Ciborgs.
(Viene de una entrada de Caminar sin rumbo anterior, la XXI, titulada La playa)
A la mañana siguiente, cargando con mi mochila nueva que era muy cómoda y tenía gran capacidad, decidí tomar un tren a Barcelona. Por ningún motivo concreto. Simplemente salí y como nada me retenía en X*** ni nada me obligaba a regresar a Madrid pensé qué ciudad podría agradarme más y di con Barcelona. Pregunté en dónde había una estación de autobuses de línea. Resultó que salía uno poco después de mediodía y llegaba no muy de tarde, dejándome cerca de la estación de Sants, en donde ya me buscaría la vida. Como tenía un par de horas de espera me metí en un cibercafé. De pronto pensé que igual daba con Teresa de los clavos de Cristo en la red. No tuve más noticias de ella desde que me anunció que se iba a Somalia pero nada me permitía suponer tampoco que no hubiera vuelto o estuviera en algún otro lugar, dedicada a vaya Vd. a saber qué. Con razón se llaman cibercafés los cibercafés. Ese prefijo, que está por todas partes, cibernauta, ciberjuego, etc hasta ciborg que es un ser doble de la época cibernética. Todas las épocas tienen representación de la condición dual del ser humano, a veces incorporándola en sí mismos, otras representándola iconográficamente, otras elaborando doctrinas de la dualidad. Uno de los primeros héroes de la humanidad, que surge casi en el amanecer de los tiempos, Gilgamesh de Uruk, que estaba en Sumeria y que hacia el año dos mil seiscientos antes de Cristo se componía de dos tercios de dios y uno de hombre. Los hombres conciben los dioses a su imagen y semejanza, los antropoformizan. La única religión que concibe un dios no antropomórfico pues no tiene forma alguna, al que sólo Moisés ha visto y tampoco tiene nombre pronunciable es la judía. Los cristianos han vuelto a lo antropomórfico y al politeísmo que quizá sean más naturales a las gentes que el alucinado monoteísmo hebreo: de sus tres dioses, dos tienen figura humana y el tercero es una paloma, Eros, el animal de Afrodita. Los musulmanes han encontrado un medio justo entre los dos: dios no tiene forma, su figura no se puede representar, no hay imagen de dios, pero sí la hay del profeta. "Sólo hay un dios y Mahoma es su profeta" quiere decir, además de lo que es obvio, también que sólo hay un profeta; no como en el mosaísmo que hay tantos que se dividen mayores y menores o como en el cristianismo que ha añadido algunos a los del Viejo Testamento, por ejemplo San Juan Bautista, el que se alimentaba de cigarras en el desierto. En la mayoría de los casos, la dualidad fundamental del ser humano la representa éste mediante seres imaginarios, normalmente compuestos de persona y uno (o más) animales; así las esfinges, las sirenas, los centauros, las arpías, los sátiros. De todos estos, la parte humana es dominante si por dominante entendemos aquella donde se asientan las funciones mentales. Por eso resulta de interés la figura del Minotauro en el que lo dominante es la parte animal. Suelo pensar que esta figura, aunque leyenda griega, es minoica, o sea cretense y, por lo tanto, trae la influencia de Egipto en donde hay muchos dioses zoocéfalos como Horus o Anubis. En lo que hace a las teorías, las que hablan de la condición dual del hombre, del bien y el mal y Caín y Abel y todo eso, los ejemplos son casi infinitos. Por ello el ciborg es una figura de ahora, un ser parcialmente biológico y parcialmente artificial, tecnológico, y tiene muchas variantes según cuáles predominen. En todo caso es un ser cibernético, un ciber, como mi café, es decir, algo que sirve para dirigir y pilotar o para der dirigido y pilotado que es lo que es el kubernetes griego, el piloto, de dónde viene la cibernética que, como la definía su fundador, es la ciencia del animal y la máquina y erl ciborg es su criatura, un ser que hemos aceptado ya porque se va imponiendo poco a poco. En un mundo en que cada vez hay más trasplantes, más prótesis, más gente anda por ahí con implantes, válvulas, fibras, pinzas, tornillos, circuitos, el ciborg no es un vaticinio sino un diagnóstico.
Aunque la busqué en todas las redes sociales no encontré a Teresa de los clavos de Cristo. No estaba en la red. O no estaba con ese nombre. Pensé en buscar por el apellido compuesto del primo Máximo pero no lo hice por pereza. En cambio me encontré un mensaje en Skype de Laura en el que me decía que tenía ganas de conocerme después de lo que Vlam le había platicado sobre mí, que no me procupara, que sólo pretendía que entabláramos contacto y que fijara yo día y lugar para una cita, que estaba a mi disposición. Era claro que no iba a conseguir librarme de aquella embarcada de mi amigo así como así. Un verdadero fastidio. Quizá debiera dejar la nueva intromisión sin responder. Pero mi buena educación manda contestar a las cartas y atender las llamadas de teléfonos porque en algo hemos de distinguirnos los seres humanos de las bestias salvajes que no saben leer ni hablar por el móvil, como si fueran subsecretarios, así que respondí que en este momento estaba de viaje. La respuesta fue inmediata. Aquella mujer debía de estar al pie del ordenador: "¿A dónde?". Ahora sí que no contestaría. Que se fastidiara y no supiera en qué dirección mirar, hacia dónde encaminar sus pasos. Abrí el correo electrónico con intención de liquidar mis compromisos del día si los hubiera y salir del ciber cortando la impertinente comunicación. Tenía un recado de mi socio en la consultoría. Veo que no he dicho que, luego de numerosos tumbos por la vida, de hacer una ristra de oposiciones y sacar alguna, no se crea, acabé montando una empresa de asesoría, marketing, consultoría y lo que se terciara con un socio, amigo que había conocido en el servicio militar, un tipo sobrado, un chaval de derecho con quien compartí una temporada de trabajo ambos en un gabinete de un ministro amigo, él como asesor jurídico y yo como jefe del área de comunicación, donde terminamos por conocernos. Quiso la vida que intimáramos, que nuestras familias se conocieran y se llevaran bien y, al final, montamos juntos el negocio del que él me dejaba ahora en excedencia mientras yo me dedicaba a lo que más me gustaba, a andar los caminos de la libertad sartriana que era lo mío. Aquel negocio además me permitía seguir cultivando mi afición publicística. Podía seguir escribiendo lo que me apeteciera y publicándolo donde pudiera, que siempre pasa lo mismo con algunos que lo difícil no es escribir si no publicar. El recado era entusiasta. Una compañía estadounidense que fabricaba ropa de deporte nos había comprado un proyecto de comercialización de sus productos entre los latinos residentes en los Estados Unidos. Eso de ser competente en las pautas culturales del personal tiene sus ventajas y el gobierno autonómico de Andalucía nos compraba otro proyecto de campaña para popularizar el logo de la Junta. Con esos dos planes, seguía diciendo mi socio, que se llamaba Daniel y era de La Coruña, había yo dejado la compañía provista de fondos para dos ejercicios presupuestarios así que no me preocupara de más y disfrutara mi excedencia. Visto lo cual y muy tranquilo con un negocio que marcha casi sólo y al que probablemente se pueda recurrir en un momento de apuro y que descansa sobre las buenas relaciones que uno tiene con todo el mundo, abandoné el ciber y me dispuse a hacer tiempo debajo de un ficus enorme.
Los viajes en autocar son los más baratos y aunque no especialmente cómodos, los más divertidos porque es en donde pasan más cosas, hay paradas para estirar las piernas y aliviar la vejiga, aunque ahora los autocares traen servicio, como los aviones y muchos otras comodidades que hace solo unos años en tiempos de La Segoviana eran impensables. El mío que era un ultimísimo modelo sueco, traía todos los adelantos y encima no iba lleno de forma que pude estirarme en mi asiento, ocupar dos y pasar la mayor parte del trayecto adormilado, en ese estado de duermevela en que cae uno ocasionalmente cuando no tiene nada que hacer, nada que lo mantenga despierto pero al mismo tiempo tampoco está necesitado de sueño y no puede concentrarse en una actividad como la lectura. En realidad había sacado un cuaderno y un lápiz con ánimo de pergeñar algunas notas, no recuerdo bien para qué ni por qué empecé a esbozar rostros, unos de perfil y otros de tres cuartos, que no se me dan mal del todo. Luego intenté reproducir el mío. Cosa muy difícil cuando no se tiene un espejo lo que demuestra que la memoria iconográfica es muy imperfecta. Cierto que yo iba medio dormido, acunado por el ritmo constante del autocar en la autopista y que sólo concedía atención parcial a mi propósito de reproducir en el papel mi vera efigie; pero venía a ser que no la encontraba. No existía. Era un fallo de la memoria. Pero no es costumbre pensar que dichos fallos puedan darse. Fallos conceptuales, para entendernos, sí: fallos en que uno olvida un nombre o una palabra; pero no fallos de imagen, de impresiones. Eso es como si en lugar de olvidar un nombre, por ejemplo, "castaña" olvidara la forma de la castaña misma. Lo cual no es posible. ¿O sí? No es posible si creemos en los universales. Seguramente el universal "castaña" es inolvidable porque es un constructo de la mente. Pero claro que puedo olvidar la castaña concreta, la que un día hallé en el pretil de un pozo y a la que dediqué unas rimas, juntando castaña con engaña, musaraña, araña y espadaña en las que lo que más resaltaba era cómo había evitado usar España. Igualmente ¿podía de repente quedarme sin ser capaz de reproducir en mi mente no ya la imagen de aquella castaña si no la de la Torre Eiffel o la de la Cibeles en Madrid? ¿Podía un recuerdo gráfico borrarse de la memoria? Por cierto que sí. ¿Acaso no se van borrando con el tiempo (o con lo que sea) los rasgos de algún rostro de forma que cuando queremos rememorarlo sólo lo conseguimos parcialmente y acabamos confiando el recuerdo a una especie de mostruosa especialización iconográfica de modo que decimos "me acuerdo de su mirada" o de su risa o de su nariz y aquel rostro queda de inmediato caricaturizado, reducido a uno de sus rasgos? Sin duda. ¿Qué de extraño tenía que me sucediera con mi propio rostro? Además, no acostumbro a hacérmelo presente con frecuencia y hasta cuando estoy ante un espejo voy pensando en otras cosas y apenas me concedo atención, de modo que no es extraño que me sorprenda pensando cómo he cambiado. Y el caso era que no podía dibujarme ni por aproximación. Obtenía unas figuras vanas, vacías con las que no me identificaba y que demás eran muy feas. Opté por ponerme a hojear un suplemento literario que había en la redecilla del respaldo del asiento anterior. Allí fue donde leí que un conocido presentador de televisión, alguien con quien había tenido relación cuando ejercía de asesor de comunicación del ministro, presentaba un libro de reportajes y entrevistas, de esos que se escriben para mostrar que uno se trata con la crema de la crema y que a uno se le pone el Papa al teléfono, y la presentación tendría lugar esa tarde en un un círculo cultural del centro de la ciudad. Si el autocar llegaba a tiempo a destino podía asistir. Llegaría seguramente con el acto comenzado, pero podría ir. Y, la verdad, pensé antes de caer vencido por el sueño, estaría bien encontrar a alguien amigo que me recibiera a mi llegada a Barcelona, aunque fuera lo último en que estuviera pensando.
(La imagen es nº 6 (Homenaje, de la serie Historia de un guante, de Julius Klinger).