El último número de la revista Historia social vol II, nº 61, 2008, FIHS, UNED de Alzira-Valencia, 174 págs.) es semimonográfico dedicado a la cuestión de la cultura de guerra, un territorio relativamente nuevo de la historiografía consagrado al estudio de las pautas culturales en tiempo de guerra o, por decirlo con términos más definitorios de Annete Becker y Stéphane Audoin-Rouzeau, citados por Eduardo González Calleja en su trabajo introductorio, La cultura de guerra como propuesta historiográfica: una reflexión general desde el contemporaneísmo español, "el modo en que los contemporáneos del conflicto han representado y se han representado la guerra, como conjunto de prácticas, actitudes, expectativas, creaciones artísticas y literarias" (p. 71). Está claro, la forma en que la gente habla y se habla de la guerra; o sea el viejo concepto de cultura en sentido antropológico aplicado a los conflictos armados. Para el caso de los países europeos el asunto es extraordinariamente relevante en las dos guerras de 1914/1918 y 1939/1945. Basta con recordar su impacto en la producción literaria, artística, cinematográfica. Es abrumador. El caso de España, sin embargo, por su neutralidad en ambas (más clara en la primera, menos en la segunda) presenta perfiles propios. No obstante, González Calleja echa mano de la propuesta de José Álvarez Junco para señalar la importancia de cuatro períodos bélicos en la historia de España para ver nada menos que el proceso de construcción de la identidad española: la guerra de la independencia, el expansionismo militar de la Unión LIberal a mediados del XIX, la derrota de 1898 y la guerra civil de 1936/39 (p. 75), aunque no sé yo si tomada así, en un arco de ciento cincuenta años, no se desdibuja la propuesta del impacto de la "cultura de guerra" para pasar a hablar simplemente de la "historia de España" que, como la de todos los países, tiene sus guerras y sus paces. Me parece más interesante -y es lo que hace el número de la revista- centrarse en la cultura de la guerra civil del 36/39, a la que González Calleja propone aplicar el concepto de brutalización, prestado de la obra del alemám George Mosse acerca de las dos guerras europeas y que da cuenta de los fenómenos de diabolización y deshumanización del enemigo y de agresión sin límites a la población civil (p. 81), todo para dar cuenta de la extraordinaria crueldad de la contienda que Sebastian Balfour, por su lado, atribuye a la herencia de la tradición de las guerras coloniales de Marruecos (p. 83).
A este terreno concreto se orienta el muy interesante trabajo de Maud Joly Las violencias sexuadas de la guerra civil española: paradigma para una lectura cultural del conflicto, en el que se aborda un asunto que apenas está empezando a despuntar incluso en la crónica de los conflictos armados de ahora mismo: el empleo del cuerpo de la mujer como territorio de combate para humillar y doblegar al adversario mediante la mutilación, la violación y el escarnio. La práctica del rapado de mujeres (que luego reaparecería después de la liberación en Francia con las acusadas de colaboracionistas), la administración de aceite de ricino, la exposición pública, el desnudo, la marcación de los cuerpos (también practicada en ambos sexos en los campos nazis) y las violaciones, todo lo considerado como "arma falangista" (p. 95) fue moneda corriente durante la guerra y en la inmediata posguerra. Cierto que hubo casos de brutalización de mujeres en la zona republicana pero en la facciosa este recurso tuvo (como lo tiene hoy en muchos conflictos en los Balcanes, en África, etc) carácter de táctica deliberada de combate. Tiene su importacia que Joly mencione, aunque no se extienda sobre ello, cosa que podemos hacer los lectores, el hecho de que la práctica del rapado de las mujeres reapareciera en los primeros años sesenta en tiempos de las huelgas de mineros asturianos como represalia contra estos.
De mucho interés también el estudio de Mercedes Yusta Rodrigo, Una guerra que no dice su nombre: los usos de la violencia en el contexto de la guerrilla antifranquista (1939-1953), un enfoque novedoso en la aproximación al fenómeno guerrillero en el que se hace hincapié en la heterogeneidad de las guerrillas, su mezcla de combatientes venidos del extranjero y "huidos" de la represión en España, las complejas relaciones con la población civil que las apoyaba y la espiral de represión-respuesta guerrillera-represión incrementada. Revelador el último párrafo de Yuste: la guerrilla antifranquista "es un fenómeno violento surgido de una sociedad "brutalizada" desde la guerra civil, inmersa en una guerra de las fuerzas represivas contra un sector importante de la población civil, víctima de una cultura de la represión que impregnaba insidiosamente todos los aspectos de la vida cotidiana" (p. 126). Lo suscribo en principio porque refleja lo que para mí ha sido siempre el aspecto más imperdonable del régimen franquista en toda su existencia, esto es, el hecho de que tratara al país entero como territorio ocupado y no mostrara jamás no ya clemencia hacia los vencidos, a los que tuvo siempre a su (falta de) merced, sino el menor atisbo de reconciliación. Mi única salvedad a la cita de Yuste es que no se trataba de "un sector importante de la población civil" sino de toda ella; de toda. Incluso la que apoyó siempre al franquismo porque, si no lo hizo por miedo, fue cómplice del crimen general, permanente y obvio del genocidio y la represión; es decir, se encenagó en la miseria moral en la que sigue. Porque si malo es asesinar y torturar, no menos lo es beneficiarse de ello, aplaudirlo o condonarlo. Y eso es lo que explica que en buena medida la derecha española actual no pueda saldar su responsabilidad con ese infame pasado.
El último trabajo del semimonográfico es el de Francisco Sevilla Calero, Cultura de guerra y políticas conmemorativas en España del Franquismo a la transición, en el que hace un buen análisis de la administración política del calendario y las festividades, mostrando cómo el franquismo barrió el republicano e impuso sus festividades, las religiosas, las propias suyas y las mezclas: el "año triunfal", la "Fiesta nacional del Caudillo" el primero de octubre, el "Día de la Raza", (que ya venía de antes) el doce del mismo mes, el día de Santiago como día de la "santa cruzada" (una cruzada, por cierto, en la que los moros luchaban con los cristianos contra otros cristianos) el veinticinco de julio, el día del "Alzamiento Nacional", el dieciocho de julio, el "día de la unificación" (de FET y de las JONS) el diecinueve de abril, entre los más señalados. Frente a esta política de festividades y recuerdos avasalladora Sevilla sostiene que la transición y subsiguiente democracia ha sido olvidadiza y poco contundente. Bueno, se ha restaurado el primero de mayo, se ha suprimido el dieciocho de julio, el veinticinco de ese mes tiene un estatuto algo vergonzante, se mantiene el 12 de octubre como "Fiesta Nacional de España" por aquello de América, se conserva casi todo el calendario religioso y se ha añadido un día de la Constitución. No está del todo mal. Yo restauraría la fiesta del dos de mayo, después de que tanto se habla de la nación española vinculándola a esta insurrección, pero sólo por razones biográficas personales: de mozo viví enfrente de la calle de Daoíz, cabe la plaza del Dos de mayo y lo pasaba muy bien en las festividades.
Los otros artículos de este número de Historia social son más desparejos, pero tienen mucho interés. Especialmente el primero de Antonio Gil Ambrona, La violencia contra las mujeres: discursos normativos y realidad, que centra su investigación en los procesos de divorcio entablados ante los tribunales eclesiásticos en algunas partes de España (como Barcelona) en los siglos XVI y XVII. No es que fueran muy copiosos (entre 1565 y 1654 el tribunal diocesano de Barcelona entendió de 191 procesos de este tipo, 177 entablados por mujeres y 14 por hombres) (p. 11), pero sí muy interesantes porque se prueba que las mujeres acudían a los tribunales en busca de protección acusando a los maridos de malos tratos y aquella se dispensaba en dos momentos: en el primero procediendo al "secuestro" de la esposa en casa de algún familiar o en un convento (lo que equivalía a una separación de facto o alejamiento) y en segundo lugar pero en contadas ocasiones anulando el contrato y concediendo el divorcio. Para examinar estas circunstancias, el autor se basa en los trabajos del jurista de la época Tomás Sánchez y contrapone estos hechos a la doctrina acrisolada entonces acerca del ideal de la mujer casada y cómo ésta debía sobrellevar los malos tratos maritales que se encuentra entre otras en la obra de Luis Vives De institutione feminae christianae. No me parece que haya extraído todas las consecuencias posibles de esta contraposición pero ello no empece el gran interés que tiene el trabajo en cuanto documentación acerca de la longevidad de una detestable práctica que muchos creen sea reciente. De hecho, ¿acaso no es violencia doméstica, de sexo, de género, machista o como quiera llamársela la que se glorifica en un subgénero de literatura occidental habitualmente muy celebrado hasta el día de hoy con nombres como La doma de la bravía o La fierecilla domada?
Miguel Cabo Villaverde publica un interesante trabajo Leyendo entre líneas las elecciones de la restauración: la aplicación de la la ley electoral de 1907 en Galicia, en el que sostiene la muy innovadora tesis de que el famoso artículo veintinueve de esta ley, generalmente considerado como el epítome de las prácticas electorales corruptas, caciquiles y de consagración del dominio de los dos partidos dinásticos también tuvo la funcionalidad contraria: "...si bien en la mayor parte de los casos el 29 venía a sellar efectivamente un dominio claro sobre el distrito o un pacto entre notables dinásticos, en un porcentaje difícil de precisar pero en todo caso significativo representa exactamente lo contrario de lo que se asume automáticamente, es decir, la debilidad del grupo de poder dominante hasta el punto de reconocer a los opositores (en el caso gallego siempre de matiz agrarista) como interlocutores legítimos y firmar un acuerdo sobre la base del reparto de esferas de influencia." (p. 41) En su justa medida. No se sabe cuánto de significativo fue pero no conviene olvidar que no hay regla sin excepción.
Carlos Arenas Posadas publica un estudio sobre Concepto y teoría del capital social: una aplicación a la sociedad sevillana del primer tercio del siglo XX. El "capital social" es, efectivamente, un concepto muy útil y prometedor de las ciencias sociales, aunque de compleja cuantificación y el autor hace una presentación satisfactoria de él en su escisión entre una perspectiva "micro" (las relaciones sociales, las influencias que tienen los agentes sociales individualmente considerados) y la "macro" (la densidad del asociacionismo, las redes existentes en una sociedad y su funcionamiento) que, a su vez, son complementarias. La aplica después en concreto al caso de Sevilla en los treinta primeros años del siglo y aceptando la idea de que el capital social es el "eslabón perdido" en la teoría del desarrollo, especialmente el económico, diagnostica que la pérdida de posiciones de Sevilla en la ordenación de riqueza de las ciudades españolas se debe a la endeblez de su capital social y al hecho de que éste estuviera monopolizado por la oligarquía terrateniente que no permitía que se abriera a sectores sociales más dinámicos y emprendedores.
Finalmente el número de la revista trae un último trabajo de Roberto Ceamanos, De la ruptura a la convergencia. La historiografía social obrera española y francesa (1939-1982) que es como una especie de estado comparativo de la cuestión. Útil para quienes pretendemos orientarnos en un campo que no es estrictamente el nuestro. Ceamano divide el periodo en dos subperiodos: en el primero, después del erial en que quedó la investigación historiográfica española tras el triunfo de los sublevados en 1939, el intento de recuperación en los años sesenta y setenta del terreno perdido frente a los avances muy notorios de la historiografía francesa que, a su vez se había renovado notablemente. Es decir, una especie de reelaboración del sempiterno atraso español, pieza fundamental de nuestro "excepcionalismo"; el segundo cuando, una vez, por así decirlo, homologados nuestros estudios, nos encontramos con que vuelve a haber un décalage (la expresión es suya) con la producción foránea, que ha vuelto a pegar un salto incorporando nuevos enfoques y una perspectiva multidisciplinar que obligan a la historiografia patria a seguir tratando de recuperar el terreno perdido. Mientras no se trate de un ejemplo de la aporía de Aquiles y la tortuga...
Las imágenes son: la primera de Alfonso Daniel Rodríguez Castelao, Portada de Atila en Galicia (1937) (Museo de Pontevedra, Pontevedra); la segunda, José Gutiérrez Solana, Recogiendo a los muertos (1937) (Blog Urban Idade); la tercera, Eduardo de Vicente, Pasaron los fascistas (1937) (Dibujos de guerra, Ciudad de la Pintura).