J. M. Coetzee y Arabella Kurtz (2015) El buen relato. Conversaciones sobre la verdad, la ficción y la terapia psicoanalítica. Barcelona: Random House. Traducción: Javier Calvo. 182 págs.
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Un curioso ensayo este. Parece haberse originado en un intercambio epistolar entre el novelista Coetzee y la psicoterapeuta Kurtz. Pero se presenta extractado y, por así decirlo, trasmutado en un diálogo. Un intercambio de opiniones sobre un conjunto de temas que apasionan a cualquier lector y, desde luego, a cualquier escritor: cuestiones de la memoria, los recuerdos, la identidad, el individuo y el grupo, las mentalidades colectivas, la culpa, etc. Tratadas desde una doble perspectiva, la literaria y la psicoanalítica, con lo que por sus páginas deambulan Dostoievsky, Austen, Hardy, Fielding, Freud, Klein, Winnicot, etc. La gran categoría de Coetzee permitía esperar un texto de sumo interés y así es, en colaboración con Arabella Kurtz, de quien no tenía referencia alguna y cuyo nombre y apellido parecieran acomodarse al tema de la creación, la fabulación, la obsesión o el recuerdo, en homenaje al Kurtz del Corazón de las tinieblas.
Ya en el arranque se plantea sin ambages la cuestión que preocupa a los dos intervinientes desde su dos perspectivas, esto es, la de la verdad y la naturaleza de las ficciones. Coetzee las fabrica y Kurtz trata de descubrir su origen con fines de terapia. Ficción viene del latin fingere, moldear, dar forma (p. 13). Imposible no recordar aquí que Pessoa definía al poeta como un fingidor. Por eso Coetzee recuerda que el motivo por el que Platón expulsa a los poetas de la república es porque, si han de elegir entre la verdad y la belleza, invariablemente, los muy ladinos, eligen la belleza (p. 17). Pero Kurtz recuerda que lo suyo es averiguar la verdad porque se gana la vida así: la verdad que ha de hacer asomar entre la hojarasca de las ficciones que fabrican los pacientes para protegerse. Coetzee no se lo pone fácil y, sin mencionar a Kant, la confronta con la idea kantiana de la imposibilidad del conocimiento de la "cosa en sí", de la verdad. El mundo se divide entre una supuesta realidad nouménica, libre de interpretación y otra creada libremente por nosotros a la que podemos llamar "fantasía" y nos sirve para reconciliarnos con nuestros recuerdos (p. 28) o para escribir novelas.
Aparece aquí una de las cuestiones más espinosas e interesantes de este interesante ensayo. En el fondo, dice Coetzee, somos libres de inventarnos nuestro propio pasado como se nos antoje, gracias a lo cual hay novelistas en el mundo. Pero la idea de que no es así se basa en la fe en la justicia del universo (p. 37). Se acumulan en este pasaje consideraciones profundas y muy sugestivas sobre esta cuestión de la culpabilidad, el recuerdo, el arrepentimiento, la memoria. Según el psicoanálisis, la represión consiste esencialmente en la ocultación de un recuerdo que no se quiere aceptar. El caso de Edipo es patente. Luego llega la literatura y fabula situaciones muy distintas: cree el personaje que su secreto está bien guardado en un pasado remoto y, de pronto, ese pasado revive con la llegada de alguien, como en una novela de Thomas Hardy. O, más fascinante aun, Hester Prynne, la protagonista de La letra escarlata, acepta llevar la marca de la infamia que le impone la comunidad, pero no lo hace con resignación sino con orgullo, pues niega a esta capacidad para condenarla moralmente. Y, por supuesto, tratándose de crimen, recuerdo y expiación, Dostoievsky aparece y reaparece (46) sobre el fondo de su célebre apotegma: "Si Dios no existe, todo está permitido", que, en realidad viene a ser como una glosa a los versos del poeta persa Saadi: "Temo a Dios y, después de él, solo temo a quien no lo teme".
El genio de Coetzee lo lleva a preferir la verdad inventada a la real, como hace don Quijote (p. 66). Somos libres de inventarnos lo que queramos. Lo único que no podemos invertarnos es la muerte (p. 68). No siendo esto, la libertad es absoluta en medio del desorden generalizado. El pasado, tanto el individual como el colectivo es siempre más caótico que ninguna versión que podamos contar sobre él (p. 74)
Entramos ahora en lo que, a juicio de este crítico, es la esencia del libro, de la reflexión, por lo demás casi toda ella de Coetzee porque Kurtz añade poco fuera de su convicción, correcta, por supuesto y muy psicoanalítica, de que solo podemos llegar a la verdad sobre nosotros mismos a través de los demás. Los demás. Esa es la sempiterna cuestión. El individuo y el grupo, la masa, la multitud, la muchedumbre, aquello que, como decía Montesquieu en las Cartas persas "empequeñece el cerebro de los individuos". Sobre esto, el novelista, el fabulador, tiene mucho y, dada su gran sensbilidad, muy interesante, que decir. No tanto Kurtz, ya que la psicología y el psicoanálisis tienen poco que ver con las colectividades. Sin duda hay una psicología de masas (Le Bon, Reich, etc), pero es poco más que metafórica. De las masas y colectividades se ocupa más la Sociología. No tiene mucho sentido hablar de una psique grupal (p. 93), aunque esta sea la base misma de una próspera ocupación mercantil llamada "relaciones públicas."
Como nativo de Sudáfrica que vivió el Apartheid, y habiendo vivido experiencias asimismo de Australia y el Canadá, Coetzee tiene una preocupación especial con un problema contemporáneo muy extendido, poco reconocido, con mucha carga emocional y que -aunque el autor no menciona nuestro caso- tiene mucho que ver con los españoles. Este problema es el de las sociedades de colonos y sus pasados colectivos racistas y/o genocidas (p. 81). Los australianos blancos hoy día siguen siendo herederos y beneficiarios de un gran crimen cometido en el pasado con los maoríes (p. 76). Y los mismo pasa con los canadienses y, desde luego, los estadounidenses y los indios: son sociedades escindidas en lucha con su propio pasado. Esto de las reacciones escindidas le recuerda a Coetzee lo que decía D. H. Lawrence a propósito de James Fenimore Cooper, el de El último mohicano: una vez exterminados los indios hay que convivir con el pasado de culpabilidad. Será así, sin duda y, poco a poco va abriéndose camino la idea de que hay que compensar a los aborígenes por el expolio y el genocidio a que los sometimos. Sin embargo, hoy no vemos que los estadunidenses se sientan culpables por pisar una tierra robada (p. 90). En realidad, estos yanquees, como los australianos, en la medida en que se hacen cargo de este drama, lo encajan recurriendo al Zeitgeist (p. 83). Sí, nuestros antepasados fueron esclavistas, asesinos, ladrones, genocidas y ese recuerdo nos atormenta; pero no nos obliga (mucho) porque eran los usos, ideas y creencias de aquella época.
No hay duda: el demonio-fantasma del aborigen exterminado se introduce en la psique colonial, que se escinde y empieza a pelearse consigo misma, que busca sistemas internos de defensa (p.91). Pero la pregunta que planteábamos más arriba respecto a los españoles se mantiene: nadie pretende embellecer el carácter inhumano, cruel, sanguinario, genocida, de la conquista española de las Indias y, como se prueba con la obra de Fray Bartolomé de las Casas, la famosa "conciencia escindida" del colono empezó a funcionar rápidamente a través del Zeitgeist. ¿Por qué, sin embargo, se admite en el caso de los esquimales canadienses, los pueblos de la pradera en los EEUU, los maoríes en Australia pero no en el de los aztecas o los incas de hispanoamérica? No pretendo embellecer unos u otros casos, pero me gustaría conocer alguna razón que justificara esta diferencia de trato.
Del pasado y la memoria colectivos, a las experiencias grupales en el presente. El diálogo se hace aquí más intenso, aunque también más obvio. Lo primero pareciera ser la legitmidad y el alcance del concepto de "grupo". Determinadas experiencias y resultados nos permiten hablar del trabajo en equipo: el fútbol o el sistema Windows (pp. 100, 112). Aparece, cómo no, el "grupo" por excelencia, que es la nación y el nacionalismo (p. 100). Las observaciones de ambos son inteligentes, sin duda pero, como en España hemos hecho un supermáster en la materia, las dejaremos de lado porque estamos al cabo de la calle. Véase, por ejemplo: pertenecer a un grupo da seguridad. El niño que no pertenece a un grupo es infeliz (p. 115). Está bien, pero es algo soso.
Kurtz está segura de que una familia es un grupo (p. 116). Desde un punto de vista psicológico eso es razonable; desde uno sociológico, requiere algún matiz. La familia es un grupo, sí, pero ¿se rige por las mismas pautas, los mismos valores que los otros grupos? El reparto de roles en ella, ¿es similar a los demás grupos? La familia socializa, "constituye" a la persona, al niño. ¿Puede decirse lo mismo de otros grupos, muchas veces determinantes, como el ejército, por ejemplo, o la iglesia? La función que la figura del otro (p. 122) ejerce en las relaciones del individuo con el grupo, es análoga en la familia y en el ejercito? Una ojeada a los obras de Erwin Goffman nos convencerá de que no.
Coetzee recuerda que Donald Winnicot escribió mucho sobre el "falso yo", cuando un niño acepta demasiada verdad ajena a expensas de su incipiente capacidad de conocerse a sí mismo en el seno de la familia (p. 129). En las relaciones con los demás funciona la proyección (p. 130), algo que si es evidente en los círculos más restringidos familiares resulta apabullante en la vida pública, especialmente en la política. El descaro con que unos políticos acusan a los adversarios de hacer lo que ellos mismos hacen quizá no tenga parangón en el ámbito de la hipocresía y el cinismo, dos vicios que parecen tan inherentes a la acción política como la lucha por el poder. De ahí que, siguiendo a Bion y, sobre todo, Menzies Lyth, el novelista sudafricano sostenga que, en cuanto se forma un grupo, parece producirse una regresión (p. 133) . La finalidad del grupo es tener enemigos-víctimas a quienes se pueda atacar para defender el grupo (p. 135). Quizá por eso sea por lo que ambos parecen coincidir en una amarga conclusión: hoy es imposible establecer una "psicología grupal" (p. 157)
Se aprende mucho sobre la forma de razonar de un escritor de ficción, un novelista, cuando expone sus problemas en el manejo de su oficio.