Dos estupendos escritores, José Saramago y Juan José Millás, acaban de publicar sendos relatos de memorias sobre sus respectivas infancias. Son dos libros curiosos, en una línea fronteriza de géneros, medio memorias medio literatura o unas memorias concebidas como una obra de ficción. En las dos se descubren interesantes paralelismos y no menos interesantes discoincidencias, siendo uno de aquellos el hecho de tratarse de dos novelistas, premio Nobel uno y reciente premio Planeta el otro, dos fabuladores que relatan su infancia, los dos convencidos de que se trata de una época en la vida en la que es difícil reputar como propios los recuerdos pues muchas veces pueden ser inducidos por parientes, amigos o pura regurgitación posterior, de donde se sigue que no habrá gran preocupación por ceñirse a unos hechos que pueden ser ficticios y de los que no se sabe si dieron lugar a determinados comportamientos o se manifiestan porque estos se produjeron.
Describir qué sienta o piense un niño es tarea harto compleja incluso cuando ese niño fue el edulto que hoy lo recrea, entre otras cosas porque aquí es donde más evidente se hace esa realidad que Wordsworth supo condensar en el bello verso de que el niño es el padre del hombre. Siendo esto así, ese viaje al pasado en el que los dos escritores bucean a la búsqueda de su padre (y de su madre, tan importante como el otro o más), bien puede interpretarse como un intento de terminar con él, siguiendo la imaginación freudiana. Los dos quieren entender al padre, al niño que fueron, asimilarlo y, con ello, apropiárselo, matarlo, emerger ellos mismos por fin con la autonomía de los adultos que son. De ahí que los dos libros sean tan curiosos y al estar además magistralmente escritos, cada uno de ellos en su personalísimo estilo, inviten a una aventura exótica, de profunda liberación personal.
En el caso de Saramago, me parece, el asunto salta como hacia el final de la obra, cuando el autor hace confesión de una mala acción de niño que lo ha estado atormentando toda su vida, sin que nunca lo haya manifestado en público, una situación de agonía que recuerda aquel pasaje de Las confesiones de Rousseau en que éste reconoce y explicita por primera vez los terribles remordimientos de conciencia que siempre lo asaltaron, al permitir que se pusiera en la calle a una sirvienta acusada de haber cometido un hurto del que él era responsable. La mala acción en el caso de Saramago consiste en haberse aprovechado de una mazorca de maíz que en buena ley hubiera correspondido a su primo, José Dinis, muerto prematuramente. Puede parecer trivial pero el propio Saramago nos da hoy, con más de ochenta años la medida de lo importante que esa trivialidad ha sido en su existencia cuando dice medio en broma medio en serio: "...sospecho que en el día del juicio final, cuando se pongan en la balanza mis buenas y malas acciones, será el peso de aquella mazorca lo que me precipitará en el infierno...".
El libro de Millás, cuya portada no reproduzco porque, siguiendo maldita e inveterada costumbre, he perdido la sobrecubierta que es muy vistosa, y la cubierta en cartoné no tiene ningún atractivo, se llama El Mundo, es el premio Planeta de este año y, como el del premio Nobel, es una narración sobre la infancia del autor, una búsqueda de la edad de la inocencia que se da en un entorno muy distinto al de Saramago ya que, si bien los dos narran infancias de muchas privaciones y gran pobreza (los sabañones de que habla Millás equivalen a las cucarachas que corrían libremente por el cuerpo de Saramago cuando se tumbaba en el suelo a dormir), la del novelista valenciano es la de un niño urbano, que crece en el medio de una ciudad mientras que la del escritor portugués es la de un niño en un medio básicamente rural. Pero también aquí se da el punto del engarce con una espina de la infancia que ahora se saca, si bien es de condición distinta a la de Saramago. Aparece, además, oculta detrás de una primera relación mucho más vistosa a la que está consagrada buena parte de la obra, la que tiene con un compañero de juegos infantiles, llamado el vitaminas que lo influyó mucho, mucho más que sus numerosos hermanos de los que apenas si habla y que, como el primo de Saramago, también falleció prematuramente. Detrás de este personaje, crucial en las experiencias infantiles de Millás aparece su hermana, María José, a cuyas manos crueles sufriría un par de desengaños en temprana edad el autor ("tú no eres interesante (para mí)") y de la que sin embargo, toma cumplida venganza andando el tiempo, ya de mucho mayor, es decir, ahora, escribiendo el libro. Casi se diría que esa licencia (que sólo se permite el autor en un par de ocasiones) de contraponer el niño que fue al adulto que ahora es, tomándose como punto de referencia, se justifica por la necesidad de ajustar cuentas con María José, el único personaje al que sigue en su evolución hasta el día de hoy, del que traza un retrato destructivo, casi me atrevería a decir cruel. Dado que el libro es de memorias, no quiero ni pensar en cómo habrá de sentirse la dama en cuestión que se ve descrita y expuesta por tanto al escrutinio público a una luz muy poco favorecedora. Tiene que ser duro verte convertida en personaje de mala en una obra quizá inmortal.
Esa diferencia de ritmo en el tratamiento del tema, esto es, infancia narrada y juicio sobre el hombre que es el narrador ahora conduce a lo que entiendo que es la gran diferencia entre las memorias ordinarias y estas otras concentradas de modo casi exclusivo en la niñez. En las primeras, esas que escribe la gente con intención de abarcar desde sus primeros pasos al momento mismo en que sostiene la pluma o teclea en el ordenador, el relato se extiende ante nosotros como una alfombra o un continuum que tiene su propia cadencia y no necesita fragmentarse de vez en cuando para compararse con algún punto de referencia como sucede con los relatos que empiezan y acaban en la infancia y sólo son inteligibles si alguien los describe desde un punto de vista privilegiado: el de aquí ahora.
Los dos libros tienen un discurrir sobresaltado, sin estructurar, dado que su materia prima se presenta con contornos borrosos y quebrados, sin pauta ni unidad de medición, que viene siempre impuesta desde fuera, desde un mundo de los mayores en donde se toman las decisiones que afectan a los niños de entonces, al extremo de determinar cosas esenciales, como en dónde se duerme, cuándo y cómo se come, con quien se convive, etc. Estas decisiones generan efectos autónomos que quizá determinen el posterior desarrollo del niño pero que, a pie de obra, carecen de explicación, al haberse tomado en regiones que ese mismo niño no dominaba y, en consecuencia, tampoco puede hacerlo su hijo, el hombre que relata su infancia y que sólo puede suponer lo que pensaba su padre.
Teniendo en cuenta que ambos escritores manifiestan un escrupuloso apego a la verdad, se entiende por qué estos relatos parecen y son fábulas. Haya tranquilidad, que no he de decir que se requiera un escritor para relatar una infancia.