Los últimos datos del índice de producción industrial, que señalan el mayor descenso de ésta en su historia,un 12,8 por ciento respecto al mes de noviembre de 2007, demuestran que va muy acelerado el proceso de transferencia de la crisis financiera a la de la economía real y que, por lo tanto, la ya confirmada recesión puede acabar convertida en una depresión en toda regla. Es opinión cada vez más extendida que resucitan los vaticinios de Karl Marx respecto a la crisis general del capitalismo.
La posible depresión viene dada por el círculo vicioso del exceso de producción (epítome, la burbuja inmobiliaria) en paralelo con un descenso del consumo que obliga a restringir la producción y despedir mano de obra lo que, a su vez, deprime más el consumo que incide de nuevo sobre la producción, etc. ¿Y cómo se puso en marcha esta dinámica viciosa? Como parece por acuerdo general a través de la contracción del crédito a que ha dado lugar la crisis financiera disparada con las famosas subprimes estadounidenses: no hay liquidez en el mercado, las empresas no pueden pagar las nóminas, suspenden pagos, los trabajadores se van a la calle, los bancos no conceden créditos y, en el colmo del rizo del rizo, no se conceden créditos entre sí. En estas condiciones la demanda ha caído aceleradamente sin visos de recuperarse.
Según todos los datos nos encontramos en una situación similar a la de los años treinta, de la que se saldría años después aplicando las recetas keynesianas, sobre todo del llamado “keynesianismo de guerra” cuando toda la producción civil giró a la producción bélica y aumentó la inversión no para producir coches o tractores sino carros de combate y piezas de artillería. Pero ahora, al parecer, las medidas keynesianas no son de aplicación, y menos las de guerra por dos razones: la primera porque no hay conflicto bélico imaginable en el horizonte de envergadura similar al de la segunda guerra mundial. Los conflictos hoy abiertos mundo adelante, aunque muy numerosos, son de efectos limitados, generalmente asimétricos y suelen dilucidarse básicamente con armas pequeñas y ligeras, de las que hay muchas en los mercados internacionales, a pesar de los acuerdos de la ONU en su contra.
La segunda razón: porque la economía y el sistema financiero se han globalizado de modo tal, que aquellas medidas keynesianas, pensadas para mercados nacionales más o menos protegidos en el contexto de Estados soberanos tradicionales ya no son aplicables. La situación es nueva con una globalización de hecho y, en algunos casos (como la Unión Europea), una transferencia de hecho y de derecho de las competencias estatales al orden supranacional. De este modo las decisiones requeridas carecen de referencias por lo que sus resultados pueden ser contraproducentes como de hecho han sido bastantes de las que se han tomado hasta ahora.
A diferencia de los años treinta los países afectados cuentan con sistemas desarrollados de bienestar capaces de amortiguar el impacto de la crisis económica sobre los regímenes democráticos. Los seguros de desempleo, los servicios universales de salud, la educación gratuita, universal y obligatoria y el complejo de prestaciones sociales de los Estados del bienestar deberán funcionar como salvaguardias que impidan el extremismo y polarización políticas que llevaron a las dictaduras y el conflicto de los años treinta en que amplios sectores sociales se radicalizaron políticamente y en una situación en que no había apenas seguro de desempleo ni el resto de características del Estado de bienestar, en muchos casos se afiliaron a partidos políticos extremistas y a sus organizaciones armadas lo que, entre tras cosas, les daba unos rendimientos. Ahora todos aquellos elementos del Estado del bienestar deberían bastar para impedir una crisis de los regímenes políticos democráticos.
Todo lo cual será cierto siempre que no olvidemos dos factores: primero la tendencia de la economía a abusar y a desmantelar los mecanismos de salvaguardia es directamente proporcional a la fortaleza de estos; basta recordar cómo las ingenierías de los despidos (por ejemplo, las prejubilaciones) se hacen normalmente drenando recursos públicos para fines privados de forma masiva. El capitalismo depredador avanza desmantelando cuanto encuentra a su paso y, si puede, externalizará sus costes destruyendo lo que resta de los mecanismos públicos de protección social.
El segundo que los sistemas políticos democráticos descansan sobre altos niveles de desafección ciudadana, baja participación y bajísima afiliación a partidos, todo lo cual es caldo de cultivo para el surgimiento de populismos (alimentados a su vez por la presencia masiva de inmigrantes) y corrientes políticas extremistas dispuestas a capitalizar la crisis económica en radicalismo político sectario. El resurgimiento de la extrema derecha y los partidos populistas en diferentes países europeos, en algunos de los cuales, como Italia o Austria, han conseguido llegar a los gobiernos, es revelador de la situación.
La crisis es ya una crisis general del capitalismo y cada vez resulta más probable que de ella no se saldrá sin un grado considerable de destrozo institucional y de dificultades crecientes de los sistemas democráticos.
(La imagen es una foto de Álvaro Herraiz, bajo licencia de Creative Commons).