En el teatro Pavón, do se aloja temporalmente la Compañía Nacional de Teatro Clásico mientras le reparan el chiringuito vienen poniendo con un éxito aceptable Las manos blancas no ofenden, una obra muy infrecuente de don Pedro Calderón de la Barca, en versión de Eduardo Vasco. Es una comedia ligera de equívocos y enredos con las que normalmente no se asocia al austero dramaturgo español y tal debe de haber sido la razón por la que el director ha decidido ambientarla no en el siglo XVII, que es cuando se escribió (hacia 1640) sino en el XVIII de forma que los personajes son figurines del rococó. No me parece un acierto porque resulta demasiado amanerado pero al ser una pieza tan ágil, viva, complicada y estar tan bien llevado el resto de la dirección, acaba uno por olvidarse. El acompañamiento musical está muy logrado, salvo cuando se superpone a los diálogos con lo que no se disfruta de lo uno ni de lo otro, porque consiste en composiciones de la época (siglo XVIII), en concreto una partitura de Manos blancas no ofenden del valenciano José Herrando.
La obra recoge los elementos típicos del género de enredo en el Siglo de Oro: relaciones de padres e hijos, naufragios, rivalidad por el amor de una hermosa mujer, celos, amor, venganza y, claro es, cuestiones de honor, si bien aquí en tono ligero, en variantes de ese refrán de manos blancas no ofenden, cuya última aparición estelar en la historia de España está ligada al famoso episodio de la "bofetada de Calomarde". Que es asunto tomado a la ligera se echa de ver en que, al tratarse de "manos blancas", la supuesta ofensa no exige ya ser lavada con sangre como, antes de saber que tenía ese cariz, exigía enérgica Serafina, la hermosa heredera por cuya mano porfían los varios galanes que se dan cita en la obra. Subrayo que es Serafina quien insiste en que el ofendido mate al supuesto ofensor porque me parece un punto interesante en la interiorización del código masculino del honor por un carácter femenino.
Además de la agilidad de la dirección -que permite a Vasco suprimir el intermedio, de forma que nos tragamos la obra de una sentada- apenas si hay escenografía, lo cual es muy de agradecer y hace que el alarde de ringorrangos de los figurines sea más pasable. Los actores son todos muy buenos y, para mi gusto, los mejores son Pepa Pedrocha (Lisarda) y Miguel Cubero (César).
Es el caso que sobre estos dos últimos recae la parte más compleja de la obra, porque son los dos que interpretan papeles de travestidos que es probablemente el elemento más característico de las comedias de enredo del Siglo de Oro y, en concreto, Cubero que riza el rizo pues interpreta un carácter masculino que ha de disfrazarse de mujer (Celia) para luego retornar a su condición viril pero teniendo que soportar la prolongación del equívoco respecto a su sexo real.
Sobre este asunto de los disfraces y las imposturas en el teatro clásico se ha escrito mucho. Es un recurso muy utilizado porque permite ambigüedades y confusiones subidas de tono (atracción entre personas del mismo sexo, por ejemplo) que abrían una línea de metadiálogo con los espectadores y permitían sortear las rígidas convenciones morales de la época.
En parte apoyada en la cuestión del travestismo -que es la columna vertebral de la obra- y en parte en la razón que congrega a los galanes en escena, que es optar a la mano de la bella Serafina, se me vino a la cabeza El mercader de Venecia y ya no me abandonó hasta ahora. El travestismo tiene en ella importancia capital y la procura de la mano de la hermosa Porcia por la que rivalizan los pretendientes, también. No menor cosa es el hecho de que el travestismo sirva para enderezar un entuerto de amoríos en el que cada cual anda enamorado/a de quien "no debe" de forma que al final el "verdadero" amor se ve recompensado y el torticero frustrado. Y aquí el cuento de Calderón, a su vez, recuerda mucho el episodio de Cardenio, Fernando, Luscinda y Dorotea que interrumpe la locura de Don Quijote en Sierra Morena. Por cierto que este don Quijote aparece citado expresamente en un parlamento de la criada Nise a Lisarda a cuenta de los disfraces:
¿No basta
que de uno en otro disfraz
hoy de resuscitar tratas
la andante caballería,
que ha mil siglos que descansa
en el sepulcro del noble
don Quijote de la Mancha?
¡Mil siglos! Qué grande es el Quijote.