En el museo del Prado hacen tres por el precio de uno. Con la entrada de la exposición de Ingres puede verse también otra de Luis de Morales, llamado el divino Morales y otra de cristalería artística de Milán en el siglo XVII, llamada arte transparente que también está muy bien para los aficionados a estas piezas de lujo, vinagreras, salseras, jarras, joyas labradas en cristal de roca con procedimientos secretos en la época y con un espíritu ornamental sobrecargado y barroco, escasamente de mi interés.
El Divino Morales ya es otra cosa. No sabemos en dónde nació el pintor, pero pasó toda su vida entre Cáceres y Badajoz en el siglo XVI, el gran siglo del Imperio. No se movió jamás de la zona salvo alguna breve estancia en Sevilla, en Portugal y en Milán y aun el viaje a Milán no es muy seguro. Puede parecer demasiado sedentarismo o quizá falta de curiosidad... o de necesidad en aquellos años en que en España todo el que podía, se movía. No era el caso de Morales que estableció un taller para pintar retablos, altares, obra de encargo para conventos, monasterios e iglesias, cosa que hizo casi a ritmo de producción industrial. Extremadura era entonces muy rica, estaba en la ruta de la plata de América y bullía de cenobios y edificios eclesiásticos que actuaban como mecenas y clientes del pintor. De hecho, la última parte de la exposición está dedicada a la obra de Morales por encargo directo del obispo de Badajoz Juan de Ribera, más tarde canonizado. El artista estaba tan a su servicio que se le consideraba el pintor de cámara del prelado, quien gustaba de hacerse retratar en los retablos de tema piadoso. Algo frecuente en la pintura flamenca que solía incluir a los donantes en las alas de los trípticos. En Flandes los donantes eran religiosos pero también personalidades de la vida civil, aristócratas, banqueros, altos funcionarios, comerciantes, mientras que en España solo había, al menos en Extremadura, mecenas del clero. Esta diferencia revela mucho sobre las que se daban entre los dos países, culturas y sociedades que, con el tiempo, no han hecho sino aumentar.
Toda la pintura de Morales es sacra. Entre él y su taller debieron de pintar decenas de Vírgenes, Madonas, todas según el mismo o muy parecido modelo, pasiones de Cristo, descendimientos, piedades y otros momentos religiosos con predominio de temas atormentados que invitaran al arrepentimiento a los fieles. Prácticamente en serie. Para individualizar algo sus cuadros, Morales incluía algún trampantojo, por ejemplo una mosca sobre una gasa o el antebrazo del niño Jesús. Con tal afluencia de dinero de América y tanta riqueza en los conventos y monasterios, el taller sin duda prosperaba y se limitaba a producir lo que la clientela demandaba, pintura piadosa. Los compradores no querrían correr riesgos y pedirían modelos de éxito garantizado y el taller se acomodaba a un nivel bajo de exigencia.
Morales había absorbido algunas influencias a las que se mantuvo fiel toda su vida, casi sin desarrollarlas: sus madonas son todas figuras de Rafael tratadas con el sfumato de Leonardo y con poderosas influencias flamencas. Por ejemplo, de los cuatro tipos predominantes de vírgenes que producía (y siempre la Virgen con el niño): la Virgen de la leche (que es el emblema de la exposición), la del sombrerete o gitana, la Virgen con el niño escribiendo y la del huso, las del sombrerete o gitanas tienen siempre una fuerte impronta de Durero, visible en el peinado y el color del cabello. No sé si la Virgen del huso tiene alguna concomitancia con el mito de las tres parcas y el hilo de la vida, pero pudiera. Los Cristos de la pasión también son todos muy parecidos.
Las obras no producidas en serie (aunque sí, probablemente, por encargo) tienen más personalidad y en ellas el artista revela considerable maestría. Las influencias siguen siendo italianizantes y flamencas en paisajes y composiciones, pero tienen personalidad y atrevimiento. La resurrección de Cristo o la oración en el huerto son piezas de mucha calidad. Llama la atención un Varón de los dolores que aparece sentado con las piernas cruzadas y el mentón apoyado en el brazo en una actitud que recuerda la Melancholia de Durero.
Una última observación respecto a la pintura religiosa católica. El Concilio de Trento, la cumbre de la Contrarreforma, describió al dedillo el programa iconográfico de la Iglesia, lo que era y no era admisible en punto a imágenes en lugares de culto u oficiales en que hubiera pintura sacra. Ese programa era estricto y estaba ya en vigor en todo el mundo católico que utilizaba la pintura como un instrumento de propaganda en sociedades en que el analfabetismo era casi total y apenas había clases medias, comerciantes y burgueses, empeñadas en leer. El mensaje se transmitía a través de las artes plásticas, la pintura y la escultura. La imaginería española, Berruguete, Montañés, Salzillo, etc., forma un género aparte dentro de la escultura. Se distingue en sus materiales (madera, ya que se trataba de imágenes que se sacaban en andas para encender el fervor popular) y en su expresividad, casi caricaturesca, acentuando los sentimientos. En verdad, parte de la pintura del Divino Morales muestra una expresividad que pudiera pasar por influencia flamenca de no estar más cercana a la imaginería española.
La observación se refiere al valor intrínseco de este arte al servicio de curas y frailes, hecho en serie, con un programa definido y que, aunque sea producido por artistas del talento de Morales, resulta frío y falso. No me parece que los protestantes que decretaron la desaparición de las imágenes de los templos, siguiendo criterios iconoclastas para fomentar la devoción como relación íntima con Dios y no como escenificación, perdieran gran cosa.