Los intelectuales tienen vocación de sepultureros. Apenas se los deja a sus anchas en los campos que cada uno prefiere cultivar por razones vocacionales cuando empiezan a tocar a difuntos. Hegel decretó la muerte del arte; Nietzsche la de Dios; Adorno, en cierto modo, la de la poesía; los posmodernos la de la filosofía; y ni cuento los autores que han dado por difunta a la novela; era cuestión de (poco) tiempo para que la campana tañera por la ciencia política. Tiene su punto de hybris esto de decretar la muerte de algo inmortal. Sobre todo cuando esa muerte que proponen los intelectuales suele ser el prolegómeno de un renacimiento glorioso y ello no solamente porque la descarnada tenga condiciones demiúrgicas ya que Saramago le atribuye nada menos que haber creado a Dios, sino porque los intelectuales viven en mundos mitológicos en los que la muerte es únicamente la antesala de la nueva vida. La muerte de su objeto es como la de Osiris, el preludio de su renacimiento. No estoy muy seguro en el caso de Adorno pero sí, desde luego, en el de Hegel, los posmodernos y hasta el propio Nietszche. Es el momento de recordar la conocida y lapidaria sentencia de Oscar Wilde en la cárcel de Reading: "Todo el mundo mata lo que ama".
César Cansino es un reputado politólogo mexicano con importante obra en el campo de la teoría política y este libro (César Cansino, La muerte de la ciencia política. Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 2008, 348 págs.) en el que se repasa el estado actual de la ciencia política con especial hincapié en el de la teoría política en su increíble madeja de disputas, así lo prueba. En este terreno de las defunciones de actividades, géneros, estilos, artes, la muerte de la ciencia política se entiende como parte singular de una muerte colectiva de las ciencias sociales a las que les ocurre como a los seguidores de esas sectas suicidas, que mueren todos de golpe. El propio Cansino pone varias veces de manifiesto que los problemas de la ciencia política para legitimarse científicamente son los del conjunto de las ciencias sociales. Tiene sin embargo esta ciencia una facies cadaverica más acusada y no solamente porque siendo la más reciente, la última llegada, cuente con menos defensas sino porque en ella la maldición esencial de todas las ciencias sociales, la que las condena a tener una condición científica (en el sentido de las ciencias experimentales) problemática, esto es, la coincidencia del objeto de conocimiento con el sujeto cognoscente adquiere su forma más descarnada y brutal por cuanto un porcentaje altísimo de lo que pasa por ciencia política en el mundo es opinión interesada y entra más en el campo de la propaganda, cosa que sucede menos (aunque siempre suceda) con otras ciencias sociales. Para sortear tan incómoda posición de no alcanzar pleno estatuto científico en una época de monopolio experimental de la legitimidad del conocimiento, los filósofos, sobre todo los neokantianos, hicieron la tradicional distinción entre ciencias del espíritu y ciencias de la naturaleza a fin de reservarse un lugar al sol. Lo cual no obsta para que los de la naturaleza sigan preguntando qué ciencias son esas del espíritu. Y éstas se ven obligadas a intentar justificarse perennemente ante el escueto tribunal de la razón experimental con lo cual lo ùnico que suelen conseguir, paradójicamente, es que la casi totalidad de su cuerpo de conocimiento sean cuestiones metodológicas sobre las que, para variar, suele no haber acuerdo. Dentro de este ebullente mundo de querellas epistemológicas la ciencia política tiene una condición especialísima por ocuparse de un objeto, la política, cuyo estatuto cognitivo es mirífico. Muchos de quienes cultivan la práctica política, la conciben como un arte; otros, como una ciencia. Que algo pueda ser arte y ciencia al mismo tiempo, que son actividades que requieren facultades mentales opuestas demuestra que ese algo, aunque no se sepa bien qué es, es extraordinario. La negación de la condición científica de la ciencia política coexiste con la afirmación aristotélica de que la política es la ciencia más noble que hay por razón de lo que se ocupa. Entre la nada y el todo, el cero y el infinito, muchas veces la política y la ciencia política se volatilizan. Y Aristóteles mantiene cierta autoridad. En unos terrenos más que en otros. Sus ideas sobre la esclavitud o sobre las mujeres no son hoy sostenibles; en cambio, su clasificación de las formas de gobierno sigue siendo válida. El cometido de la ciencia política es casi milagroso por cuanto se espera que dé cuenta del comportamiento de un objeto, el ser humano, cuya característica esencial en este terreno cognitivo es que miente y no solamente que miente sino que, para complicar las cosas, se miente a sí mismo. Recuérdese que Maquiavelo recomienda al príncipe, entre otras lindezas, que mienta para conquistar el poder o mantenerlo. Y precisamente por hacer esta recomendación de valerse de la mentira para prevalecer Maquiavelo ostenta el título de padre de la ciencia política, sin duda como ciencia de la mentira. Pero ¿puede haber una ciencia de la mentira? ¿No es la ciencia la búsqueda desinteresada de la verdad? ¿Hay una verdad de la mentira? Cansino arranca su investigación de una reflexión de Giovanni Sartori quien comprueba, irritado, lo que dentro de unos días y aunque parezca extraño se apresta a debatir el Senado de los Estados Unidos, esto es, la relevancia de la ciencia política que, según el politólogo italiano, a fuerza de abrazarse al método cuantitativo y lógico-deductivo ha acabado elaborando un discurso superficial e intrascendente. Es la situación paradójica en que se encuentra una disciplina que Cansino ve "rezagada" y en "busca de su identidad" (p. 21), que tiene que tiene que acudir al método empírico, científico pero, al hacerlo se encorseta en una hiperespecialización e hiperfactualidad que la llevan a la irrelevancia (p. 123). Cansino divide su libro en dos grandes partes, una primera llamada "los límites de la ciencia política" y la segunda, "La ciencia política más allá de sus límites" (lo que se decía al principio: el ave Fénix) y corona el trabajo con un interesante capítulo sobre la ciencia política en Latinoamérica. La primera parte, es un repaso de las cuestiones sobre todo (¡cómo no!) metodológicas que dibujan el campo de la ciencia política contemporánea. Algo avanzamos: ya no nos detenemos a rumiar los problemas del paradigma funcionalista y la revolución conductista (primera y segunda oleada) sino que directamente pasamos a unos brillantes análisis de las perspectivas contemporáneas, singularmente la hoy hegemónica de la decisión racional o eleción pública y el análisis de sistemas, en donde retorna como un zombi el viejo paradigma funcionalista, a la espera de que Niklas Luhmann le clave en el corazón la estaca de los sistemas autopoyéticos. Se paga portazgo al limosnero mayor del enfoque, David Easton, y se penetra luego en el ámbito tecnocrático luhmaniano (pp. 68-70), de donde emergemos para habérnoslas con su contrario que, como quiere el poeta, es a su vez su complementario, Habermas. Cansino ilumina sagazmente los cuatro puntos oscuros en el razonamiento habermasiano de la teoría de la acción comunicativa y democracia discursiva (pp. 79/80) que a mi juicio se reducen a dos que todo lo abarcan: Habermas subestima los límites impuestos por las prácticas humanas a la racionalidad y sobrestima el dominio racional del ser humano sobre el medio. Cierto, cierto y, en favor de Habermas diremos: ¿quién no lo hace? Esta primera parte se completa con un capítulo sobre las últimas elaboraciones teóricas del conocimiento empírico de lo político, singularmente cuestiones como la "calidad de la democracia" y los requisitos de la medición de la democracia asunto que puede oscilar entre los análisis categóricos de Morlino y las alegres clasificaciones de The Freedom House. Cierra el autor esta parte con un sonoro "¡Adiós a la ciencia política!" (p. 118), al juzgar que hay que buscar la sabiduría política en otra parte y ello después de coincidir en la diatriba de Sartori y de llamar insensato a Josep M. Colomer (de quien Palinuro tiene pendiente una reseña sobre su último libro acerca de la Ciencia de la política) por atreverse a discrepar del maestro sosteniendo que la ciencia política positiva, empírica, goza de muy buena salud, cosa que me parece cierta, y que los clásicos están para ir a la poubelle de l'histoire, cosa que no me lo parece. De clásicos va la segunda parte del libro de Cansino que se lanza con conocimiento de causa, sólida argumentación teórica, abundancia de fuentes y razonamiento convincente a defender su visión de una teoría política ave Fénix renacida como actividad simbólica que, en su hiperrealización, alcanza a la metapolítica. En cuanto a la dimensión simbólica, el comienzo no puede ser más prometedor. Dice Cansino de modo apodíctico y siguiendo a Maestre, que "la contingencia es el supuesto de la libertad democrática" (p. 163). Cierto sin duda alguna y, a partir de aquí, la ciencia hace mutis por el foro y nos embarcamos en ese empeño simbólico, claramente performativo. Luego de dedicar unas refexiones al vaivén tradicional de lo político (no es una reminiscencia del bueno de Schmitt, a quien se visitará de inmediato; todo lo político, a fuer de humano, es un vaivén bipolar), entre la estatalización y la desestatalización de la política, Cansino sintetiza con acierto los tres debates de la teoría política contemporánea: a) democracia elitista frente a democracia participativa; b) liberalismo frente a comunitarismo; c) Estado social frente a neoconservadurismo (p. 177). No hace falta que se señale cuánto pueden complicarse las cosas si vamos buscando híbridos. A partir de aquí, Cansino se agarra a los clásicos. Pero no en primera vuelta, sino en un bucle de gran interés: el modo en que dos clásicos, Carl Schmitt y Hannah Arendt han leído a su vez a los otros clásicos, Hobbes y Donoso en el caso de Scmitt y los antiguos y modernos en el de Arendt hasta el punto de que cabe preguntarse con legitimidad si la ciencia política no será una subdisciplina de la historia de la filosofía (p. 214) El capítulo programático trascendental, el de la metapolítica, comparte glorias y miserias con la política sin más. La normal es el muy esperable hecho de que tampoco hay acuerdo acerca del significado de la metapolítica y Cansino la considere como pospolítica, metafísica, macroteoría, debate público y metateoría (pp. 247-256). La recomendación final del autor es una reverberación del sapere aude kantiano: transdisciplinariedad y firme decisión de desbordar los límites de las ciencias sociales. El colofón es un sistemático capítulo sobre la ciencia política en América Latina en el que aparecen convenientemente clasificados los politólogos más relevantes actuales en la dicotomía izquierda/derecha (con otras subdivisiones internas) y los dos apéndices discursivos que, obviamente, el autor considera más allá o más acá de la dicotomía izquierda/derecha: el de la posmodernidad y el del desarrollo. En definitiva, un libro brillante, bien informado, con ideas sugestivas y que, aun tratando un territorio sobre el que pisa el buey, mantiene el interés hasta el final. ¡Ah! y con un buen discurso