda parece diluirse en el último eslabón de esta saga de artistas.


diumenge, 19 de juny del 2016

¿Quién como Dios?

Excelente idea la de la Fundación telefónica de Madrid con su exposición Terror en el laboratorio, comisariada por María Santoyo y Miguel A. Delgado. Con motivo del doscientos aniversario de la noche en que se concibió la novela de Mary Shelley, Frankenstein o el moderno Prometeo, la exhibición se centra en seis figuras fantásticas que han dejado poderosa huella en la imaginación de los seres humanos, de la que también habían nacido: El hombre de arena (1816), de E. T. A. Hoffmann, Dr. Frankenstein (1818), de Mary Shelley, La Eva futura (1886), de Auguste Villiers de l'Isle-Adam, El extraño caso del Dr. Jeckyll y Mr. Hyde (1886), de Robert Louis Stevenson, La isla del Dr. Moreau (1896) y El hombre invisible (1897), ambas de H. G. Wells. No es que la exposición sea gran cosa desde el punto de vista de las piezas exhibidas, sino más bien pobre. Pero al remitir su contenido al mundo fabuloso de seis narraciones extraordinarias, su alcance es infinito, sobre todo para quien, como Palinuro, es aficionado a este género y está especialmente familiarizado con algunos de los personajes, como el de Hoffmann y los de Stevenson.

Antes de nada, por amor a la justicia, debe recordarse que aquella noche al borde del lago Leman que esta exposición conmemora y en la que los cuatro amigos que tomaron refugio de la tormenta (Mary Shelley, su marido Percy, el poeta Byron y su médico, John Polidori) no solo vio el nacimiento de esa figura extraordinaria, el monstruo de Frankenstein, sino el de otra no menos poderosa, legendaria y difundida en Occidente: el vampiro. Shelley terminó su novela, que causó un gran impacto. No estamos muy seguros de quién redactó la del vampiro, si Byron o Polidori. Al día siguiente amaneció bueno y, mientras Mary Shelley seguía escribiendo su historia, el que hubiera redactado la del vampiro, la interrumpió y no volvió  ocuparse de ella, quedando fragmentaria. Aparecería publicada algo más tarde bajo el nombre de Byron, pero hay buenos argumentos para sostener que el autor fue Polidori quien, probablemente por despecho o disgusto, se suicidó después, sin sospechar que sería el comienzo de la historia de Drácula.

No obstante, es lógico que la exposición no trate del vampiro porque su elemento central es el ser humano fantástico creado por otro ser humano en un claro reto al Dios creador. Eso es lo que tienen en común nuestros seis héroes, por llamarlos de alguna manera, figuras inquietantes que pueblan nuestros recuerdos infantiles y nuestras fantasías y miedos de adultos.

El más explícitamente dirigido al onirismo de la infancia (y, de paso, el que más fascinante y de mayor calidad me parece) es el hombre de arena, de Hoffmann, Der Sandmann, que arranca de una superstición infantil alemana que aquí traduciríamos con pleno acierto como "el Sacamantecas" y se usa para asustar a los niños. Hoffmann tenía esa temible capacidad de enredar en una sola bola de misterio, angustia y terror todas las edades de la vida, las actividades, las épocas, los estilos, las referencias literarias y, cómo no, las musicales porque él mismo era Kapellmeister. El hombre de arena, como se sabe, es la segunda pieza de los Cuentos de Hoffmann, de Hoffmanstahl. Tengo por imposible resumir el relato de Hoffmann, por sus múltiples referencias al pasado, al presente, a las ciencias, las artes, la psicología. El objeto del relato, Olimpia, la falsa hija de un falso científico de la que se enamora el héroe (retorcidamente bautizado como Natanael) y por la que enloquece, es una autómata, una muñeca animada en la tradición, por entonces, de las leyendas del Golem y el homúnculo de San Alberto Magno. Pero ¿qué decir cuando el amigo del contrahéroe le explica que su obsesión con Olimpia es producto de sus fantasías subconscientes un siglo antes de que Freud expusiera sus doctrinas?

Hay poco de El hombre de arena en la exposición por razones evidentes: es la trama más literaria, compleja y difícil de todas (aunque La Eva futura no se quede atrás, el menos por razones formales), perteneciente, además, el subgénero epistolar. En cambio, Frankenstein es casi omnipresente. También por motivos fáciles de entender porque, aunque el subtítulo remite al mito prometeico, la historia escrita por la hija de Mary Wollstonecraft es la más lineal y también la más clara (que no unilateral) en el planteamiento de las cuestiones filosóficas y morales de estas obras. ¿Puede el hombre sustituir al Creador, al gran demiurgo? ¿En dónde están los límites entre el bien el mal? Y asuntos similares. Por la trama urdida, tan vistosa, la novela de Shelley se haría mundialmente famosa a partir del cine. Frankenstein ha dado lugar a docenas de versiones, más o menos fieles a la novela, empezando por la más famosa de todas, el Dr. Frankenstein (1931), de James Whale, con el fabuloso Boris Karloff, que no fue, ni mucho menos la primera y llegan hasta hoy mismo, con la última versión, Frankenstein (2015), narrada desde el punto de vista de la propia criatura con ánimo de exponer las miserias, cueldades y barbaridades de nuestro mundo. Precisamente hoy estaba viendo de nuevo la versión de 1994, dirigida en interpretada por Kenneth Branagh, que hace hincapié en una secuela de la novela. Otras versiones lo han hecho en otros aspectos, como La novia de Frankenstein, pues debe recordarse que lo que convierte al monstruo en enemigo de la humanidad es que Frankenstein se niegue a darle una pareja, algo que emparenta más la historia con el Génesis que con la mitología griega.

A la entrada de la exposición se proyecta una concatenación de trailers de películas de Frankenstein a lo largo del tiempo. Es una buena idea, aunque algo fatigosa, porque permite ver a qué extremos de delirio lleva el cine una historia con tal de sacarle provecho comercial. Hay trozos de la película de Whale, pero también otros disparatados en los que Hollywood mezcla a Frankenstein con el hombre-lobo (y no es lo peor, esta cinta la salva la interpretación de Lon Chaney) o con Drácula, sin permiso de Polidori, claro. Y llega a auténticas estupideces como las películas de la pareja Abbott y Costello, unas miserables caricaturas de los geniales Laurel y Hardy.

El periodo intermedio, por asi decirlo, es el ocupado por La Eva futura, de Villiers de l'Isle-Adam y el Dr. Jeckyll y Mr. Hyde, de Stevenson. De nuevo se manifiesta aquí una curiosa dualidad: mientras que la historia de Jeckyll y Hyde ha pasado muchas veces al cine y al teatro, apenas hay versiones -si no son indirectas- de La Eva futura, de forma que, para mucha gente, es una desconocida. Y me atrevo a decir que por la misma razón por la que casi nadie conoce El hombre de arena y todo el mundo ha visto Frankenstein: por la accesibilidad del relato y su carácter popular. Villiers de l'Isle-Adam, un aristócrata venido a muy menos, cuyo radicalismo lo llevó a luchar del lado de los Communards de 1871, era un hombre difícil, de trato dificil y estilo y prosa difíciles, como debe esperarse de alguien influido por Baudelaire y Mallarmé y representante del modernismo y el simbolismo en la literatura. Sus Cuentos crueles, la única obra, creo, que ha alcanzado el favor del público, se siguen editando y leyendo hoy día porque su brevedad, originalidad y estilo menos alambicado así lo permiten. La Eva futura ya es otra cosa. Hay quien la encuentra intragable. No es mi caso, pero reconozco que ese denso diálogo entre dos personajes requiere aguante. Su trama enlaza directamente con Hoffmann porque también aquí se trata de una mujer autómata, creada por Edison para resolver un problema de un gran amigo suyo a punto de suicidarse. Pero la similitud se acaba ahí. Lo que interesa a Villiers es cargar contra las mujeres, a las que tiene en gran aborrecimiento en un paroxismo de misoginia. Es la idea de la mujer vaso del mal y origen de la desgracia de los hombres. De hecho, la exposición relaciona con tino esta criatura con la falsa María que crea el odioso capitalismo en la película de Fritz Lang, Metrópoli (1927) para engañar a la clase obrera. La obra de Villiers, a pesar de todo, tiene puntos de grandísimo interés y no solo formales. El autor llama a la autómata Andreida y pasa por ser el inventor del término hoy ubicuo de androide.

Es poco lo que puede decirse de Jeckyll y Hyde, universalmente conocidos a través de películas y reediciones del libro que nunca está descatalogado. Hasta los políticos, que no suelen saber nada de nada, los ponen de ejemplos del bien y del mal, el amigo/enemigo schmittiano, el maniqueísmo de la especie. Parece mentira que una novela tan corta, tan sucinta y sencilla, tenga ese impacto sobre la dualidad moral de la humanidad. Pero así es. Stevenson la escribió en un acceso de febril creatividad, mientras guardaba cama por la tuberculosis que acabaría matándolo, en ocho días. Terminada la obra, la releyó entera y, asustado por su contenido, la arrojó al fuego, sin que quedara nada de ella. Luego, la reescribió de memoria. Siempre he jugado con la pregunta de ¿quién obligó a Stevenson a reescribir esta genialidad?

Los otros dos puntos de la exposición se apartan por razones distintas de los modelos anteriores. La isla del Dr. Moreau, (1896), de H. G. Wells, que cuenta también con numerosas adaptaciones cinematográficas, es mucho menos popular que Frankenstein o Jeckyll, muy probablemente porque no hay un monstruo singular y concreto, sino muchos e indiferenciados; porque no hay posibilidad de empatizar por vía alguna con el científico que experimenta en los límites de lo convencional y moralmente aceptable ni con sus monstruos; y porque genera una sensación de desagrado e incomodidad que hunde sus raíces en esos oscuros estratos que compartimos con los animales. La novela se escribió en pleno debate sobre la necesidad de prohibir la vivisección, debate que se mantiene un siglo y pico después y en el comienzo de un movimiento que todavía encuentra muchos obstáculos, esto es, el de los derechos de los animales. El Dr. Moreau mezcla seres humanos con animales en un fantástico empeño por inculcar en las especies irracionales las pautas del entendimiento humano. El resultado es terrorífico, por descontado. Y algo de esto alienta en los avances de la genética, los experimentos de clonación y las pruebas transgénicas.

Al lado de lo anterior, la historia de El hombre invisible tiene mucho menos fondo, si bien cuenta igualmente con una larga serie de adaptaciones cinematográficas porque el problema formal que plantea, esto es, cómo hacer invisible a una persona en la pantalla (o en un escenario de teatro) es un reto al que los cineastas y dramaturgos se resisten con dificultad. Todos ellos, del primero al último, llevan en el fondo de su corazón unas gotitas de Georges Méliès; todos ellos esconden en su interior un  aficionado a la magia, la prestidigitación, el espectáculo fantástico. Por supuesto, la novela de Wells, que era un socialista convencido, apunta cuestiones filosóficas y morales (delito, traición, afán de dominación mundial, reino del terror, etc), pero su fuerte está en el aspecto mágico de la peripecia. En realidad, El hombre invisible arranca de un espíritu y un propósito cercanos a La máquina del tiempo y también de Jeckyll, en la medida en que el científico es incapaz de revertir el resultado de sus experimentos. Es un relato de aventuras. 

En fin, la exposición está muy bien. Sirve para que se dispare la imaginación y se visiten regiones repletas de memorias. Merece la pena.

dilluns, 13 de juny del 2016

Campo sepultado

En el museo Reina Sofía, una magnífica exposición sobre el contenido del título: Arte y poder en la posguerra española, 1939-1953. Nada menos. Todo el arte, todas las artes en aquellos años aciagos que nos parecen hoy tan lejanos como la época de la peste negra y, sin embargo, sigue siendo muy cercana, incluso actual. No exagero: todos sus artefactos están presentes: cientos de ellos en esta muestra ejemplarmente comisariada por Mª Dolores Jiménez-Blanco Carrillo de Albornoz. Y, sí, cientos de artefactos: cuadros, tallas, documentos de todo tipo, maquetas, fotos, películas, grabados, indumentaria, objetos, decoraciones, proyectos, guines, ediciones. Un trabajo ímprobo para hacernos vivir la atmósfera de una época sórdida, salido el país de la guerra civil y sumergido en una docena de años de cruel y arbitraria represión, de miseria, hambre, aislamiento internacional corrupción, intentos de reconstrucción, mediados por la formidable corrupción que caracterizaba al régimen. Casi como por casualidad, pero muy significativa, la exposición abarca desde 1939 hasta 1953, prácticamente los que estuvieron vigentes las cartillas de racionamiento, que se abolieron en 1952. Una exposición que trata de transmitirnos un país entero, con todas las complejidades y matices de las relaciones entre la realidad y su transfiguración artística, literaria, pictórica, musical, escultórica, etc.

Los artefactos están presentes, hasta el punto de que ha sido necesario promulgar una ley de la memoria histórica para deshacernos de muchos de ellos y resulta que no es tan facil. Parecen estar incrustados en la rugosa piel de este país. A ver qué hacemos con el Arco de la Victoria de la La Moncloa; qué con Cuelgamuros, el Valle de los Caídos. Hace días, Tortosa, una villa catalana ha votado en referéndum mantener un monumento que los franquistas mandaron erigir en mitad del Ebro para conmemorar su victoria. Suma y sigue.

Los artefactos están presentes. Y muchos de sus autores, pintores, escultures, escritores, músicos. Algunos representan o han representado hasta hace poco tendencias artísticas de primera, pero ya producían entonces, Dalí, Tàpies, Saura, la gente del Dau al Set, Sánchez Mazas, Ridruejo, Laforet, Chillida, etc. Presentes, por tanto, están jirones de estilos, visiones, ideas y también, cómo no, memoria. Esa memoria sumergida, reprimida, refoulée, que acompaña al franquismo en general y sus comienzos en particular. Memoria secuestrada, negada, renunciada y fuente de la actual neurosis colectiva de los españoles que los lleva a auténticas aberraciones. Que haya historiadores que recomienden olvidarse del pasado a la vista de la dificultad de encararlo con ecuanimidad, sin revivir conflictos, es una pista de la peculiaridad de este fenómeno. Que los historiadores nos recomienden olvidarnos del pasado aproxima la situación a un grado de absurdo cercano a la fiesta del no-cumpleaños en Alicia en país de las maravillas.

El arte tiene voluntad de permanencia y por eso, esta exhibición es sobre el pasado pero también sobre el presente. Y se le añade otro factor en el título: el poder. Se delimita así la producción a aquello que se hizo en relación directa con el poder político franquista. El régimen traía una gestión de la cultura encargada al ejército durante la guerra civil pero, al concluir esta, confió la tarea a unos órganos de propaganda dependientes de la Falange. El franquismo había aprendido de sus primos hermanos, el nazismo y el fascismo que el Estado debe cuidar el frente ideológico y artístico por su poderosa fuerza legitimatoria. Pero, por las peculiaridades de la dictadura de Franco, parcialmente militar, parcialmente falangista y parcialmente clerical, los centros de producción ideológica y legitimatoria eran diversos. En manos de la Falange y de los intelectuales falangistas de la primera época, Ridruejo, Tovar, Laín Entralgo, etc, estaba la revista Escorial, como centro no solo de recuperación retórica de las letras imperiales, sino también de control de las manifestaciones artísticas externas. Otro hombre adicto al régimen, Eugenio D'Ors, con su "Academia breve de crítica de arte", en funcionamiento desde 1942 a 1954 amparó todo tipo de manifestaciones artísticas, estilos y trayectorias. En los salones de la Academia breve expusieron Maria Blanchard, Eduardo Vicente, Pere Pruna, Modesto Cuixart, Antoni Tàpies, Benjamín Palencia, Ignacio Zuloaga, Rafael Zabaleta, Álvaro Delgado, Salvador Dalí, Joan Miró, Guinovart, Caballero, etc, etc. 

Junto a estos centros de imputación de la creatividad del primer franquismo (falangistas y Eugenio D'Ors) hay que situar los eclesiásticos y religiosos en general. La dictadura confiaba la "formación del espíritu nacional" a la Falange (canalizada a través de las pinturas de valerosos camaradas de Sáenz de Tejada), a la que el general, en realidad, despreciaba. La formación del espíritu religioso, sin embargo, a la que dan máxima importancia los fascistas, se encomendó a la Iglesia. Esta fue la rasponsable de la censura en todos los ámbitos de la existencia, no solo los espectáculos y ejerció igualmente funciones de propaganda, si bien con mayor sentido académico, a través, por ejemplo, de la revista Arbor, del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, todo ello territorio del Opus Dei, siempre muy enfrentado a la Falange. El régimen franquista se cuidó mucho de garantizarse su legitimación y justificación, pero lo hizo de una forma menos sistemática que los nazis, por ejemplo, que enseguida concentraron tan nobles funciones en un Reichsministerium für Volksaufklärung und Propaganda (Ministerio del Reich para la Ilustración Popular y la Propaganda). De hecho el correspondiente departamento español, Ministerio de Información y Turismo, se creó en 1951 y sus dos primeros titulares fueron Gabriel Arias-Salgado (un cristiano de tenebroso porte y auténtico fanatismo censor) y Manuel Fraga Iribarne, por entonces, en realidad un falangista.

El aparato de propaganda se hacía presente en la producción arquitectónica del periodo de la reconstrucción. La Dirección General de Regiones Devastadas y Reparaciones y el Instituto Nacional de Colonización se encargaron en aquellos años y posteriores de llenar España de construcciones útiles, de pueblos modelos enteros o barrios completos de viviendas protgidas que mostraban al mundo la imagen edulcorada que la dictadura quería transmitir. Algunos de estos pueblos de colonización también ha conseguido pasar a la historia al haber rechazado hace poco los vecinos en referéndum cambiar el nombre del poblado: Llanos del Caudillo

Por supuesto, en muchas de estas obras públicas (pantanos, industrias, puertos) intervinieron prisioneros republicanos en condiciones sumamente penosas o de franca esclavitud. De esa circunstancia y el arte producido en las atestadas prisiones de la época apenas hay testimonio. Salvo el curioso folleto en inglés y castellano con una docena de dibujos e ilustraciones de diversos autores y el poema de Stephen Spender sobre la caída de Madrid, el fin de la guerra. Spender, el poeta que combatió en las brigadas internacionales. Más relieve tiene los Hijos de la ira (1944), de Dámaso Alonso (Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres (según las últimas estadísticas). Hay algunos dibujos de presos políticos. Poca cosa. Lo cual es lógico porque la exposición es del arte oficial o, cuando menos, tolerado del franquismo. 

Para prestar atención a otras manifestaciones, hay que ir a mirar el arte del exilio, el de los españoles del éxodo y el llanto, de León Felipe. Y, además, hay que viajar, sobre todo a México, para ver obra de Buñuel en cine; de pintura con dos extraordinarias pintoras españolas, Maruja Mallo y Remedios Varo, poco conocidas en su propio país; o de literatura, Max Aub, por ejemplo, una de cuyas novelas, por cierto, proporciona el título  a la exposición, Campo cerrado, la primera de la saga del Laberinto Mágico, cuya ambición era explicarse a sí mismo y explicarnos la guerra civil y sus consecuencias. O bien diversificar los destinos, ir a Inglaterra, a Puerto Rico, a Roma, a Ginebra, a saber de Luis Cernuda, de Juan Ramón Jiménez, María Zambrano, Mercè Rodoreda, Rivas Cheriff. La exposición dedica una sección a este presencia. Mínimo, pero suficiente, testimonio de una escisión de la que la cultura española no se ha recuperado: los intelectuales, artistas y escritores exiliados, del exterior y los del interior (tanto los que señoreaban con gajes y privilegios el régimen como quienes lo vivieron en el llamado "exilio interior). Un drama, un diálogo o conflicto muy difícil de entender y explicar, una situación que empieza con la decisión de Ridruejo de publicar a Antonio Machado en Escorial a comienzos de los cuarente y se cierra en los setenta, cuando Javier Marías, hijo de Julián Marías, ejemplo de "exilio interior", arremetió contra los intelectuales del régimen que supieron reinventarse después como "arrepentidos", al estilo de Tovar y Laín o como "gurús" de la nueva izquierda, al estilo de López Aranguren.

En términos más concretos, la exposición está repleta de noticias y muestras de sumo interés. Ya aviso de que no es posible visitarla en un solo día porque verla entera es agotador. La sección dedicada a la influencia del arte italiano en la España de la posguerra está muy conseguida. Por razones obvias, había continuidad con el arte italiano de la anteguerra, que ahora se evidencia en manifestaciones surrealistas, entre las que destaca un insólito Parafraragamus de Tàpies (1949) y obras de José Caballero y Luis Castellanos que revelan la influencia directa de la pintura metafísica de Chirico. Precisamente algo tiene que ver con ello una exposición de arte italiano de 1948 de la que hay una reseña de José Camón Aznar. Lo más característico de esta influencia quizá sean los muestras del postismo que se exhiben, poemas de Carlos Edmundo de Ory, una carta de Eduardo Cirlot, cuadros de Francisco Nieva, Aurelio Suárez o Benjamín Palencia, una reproducción del primer (y único) número de la revista teórica del movimiento, La cerbatana y, por supuesto , el famoso manifiesto de 1945, Marinetti ha muerto. Viva el postismo. Queda claro, entra por los ojos, el hecho de que, aun habiendo sido un movimiento tan efímero, haya tenido una influencia tan extraordinaria en la estética posterior de las años 50 y 60, a través de publicaciones como La codorniz, o el teatro de Miguel Mihura o Jardiel Poncela. En realidad, el postismo, como negación de todas las vanguardias, venía a ser la traducción a la creación artística de la recomendación franquista de que la gente no se metiera en política.

Por supuesto, paso obligado, lo que la exposición misma llama "españolada, folklore y flamenco". Así dicho, suena liviano. Vivido es atroz, atosigante, asfixiante. Falta además el elemento religioso por la sempiterna razón de que los españoles se niegan a reconocer esa omnipresencia clerical en todas sus obras espirituales. ¿Cabe concebir una "españolada" sin curas? Y la realidad de la vida cotidiana, por cierto, en esta sección como en todas las demás, magníficamente retratada en las fotos de Martín Santos Yubero. Solo por esa de unas jóvenes veinteañeras españolas ataviadas de negro riguroso, con peineta alta y mantilla pero sonrientes de catorce en fondo en 1940 debiera colgarse en ese museo de la memoria que algún día habrá que edificar. Encapuchados, nazarenos, Cristos, custodias, campesinos arrugados y curtidos portando crucifijos: la España real que rodea el mundo ilusorio, de fábula ridícula e imperial en que la Sección Femenina de la Falage, al mando de Pilar Primo de Rivera, hermana del ausente, tenía a las jóvenes en unos cursos de adoctrinamiento en el histórico castillo de la Mota, oficios de mujer cristiana y futuras madres por las sendas imperiales en unos reportajes de la revista del Sindicato (obligatorio) de Estudiantes Universitarios (SEU), llamada Haz, no el imperativo del verbo hacer, sino el haz de flechas. Jóvenes educadas en los panfletos del psiquiatra del régimen Dr. Antonio Vallejo-Nágera que, en realidad, era una especie de psicópata de proclividades nazis.

El capítulo del cine franquista ofrece normalmente los pasajes más hilarantes de estos repasos históricos. La exposición hace hincapié en La aldea maldita, una peli de Florián Rey, que había sido director durante la República y siguió siéndolo con el franquismo porque sus productos se adaptaban perfectamente al modelo patriótico español, cuya versión más sublimada había producido el propio Franco al guionizar para cine su inenarrable novela Raza. Junto a estas cuestiones cinematográficas, no está de más que el visitante pueda echar una ojeada a las "Instrucciones y normas para la censura moral  de espectáculos", aprobadas por la Comisión Episcopal de ortodoxia y moralidad en 1950, solo para ver lo que los curas permitían que se viera y lo que no. Algo así deja huella para siempre.

Llega un momento en que, tras años y años de adocenamiento, mediocridad, censura, estupidez parece que se ha instalado la resignación. Es lo que la exposición llama "Años de penitencia", con el título del primer tomo de las memorias de Carlos Barral, que trata de ellos, estremecedoramente retratados por Santos Yubero y, en literatura, ya se sabe, son los años de celebrar (y lamentar al tiempo) La familia de Pacual Duarte, Nada, Las industrias y aventuras de Alfanhui, La colmena. 


Apunta, sin embargo, una recuperación, con la que se acaba este ciclo, esta visión del arte en la época oscura. Comienza con una especie de paso atrás, como para coger impulso y se afirma la radicalidad de las corrientes primitivistas. Los juicios estéticos y reflexiones de Juan Eduardo Cirlot, Sebastià Gasch, Carlos Edmundo de Ory, llevan sin más la conferencia de Ricardo Gullón, Algunas ideas sobre Altamira y el arte moderno, dictada en la propia  cueva de Altamira en un congreso en 1950. Lo podía haber redactado Picasso: ¿querían ustedes purificarse en un primitivismo original? Ahí lo tienen, en el paleolítico de Altamira. Y de aquí arranca la recuperación de la libre creación artística por el ardid de excluir de su comprensión al espectador malintencionado, esto es, la irrupción del arte abstracto, en el fondo, la primera oposición artística a la dictadura. Obra de Miró, Eusebio Sempere, Antonio Saura, Chillida, Millares. Esto ya no hay quien lo pare y solo ocho o diez años después de los espantosos retratos hagiográficos del falangista Pancho Cossío.  

Merece la pena echar unas horas contemplando cómo lucha el espíritu creador contra la opresión del oscurantismo y la estulticia.

dilluns, 6 de juny del 2016

Carmen, mito de España

En el Matadero de Madrid hay una fabulosa exposición sobre Carmen, la heroína de la novela de Mérimée y la ópera de Bizet; la Carmen de España, el genio de la raza: gitanos, toreros, bandoleros, contrabandistas, flamenco, amor loco, celos, navajas, crimen pasional: todos los rasgos (o sea, los topicazos) de la imagen de España desde el siglo XIX. Y la famosa habanera que Bizet le medio robó a Sebastián Iradier, El amor es un pájaro rebelde...

La expo está comisariada por Luis F. Martínez Montiel y José Luis Rodríguez Gordillo y tiene un contenido amplísimo. Hay objetos: facas, abanicos, capotes, cigarros, máquinas de liarlos (no se olvide que Carmen es una trabajadora de la fábrica de tabaco de Sevilla). vestidos de faralaes, peinetas, crucifijos, etc. Hay abundancia de obra gráfica: muchísimas fotos, fotogramas de infinidad de películas, figurines para las representaciones operísticas, dibujos, bocetos, acuarelas, grabados, pinturas. Hay cuadros de Lucas Velázquez, Jenaro Villaamil, Raimundo de Madrazo, por supuesto, Julio Romero de Torres, etc y contemporáneos como Juan Gris, Francis Picabia, Eduardo Arroyo, dibujos de Antonio Saura, ilustraciones dee Picasso (y otras del propio Mérimée y de Sáez de Tejada) y obra exprofesso para la exposición de Luis Gordillo.

El impacto de la historia en el cine es enorme. ¿Quién no ha visto alguna versión cinematográfica de Carmen? Las actrices más famosas probaron su mano: las "fatales" Theda Bara y Pola Negri, Dolores del Río, Rita Hayworth (con Glenn Ford de don José), Imperio Argentina, Carmen Amaya, Sara Montiel y hasta una Carmen negra en la versión que hizo Otto Preminger de Carmen Jones (Dorothy Dandrige) con el relamido Harry Belafonte de don José y hasta una burla de Charles Chaplin. Por supuesto, en ópera y artes escénicas en general, aluvión de versiones de Carlos Saura, Martín Patino, Vicente Aranda, Antonio Gades, por no hablar de los históricos Florián Rey, Quintero-León y Quiroga y Federico García Lorca.

Todo en loor de Carmen, mito de España. Mujer bravía, amor desgarrado, pasión y muerte.

Vale. Pero obsérvese un hecho curioso: es un mito español fabricado por dos extranjeros, dos franceses; de un lado Prosper Mérimée, publicó la novela corta Carmen en 1845, que no encontró buena acogida hasta que Georges Bizet compuso la ópera de igual nombre en 1875 con libreto de Ludovic Halévy y Henri Meilhac sobre la novelita de Mérimée. Tampoco aquí sonrió la fortuna; Carmen aguantó poco en el escenario y Bizet murió ese año a los 30 de edad. Fue el posterior estreno en Viena el que marcó el comienzo de la fama mundial: Carmen, revolucionaba el género operístico, abría paso a la ópera italiana, recordaba al mundo que al sur de Europa había un exótico y fascinante país que tiempo ha había sido un imperio y ahora era un lugar de aventura y misterio y su símbolo era ese, Carmen.

El mito de España se forjaba fuera de ella y como uno de los primeros ejemplos de lo que Edward Saïd ha calificado después como Orientalismo. España era en sí misma un poco oriental, tierra extraña y atormentada de gente pasional, fanática, clima extremo y costumbres semi bárbaras. Victor Hugo, Borrow, Manet, Washington Irving y otros viajeros por estas agrestes latitudes, puerta al aun más misterioso Oriente a través del África, dejaban este testimonio que aparecía condensado en la obra de Mérimée y se convertía en tema mundial, con la ópera de Bizet. Esta sigue el relato del novelista, pero introduce cambios substanciales que han facilitado el simbolismo de Carmen-amor-toreros-pasión como genuinamente español en detrimento de otro que está en la novela de Mérimée pero en la ópera se esfuma. Un tema interesantísimo sobre el que volveré al final del post. Paciencia.

Dícese que Mérimée se inspiró para tan rotundo tema en un poema de Puchkin, Los gitanos que él mismo tradujo del ruso. Cierto, algo ayudaría: Carmen de Triana es gitana, rumí, bohemia. Pero el antecedente real del personaje está en otra novela anterior de Mérimée, publicada en 1840, Colomba, una historia de pasión, venganza y muerte situada en Córcega con una protagonista, Colomba della Robbia, mujer temperamental que busca a toda costa vengar el asesinato de su padre. Carmen tiene mucho de Colomba.

Reiteremos: el mito de España no es autóctono. Autóctono sería, y es, el Cid Campeador, el Gran Capitán, Roger de Llúria o, si de mujeres vamos, Agustina de Aragón. Carmen refleja una mirada extranjera: la del civilizado europeo que viaja por la Andalucia de los bandoleros y queda prendado del exotismo y, claro, primitivismo, de este pueblo noble, feroz, sanguinario. Es un mito foráneo impuesto a una sociedad como la española del XIX desestructurada, acosada por guerras civiles, incapaz entonces (y ahora) de elaborar un relato propio de su "ser" colectivo, si tal cosa existe. Es decir, en el siglo XIX, cuando las naciones europeas se vuelven sobre sí mismas y buscan en ellas su esencias, su Volksgeist y ensalzan sus héroes/heroínas patrios en muchos y muy diversos órdenes (Nelson, Wellington, Wellesley, Napoleón, Garibaldi), en España nos fabrican una heroína de folklore que no solo no es símbolo de nación alguna sino que, por ser gitana, carece de ella, es, en realidad, apátrida.

Aquí quedaría mi interpretación de Carmen, mito de de España, pero no nacional, si acaso reiterando las variantes entre el libreto de la ópera y la novela de Mérimée. En aquella, la protagonista absoluta es, desde luego, Carmen, pero su contraparte es el torero Escamillo, mucho más importante que don José. En la novela, sin embargo, es al revés: la heroína es, sí, Carmen (aunque a veces entren dudas porque la narración es un relato en primera persona que hace don José antes de que lo ejecuten, al viajero/arqueólogo, francés que ha venido buscando unas excavaciones de Munda, de las que nadie parece saber nada), pero su antagonista es, definitivamente, don José y el drama es pasión, celos, muerte. O sea un caso de violencia de género como los vemos hoy.

Pero hay más. Hay otro elemento decisivo en la novela que apenas se menciona en la ópera y ha desaparecido de la leyenda posterior: Carmen, siendo gitana, no es española... y don José, a pesar de su nombre, tampoco. Es vasco, navarro, de Elizondo, en el valle del Baztán. Y habla euskera. 

Colomba era de ambiente corso y el relato enfrenta la minoría corsa, con brava conciencia nacional, con Francia. Mérimée había encontrado un filón en esos pueblos fieros y orgullosos de su personalidad que se resisten a ser integrados en el mainstream del nacionalismo dominante decimonónico. Y eso es Carmen. Don José lo tiene muy claro: es soldado del ejército español, pero no es español. Es vasco y, precisamente, lo que le hace faltar a su deber y liberar a Carmen a la que lleva prisionera, lo cual desencadena toda la tragedia, es que ella dice ser gitana, pero haber nacido cerca de Elizondo y llamarse Carmen de Etxalar. Sea ello cierto o no pues Carmen no es personaje que pare mientes en verdades o mentiras cuando se trata de asuntos graves, sí lo es que habla algo de euskera y, al hacerlo, acaba de abrir el corazón de don José y el cierre de sus grilletes. Los dos son miembros de minorías que luchan por su existencia.

O sea, Carmen,  es el mito de España, pero no por ser español sino, precisamente, por no serlo.

dissabte, 4 de juny del 2016

Un cine médico

Esta es la segunda película del médico francés Thomas Lilti. La primera, Hipócrates de hace unos años, fue un éxito en Francia y esta otra parece haberlo sido más. Un millón y medio de espectadores o algo así. Un éxito bien merecido. Aquí debiera serlo también, pero no estoy seguro. Hay dos factores que debieran ayudar: en primer lugar, es una película francesa. Se espera un mínimo alto de calidad y, de ahí, para arriba. Será, y es, un film realista, que habla a la gente de su vida, de la vida cotidiana, de una forma que la inmensa mayoría siente como propia. No hay peleas a puñetazos, ni edificios de 100 plantas convertidos en teas, ni persecuciones de bulldozers, ni hombres que vomitan rayos verdes, ni ciudades invadidas por dragones voladores metálicos. Una historia normal, con algún tipo de interés literario (pero de eso, luego) con gente normal, que conduce coches con abolladuras, calienta el café en el microondas, va a su trabajo y tiene una vida familiar y asiste a los festejos municipales.

En segundo lugar, es una película hecha por un médico que quiere hablar de su profesión y hace casi un documental sobre un médico rural. Obvios, todos los subtemas de esa realidad: la relación médico-paciente es cercana, humana y con muchos matices; el contraste con la medicina hospitalaria es agudo y conflictivo; el médico rural no tiene horarios ni guardias, no ejerce la medicina sino que la vive y más cosas, por supuesto. Tiene, pues, corte realista, muy directo, casi seco... Pero es también una historia de ficción, un relato inventado, con sus claves y su ilusión. En cierto modo, este cine es literario, en la tradición de esa mezcla de mundos, el médico y el literario, que se ha dado desde siempre en la historia. De hecho, Jean-Pierre, el protagonista, recomienda a Nathalie, una joven doctora que se le incorpora como refuerzo, alguno de los Relatos del joven médico, de Mijail Bulgakov, el de El maestro y Margarita.

Desde siempre ha habido médicos literatos, tantos que los muy meritorios esfuerzos críticos por encontrar alguna motivación o vinculación específica entre la vocación médica y la literatura tienen jardines enteros para solazarse. Médicos fueron Rabelais, Schiller, Chejov, Conan Doyle, Axel Munthe, Carlo Levi, Pío Baroja, Somerset Maugham y el innombrable Louis-Ferdinand Céline, así, por citar los más conocidos y seguro que se me escapan otros no menos eminentes. Pero todos los géneros, los estilos, los temas, específicos y no específicos. Los médicos son moradores permanentes del universo creador, de ficción, de la Dichtung que dicen los alemanes. Y ya no hablemos de la filosofía y, por supuesto, la teoría política; solo el nombre de Locke es timbre de gloria para la profesión.

Pero la película, muy elegante y discretamente narrada, con un notable buen gusto a la hora de mostrar la cruda realidad del ser humano como paciente sin regodeos gore, se mueve en esa dimensión puramente literaria. Echa mano de dos elementos narrativos con cierta prosapia, que funcionan como dos subrelatos: el tumor cerebral inoperable que le diagnostican al protagonista al comienzo del relato y el desarrollo de una relación maestro-discípulo a lo largo de toda la historia.

El primer subrelato, el tumor cerebral, introduce un elemento de incertidumbre y angustia que el espectador comparte en secreto con el protagonista porque este decide no contar su enfermedad a nadie, ni a su ayudante. Eso condiciona su vida y también nuestra visión de ella, pues "estamos en el ajo". Que yo recuerde, es la situación de Blaise Meredith, el cura de la novela de Morris West, El abogado del diablo, con un cáncer incurable al comienzo del proceso; o la del abuelo de la novela de José Luis Sampedro, La sonrisa etrusca. Cómo encara la vida alguien que debe compartirla con un enemigo interno que terminará por vencerlo. Hay diálogos en la película que se entienden en esa clave.

El segundo, el maestro y la discípula, da también mucho juego. Es una relación compleja, entre dos adultos inteligentes, apasionados de su profesión y que, además, tratan de entenderse el uno al otro y varían sutilmente su respectivos conceptos en una filigrana de estudio psicológico de los personajes que es de quitarse el sombrero. Y, además, relación discipular: el maestro que ilumina el camino del discípulo, una relación cuyo origen es remotísimo pues viene de Oriente, pasa por todos los estadios de la civilización y llega al día de hoy. Rousseau con el Emilio sienta cátedra en Francia de un género que en la literatura serán las llamadas "novelas de formación", (Bildungsromane). Función que también es la del guía que muestra y explica al pupilo el mundo en que se encuentran: la Divina Comedia, por ejemplo. Prácticamente todas las utopías tienen el mismo plantemiento: un guía que familiariza al recién llegado con el lugar en el que está y los seres que lo habitan, con sus usos y costumbres.Como Jean-Pierre a Nathalie.

En resumen, que me parece una gran película, una película encantadora. Un bálsamo.

divendres, 3 de juny del 2016

Solo el genio se ríe de sí mismo

Matadero de Madrid. Sueño de una noche de verano. Magnífico montaje, magnífica dirección, magnìfica interpretación. Quizá un poquito sobreactuada. Pero eso seguramente será inevitable con este torrente de genialidad, farsa, bromas, veras, risas, fantasía, enredos y burlas. Shakespeare riéndose de Shakespeare a todo trapo y, con él, del mundo entero, de la tradición, de la ley, del amor, del teatro, de todo.

De pocas obras debe de haber más y más alambicadas interpretaciones que de esta. Sociólogos, filósofos, lingüistas, críticos literarios, mitólogos, freudianos, marxistas, estructuralistas, feministas, gays, transexuales, todos han aportado versiones, hipótesis, teorías. Por supuesto, Palinuro también. El Sueño de una noche de verano son dos comedias en una. De un lado, una de enredo amoroso con muchas puntas de feminismo y antitradicionalismo shakespeariano y, de otro, otra comedia, comedia dentro de la comedia, una representación de la tragedia de Píramo y Tisbe, para celebrar la boda del Duque de Atenas, Teseo, con la bella Hipólita. Esto del teatro dentro del teatro es un recurso lleno de posibilidades. Es, por ejemplo, un momento esencial en Hamlet. Aquí sirve para que Shakespeare se ría de él mismo o, más concretamente, de su propia obra, Romeo y Julieta. Escrita, según mis noticias, más o menos en la misma fecha que la tragedia de los Montescos y los Capuletos, El sueño...constituye una burla feroz de la tragedia de Píramo y Tisbe en la que Romeo y Julieta está basada.

Hasta aquí, todo normal. Pero conviene retroceder cinco siglos, cuando el mundo se veía de otro modo. La tragedia de Píramo y Tisbe aparece en Ovidio, quien nutrió de fábulas y temas literarios a occidente durante siglos y traída, según leyendas, de Babilonia. Reaparece en el Decamerón y la vuelve a narrar Chaucer: la tragedia de un amor ardiente que perece por la incomprensión circundante, el principio de autoridad, la tradición y el orden patriarcal. Nadie se había atrevido a reírse de ella.

Hasta que lo hizo Shakespeare. Y lo hizo tras haber escrito Romeo y Julieta completamente en serio. Así, el Sueño de una noche de verano es un anticlimax.  La sátira del drama de amor imposible. El don Quijote de las historias trágicas de amor. La burla de un elemento casi sacrosanto.

Luego está la obra en sí misma, que mezcla tres mundos absolutamente distintos, el de la realidad, el de la fantasía y el de la farsa. El de la realidad está poblado por personajes habituales en los dramas shakesperianos, con sus nombres tan pronto clásicos como modernos: Teseo, Egeo, Hipólita, Demetrio, Lisandro, Hermia, Helena y Filóstrato. El de la fantasía se puebla con seres fabulosos, extraordinarios, sacados del magín del dramaturgo y, por cierto, inolvidables: Titania, Oberón y Puck. Quien los haya visto alguna vez, no los olvidará por muchos años que pasen, como tampoco se pueden olvidar los personajes de La flauta mágica, Tamino, Pamina, etc. Y, por supuesto, el que nadie olvidará será Píramo con cabeza de burro por encanto travieso de Puck. Por último, el terreno burlesco, los toscos, rudos, simpáticos plebeyos también muy frecuentes en la obra shakesperiana, aquí llamados (en buena traducción) Nicolas Trasero (Bottom), Francisco Flauta (Flute), Tomasa Morros (Snout, en el original un hombre), que hacen una interpretación desternillante de Píramo y Tisbe.

Y los tres mundos están interrelacionados, las convenciones sociales saltan por los aires: todo se mezcla con todo, la realidad con la fantasía, los aristócratas con los plebeyos, los hombres con las mujeres. Durante siglos, en especial en el predominio del clasicismo, se relegó a Shakespeare a las tinieblas del goticismo (incluso antes de inventarse el nombre) gracias, entre otras cosas a obras como ésta, La tempestad, etc. Además el hecho de que la acción transcurra en un bosque parecía dar la razón a quienes más que como un dramaturgo, lo tenían como una especie de bárbaro druida de la tradición celta. De hecho, los primeros en rescatarlo, los románticos, lo hacen precisamente por estos temas. 

La obra es tan audaz y falta de todo freno y respeto que Shakespeare manda a Puck al final a explicar al público que lo que ha sucedido no ha sucedido; que es un fantasía en la profundidad mágica de un bosque; que, en fin, es un sueño. El sueño de una noche de verano.

Por entonces, Calderón de la Barca aún no había nacido.

diumenge, 29 de maig del 2016

Alicia hace las Américas

Confieso no haber visto la versión que hizo Tim Burton de Alicia en el país de las maravillas en 2010 y, como, según parece, fue un éxito, ignoro cuál sea la base de este. Esta versión de A través del espejo ya no está dirigida por Burton, sino producida por él y dirigida por James Bobin e interpretada por Mia Wasikowska (a quien vi hace poco de Madame Bovary) como Alicia, Johnny Depp como el Sombrerero Loco, Helene Bonham-Carter como la reina roja. Los tres repiten papeles de Alicia en el país de las maravillas. El film es trepidante, literalmente saturado de efectos especiales, rodado para 3D, muy abigarrado, original y divertido y probablemente será un éxito también... pero no tiene nada que ver con la segunda parte de la novela de Lewis Carroll. Y cuando digo "nada" quiero decir "nada". Cierto, aparecen prácticamente todos los personajes de Alicia en el país de las maravillas, aunque sin justificación alguna salvo Alicia, claro está, el sombrerero loco y la reina de corazones, que tienen unos papeles sobredimensionados respecto a la obra.  La trama, la historia, el relato, los diálogos, todo, absolutamente todo están inventados para la ocasión y, aunque la tramoya sea, como digo, muy vistosa, la invención es bastante lineal, predecible y de escasa relevancia. En definitiva, un poquito tostón. Ya desde el comienzo, la escenografía y ambientación recuerdan mucho Piratas del Caribe, también con Johnny Depp y, en punto a simplicidad de la narrativa, tiene poco que envidiarla. En definitiva, un producto de los estudios de Walt Disney, típicamente americano. Hasta tiene dos finales, uno el que la lógica y el guión exigen y otro, sobrepuesto, el final feliz que los estudios sostienen siempre que es el que gusta a la gente. Y tendrán razón.

Insisto en que no me parece mal. Cada uno adapta las novelas al cine como le da la gana y, si se le juzga, el juicio de ajuste a la obra original es secundario. Lo importante es el valor del producto final. Tal valor, en este caso, no me parece menudo; al contrario, probablemente fascinará a un público muy numeroso e infantil, adolescente y juvenil no demasiado exigente. Eso está bien. Tiene que haber historias para todas la edades. El film es muy animado, colorido y lleno de trucos vistosos. Si acaso objeto a algunas caracterizaciones. La del Sombrero Loco está lograda, aunque algo historiada. La liebre de marzo no me parece de recibo. Tweedledum y Tweedledee son un auténtico insulto y Sir John Tenniel, el ilustrador primero de Alicia se hubiera muerto del digusto al ver en que se han convertido sus dos mozalbetes; la reina de corazones está lograda en el outfit, pero falla en que Helene Bonham-Carter es demasiado guapa. Tenniel la representó fea, copiando directamente el modelo de la Duquesa fea, de Quentin Massys. Y del famoso gato de Cheshire, mejor es no hablar.

Tiene su lógica que el guión se aparte del texto porque este es más complicado aun que la primera parte, prácticamente intraducible a cualquier otro idioma, cinematográfico o teatral. A través del espejo vuelve a jugar con la ironía del significado del nombre de Alicia ("Verdad") en un mundo en el que todo es falso, mentira, realidad distinta o invertida. ¿Qué hay al otro lado del espejo? Pues eso, un mundo al revés. Cuando Alicia encuentra el celebérrimo poema Jabberwocky, ve que no puede leerlo salvo que lo ponga frente a un espejo porque la escritura es invertida. Aun así tampoco entiende su significado. Bueno, ni ella ni nadie ya que Jabberwocky está hecho con palabras inventadas por Carroll. Nada de extraño que los surrealistas lo tomaran como modelo. Pero, ¿como poner Jabberwocky en cine? Igual que el inenarrable diálogo con Humpty Dumpty con la feliz invención de las palabras portmanteau. O el poema, La morsa y el carpintero que le recitan Tweedledum y Tweedledee.

En fin, hasta la vuelta a la realidad sigue mostrando una diferencia cualitativa importante a favor de la novela sobre la película. En esta, las aventuras de Alicia se entienden como resultado de una locura pasajera; en la novela, el retorno es el despertar de un sueño.
Porque la vida es sueño.

dilluns, 23 de maig del 2016

El spleen de Bovary

No sé cuántas versiones cinematográficas se habrán hecho de Madame Bovary; por lo menos diez o doce, entre las que se cuentan obras de maestros del cine, como Renoir, Minnelli o Chabrol. Un indicador indiscutible del permanente interés de esa novela y un recordatorio de qué difícil es plasmarla en un film. Puede que imposible.

El interés proviene de la naturaleza literaria de la historia. Flaubert tomó pie en un hecho real (una mujer se casa con un médico y, al poco tiempo, se suicida), poco más o menos como Stendhal había hecho con El rojo y el negro. Pero hay más referencias en el origen de Bovary que en el del joven Sorel stendhaliano. Está Balzac, que veinte años antes, había tocado el mismo tema en La mujer de treinta, que incluyó en las escenas de la vida íntima de la Comedia humana. Y conocida es la gran influencia de Balzac sobre el autor de La educación sentimental. Más, incluso que una influencia; casi una obsesión. Emma Bovary, voraz lectora de novelas románticas, como don Quijote de caballerías, lee mucho a Balzac. Un elemento este -el de la imaginación literaria- que la directora de esta nueva versión, Sophie Barthes, prácticamente no toca y es uno de los defectos de su película. Tiene otros.

Pero, ¿cuál es el tema que trata Flaubert y, antes de él, Balzac y tanto interés suscitaba que Madame Bovary fue objeto de una querella judicial por ultraje a las buenas costumbres de la que Flaubert salió absuelto, a diferencia del pobre Baudelaire que, en el mismo año, fue condenado por lo mismo? El adulterio. Madame Bovary es una de las grandes novelas del siglo XIX, el siglo de la burguesía triunfante, el de los valores solidos, tangibles, la estabilidad, la familia, la empresa, el orden social, las buenas costumbres, las apariencias, la honorabilidad. De pronto, sin embargo, ese orden social tan seguro de sí mismo, descubre que tiene un punto débil, un punto por el que todo el edificio puede desplomarse: la fidelidad conyugal. Y no la del marido, por la que nadie pone la mano en el fuego, sino la de la esposa, elemento crucial a la hora de asegurar la legitimidad de la descendencia para garantizar la transmisión del bien que caracteriza a la burguesía por encima de todo, esto es, la propiedad privada. La propiedad privada no se comparte y, ante ella, la esposa es como el mosquito anofeles: un puro vehiculo. Pero el vehículo ha de estar limpio. El adulterio fue incorporado a todos los códigos penales como delito (y de consecuencias diferenciadas según de qué conyuge se tratara) para que el orden público se hiciera cargo de los vicios privados. Y eso que el siglo había comenzado muy fuerte, liándose la manta a la cabeza, por así decirlo, cuando el Código Napoleón prohibió tajantemente toda investigación de la paternidad. Ojos que no ven. La literatura gira en torno a este tema durante todo el siglo, de Balzac a Lepoldo Alas, pasando por Oscar Wilde, Strindberg o el Tolstoy de Ana Karenina.

De eso va también, claro es, este adaptación de Barthes, básicamente correcta, bien filmada, con oficio (aunque parece que es el segundo o tercer trabajo de la directora), con cierta elegancia, pero sin espíritu, sin brío, morne, que dirían los franceses. Que los dioses me perdonen pero da la impresión de que la directora con quien empatiza es con el marido, el manso y limitado Charles Bovary. Emma es atacada por el spleen baudeleriano; Charles ni eso se plantea. El guión ha entrado a saco en la trama y ha suprimido dos personajes de cierta relevancia: Rodolphe Boulanger, el libertino, primer amante de Emma (al que funde con el Marqués de Andervilliers) y Berthe, la hija de Emma y Charles a quien su madre no presta la menos atención y por la que no siente ningún afecto. Ciertamente, de este modo, la historia queda reducida a su mínima y directa expresión: joven con la cabeza llena de fantasías, casada con un médico raté de aldea, insatisfecha, que va buscando emociones y encadena los adulterios en busca de algo que no tiene, mientras se deja atrapar en las redes de un usurero que, al final, ocasionará su desgracia.

He visto unas declaraciones de Barthes afirmando que ha leído Madame Bovary muchas veces, que le fascina el personaje y que es bipolar como, según ella, lo es Flaubert. Su interpretación de Emma (por cierto, muy bien representada por Mia Wasikowska) es lineal, pobre, convencional y si acaso, eso, dicotómica, entre una mujer ingenua y una especie de presuntuosa despilfarradora. Que tampoco es que sea injusto con el contenido de la obra. En buena medida, Madame Bovary es también un relato moralizante con la ética burguesa al estilo de Hoggarth y los posteriores moralistas victorianos: la virtud, el vicio, el lugar de la mujer, el qué dirán, la reputación, etc. 

Pero la obra de Flaubert no es solo eso, ni muchísimo menos. Precisamente, esa supresión de los dos personajes mencionados, Boulanger y Berthe, eliminan dos facetas que componen la compleja personalidad de Emma: puede caer víctima de un superficial donjuán y carece de sentimientos maternos. Y esa es la cuestión, la clave del fracaso de esta respetable (pero inmensamente aburrida) película y, quizá de todas las versiones anteriores: Emma Bovary es un personaje literario extraordinario, con elementos quijotescos evidentes (señalados por el propio autor que decía saberse el Quijote de memoria) en sus lecturas y ensoñaciones y, como pasa con esos personajes, es un cúmulo de contradicciones, matices, negaciones y afirmaciones. No hay una Emma Bovary. Hay tantas como lectores.

Y ahí está también, quizá, la explicación del problema. Es muy difícil, probablemente imposible, como señalaba antes, querer ser fiel al relato flaubertiano y hacer una buena película porque, precisamente, la discoincidencia de lenguajes -el literario y el cinematográfico- es máxima. Un ejemplo: Flaubert nos explica cómo y cuánto se aburre Emma en la aldea; Barthes tiene que mostrárnoslo y lo que consigue es que la aburrida sea su película.

diumenge, 22 de maig del 2016

El romanticismo en conserva

El otro día llevé a mis hijos al Museo del Romanticismo, en la muy madrileña calle de San Mateo. No lo había visitado desde que lo reabrieron hace algunos años tras tenerlo cerrado durante algunos más para reformas. Vaya por delante que ha quedado estupendo, con su fachada neoclásica reluciente y un muy arreglado jardín interior puesto al gusto romántico y en el que no pudimos sentarnos porque estaba de bote en bote.

No solo ha quedado muy bien por fuera; también por dentro. Este antiguo palacio de Matallana, de mediados del XVIII, tenía experiencia acumulada en cosas de arte, cultura y exposiciones porque fue la primera sede de una Comisaría Regia (o algo así) de Turismo que autorizó Alfonso XIII por empeño del Marqués de la Vega Inclán, que fue su director y principal impulsor del turismo español. Mi desprecio por la aristocracia cortesana no me ciega al extremo de no ver que De la Vega Inclán hizo un gran trabajo en pro del turismo y del patrimonio artístico y cultural. Gracias a él fue posible la casa del Greco en Toledo, arregló la Alhambra y, en 1924 fundó el Museo Romántico (como se llamó entonces y hasta hace poco) en el mismo lugar que ocupa hoy y, además, donó numerosas piezas de su colección. Un buen y competente administrador. Seguramente por eso lo echaron cuando en 1928 se creó el Patronato Nacional de Turismo.

El museo está magníficamente montado con un doble criterio que hace la visita muy grata y llena de sorpresas. De un lado es un palacio de mediados del XIX, conservado como vivienda con todo lujo de detalle y es mucho porque mucho era el lujo en que nadaba la clase alta. Nada que ver con el país del que vivía, en el que casi el 90% de la población era analfabeta, la gente pasaba hambre, las guerras carlistas mantenían viva la llama del odio cainita y lo que quedaba en pie se lo llevaba el bandolerismo. Los salones suceden a los salones, salas, habitaciones de los más diversos usos. A todas puede asomarse el visitante: comedor, despacho, dormitorios, sala de billar, habitación de los niños, etc. Sobre esta organización, la administración ha dividido la infinidad de piezas que se muestran (pintura, grabados, cerámicas, mobiliario, armas, mapas, juguetes, alfombras, tapices, etc) en bloques temáticos: la época, la vida social, el universo masculino, el femenino, la infancia y la familia, el artista y el genio, amor y muerte, constumbrismo, orientalismo y paisaje y la religión. El resultado de la mezcla es felicísimo, convierte la visita en un paseo didáctico sumamente instructivo y muy bien presentado, con criterio científico.

Se agradece ese espíritu, aunque arramble con alguna telaraña del pasado. El día, anterior, hablando de Mariano José de Larra, dije a mis hijos que los llevaría a ver la pistola con que este se suicidó, que estaba en el Museo Romántico. Así desperté su interés. Pero resulta que el nuevo espíritu del Museo ya no admite rumores ni imprecisiones. En una vitrina se muestran, sí, dos pistolas de duelo, pero nada se dice de que una de ellas fuera con la que se suicidara Larra al más puro estilo romántico a causa de su amor por Dolores Armijo. Hechas las correspondientes pesquisas, un funcionario nos informó de que, en efecto, las dos pistolas eran donación de la familia de Larra, pero no hay constancia fechaciente de que con una de ellas pusiera fin a sus día el bueno de Fígaro, de quien, por cierto, era gran admirador mi bisabuelo, Emilio Cotarelo, quien editó unos artículos inéditos de Larra bajo el título de Postfígaro.La ciencia, de la que Palinuro es firme defensor, ilumina el presente, aunque hace polvo las ilusiones en que se refugia el pasado.


Esto de la lucha de la ciencia contra las brumas de la superstición y las cómodas leyendas del pasado, aparece aquí de refilón de nuevo.  En otro lugar del museo se exhiben dos litografías de José Ribelles que representan al gran actor del primeros del XIX, Isidoro Maíquez, sobre quién ese mismo Emilio Cotarelo escribió una excelente biografía que se ha reeditado hace unos años, así como otra de la espléndida y malograda actriz Maria Ladvenant. Una de las litografías muestra a Maíquez en el papel de Otelo y la otra en el de Óscar de la obra de un francés, traducida por Nicasio Gallego, Óscar, hijo de Osián. La manía del "osianismo" había llegado a España. Hoy nadie se acuerda de él y, sin embargo, está en la base de mucha imaginación popular-nacionalista del XIX y, desde luego, impregna buena parte del espíritu romántico. Goethe, que había traducido los poemas de Macpherson, tragándose íntegra la leyenda medio folklore medio impostura, tiene a Werther leyendo todo el rato el Fingal.

La pintura no es gran cosa, pero están representados todos los pintores románticos, Gutiérrez de la Vega, Esquivel, Casado del Alisal, Federico Madrazo y Kuntz y, por supuesto, los "goyescos" Eugenio Lucas Velázquez y Vicente López. Probablemente el 90% de los cuadros sean retratos: de Isabel II varios, uno de Fernando VII y mucha nobleza y clase burguesa. Un retrato de San Gregorio, de Goya y algunos paisajes urbanos de Jenaro Pérez Villaamil que siempre me ha gustado bastante. Varios lienzos y dibujos de un artista muy seguido en la época, Leonardo Alenza, con una veta caricaturesca aguzadísima. Su obra seria apenas se mira, pero su sátiras antirrománticas se reproducen con frecuencia, casi como obra anónima, cuando no lo es. Dos fotografías de mediados de siglo de Isabel II y su marido, Francisco de Asís, obra del fotógrafo de la corte isabelina, el francés Jean Laurent, son muy curiosas de ver.

Lo extranjero pide capítulo aparte. Una proporción altísima del exquisito mobiliario (casi todo él estilo Imperio) es de fabricación catalana o de otros países europeos. Los instrumentos musicales, pianos, arpas, etc, ni que decir tiene, también extranjeros. Este páramo de habilidad y creatividad que es España ya lo era en el XIX. Solo lo más rústico es español. Y lo extranjero compite con lo propio hasta lo más castizo: los abanicos franceses nada tienen que envidiar a los españoles. 

Merece la pena pasar un par de horas en esta casa-museo. Se siente uno de otra época.

dijous, 19 de maig del 2016

Aquel simpático modernismo

El otro día, yendo a unos asuntos en Barcelona, cosa que últimamente nos pasa con frecuencia, pues casi vivimos más allí que en Madrid, topamos con este Museo del modernismo que no conocía. Pasábamos por la calle Balmes, camino de la Rambla de Catalunya y pensé hacer una foto a un edificio modernista que me llamó la atención. Era obra del arquitecto Enric Sagnier y alberga el tal museo. O sea, modernismo por fuera y por dentro. Sacamos tiempo de donde no lo había y lo recorrimos entero. No es muy grande, pero tiene gran abundancia de piezas de diversas artes, pintura, escultura, vitrales y, sobre todo, mobiliario. Además había una exposición temporal dedicada a Ramon Casas, de cuyo nacimiento se celebra el sesquicentenario este año. Ramon Casas, mi tocayo Casas, a quien tengo en altísima estima no solo como pintor, sino también como persona por aquel espíritu inquieto, atrevido y rebosante de curiosidad que lo llevó a interesarse por todas las facetas de la vida en el agitado periodo de la suya, desde los conflictos sociales y las ejecuciones públicas a la intimidad de la familia burguesa, desde el costumbrismo a los retratos de intelectuales, desde la tauromaquia y la gitanería a los desnudos y la agitada vida moderna con sus trepidantes cacharros. Siempre que puedo, me acerco a verlo en Els Quatre Gats montado en su tándem, fumando un habano en una pipa que parece una locomotora..

Más que un museo, este espacio es un templo, producto de la vocación y la tenacidad de una pareja de anticuarios barceloneses.   En el último tercio del siglo pasado, el matrimonio de Fernando Pinós y María Guirao decidió reivindicar esta forma artística y darle el lugar que le correspondía. Es pues, una aventura privada y a fe que consiguieron su objetivo: un lugar de culto del modernismo catalán. El museo abrió sus puertas en 2010 y a mi juicio debiera estar en todas las visitas turísticas de la ciudad. 

La colección permanente se compone de pintura, vitrales, escultura y mobiliario. En la pintura reina  Ramon Casas, con óleos y algunos preciosos dibujos.Pero también alguna pieza de Anglada Camarasa y una muy curiosa de Cusachs i Cusachs, un hombre que llegó a ser muy familiar en la España finisecular porque decoraba las cajas de cerillas casi siempre con motivos militares, como este óleo del museo, que representa un oficial de coraceros. Lo cual nos lleva a recordar que parte importante del modernismo se hizo en la cartelería y en la cartelería comercial. Casas, por ejemplo, pintaba unos curiosos carteles anunciando el anís Del Mono. Un par de obras de Joaquim Mir, un Rusiñol y dos paisajes de Modest Urgell, típicos en su melancolía. 

Los vitrales, un género característico del modernismo que los había llevado de las iglesias y los edificios oficiales a las casas familiares de una próspera burguesía. No son abundantes, apenas media docena, pero son una valiosa representación con motivos sacros y florales, uno de ellos también de Mir.

El peso de la colección recae en los muebles. Una gran cantidad de piezas procedentes de Joan Busquets y de su famoso taller de ebanistería, especializado en modernismo. Muebles elegantes, caprichosos, de maderas nobles, sobre todo caoba, ébano, pero también roble, haya, muchas veces taraceadas, con incrustaciones o tallas de metales preciosos, una gran colección de bargueños, aquí llamados arquetas, espejos con marquetería, mesas, armarios, sofás, biombos, sillas todas ellas con fantasías, muchas veces casi productos de orfebrería. Junto a los trabajos de Busquets, una colección de piezas, sillas, sillones, peanas, etc., de Antoni Gaudí que, además de arquitecto, era maestro en muchas otras artes, ceramista, ebanista, vitralista. Las piezas proceden de dos de sus obras más emblemáticas en Barcelona, las casas Batlló y Calvet, y cada una de ellas muestra el genio de este genio único y sorprende por su audacia e inspiración.

La escultura, siendo muy abundante, muestra menos variedad, aunque es digna de contemplación porque forma parte importante de la decoración de cualquier casa modernista. Abundan sobremanera los bustos de terracota de Lambert Escaler Milà, un par de piezas de Pablo Gargallo y unas figuras muy representativas y muy típicas de las formas y volúmenes modernistas de Josep Llimona en mármol.

El modernismo catalán es un  arte rabiosamente burgués, de interiores, de vida familiar, motivos cotidianos, pero también con proyecciones alegóricas entre el misticismo y lo floral, siempre ponderado, puramente ornamental, nunca sobrecargado y con una armonía y voluptuosidad de líneas, sobre todo en mobiliario que pocos años después serían regimentados por el racionalismo del art déco.

diumenge, 15 de maig del 2016

Raíces y afectos

Simpática película de Icíar Bollain, una especie de comedia con toques de sentimentalismo. De la historia de un olivo al que desarraigan y el efecto que ello ha producido en su abuelo, según la protagonista, Alma, sale una película ágil, entretenida y muy del momento en el uso de las tecnologías. Empezando por la posibilidad de desarraigar olivos milenarios mediante las excavadoras sin hacerles daño y siguiendo por el original empleo de las tecnologías de la comunicación para desarrollar el relato. La incorporación de las pantallitas de los móviles a la gran pantalla del cine es un acierto y una originalidad de la directora.

La situación de una relación especial entre el abuelo y el nieto es muy socorrida y está muy vista en el cine. Pero lo está precisamente porque tiene mucha fuerza evocadora. Más vista está la situación en la que un chico y una chica se enamoran y sigue apareciendo en casi todas las películas hasta la fecha y seguirá haciéndolo hasta el fin de los tiempos. Es la fuerza que tienen los afectos humanos. En este caso hay elementos singulares al plantearse una relación metafísica entre el árbol y el viejo y permitir la exposición de un personaje femenino protagonista muy logrado. 

El relato se estructura en torno a la peripecia de Alma y su intento de recuperar a su abuelo a base de ir en busca del olivo trasplantado, pero, a su través, se plantea un juicio crítico sobre el tiempo presente, las relaciones familiares y, en especial, las consecuencias de la crisis. Igualmente lo hay sobre las prácticas embusteras de las grandes empresas depredadoras del medio ambiente, cosa que ocultan a base de hacer propaganda sobre su actividad ecológica. Esta denuncia del capitalismo más destructivo,  enhebrada como al desgaire en el cuerpo de otra historia de mayores dimensiones es, sin embargo, tan eficaz como si el objetivo de la película fuera precisamente ese. La denuncia como elemento colateral al relato es un acierto.

divendres, 13 de maig del 2016

Hollywood sobre Hollywood

Dadas mis opiniones políticas y mis gustos literarios y artísticos en general, una película del Hollywood liberal sobre el caso de Dalton Trumbo y los diez de Hollywood tenía que gustarme. Y me gustó. ¿Cómo no iba a gustarme una peli que pone verdes a los macartistas, al Comité de Actividades Antiamericanas (que, por cierto, no eran lo mismo, aunque mucha gente crea que sí), la caza de brujas, la histeria anticomunista de los Estados Unidos durante la guerra fría y el siniestro episodio que aquí se relata? Me gustó, claro que me gustó, y hasta me emocionó. Crecí leyendo las novelas de Alvah Bessie, de Howard Fast y de Dashiel Hammett entre otros y el teatro de su mujer, Lilian Hellman y admirando la obra de Dalton Trumbo; vi varias veces Espartaco y siempre me sentí cómplice de Charlot, Jules Dassin, Joseph Losey y otros represaliados por el anticomunismo gringo de aquellos años. 

Tenía que gustarme y me gustó una película de esas que llaman biopics, sobre la vida de Dalton Trumbo, el más conocido, más significado y más genial de los llamados "diez de Hollywood", los diez primeros nombres de guionistas y otras gentes de Hollywood, acusadas de pertenecer al Partido Comunista de los Estados Unidos en 1947, al comienzo de la guerra fría. Es histórico que los diez se negaron a declarar invocando la primera enmienda de la Constitución de los EEUU. Como estaba previsto, todos fueron condenados por desacato al tribunal. Su cálculo era apelar al Tribunal Supremo sabiendo que este casaría la sentencia porque tenía una mayoría de magistrados "liberales" (esto es, de izquierda), pero el cálculo falló cuando uno de estos falleció. Por tanto, cumplieron la sentencia y no solo la sentencia. A su salida de la cárcel en aquel clima paranoico de caza de brujas, se encontraron todos sometidos a persecución laboral, excluidos de trabajar para productores de Hollywood merced a la lista negra. Tuvieron que dejar sus empleos, sus familias, en ocasiones trabajar clandestinamente. Trumbo escribió el guión de Vacaciones en Roma, el exitazo de 1953 dirigido por William Wyler, con Audrey Hepburn y Gregory Peck que tuvo tres óscars. Uno de ellos al mejor guión, pero no pudo recogerlo porque este lo había firmado su amigo McLellan Hunter ya que él no podía firmar con su nombre. 

Esta situación comenzó a cambiar cuando, por fin, Kirk Douglas se atrevió a contratar como guionista a Trumbo con su verdadero nombre en 1960 para rodar Espartaco, otro exitazo con óscars sobre una novela de Howard Fast y quedó definitivamente atrás cuando lo mismo hizo Otto Preminger para el rodaje de Exodus, con la novela de Leon Uris. La lista negra perdió garra, Hoollywood acabó reconociendo el mérito y la lucha de Trumbo y él y sus amigos comunistas quedaron rehabilitados a fines de los años sesenta y primeros de los setenta.

¿Cómo no iba a gustarme una película que denuncia tan sórdida injusticia, aquellos años de censura y persecución y la lucha de unas personas dignas que mantienen esa dignidad cuando los demás claudican o incluso denuncian a sus compañeros, como hicieron Edward G. Robinson o Robert Taylor, quien colaboró con el Comité de Actividades Antiamericanas? ¿Cómo cuando, además, se habla, casi como de una metáfora de otras obras, por ejemplo el  Espartaco de Howard Fast, que simboliza y simbolizará siempre la rebelión contra la injusticia y la tiranía? 

Por supuesto, tenía que gustarme. Y así fue. 

Dicho todo lo cual, vamos ahora a la parte crítica. Trumbo no es una gran obra desde el punto de vista formal; es desigual y, a veces, convencional, con toques melodramáticos. Los actores están muy bien, sobre todo Brian Cranston (Trumbo) y la veterana Helen Mirren que representa a la odiosa Hedda Hopper, la periodista instigadora de la campaña anticomunista, pero, en conjunto, la historia y, sobre todo, el guión, se hacen confusos y pesados. No obstante, sin duda, el film tiene una categoría decente.

El problema más grave está en el planteamiento y en la forma de tratar uno de los más complejos asuntos de la guerra fría, simplificándola como una historia de buenos y malos donde, además, los buenos triunfan al final y este se convierte en un relato edulcorado a mayor gloria de Hollywood como el centro del espíritu crítico de una época. Y, no; no fue así ni tan simple, ni Hollywood quedó tan bien parado.

La historia de Trumbo se concentra en los "diez de Hollywood" y hace bien. Pero el macartismo y la persecución afectó a más de trescientas personas (actores, guionistas, directores, etc), muchos de los cuales hubieron de emigrar cuando los grandes productores les negaron trabajo y bastantes otros fueron a parar a la cárcel, como Dashiel Hammett, quien ya no volvió a escribir hasta su muerte. La historia del macartismo no se resolvió tan felizmente como se insinúa en Trumbo y siguió funcionando hasta la definitiva supresión del Comite del Congreso hacia 1975. Para entonces había habido historias mucho más siniestras que dieron lugar a fuertes polémicas públicas y casos más trágicos, como el que afectó a funcionarios del gobierno federal, como Alger Hiss, preso por comunista bajo la acusación de Whitaker Chambers (otro acusado de comunismo que denunció compañeros para salvarse él mismo) o los esposos Ethel y Julius Rosenberg, él un científico de origen judío, acusados de espionaje a favor de la Unión Soviética, ejecutados en la silla eléctrica en 1953 en medio de una enorme campaña mundial para conseguir su liberación.

Y todavía queda un aspecto aun más complejo desde un punto de vista ético. Por supuesto, la histeria anticomunista en los Estados Unidos a raíz de la guerra fría fue un disparate que llegó a momentos caricaturescos en los años setenta, al final. El Comité era ya algo ridículo, como se encargaron de subrayar los hippies más conocidos, llamados a declarar, Jerry Rubin o Abbie Hofman, que se presentaron disfrazados de tipos pintorescos, como Superman. Pero debe recordarse algo: la persecución a los comunistas y allegados en aquellos años era antidemocrática y violaba las grands tradiciones liberales y constitucionales de los Estados Unidos, sin duda. De hecho, muchos de los acusados, se negaron a declarar invocando no la primera, sino la quinta enmienda de la Constitución, la que reconoce el derecho de la gente a no declarar en contra de sus intereses.

Conviene, sin embargo, recordar algo: la Unión Soviética de aquellos años era un país totalitario y una dictadura del partido comunista en el que era impensable un grado de libertad lejanamente comparable al que había en los Estados Unidos, con o sin macartismo. Ya hubieran querido los ciudadanos soviéticos tener los derechos que tenían los de los EEUU. Y, sin embargo, gracias a la inmensa capacidad de manipulación y propaganda de los comunistas, el mundo ha vivido y sigue viviendo en la memoria aquellos años como un período negro y vergonzoso en la historia los States. Cierto que lo fueron. Pero ¿qué decir de la Unión Soviética de esa misma época, en donde se organizaban las campañas de propaganda en contra de norteamérica mediante los partidos comunistas legales en todos los países capitalistas y que actuaban en realidad como quintas columnas soviéticas?  Esa perspectiva está ausente en la película. Trumbo es un comunista idealista, movido por su amor a la humanidad, pero jamás se inquiere qué pensaba de la URSS que había firmado el pacto germánico soviético con los nazis.

Y todavía más: la cuestión de la verdad y la culpabilidad. Hiss negó siempre haber sido miembro del Partido Comunista, pero los estudios posteriores, tras la caída del comunismo en 1991 y la apertura de los archivos soviéticos a la investigación demuestran que sí lo fue y que trabajaba para los rusos. Igual que los Rosenberg. Según parece, Ethel era inocente y su ajusticiamiento fue una injusticia. Pero Julius sí era un espía, uno de los que contribuyó a que la URSS se hiciera con la bomba atómica. Esto estará mejor o peor y cada cual dirá lo que quiera, pero cambia radicalmente la imagen de Rosenberg que, de héroe y víctima de la persecución, pasa a ser un delincuente, mejor o peor tratado.

Y es que, si la persecución anticomunista en los países capitalistas en la guerra fría fue generalizada y probablemente injusta en Europa continental porque tuvo un carácter ideológico, en los países anglosajones, singularmente el Reino Unido y los EEUU, tuvo otros rasgos. Por las razones que fueran y no hacen aquí al caso (pero son consistentes) en efecto, la militancia comunista tenía una relación directa con los servicios secretos sovieticos. Los llamados cinco de Cambridge (Philby, MacLean, Burguess, Blunt y Cairncross) eran altos funcionarios británicos de los servicios secretos que, siendo miembros del partido comunista, eran también espías de la URSS. Algunos de ellos están enterrados en Moscú como agentes soviéticos reconocidos. Y algo parecido había pasado en los Estados Unidos, incluso dentro del FBI, en el que, demostrado está, se habían infiltrado espías soviéticos que eran ciudadanos estadounidenses comunistas. De hecho, los británicos agentes rusos formaban un sector aislado hasta del propio Partido Comunista de Gran Bretaña, en relación directa con las autoridades soviéticas. En consecuencia, Sartre hizo bien en ridiculizar la histeria anticomunista en Francia en su famosa obra Nekrasov, pero en el caso del Reino Unido y los Estados Unidos (en donde había mucho que espiar) esa histeria, esa paranoia, tenían una base real.

Es el trasfondo histórico real de la película. Por supuesto no afecta a los méritos de Trumbo, pero su mención es obligada a los efectos de situarla en su debido contexto y de no dejarse llevar por el carácter elemental de una película de buenos y malos en la que al final triunfan los buenos gracias a la fuerza redentora de Hollywood.  

dimarts, 10 de maig del 2016

La tragedia de la ausencia

La última película de Almodóvar es testimonio del avance del director en su proceso de maduración, desde los tonos alegres, chispeantes del comienzo a los temas más densos posteriores y esta última obra que tiene una dimensión trascendental. Es desigual, pero no porque el relato tenga altibajos sino porque hay fricciones entre los diversos planos en que es necesario analizar el film en su conjunto. Y son varios:

En primer lugar, la historia es un hallazgo, una joya, unos relatos de la premio nobel Alice Munro comprendidos en su libro Escapada, muy en especial, Silencio. Tras un retiro de seis meses en un centro de equilibrio espiritual, la joven Antia Feijóo (Penélope en el relato de Munro) desaparece sin dejar rastro, corta en silencio con su madre quien, al ir a buscarla, se entera por la encargada del lugar de que es inútil que intente encontrarla y que tendrá que hacerse a la idea de que no volverá hasta que ella quiera. Se ha marchado sin dejar pista alguna en busca de un reparo espiritual que necesitaba y del que su madre no tenía noticia. Pasarán los años. Julieta no comprende qué es lo que ha motivado la ausencia de Antia, pero esta le destroza la vida, porque no tiene modo de encontrarla, si bien su hija sí sigue sus pasos, aunque de eso solo nos enteraremos avanzada la trama.

En las relaciones afectivas, ya se sabe, toda separación, toda ruptura, es dolorosa, pero el tiempo mitiga el sufrimiento o incluso lo hace desaparecer. Cuando las relaciones son de padres e hijos el asunto es mucho más arduo por aquello que, para ilustrar algo difícil, sino imposible de entender, los poetas griegos llamaban "el vínculo de sangre". La madre abandonada recupera su vida, pero bajo la forma de una muerte prolongada, una privación, un desgarro que no consigue superar ni siquiera cambiando todas sus circunstancias existenciales, como hace Julieta. Volviendo al mundo clásico, que es fundamental a lo largo del relato de Munro pero solo se apunta de pasada en la película de Almodóvar, esa búsqueda de Antia por Julieta reproduce la de Perséfone por Démeter. Incluso el tiempo del retiro previo al abandono, coincide con el mito. ¿Y qué pasaría si una vez, Perséfone no regresara? Démeter recorrería la tierra presa de un sufrimiento profundo, como ya hizo la primera vez del secuestro de su hija, cuando buscó el amparo del padre de los dioses. Con un horrible agravante: Antia/Penélope ha desaparecido voluntariamente, a fin de castigar a su madre con su ausencia y su silencio. El silencio del título de la obra que en Munro es una condición que afecta a las dos mujeres.

En algún lugar he leído unas declaraciones de Almodóvar diciendo que nunca había rodado tanto dolor. Es lo que su gran penetración le hizo ver en este relato que ha respetado a medias en su obra. Lo cual tampoco es reprochable, fuera del escamoteo de la perspectiva clásica que es esencial para entender la dimensión trágica del relato de Munro. Y, por cierto, se nota bastante en el modo en que Almodóvar resuelve la trama al final, de la que no hablaré aquí por lo de no reventar tramas, pero que no coincide con el de la obra escrita. Mal hecho. Se quiera o no, los finales vuelven luego sobre las obras y las tiñen con un color y un sentido que nos permiten encontrar el sentido profundo muchas veces no a los acontecimientos en sí mismos sino a la forma de narrarlos. No en balde el ser humano es un ser teleológico.

En segundo lugar, el guión o, mejor dicho, el desastre del guión. Tengo entendido que Almodóvar, un enamorado de Munro, pensó rodarlo primeramente en Vancuver, Canadá, en donde transcurre; luego en Nueva York y, finalmente, abandonó por las dificultades de todo tipo y, tras dejarlo dormir un par de años lo ambientó en España. Es la tercera vez que el director traslada a España tramas literarias de otros países, la segunda también historia de Munro, y las tres veces, a mi juicio, le sucede lo mismo, en esta con particular visibilidad.  Multitud de detalles hace que la historia pierda verosimilitud y acabe pareciendo una especie de pegote. Por supuesto, interesado en la dimensión literaria de la narración (por mucho que el manchego abomine de la literatura, su cine es muy literario y está plagado de referencias literarias) no da mucha importancia al realismo del relato. Sin duda, la narración está impregnada de realismo, casi con un realismo obsesivo, como el de la pintura de Lucien Freud, uno de cuyos retratos (aunque no sé si es un autorretrato) nos mirá desde un plano de fugaz pasada. Doy fe. Los planos en que se nos presenta a Julieta ejerciendo como profesora se rodaron en el Colegio Estudio, al que van nuestros hijos y muestran sus inconfundibles forjados amarillos sobre el gris del hormigón.

Pero, en conjunto, la credibilidad de los elementos materiales flaquea: nadie puede vivir al nivel de Julieta de suplencias ocasionales en colegios y, por supuesto, muchísimo menos corrigiendo pruebas de imprenta. Cualquiera que sepa algo de editoriales sabe que ya prácticamente no hay correctores externos pues suelen servir para eso los propios autores, traductores, etc. Una pista de las dificultades de adaptación: en el relato de Munro Julieta, que sigue su carrera, encuentra un espléndido empleo como presentadora de un programa de televisión. Eso está fuera de toda posibilidad en España. Y la figura de Xoan, el marido de Julieta, cuya inesperada muerte desata la tragedia, el equivalente del Eric del relato de Munro, es de todo punto inverosímil. Un joven pescador de bajura con una lancha que vive en una casa casi señorial hace que el relato parezca ilusorio. Es el problema de todas estas adaptaciones de obras extranjeras, es decir, que hay un fuerte rechazo cultural, perceptible en detalles aparentemente nimios pero que no lo son. Toda la historia del comienzo de la relación entre Antia y Bea es confuso e irreal y, sobre todo, distrae del hecho crucial de que Antia no parezca haberse sentido afectada por la muerte de su padre.

El conjunto sin embargo hace hincapié en temas almodovarianos y ahí si que el maestro muestra todos sus recursos y su infinita capacidad para desentrañar las relaciones de la mujeres en este mundo en el que no acaban de encontrar su sitio. Hay una dimensión también trágica en la forma en que las mujeres aparecen relacionadas con la muerte de los hombres y culpabilizándose por ellas. Julieta es una historia de depresión y autoculpabilidad que no puede resolverse porque la causa está fuera de su alcance. Y sus relaciones con los hombres vivos tienden a romperse con facilidad. Los frecuentes anacronismos nos permiten una comparación entre la parte externa de las dos actrices, Emma Suárez y Adriana Ugarte, ambas extraordinarias, pero no en la interna, que parece rota por una solución de continuidad que se resuelve en esa magistral escena que aparece reproducida en el cartel de anuncio con el importante cambio de que quien levanta la toalla para que veamos cómo Ugarte se ha convertido en Suárez, obviamente, no puede ser la primera. Pero ni así hay una traslatio personae de la Julieta joven a la madura. Son dos distintas. Cada una de ellas llena todo el escenario, toda la historia en la que los hombres se limitan a su función de zánganos, pero siempre son dos. El tiempo del silencio va pasando, y no hay modo de encontrar en la Julieta de lo cuarenta años a la de los veinte. Es una película triste.

Y rodada con absoluta, apabullante maestría. Quien llegue, se siente, mire, se pierda en el guión y acabe por no saber de qué va aquello, a pesar de todo, no se sentirá defraudado. El relato cinematográfico es realmente bello y todo lo que capta la cámara y también el micrófono, con deliberados décalages temporales a veces fluye como si fuera el curso de la existencia, un caleidoscopio de formas que suspenden, maravillan y dejan pasar el tiempo sin sentirlo. La película es sobre el silencio, sobre la imposibilidad de comunicarse y entenderse entre gentes que se quieren y que rompen la comunicación como un intento de destrucción y de autodestrucción. 

Me he dejado muchas consideraciones en el teclado, pero eso es buena señal.