El otro día, en una entrevista muy pesimista, en El País, el señor Pedro Solbes decía que vivimos una situación insólita y distinta a lo ocurrido nunca y que vamos a algo muy excepcional, lo que viene a significar que no tiene ni idea de lo que está sucediendo ni de cómo salir de ello. No tiene ni idea él ni nadie, para qué engañarnos, y menos que nadie el señor Rajoy que salió enseguida recomendando al ministro de Hacienda que se marchara si no se le ocurría nada, como si él fuera un inagotable manantial de sugerencias.
No, nadie tiene ni idea de qué está pasando o cómo resolverlo. Nadie lo previó, nadie lo diagnosticó correctamente y nadie propone nada que tenga visos de funcionar a corto, medio o largo plazo. A largo plazo, ya se sabe, todos calvos, pero es que tampoco el medio plazo es tranquilizador.
Hay una crisis. Eso lo sabemos todos. Es una crisis general del capitalismo. También lo sabemos. Viene a una velocidad insólita y tiene una capacidad destructiva sin parangón. Muchos dicen que es la más grave después de la de 1929. No es cierto: ya es más grave que aquella. Lo que sucede es que en 1929 había menos mecanismos de amortiguación, no existían los Estados del bienestar y los efectos fueron más visibles y catastróficos. Pero los de esta crisis son ya peores.
Incidentalmente los teóricos y prácticos neoliberales no aceptarán jamás responsabilidad alguna por el desastre. Al contrario, los más tontos siguen empecinados en sus elementales sandeces. No obstante está claro para cualquiera que no se gane la vida engañando y mintiendo a la gente con la bazofia del no intervencionismo, la desregulación y la autorregulación que esta crisis desastrosa es el toque de difuntos del neoliberalismo. Y menos mal que los sistemas políticos occidentales so opusieron a las políticas de desmantelamiento del Estado del bienestar. De no haber sido así la crisis ya estaría teniendo consecuencias pavorosas.
Las dimensiones de este desastre carecen de parangón. Dos datos bastarán para aquilatarlas. Uno: varios países están en quiebra o al borde de ella: Islandia, que ya lo ha reconocido, Irlanda e Inglaterra, en donde ha empezado a hablarse de recurrir al Fondo Monetario Internacional. Dos: en todas partes se han puesto en marcha planes gigantescos , de miles de millones de salvamento de los bancos sólo para comprobar que no funcionan, lo que está poniendo a la orden del día una posibilidad que ya enunciaba Palinuro en una entrada de febrero del año pasado, titulada ¿Y si nacionalizamos la banca? Porque, en definitiva, de eso es de lo que se está tratando aquí, eso es lo que han hecho en Islandia, lo que consideran seriamente hacer en Inglaterra y lo que convendría que empezáramos a planear en los demás sitios porque ¿cuál es el sentido de emplear los dineros públicos en rescatar unos negocios privados que no solamente no mejoran sino que cada vez están peor? ¿Cuál el de emplear los dineros de los contribuyentes en unas operaciones de rescate de unas entidades en cuya gestión y dirección la gente no puede decir nada porque siguen en manos privadas, devorando dineros públicos? Visto lo visto, lo mejor es nacionalizar.
Ahora bien, supuesto que los gobiernos sacaran la fibra necesaria para dar ese paso tan conveniente la cuestión es que nadie sabe cómo seguir a continuación. No hay plan, guía o blueprint. ¿Cómo funciona un capitalismo en el que la banca es pública? ¿Se le puede seguir llamando capitalismo? Está claro que no es socialismo; al menos no lo es del tipo que conocemos que requiere que no sólo el crédito sino todos los medios de producción estén socializados, la producción planificada, no haya iniciativa privada y menos un mercado. Pero tampoco será capitalismo porque en éste el mercado del dinero es privado.
En lo que se me alcanza, se trataría de un híbrido de economía de libre mercado alimentado por una banca socializada. Esto querría decir que las siguientes medidas deberían ser políticas, esto es, orientadas a forjar sistemas políticos capaces de gestionar sistemas financieros nacionalizados de forma democrática. Este control social democrático de la banca orientaría la financiación a aquellos proyectos productivos que, además de ser rentables en el mercado, cumplieran los requisitos adicionales de ser mediambientales y compatibles con criterios igualitarios y redistribucionistas, así como, desde luego, favorables al reparto mundial equitativo de la riqueza y el desarrollo sostenible del Tercer Mundo.
En buena medida la crisis actual se ha acelerado a causa del grado avanzado de globalización que hay en el mundo. Esto quiere decir que la globalización debe emplearse ahora precisamente para corregir los inconvenientes más obvios de esa misma globalización. Las grandes decisiones de la nueva economía híbrida, mezcla de capitalismo y socialismo, habrán de tomarse en un escenario internacional multilateral en el que deben fortalecerse los organismos internacionales que funcionen como foros del debate democrático entre los pueblos del mundo y de adopción de decisiones respaldadas por esa especie de órganos decisorios mundiales.
Definitivamente, nadie que esté en su sano juicio puede sostener que la salida de la crisis sea un regreso al estado anterior a la fiesta, como si no estuviera suficientemente claro que no es solamente el modelo neoliberal del capitalismo el que ha fracasdo; es el propio capitalismo el que no tiene futuro. Dar forma de propuestas políticas viables a esta figura híbrida del capitalismo y el socialismo podría ser el contenido de los debates de la izquierda en Occidente. Al menos de la izquierda no corrompida con su colaboración con el capitalismo y tampoco aislada en la franja lunática de los que creen que se puede repetir la revolución bolchevique y, además, están de acuerdo con ella.
(La imagen es una foto de elmada, con licencia de Creative Commons).