El centro Pompidou, que podía haberlo diseñado Braque, es la catedral del surrealismo en todas sus manifestaciones. En ella reina, a modo de altar mayor, el despacho de André Breton, un espacio de indecible abigarramiento en el que se escalonan y amontonan pêle-mêle cientos de objetos de la más diversa naturaleza, desde cachimbas a estatuas de la Polinesia. Pasmado, me preguntaba en dónde había visto algo parecido. Creo recordar que en el Museo de Historia de Madrid se conserva el despacho de Ramón Gómez de la Serna que recuerda a este. Salvando las distancias, que son muchas, como la que hay entre el Sena y el Manzanares. Una de esas imágenes que le vienen a uno a la mente y le amargan como madrileño cuando se mira con envidia el ir y venir de las enormes gabarras o los bateaux-mouches rebosantes de turistas pasando bajo los grandiosos puentes al lado de los cuales, el de los Franceses o el de Segovia o el de Toledo resultan deplorables.
Al grano, el Pompidou tiene una exposición temporal retrospectiva sobre David Hockney francamente buena. Comisariada por Didier Ottinger, se estructura cronológicamente, siguiendo la evolución del artista, desde los primeros tiempos en la escuela del "realismo socialista" inglés de los años cincuenta hasta la producción más moderna en que se mezcla la pintura con la fotografía y los ordenadores en un arte digital (móvil, cambiante, por ejemplo) que se vale de todos los soportes, de los vídeos a los ipads. La exposición (producto de una colaboración entre el Pompidou, la Tate Gallery y el Metropolitan Museum of Art) se entiende muy bien a sí misma, pero Ottinger complementa con un intersante escrito en que explica y documenta la asombrosa versatilidad de Hockney.
Se aprende mucho en la exposición y se corrigen ideas erróneas producidas por la ignorancia. Mi visión de Hockney se limitaba al período californiano, considerándolo como una prolongación del pop art con gotas de minimalismo y meclas de realismo e hiperrealismo. Colores, luz, pintura plana y con una temática de clase ociosa de escasísimo interés. Injusto. Ni siquiera había reparado en que aquellas obras introducían la homosexualidad explícita. No se detectaba la influencia formal de Bacon, pero estaba en el interior. Tras la pintura californiana vinieron los famosos dobles retratos (de los que hay varios en la expo) que apuntaban a un orden y representación distintos. Pero ahí me había quedado. Un juicio injusto a partir de unas obras concretas sobre un autor cuyo rasgo esencial es el de cambiar continuamente de estilo, de temas, de soportes.
La exposición permite encajar todas las piezas en un orden de evolución que da un sentido profundo a una obra y justifica la alta estima en que se tiene al artista. El hombre comenzó su aprendizaje en la pintura realista de la llamada escuela del Kitchen sink, o sea, el sumidero. Pintura realista, al estilo del realismo socialista, aunque los cuadros expuestos de esa época (años 50) me recuerdan más la pintura de Laurence S. Lowry en los Midlands. En todo caso, ese espíritu era el de los jóvenes de la ira dispuestos a destruir el orden social por vacuo e insincero. No deja de tener gracia que, andando el tiempo, cuando vio la obra de su antiguo discípulo que había triunfado, su maestro de entonces la considerara "adefesios". Quienes educaban en la protesta y la rebelión eran incapaces de asimilarlas. Suele suceder.
Luego de la formación protestaria pero dogmática, en los años siguientes, Hockney pasa por la versión inglesa del expresionismo abstracto de Pollock, la influencia de Bacon, el contacto con la obra de Dubuffet y, finalmente, la inmersión en Picasso, que le abre las puertas de su propia genialidad. Ahora se explican muchas cosas. Armado con ese descubrimiento y la militancia por la causa de la homosexualidad llega a la costa Oeste de los Estados Unidos y absorbe la luz con la ferocidad con que lo hacían los pintores centroeuropeos a llegar a Italia.
Todo eso para explicar que la evolución hasta el Gran splash y los retratos dobles tenía su miga y no había caído del cielo. Pero es menos de la mitad de la exposición. La otra mitad informa cumplidamente a un cada vez más asombrado espectador de la insólita evolución de este creador que, en uso de su programática versatilidad, no está dispuesto a dejar medio tecnológico alguno que pueda servirle para seguir abriendo horizontes a la percepción de la realidad.
Curioso encontrar los dibujos y grabados que le encargaron en 1975 para la ópera de Ígor Stravinsky, El progreso del crápula, sobre la serie de William Hogarth en el siglo XVIII. Este había pintado primero los óleos y luego hecho los grabados, de donde arranca Hockney que lo había estado estudiando. El arte de Hogarth es moralizante. El título, The Rake's Progress, toma prestado el término del título de una obra canónica en la mentalidad protestante, El progreso del peregrino, una alegoría del paso del tiempo y la vida humana. E invierte el sentido moral, aunque a veces lo entrecruza representa vidas paralelas pero en sentido inverso: el bien y el mal. Pero siempre se impone la fatalidad del destino y el paso del tiempo.
Esta preocupación por una temática especulativa acompaña a Hockney en los años posteriores en que cambia de la pintura a la fotografía para acabar integrándolas en una especie de reinvención del cubismo en que la imagen se fragmenta y se reconstruye constantemente. Pero sobre todo inolvidable es la experiencia de entrar en su composición de Las cuatro estaciones como el que entra en un gabinete mágico. Las paredes son paneles complejos articulados como mosaicos móviles con un programa de ordenador cada uno de los cuales representa una estación del año en movimiento. La transmisión alegórica del paso del tiempo se refuerza aquí con la experiencia inmediata, externa, de ese paso.
Bien aprovechada la visita, conclusión de un día que había comenzado rindiendo tributo el Emperador en Los Inválidos. Curioso personaje el corso, al que unos adoran y otros detestan. Pero todos los que lo detestan lo respetan, si no lo envidian.