El caminante fue acumulando recuerdos a lo largo de la jornada. Memorias fugaces. Instantes alegres, tristes, intensos. Impresiones que se repetían. Reconstrucciones caprichosas. Reinterpretaciones. Tesoros guardados celosamente. Un pasado fragmentario. No se detenía en nada, pero lo iba archivando todo según llegaba. Todo lo metía en un cajón de cualquier forma, corriendo el riesgo de que cada adición cayera como un ladrillo en el mullido colchón que formaban los demás y lo alterara. No le importaba. Seguía caminando, recibiendo imágenes del pasado de la más variada condición. Una sonrisa, el frenazo de un coche, el cielo estrellado, la halitosis del vecino, la música en el ascensor, la mirada de un hijo, unos ladridos en la noche, la moral del caballero, los precios en el escaparate, un deseo de niño, la imagen de un Papa en la televisión, la caricia del amante, una guerra lejana, la muerte de un divo, el ceño del padre, una larga conversación sobre la “cristalización” de Stendhal, un error de juicio, el cuento de la abuela, las alforjas esas de las que salen los recuerdos, una pelea a gritos en un bar, un examen difícil, la visita al manicomio, el infinito del universo o su finitud, la zancadilla del colega, las consecuencias de los actos, Dios de la mano de todos los dioses, una ruindad imperdonable, el sistema binario, quintaesencia del ser humano. Y así siguió hasta que, rendido, se detuvo a dormir.
Se sentó al pie de un árbol y cerró los ojos. Buscó el cajón. No lo halló. Se levantó una noche insondable. Nada de lo vivido, nada de lo revivido volvía. Nada puede volver. ¿Para qué? Nada puede cambiarse. Lo que fue sigue actuando, sigue llegando. Pero no como ello mismo sino como sus consecuencias. Las consecuencias son la morrena que engulle el presente. Las memorias son despojos, jirones, pecios inseguros sobre esa masa en movimiento quieto que es el yo. Sirven para hacernos creer que entre ellas y nosotros hay algún lazo de unión y así nos olvidemos de lo que somos, pero solo el tiempo que tardan en volver a sumergirse. Mejor dicho, de lo que suponemos que somos. Porque ser, lo que se dice ser, no somos nada. Si acaso un desorden que llama orden al caos.
La oscuridad era tal que no había diferencia entre mantener los ojos abiertos o cerrados. La mirada interior, esa es la que cuenta. La que atisba en los vericuetos de lo que llevamos dentro. Y ¿qué llevamos dentro? Sentimientos, solo sentimientos. Todo se hace sentimiento. La razón misma es sentimiento, bastante primitivo por cierto. Sentimientos que prenden en algún lugar indefinido pero se definen con palabras: tristeza, furia, sufrimiento, orgullo, alegría, venganza, arrepentimiento, generosidad, angustia, culpabilidad, nostalgia, amor, odio; la paleta entera de los estados de ánimo, de espíritu, del alma incomprensible. Son los sentimientos los que definen los caracteres desde Teofastro hasta C. G. Jung.
Levantándose con la del alba, el caminante llena sus pulmones con el aire fresco y, haciendo bocina con las manos grita al mundo ¡lo siento! Es como si se hiciera el harakiri y quisiera fundirse con todo lo que fue. Y desaparecer.
Luego, se echa el morral al hombro y sigue su camino. Pero ya es otro. Como Rimbaud.
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