dijous, 28 de març del 2013

El lenguaje del adversario.

Cuando el ministro Gallardón amenazaba con restringir el derecho al aborto hasta hacerlo desaparecer se embarcó un par de veces en unas prolijas argumentaciones de las que no se entendía nada salvo cuando el orador hablaba de la violencia estructural sobre las mujeres. De igual modo, cuando el ministro de Educación abre (más) la bolsa del Estado a favor de los colegios que segregan por sexo, sostiene que la "diferenciación" no implica discriminación, forzando para ello el sentido de una disposición de la UNESCO. Asimismo, cuando Esperanza Aguirre quiere elogiar al PP, dice que es el verdadero partido de la innovación, el partido de la revolución. Y cuando se trata de privatizar servicios sanitarios, se dice que el objetivo es mejorar la libertad de eleccion del usuario al que en realidad se ve más como cliente.

La violencia estructural, la no discriminación, la innovación y hasta la revolución así como la libertad son términos de la izquierda, términos de los que se apropia la derecha para conseguir esa curiosa hegemonía que el pensamiento neoliberal viene teniendo en los últimos tiempos. Se expresa en terminología progresista (con lo que, es claro, pretende dejar al progresismo sin discurso) pero su finalidad es netamente reaccionaria. Un ejemplo histórico: aquellos padres que reclamaban el derecho a la objeción de conciencia frente a la asignatura de Educación para la Ciudadanía. La objeción de conciencia, otra práctica típica del repertorio progresista.

La izquierda se ve obligada a compartir parte de su vocabulario con la derecha. Es algo que esta hace con frecuencia. Nazi era apócope de Nacionalsocialista y los falangistas españoles decían ser nacionalsindicalistas porque aquí el sindicalismo privaba. Esto sitúa al progresismo en una posición incómoda, pues se ve obligado a explicar por qué su concepción de la violencia estructural o la no discriminación es distinta de la derecha que no pasa de ser una parodia.

En el extremo se encuentra esa recomendación del gobernador del Banco de España al ministro de Economía de nacionalizar Bankia. Pero lo suyo ¿no era privatizar? No siempre, según se ve. A veces hay que nacionalizar. Eso que la izquierda siempre quiere hacer. Nacionalizar, ¿qué? Por supuesto, las pérdidas. Son los beneficios los que se privatizan. La fórmula es perversa, pero inevitable en un mercado libre que solo deja de serlo cuando interesa al capital. Un ejemplo de manual de cómo se emplea un término para desnaturalizarlo. Luego queda, además, la evidencia de que Bankia es, en realidad, el grueso de la crisis española, la razón de su particular virulencia. Porque el asunto es bien sencillo: hay ahí unos 30.000 millones de euros que parecen haberse volatilizado de la noche a la mañana. Es preciso averiguar su destino, incluso si se han distribuido en forma de sobres por vaya usted a saber dónde.

El uso torticero de los términos trata de encubrir verdaderos atentados al interés general en beneficio de intereses privados que es la razón de ser de la hegemonía neoliberal, una hegemonía explicable en términos de sus artificios discursivos. La misma Aguirre que sostiene que el cristianismo ha traído la libertad a Occidente, considera la libertad como libertad de mercado y tilda a Franco de socialista.

Esto explica por qué la izquierda  encuentra tantas dificultades para explicar su posición. Sobre todo la izquierda que ha aceptado algunos postulados neoliberales, como la productividad, la competitividad y ha sometido los suyos a criterios mercantiles.