En el teatro del Centro Conde Duque de Madrid, la Joven Compañía trae la adaptación que en su día hiciera Nigel Williams de la novela de William Golding El señor de las moscas (1954). La he pillado de milagro, pues acaba hoy, sábado, pero estoy seguro de que se repondrá pronto pues tanto la adaptación como la dirección de José Luis Arellano y la interpretación son espléndidas.
Como se sabe, Golding escribió su novela en respuesta a otra de R. M. Ballantyne, la isla de coral, publicada a mediados del siglo XIX, un relato de la saga Robinsón, con tres adolescentes náufragos en una isla deshabitada, una historia de propaganda jingoísta, que sigue teniendo bastante éxito ciento cincuenta años después. Los adolescentes no solo sobreviven en una situación casi idílica, sino que hacen el bien en torno suyo: impiden crímenes, actos de canibalismo, liberan prisioneros, ganan almas para Dios y civilizan lejanas tierras. El objetivo es ensalzar la superioridad del hombre blanco, civilizado, cristiano e... inglés.
La novela de Golding es lo contrario. Como una distopía es lo contrario de una eutopía. Allí donde Ballantyne proseguía la leyenda de la antropología optimista del buen salvaje, al estilo de Pablo y Virginia, Golding se apunta a la antropología pesimista, más al de Hobbes cuando dice que, en el estado de naturaleza, la vida del hombre es solitary, poor, nasty, brutish and short.
Los diez o doce adolescentes de El señor de las moscas, tratan en un principio de sobrevivir en las condiciones extremas en que se hallan en una isla desierta del Mar del Sur a la que han llegado después de que se accidentara el avión que los evacuaba de Inglaterra en la guerra mundial. Intentan establecer los fundamentos de un orden social civilizado, basado en normas consensuadas por medios democráticos y decisión de la mayoría pero, poco a poco, van retrocediendo en su disciplina social, cayendo en comportamientos más y más conflictivos, agresivos, hasta que se produce una involución total y los muchachos escolares de diversos colegios ingleses se convierten en una horda de salvajes, crueles, criminales, dominados por el miedo, la superstición y el fanatismo enajenador. Toda traza de civilización se pierde, los personajes están movidos por pasiones y bajos instintos, renuncian al juicio, se dejan someter por el terror a puras imaginaciones e invenciones. Se entrematan.
El señor de las moscas es un verdadero tratado de filosofía moral y política en forma de relato literario y teatral. Nada garantiza el mantenimiento de la condición humana civilizada pues el factor de destrucción anida en el interior de las personas. Nuestros personajes viven aterrorizados porque dan en imaginar que la isla está habitada por una bestia cruel. Y el momento culminante es cuando el Señor de las Moscas (por cierto, el nombre de Belcebú en la Biblia) les advierte que, en realidad habita dentro de ellos mismos.
La historia está narrada con mucha maestría (que se recoge en la versión teatral), conjugando elementos simbólicos con relato realista y profundidad en el análisis psicológico de los personales. Entre los muchachos encontramos los tipos habituales de la convivencia humana en un mundo ordenado: el intelectual con juicio crítico pero sin empuje de acción; el líder de base democrática; el de base autocrática o dictador; el contemplativo con imaginaciones místicas; el de temperamento de sicario; el dubitativo e inseguro; el incrédulo, el cínico y los fervoroso y "auténticos" creyentes, dispuestos a no pensar y hacer lo que se les ordena.
El señor de las moscas es una magnífica parábola de la vida del hombre como animal racional en condiciones extremas que años más tarde algún necio convirtió en programas de televisión en los que se simulan situaciones parecidas. Como si el hecho de que la gente sepa que es objeto de espectáculo en millones de casas no falseara su comportamiento y convirtiera todo el montaje en una pura mamarrachada.
Por descontado, el oficial de marina que aparece al final (aquí convertido en un aviador) es un anticlimax. De pronto, aquellos salvajes sanguinarios y brutales, retornan el estado de la infancia en el que en realidad se encuentran. Y queda claro que, cuando desaparecen las normas de convivencia y la autoridad que las respalda, el individuo retorna al más brutal estado de naturaleza... aunque sea inglés.