Tomo prestado el título de un libro de mi amigo y colega Josep-Maria Colomer, un adelantado en estos asuntos, como en otros. Cataluña es tan cuestión de Estado que, por fin, algunos están cayendo en la cuenta de que la llamada cuestión catalana no es tal. Es la cuestión española, la sempiterna cuestión española. Por si hubiera alguna duda, escúchese a Artur Mas en una intervención especialmente lúcida: "Catalunya no s'ha cansat d'Espanya. S'ha cansat de l'estat espanyol". Parece un juego de palabras, pero tiene fondo. Hasta ahora, los nacionalismos no españoles negaban la existencia de España, ni siquiera mencionaban su nombre, y preferían el de Estado español. La pobre España solo recibe reconocimiento cuando se la despide.
Desde luego, una cuestión de Estado. De supervivencia del Estado y, con él, de la propia España como tal. Los españoles, como los británicos, otean la posibilidad de quedarse sin parte de su país y por ello, de quedarse sin su país. Situación no enteramente insólita pero de la que hay pocas experiencias. No es algo que todo el mundo considere inevitable, aunque desgraciado, como la muerte de los padres, de los familiares, de uno mismo. Se considera desgraciado, pero ¿por qué inevitable? Perder a los familiares, ¡qué se le va a hacer! ¿Perder el país? ¿El país en el que uno ha nacido? Ver cómo cambia de forma, adopta quizá otro nombre, se organiza de forma distinta. Eso, ¿cómo se asimila?
Revientan aquí los diques y contenciones ordinarios de la vida social. Estallan sentimientos y pasiones que obnubilan el juicio. Se oyen lo ecos de mi Patria, con razón o sin ella, que convierte el nacionalismo en una fuerza depredadora. Empiezan a considerarse todos los métodos posibles, legales o ilegales, lícitos o ilícitos, morales o inmorales. Todo por la Patria. Todo es todo, el juicio moral lo primero. En este cenagal se encuentran los mails, whatsapps, SMSs o lo que se hayan intercambiado Jorge Moragas, hombre que tiene el oído del presidente, y la pareja o ex-pareja del hijo de Jordi Pujol. Pura guerra sucia del gobierno contra el soberanismo catalán. El tiro le ha salido por la culata, pero es una prueba de que, además de una cuestión de Estado, Cataluña es una cuestión de psiquiatra.
¿Es muy aventurado decir que en el nacionalismo español hay una radical esquizofrenia frente a Cataluña? Los españolazos odian a los catalanes (catalufos, putos catalanes, polacos, tacaños, paletos, antiespañoles, etc.), pero no los dejan marcharse. Los desprecian, los echan, los expulsan, pero no quieren que se vayan y están dispuestos a hacer lo que sea porque no lo consigan. Los catalanes son odiosos porque están siempre diferenciándose -cosa que fastidia mucho en los rebaños- y queriendo irse. Pues que no se vayan y que se fastidien, como nos fastidiamos todos con ellos. Es lo más parecido a una bronca doméstica en la que uno de los cónyuges no concede el divorcio al otro. Un infierno, vaya. Se le puede llamar "paz conyugal" como se puede hablar del "entendimiento entre los pueblos y tierras de España". Pero los nombres no demuestran la cosa. Hágase una prueba: exáminese la biografía, el comportamiento de cualquier político español, sobre todo si de derechas, cuando dice que "ama a Cataluña". ¿A que suena como cuando un racista dice que no es racista?
Por supuesto, poca gente habla con claridad porque el asunto es muy bronco al sur del Ebro. Las amenazas sí son explicitas: si Cataluña se va, las pensiones no se pagarán, los funcionarios no cobrarán, el país se empobrecerá, quedará aislado internacionalmente, será presa del crimen organizado y padecerá la peste bubónica. El resto del discurso, caso de haberlo, es esquinado, implícito, tan lleno de mala fe como el amenazador, pero más suave en la forma: somos una gran nación, la soberanía es de todos los españoles, todos debemos pronunciarnos sobre si Cataluña se va o se queda, todos somos españoles y nos queremos; queremos incluso a los independentistas que, en realidad, son buena gente, pero manipulada por un puñado de sinvergüenzas y ladrones. Es un discurso de mala fe pero que aparenta ser de buena.
No es necesario liarse en una discusión sobre quién entiende mejor España. En su inauguración como Rey, Felipe VI lo dejó meridianamente claro. Como es un monarca medio progre, casado con una republicana encriptada, vino a decir en su discurso que España era un lugar abierto en el que coexistían formas diversas de sentirse español. ¡Menudo reconocimiento del pluralismo de España! Ni Pi i Margall lo hubiera mejorado. Y en boca de un Borbón con el que coinciden hoy encantados de la vida los dos partidos dinásticos. ¿Qué quieren más los catalanes, a ver? Muy sencillo, reclaman el derecho, obviamente no reconocido por el Rey ni sus cortesanos, a no sentirse español o a sentirse no español.
Cabe preguntar ¿que han hecho los intelectuales españoles en relación con el nacionalismo catalán más reciente y el recentísimo proceso soberanista? ¿Que ofertas, propuestas han partido de los estamentos pensantes del país para Cataluña? ¿Qué diálogos, puentes de entendimiento, reflexiones conjuntas han emprendido? Los estudiosos, los escritores, los académicos españoles, rehúyen el bulto en lo tocante a Cataluña y, si algo han manifestado a veces es una abierta hostilidad al nacionalismo catalán y al reconocimiento del derecho de autodeterminación. Y si eso pasa con los intelectuales, incapaces de enfrentarse a una crisis en su idea de nación, no es difícil imaginar qué tengan en la cabeza los hombres y mujeres de acción, los políticos, las dirigentes partidistas, las presidentas. Estas blanden el poder.
Compárese con el Reino Unido.
- ¡Eh! -dicen los nacionalistas españoles- Que Escocia no es Cataluña. No pueden compararse.
- Claro. Ni el Reino Unido es España; qué más quisiera esta. Son distintas. Por eso las comparamos. Si fueran iguales, ¿para qué íbamos a compararlas? Y, sí, son casos muy distintos precisamente en el modo de afrontar un problema idéntico: la gestión de una crisis secesionista. En el Reino Unido se han implicado los intelectuales, los artistas, los académicos, así como los políticos. Hay varios debates cruzados, en la calle, en las instituciones, en la prensa. Todos civilizados, democráticos, pacíficos. La cuestión es tan decisiva para la supervivencia del país como lo es la de Cataluña para España. Pero se encara de forma muy diferente, tranquila, sin exageraciones y permitiendo con ello que la gente se informe bien sobre el alcance de un voto que será decisivo para todos. Y, por supuesto, a nadie en el Reino Unido se le ocurre negar que la independencia de Escocia que, por supuesto, afecta a todo el país, sea asunto que deban decidir solos los escoceses.