dilluns, 30 de setembre del 2013

Lección inaugural en la UNED.


Me ha correspondido dictar la lección inaugural de este curso en la UNED. Es un gran honor para mi Facultad y para mí personalmente y espero estar a la altura de las circunstancias. He preparado con todo esmero un texto que lleva el título de la ilustración De la legitimidad del poder y la dignidad de la política, que reproduzco a continuación. Este texto, una síntesis, será el que exponga porque la lección, ya impresa, es bastante más extensa.

La apertura se celebra en el salón de actos de la UNED, edificio de Humanidades, c/Senda del Rey s/n a las 11:30 de la mañana y tod@s l@s lector@s de Palinuro están cordialmente invitad@s.

A continuación incluyo el texto de la lección, aunque no las imágenes, sobre todo estadísticas y datos porque están en una presentación PWP y no puedo subirla, salvo que la convierta en un vídeo, habilidad que me propongo aprender pero que aún no está a mi alcance.

Actualización a las 20:30 de hoy. Ya está subido a la red el vídeo completo del acto de inauguración: aquí. En él se encuentram las intervenciones completas de la secretaria general de la UNED, un servidor, el secretario de Estado de Universidades y el rector, Alejandro Tiana Ferrer. Igualmente el texto completo de la lección inaugural que en la exposición oral hube de resumir por razones de protocolo.




DE LA LEGITIMIDAD DEL PODER Y LA DIGNIDAD DE LA POLÍTICA.


De la legitimidad del poder y la dignidad de la política.

                                                                                                                                     Ramón Cotarelo

          Vivimos en un momento histórico que no lo es salvo por el hecho de que es el que nosotros vivimos, lo cual parece suficiente para animarnos a emplear el término. La prevalencia de una crisis que todos dicen haber esperado pero nadie previó hace que el rasgo esencial de ese momento histórico sea nuestra conciencia de fracaso, de catástrofe. Es esta tan aguda que una de las teorías más difundidas en los últimos años en las ciencias sociales es la doctrina del choque, que Naomi Klein descarga sobre la problemática conciencia del capitalismo del desastre (Klein, 2007).

             Esta conciencia de vivir una especie de catástrofe que venía a ser casi el estado de ánimo de la contemporaneidad (Cotarelo, 1985), a partir de la crisis del antiguo régimen parece haberse llevado por delante una antigua y sospecho que, en el fondo, inexistente complacencia de las generaciones, adquiere contornos abrumadores en la época contemporánea, como se muestra en la obra de Spengler, que tanto influyó en España o la de Sorokin o la de Husserl, cuya fenomenología trata de ser una cura a esa conciencia de crisis de las ciencias europeas. Tras haber pasado por un siglo XX que quiso ser culminación del progreso y presenció el Goulag, los campos de concentración, el Holocausto y los campos de la muerte, hoy el saber convencional  presume de ver el mundo como una unidad en la era de la globalización.

      Dos consideraciones empíricamente observables nos obligan e interpelan en nuestra conciencia de contemporáneos: 1ª) en un mundo de 7.000 millones de habitantes, hay 898,731,277 de gente que sufre desnutrición mientras que 1,578,476,124  tienen sobrepeso y : 6,891,629 que han muerto de hambre en lo que va de año. Niños que mueren de hambre, enfermos de sida, desplazados internos, exiliados, violencia, etc. Basta con echar una ojeada al grado de realización de los objetivos del Milenio de las Naciones Unidas para darse cuenta de que las perspectivas no son halagüeñas. Las diferencias de riqueza son apabullantes: el PIB por habitante del país más rico, Qatar (102.000 $) es 225 veces mayor que el del más pobre, la República Democrática del Congo (400 $). 2ª) la concomitante crisis económica deja datos aterradores. Así, de nuevo no es difícil encontrar que entre el salario medio de la gente y los de los altos ejecutivos y dircoms, de las grandes empresas y las bancas hay diferencias aun mayores, más escandalosas. Igual que cifras de paro en distintas partes que antaño provocaban crisis políticas. El paro ha subido en todas partes. En la UE es del 11%. En España, como se sabe, el 26 % . Tanto en lo internacional como en lo nacional las estadísticas no dejan lugar a dudas: pobreza, hambre, mortalidad infantil, epidemias: se ensancha la distancia entre la minoría de ricos, cada vez más exigua y la mayoría de pobres, cada vez más nutrida en el aumento de aquella circunstancia humana que es la verdadera línea divisoria, la única real, entre las posiciones políticas y juicios éticos de las personas: la desigualdad humana.

Nos preguntamos si es justo que según el World Institute for Development Economics Research, el 1%  de los adultos posea el 40% de los activos globales en el año 2000, y que el 10 % de los adultos más ricos representen el 85 % del total mundial. O que el 50 % de la población adulta del mundo  tenga el 1% de la riqueza mundial. Y lo miremos como lo miremos, la respuesta solo puede ser “no”. Incluso quienes sostienen por ideología o filosofía que la desigualdad es parte de la condición humana (y quizá deba seguir siéndolo) reprueban unas desigualdades tan acusadas, que se pueden cuantificar y calcular en la más terrible de las monedas: la esperanza de vida. El ser humano es contingente pero la diferencia que va de nacer en el Congo a hacerlo en el Japón es tan abismal que indigna cualquier conciencia por laxa que sea. Teniendo en cuenta, además, que la esperanza de vida, al margen de otros argumentos románticos, está directa y positivamente relacionada con la riqueza.

               Las explicaciones son variadas, como siempre y unas más válidas que otras. Hay quien dice que el funcionamiento del capitalismo es así. Los marxistas lo ven como algo ineluctable y, aunque en su doctrina afloran frecuentes controversias sobre conceptos que Popper llamaría historicistas, la convicción final es que, la evolución del modo de producción está predeterminada en la ley de la tendencia a la baja de la tasa de ganancia, que terminará con un fracaso final de ese modo de producción (Wright, 2010).

               Hay quien coincide en que el comportamiento del capitalismo es así, pero no lo concibe como una catástrofe, sino como los altos y bajos de una evolución real, agitada por la historia. De hecho, la teoría económica clásica, la keynesiana y la neoclásica todas hablan de ciclos: largos, cortos, regulares, irregulares, pero ciclos al fin y al cabo (Romer, 2008). Sea la explicación que sea, en algo podremos coincidir: esta catástrofe, este fracaso, temporal o permanente, es obra nuestra; no es un fenómeno natural, como el pedrisco, sino producto del funcionamiento de nuestras instituciones, nuestras normas, proyectos, costumbres, pautas, leyes. Es el fracaso del Lebenswelt, ese mundo de vida hecho por nosotros pero que nos trasciende (Eden, 2005).

Tomamos conciencia del fracaso y decidimos abordarlo introduciendo reformas, leyes, decretos. Queremos reformar para bien una realidad que vemos injusta a base de cambiar sus leyes e instituciones. Pero la sociedad no se cambia por decreto (Crozier, 1979). Se cambia mediante la educación, la costumbre, la comunicación el debate, el diálogo. De ahí salen los cambios. No de las leyes. El derecho no está para cambiar la sociedad, sino para conservarla, afirmarla, protegerla. La doctrina del uso alternativo del derecho fue interesante pero seguramente errónea o quizá mal entendida (Ibáñez, 2006) Está para asegurar la realidad existente y permitir que pueda funcionar en libertad y espontaneidad. Y de ese funcionamiento libre y espontáneo surge el avance de la especie. Un avance en el vacío, en lo ignoto, en la tierra desconocida, pues la humanidad solo avanza hacia lo desconocido ya que esa es su naturaleza y destino. No tiene camino predeterminado. Lo hace ella misma. Improvisa, innova, inventa. Y ahí, en ese terreno del permanente amanecer, en donde hay que actuar para el futuro sin guía alguna, se da lo mejor y lo peor de la especie. Ese es el problemático terreno de la política.

Pongámoslo de otro modo, echando mano de la argumentación ética. La convicción ética de la especie está clara. Victoria Camps acaba de publicar una estupenda obra de historia de la ética (Camps, 2013), premio nacional de ensayo de 2012, en la que reconoce la deuda que todos los de su generación tienen con la visión de la disciplina de Alasdair McIntyre, y su concepción de la multiplicidad de racionalidades morales que, sin embargo, compatibiliza con la idea normativa de una ética basada en la virtud al modo aristotélico. (MacIntyre, 1997). Interesante es que esa multiplicidad de racionalidades morales (en donde late el eco del pluralismo de los valores, de Sir Isaiah Berlin, 1969), solo pueden considerarse a su vez, como presupuesto de su propio ser, de un modo discursivo. Igual que el pluralismo de valores solo se hace patente en el terreno del libre debate, la comunicación y la deliberación. Y estos no sirven de nada si no se da el requisito habermasiano de la veracidad; es decir, si los discursos públicos están plagados de mentiras.

En el mundo occidental compartimos un sistema axiológico más o menos hecho de religión judeo-cristiana, filosofía griega y derecho romano/germánico (sin merma de los sistemas de raíz consuetudinaria). Esos valores éticos implican convicciones morales compartidas. Y, sin embargo, hay entre ellas discrepancias muy acusadas, basadas en valores distintos, hasta antagónicos, excluyentes. Basta con pensar en el aborto o la eutanasia. Su existencia y la convicción de que debe preservarse el orden civilizado de convivencia nos obligaron a consagrar el principio de tolerancia. Es opinión general que la tolerancia fue un paso de gigante. Hoy, sin embargo, fenómenos nuevos de multiculturalidad obligan a reflexionar sobre él y obligan a adaptarlo a los tiempos. Se trata de un debate típicamente político porque tiene un origen ético e inconmensurable.

Esos elementos morales que decimos compartir albergan todo tipo de dificultades y no solo con el principio de tolerancia sino con otros de mayor alcurnia como, por ejemplo, la distinción jurídica, moral, política, fáctica incluso, entre el ser y el deber ser, ese campo de Agramante que viene siendo la relación entre ética y política.

Los gobernantes saben que deben ser virtuosos e intachables. Virtuosos en el sentido etimológico tradicional de la virtud latina, entroncada en la areté griega (los gobernantes deben hacer lo propio del gobierno) y en el sentido moral y religioso que ha adquirido después. Así lo han venido pregonando todos los relojes y espejos de príncipes que han sido, incluido uno de los más emblemáticos, el Del Rey y de la Institución Real, de Juan de Mariana, libro quemado en la Sorbona (hubo un tiempo en que hasta las Universidades quemaban libros) por haber osado proclamar la doctrina del tiranicidio. Se trata, pues, de un saber convencional de universal compartición: todos los gobernantes saben que deben ser intachables, virtuosos, prudentes, magnánimos y, sobre todo, honrados.

¿Por qué muchas veces no lo son?

Una concepción aparentemente humanitaria, comprensiva, casi caritativa, nos dice que errar es humano y que, en definitiva, también los gobernados, los profesores de Universidad, los taxistas, los empleados de aduanas, sabemos que debemos ser intachables y muchas veces no lo somos. Hay en este paralelismo un sofisma oculto. Está en la base según la cual cada sociedad tiene la política, los políticos, los gobernantes que se merece. Aparentemente, esta conclusión viene avalada por una visión realista, crítica, profunda. ¿No decíamos antes que no se cambia la sociedad por decreto, que más que las normas cuenta la lenta evolución de la sociedad, la educación, las costumbres, eso que los politólogos medimos como “cultura política”? ¿No nos acercamos más así a la perspectiva conservadora burkeana, rechazando la falacia naturalista y aferrándonos al “crecimiento orgánico” de las sociedades? (Burke, 1969). Si los gobernantes no son ejemplares es porque los gobernados tampoco lo somos, pues, como seres humanos, según decía Kant, estamos hechos de “madera torcida, de la que nada recto podrá salir jamás” (Kant, 1964, 6ª), una idea resignada y escéptica con la que Isaiah Berlin tejió su estupenda historia de la filosofía política (Berlin, 1991), sin duda esperando el advenimiento del Reino de los cielos, cuando todo “lo torcido será enderezado” (Isa, 4º:4, Luc, 3:5).

La respuesta a esta pesimista consideración es que hay una diferencia –entre otras- esencial entre los gobernantes y los gobernados. Estos no se proponen como ejemplos, modelos o guías, no dicen a los demás qué tienen que hacer ni les señalan el camino. Recuérdese el argumento de Sócrates sobre el gobierno como banda de ladrones frente a Trasímaco en La República de Platón. Los ladrones también tienen una ética; no podrían robar sin ella; pero no pueden ofrecerla como modelo a la sociedad. Pueden decir una cosa y hacer otra, como mucha gente, pero no pueden mostrar lo que hacen y han de ocultarlo. Aunque pueda parecer contradictoria con la visión de la “madera retorcida”, una visión kantiana radical nos dirá, sin embargo, que esta explicación es inadmisible por cuanto todos estamos obligados a ser virtuosos e intachables. Y es cierto, pero las importantes implicaciones de esta certeza quedarán para más adelante.

El fallo parece pues estar no en la convicción ética de la época, que todos comparten; no en el juicio moral de cada cual que es intransferible, sino en el mecanismo de unión o articulación entre ambos, el punto de inflexión en que los dos coinciden: el momento en que el individuo tiene que actuar como individuo, como sujeto moral en un contexto ético, el momento de la responsabilidad individual, la “caja negra”, el punto ciego del comportamiento humano. De nuevo el campo de la política. Allí donde suele suceder que se produzca esa frecuente contradicción entre lo que se dice y lo que se hace, una disonancia muy habitual en todo quehacer humano pero especialmente señalada en política en donde, a veces, quienes incurren en ella sostienen no hacerlo.

Los de clásicas me dirán que no estoy descubriendo nada, que es la enésima repetición del famoso verso virgiliano del Video meliora, proboque, deteriora sequor. Y dirán bien, porque es así. Y ¿no es asombroso que siga teniendo la misma fuerza que hace 2000 años? Es más, podemos poner muchos ejemplos de la extraordinaria vigencia de esta inconsistencia, esta contradicción consagrada en el orden teórico por Leon Festinger como “teoría de la disonancia cognitiva” (Festinger, 1957). Puede verse en el hecho llamativo de que en la declaración de independencia de Virginia, que empieza con esas hermosas palabras tan ilustradas, tan universales, tan eurocéntricas, (We, the People…) figure la firma de Jefferson, un hombre con cientos de esclavos.

Nos ahorramos echar mano de otros ejemplos, igualmente ilustrativos. En definitiva, la legitimidad de los gobernantes descansa sobre ese deber ser intachables, ese tener un comportamiento virtuoso, ese dar ejemplo.

¿Por qué? Porque la democracia, hoy forma de gobierno universalmente respetada, es un régimen de opinión, de buena o mala opinión. Eso era ya la democracia ateniense, un gobierno de opinión. La cosa en sí ya estaba. Su juicio, sin embargo, hubo de pasar por numerosos avatares. Aristóteles, sabido es, la situaba entre las formas corrompidas y propugnaba su contrario, la Politeia que todos los teóricos y estudiosos han tenido que traducir como “democracia”, aunque también hay quien prefiere el término república. Luego pasó por opiniones también muy adversas en la historia de la filosofía política.

El único fundamento de legitimidad del poder hoy admisible es el poder por consentimiento de los ciudadanos. Ciertamente, esto abre un terreno de controversia e investigación muy amplio, en concreto, la posibilidad de que, desde siempre pero muy especialmente en la era de internet y las TICs, el consentimiento pueda fabricarse. El enorme peso alcanzado hoy por la comunicación política, la ingente cantidad de consultorías, asesorías dictámenes e informes de miles de “expertos” pasan por la convicción de que, mediando ciertas técnicas o recurriendo a ciertos procedimientos, pueda cambiarse la opinión de las personas y llevarlas a consentir en lo que, de otro modo no harían. De hecho, la segunda parte de la Crítica de la razón cínica, de Sloterdijk, la que señala el cinismo contemporáneo –muy distinto del clásico filosófico- como un pensamiento y acción especialmente dominados por consideraciones estratégicas (las que en Habermas coartan las posibilidades de la comunicación emancipadora), da buena cuenta de este extendido criterio que, efectivamente, es cínico (Sloterdijk, 1983).

No es un asunto que nos interese especialmente dado que nuestra cuestión aquí es ética, antes que comunicativa, pero hay que mencionarlo siquiera sea sucintamente ya que contiene un elemento que es crucial en nuestro razonamiento. Hay un importante debate político, mundano y académico, que gira en torno a la cuestión del valor del principio de la mayoría en la época de los medios de comunicación de masas, esos que permiten hablar de “democracia de audiencia” (Manin, 2012), de “videopolítica” (Sartori, 1989) y, más recientemente, de “ciberpolítica” (Cotarelo, 2013), todo lo cual ha dado lugar al auge del marketing político, actividad en permanente crecimiento cuya esencia consiste, como su nombre indica, en mercantilizar los aspectos decisivos de la acción política, en concreto, la deliberación, la decisión, el consentimiento ciudadano formulado a través del principio de la mayoría (Martín Salgado, 2002). Es un territorio que ofrece nuevas perspectivas a través de la asociación de la neurociencia con la política, una de cuyos más típicos empeños consiste en indagar los vínculos entre los factores cognitivos y las actitudes políticas (Amodio, 2007) No es necesario señalar las posibilidades que esto abre a la comunicación política, disciplina que, de siempre, ha mantenido complicadas relaciones con la propaganda y, con las prácticas de manipulación política que derivan, les guste o no, de las venerandas teorías elitistas.

La vinculación de la legitimidad al consentimiento sitúa aquella en su terreno exclusivo, el de la  subjetividad, (por lo demás en congruencia con otras perspectivas subjetivistas, como la económica, frente a la teoría del precio justo o la militar, frente a la teoría de la guerra justa) desde el momento en que se dice que es legítimo lo que la gente voluntaria, libre, subjetivamente reputa como legítimo. Ciertamente, esto remite de nuevo a la cuestión de las convicciones íntimas y, por lo tanto, a los territorios eminentemente pragmáticos de la comunicación política. Será tentador para el gobernante ilegítimo manipular la opinión en la esperanza de convencer a la gente de que lo ilegítimo es legítimo. Igual que, del otro lado, habrá quienes quieran convencer a la ciudadanía de que el gobierno legítimo es, en verdad, ilegítimo. Ambos son los polos extremos de la propaganda política cuya esencia quedó retratada claramente en la intervención de Joseph Goebbels en el IV Congreso del Partizo Nazi alemán, en Nurenberg en 1934: “Puede estar bien poseer un poder que descansa sobre los fusiles. Pero está mucho mejor y es más satisfactorio, conquistar el corazón de la gente y conservarlo.”

Conquistar el corazón de la gente. Pura subjetividad. Eso es la política. Porque ¿cómo conquista el gobernante el corazón de la gente en un sistema democrático y no en un Estado totalitario? ¿Diciendo la verdad o diciendo lo que la gente quiere oír? El problema es algo espinoso pero solo en apariencia cuando se viene a decir que no hay forma de conocer “la verdad” en una sociedad compleja, una sociedad conflictiva en la que rige el teorema de la imposibilidad de la función de bienestar única de Arrow, salvo que se trate de una dictadura que es justamente de lo que no tratamos aquí (Arrow, 1963). Así pues, como no hay posibilidad de solución de equilibrio en la relación entre comportamiento individual y decisiones colectivas (según, a su vez, la paradoja de Condorcet),  no hay sino soluciones transitorias, reversibles, en función de cambios de criterios de las mayorías.

El principio de la legitimidad democrática, basado en la decisión de la mayoría precisa resolver una dificultad: ¿pueden los ciudadanos consentir la tiranía, el despotismo? En teoría es una posibilidad aunque normalmente muy difícil de verificar porque las tiranías se caracterizan precisamente por no consultar la opinión de los ciudadanos. La tiranía puede basarse en la teoría de los esclavos felices o el discurso de la servidumbre voluntaria (Boètie, 2002), lo cual es dudoso o en la violencia, como primera y única forma de garantizar la obediencia. En la democracia es la última. Pero es, ya que, como dijo Hobbes, para todo pacto social covenants without swords are but words (Hobbes, 1965: 87). Cierto. Pero la aceptación de los gobernados no define la tiranía mientras que la democracia, sí. Si no hay consentimiento, no hay democracia.

Por eso la democracia establece consultas periódicas y libres a la ciudadanía en las cuales apoyan los gobernantes sus títulos de origen que descansan exclusivamente en la voluntad de la mayoría de los gobernados. Hasta tal punto que podría reformularse el famoso apotegma de San Pablo: Non est enim potestas nisi a Deo por Non est enim potestas nisi a populo. Esa consulta periódica legitimatoria, sin embargo, no equivale a un cheque en blanco. Determina, si se quiere, la cuestión de la legitimidad de origen. Pero la doctrina clásica, ya desde los tiempos de las guerras de religión, distingue entre legitimidad de origen y legitimidad de ejercicio, que pueden ir de consuno o no. Aun suponiendo que la legitimidad de origen esté salvaguardada (cosa muchas veces muy arriesgada de suponer) queda la siempre espinosa cuestión de la legitimidad de ejercicio y, de hecho, es tendencia casi inmemorial del pueblo reservarse el derecho a remover el gobernante que atente contra determinadas convenciones o principios, incluso llegando al tiranicidio. Es un derecho que reconocían hasta los teóricos de la monarquía absoluta (Hobbes, 1965; Bodin, 1997) y que habían elevado casi a mandato divino los monarcómacos del uno u otro lado de la trinchera, como Mariana, Suárez, Beza, Duplessis Mornay, Hotman, o Knox, etc. Con mayor razón si se trata de gobernantes electos que deben su cargo a la decisión de la mayoría cuando no cumplan sus promesas o por otros conceptos, defrauden a su electorado, sobre todo si ni siquiera fueron votados personalmente sino como miembros de listas, elaboradas por asociaciones privadas llamadas “partidos políticos” o, más significativo aun, designados por el superior para un cargo, por elevado que sea. La única manera racional de controlar el comportamiento de los gobernantes electos entre elección y elección en el cumplimiento de sus compromisos mediante la rendición pública de cuentas es instituir la revocación, medida presente en algunas democracias de solera y que debiera ser obligatoria en todas las demás.

Pues bien, ahí es donde se encuentra el problema que dejamos antes aplazado: la vinculación entre las convicciones colectivas, públicas y publicadas y las decisiones también colectivas concomitantes que derminan el destino de los pueblos y las actitudes y los actos personales de los gobernantes. El eterno problema del comportamiento correcto. Se trata del retorno a la cuestión crucial de la lógica de la acción discursiva de la “veracidad” de lo que se dice, según el modelo habermasiano, en el entendimiento de que, si siempre es problemático este criterio puesto que la acción individual aparece teñida de cálculos estratégicos de todo tipo, personales o de facción, en el caso de la política se da en una forma multiplicada porque es donde la acción individual se postula como orientación de los actos ajenos con carácter más general y donde, por tanto, la posible contradicción entre lo objetivo y lo subjetivo puede ser más destructiva. Al fin y al cabo, el término “gobierno” proviene del kybernetes griego y significa piloto: aquel que ha de orientar a los demás, señalarles el camino, ponerse como guía y ejemplo.

A terciar en este espinoso asunto ha venido una felícisima fórmula del más reciente movimiento feminista que, en la contundencia de su simple enunciado, encierra una de las más importantes enseñanzas para la teoría política contemporánea: lo personal es político. Innecesario es decir que esta fórmula, al dinamitar en su sencillez el núcleo mismo del patriarcado, contradice siglos de saber convencional acumulado acerca de la división entre lo público y lo privado y, por supuesto, interfiere en uno de los temas conflictivos preferidos de la contemporaneidad: el ámbito sacrosanto de la intimidad, impenetrable por definición al escrutinio ajeno y que no obliga a rendición pública de cuentas alguno y el del comportamiento externo, público, del sujeto: la contradicción virgiliana de nuevo entre lo que se dice y lo que se hace y atacada en su fuerza de convicción por el hecho de negar el carácter de santuario de la esfera interna siempre pero muy especialmente en el caso de aquellos ciudadanos que, por ocupar los puestos de poder voluntariamente, están obligados a ajustar sus actos a sus palabras. Si soy un gobernante empeñado en sostener que mi gestión pretende el bien común pero oriento mis decisiones según las convicciones de una secta a la que quiero beneficiar estoy quebrantando la relación de confianza política, faltando al principio habermasiano de veracidad, mostrando que, en efecto, lo personal es político e incurriendo en peor y más detestable de los fenómenos políticos (el de la hipocresía y la demagogia) y, por tanto, estoy deslegitimando el poder político que detento, que se utiliza para el mal y el provecho particular y no para el bien. Cosa que se sabe desde que Spinoza aclarara que toda determinación es una negación (Melamed, 2012). La excusa de que alguien pueda pensar de buena fe que sus creencias, convicciones, certidumbres personales y de secta, son en el fondo, los de la colectividad o los de la mayoría oscila entre la mera estulticia y la hybris desmesurada pero en ambos casos deslegitima la acción del interesado pues la tiranía de la mayoría –generalmente precaria y contingente- quizá sea más odiosa que la de la minoría.
Y aquí es donde la política y la teoría política contemporáneas han aportado una ayuda valiosísima a través del paradigma que hoy estas comparten con otras ciencias sociales y de carácter netamente conservador: la teoría de la decisión racional que presume dar cuenta del comportamiento colectivo como agregado de conductas individuales presididas por el cálculo de costes beneficios que da una imagen de sujeto individual como el del egoísta ilustrado racional (Rowley/Schneider, 2004). Según esto, está claro que lo que la gente quiere oír no es lo que el gobernante se imagina o lo que él calcula que, en efecto, quiere oír, sino lo que clara y rotundamente coincide con sus intereses. Precisamente, el advenimiento de la sociedad de la información y la difusión universal de esta hacen avanzar aun más esta perspectiva, a tal extremo que viene a ser hoy un punto acuerdo entre diferentes enfoques doctrinales la idea de que la acción colectiva ha cambiado esencialmente, que el acceso universal y gratuito a la información produce multitudes inteligentes (Rheingold, 2002), un añadido a las concepciones postmarxistas del nuevo sujeto histórico que ya no parece ser la clase sino las multitudes espinosistas (Negri/Hardt, 2004).

Sin duda, la acción colectiva en la época del acceso universal y gratuito a la información que garantiza internet, permite esperar que el sujeto histórico, habiendo trascendido muchas determinaciones, acierte en proseguir con lo que Ernst Bloch llamaba el “caminar erguido del ser humano” (Bloch, 1985). En ese sendero hacia la emancipación de la especie, la desigualdad, la falta de libertad, la explotación y la negación de derechos, son los cuatro pilares de una biopolítica de la represión, que tratan de devolver al hombre al pasado de la injusticia. Y el principal agente de esta involución es el mismo hombre, pero no colectiva sino personalmente considerado: el sujeto individual en especial el gobernante que, en su acción moral concreta, hace lo contrario de lo que públicamente predica y defiende y ampara los intereses faccionales frente a los generales, por meros cálculos estratégicos en beneficio propio y/o de su secta. Una decisión que contribuye a la deslegitimación del poder y prueba que se trata del eterno problema de la política en la medida en que esta quiera afirmar la dignidad que le corresponde, la acción del sujeto que, por cálculo interesado decide ignorar uno de los dos órdenes normativos que maravillaban a Kant al final de su crítica de la razón práctica: “el cielo estrellado sobre mí y la ley moral en mí”.




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